Reforma constitucional

 

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Por Ignacio SÁNCHEZ CÁMARA

 

 

 

  8 de diciembre de 2001 

 

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Discutir si la reforma de la Constitución entraña o no la ruptura del pacto constitucional es una polémica estéril si no se precisa su contenido y alcance. Reformar, por ejemplo, el Senado o el régimen de financiación autonómica no afecta en absoluto al consenso que llevó a la aprobación de la Constitución. Ni siquiera es seguro que requiera la modificación de su texto. Pero sí entrañaría la destrucción del pacto una reforma que estableciera, por ejemplo, la confesionalidad del Estado, o la adopción de la escuela pública única, o de un sistema económico colectivista, o la forma republicana del Estado. Es evidente que la reforma en general no entraña la ruptura del pacto, ya que ella está prevista por la propia Constitución. La respuesta depende, pues, del tipo de reforma.

Los recientes conversos de la modificación constitucional, y los enemigos, declarados o no de la Carta Magna, se refieren al título VIII, a la organización territorial del Estado, y propugnan la fórmula federal. En este caso, y más allá de la inconveniencia nociva de la propuesta, es evidente que afecta al pacto y entraña su ruptura. Es casi un tópico la idea de que la Constitución ha venido a solucionar los grandes problemas históricos de España, salvo el de la organización territorial del Estado. El fracaso en este ámbito no se debe tanto al farragoso y ambiguo texto constitucional como al desafío planteado por el particularismo separatista. El principal valor de la Constitución reside quizá en que puede satisfacer a casi todos porque no complace enteramente a nadie. Pero ahora, lo que es un extremo, el federalismo, pretende erigirse ilegítimamente en el centro integrador. La solución autonomista era el punto de equilibrio entre el centralismo y el federalismo, mas no entre el centralismo y el separatismo, apenas camuflado bajo la fórmula de la autodeterminación. Este último punto quedaba explícitamente excluido al afirmar el texto constitucional en su artículo 2 que«la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Ahora, los separadores pretenden reformarla para amparar sus designios.Mas eso no entrañaría la reforma de la Constitución, sino su destrucción y la de España.Por eso me sorprende la opinión de quienes de buena fe creen que la Constitución ampara todas las opiniones siempre que se defiendan pacíficamente. No.La destrucción pacífica de España no se encuentra amparada por la Constitución. Ni siquiera por una eventual reforma. La autodeterminación tiene el precio de la destrucción de la Constitución. Se dirá, tal vez, que el federalismo no entraña la disolución de la Nación española, mas en el momento presente parece un paso en esa dirección, ya que resulta claro que no se trata de una mera cuestión de competencias, pues las comunidades autónomas poseen más que muchos Estados miembros de un Estado federal. El federalismo puede ser un punto intermedio entre el Estado unitario y la destrucción del Estado, pero no un punto de equilibrio entre dos extremos sobre su organización territorial. Olvida que para muchos españoles se ha ido demasiado lejos en la descentralización, o, mejor, desvertebración. Probablemente algunos se llevarían una sorpresa si se preguntara a los ciudadanos, pues puede que la respuesta fuera más en la dirección centralizadora que en la federalista.Veintitrés años después de la aprobación de la Constitución, algunos apóstoles de la diversidad parecen empeñados en convertir a España en una especie de madrastra de nacionalidades y regiones frenéticas y ariscas. Si el PSOE quiere, en su fervor antigubernamental, rendir pleitesía a los nacionalismos, está en su derecho de hacerlo, mas no en nombre de la Constitución, de la vertebración nacional ni del futuro de España, sino en el de la desvertebración y el más rancio pasado

 

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