Magisterio de la Iglesia

Menti Nostrae
Exhortación Apostólica

III. NECESIDAD DE LA GRACIA PARA LA SANTIFICACIÓN SACERDOTAL

28. Consideración de verdades sublimes que manifiestan la grandeza del sacerdocio y la eficacia de los auxilios de la gracia 

   Nadie ignora, mis amados hijos, que no es posible a ningún cristiano -y de modo especial, a ningún sacerdote- el imitar, en la práctica de la vida cotidiana, los admirables ejemplos del Divino Maestro, sin el auxilio de la divina gracia y sin el uso de aquellos instrumentos de la gracia misma, que El nos ha puesto a nuestra disposición. Y ello es tanto más necesario cuanto mayor es la perfección que nosotros hayamos de conseguir, y cuanto mayores son las dificultades derivadas de nuestra naturaleza, inclinada al mal. Movidos por esta razón, juzgamos Nos oportuno el pasar a la consideración de otras verdades, tan sublimes como consoladoras, en las que aparece aun más claramente cuán excelsa ha de ser la santidad sacerdotal y cuán eficaces son las riquezas que Jesucristo nos ha comunicado para que podamos llevar a la práctica, en nosotros, los designios de la divina misericordia.

29. Vida de sacrificio en unión con Cristo

   Como toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con El, por El y en El un aceptable sacrificio.

30. El ejemplo de Cristo en el Calvario

   En efecto, la oferta que el Señor hizo en el Calvario no fue sólo la inmolación de su propio Cuerpo; pues El se ofreció a sí mismo, hostia de expiación, como Cabeza de la Humanidad, y por eso, al encomendar su espíritu en las manos del Padre, se encomendó a sí mismo a Dios como hombre, para recomendar todos los hombres a Dios[37].

31. El ejemplo de Jesús en la santa Misa

   Lo mismo ocurre en el sacrificio eucarístico, que es renovación incruenta del sacrificio de la cruz: pues, en él, Cristo se ofrece a sí mismo al Padre por su gloria y por nuestra salud. Mas, como quiera que El, sacerdote y víctima, obra como Cabeza de la Iglesia, se ofrece e inmola, no solamente a sí mismo, sino también a todos los fieles, y en cierto modo a todos los hombres[38].

32. El inagotable valor del sacrificio eucarístico 

   Ahora bien: si esto vale de todos los fieles, con mayor razón vale de los sacerdotes, que son ministros de Cristo principalmente por la celebración del sacrificio eucarístico. Precisamente en el sacrificio eucarístico, cuando representando a la persona de Cristo consagran el pan y el vino, que se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, pueden beber, en la fuente misma de la vida sobrenatural, los tesoros de la salvación y todos aquellos medios que les son necesarios, no sólo para sí mismos individualmente, sino también para cumplir su misión.

33. Conformar la vida con la dignidad y vivir la santa Misa

   Porque el sacerdote, al estar en tan estrecho contacto con estos divinos misterios, no puede menos de tener hambre y sed de justicia[39] ni dejar de sentir los estímulos de ajustar su vida a aquélla tan excelsa dignidad, con que está adornado, y de encuadrarla en su afán de sacrificarse, pues en cierto modo debe inmolarse a sí mismo junto con Cristo. Por lo tanto, no se contente con celebrar la santa misa: necesario es que la viva íntimamente; y tan sólo así podrá encontrar aquélla vida sobrenatural que habrá de transformarle, haciéndole participar -en cierto modo- de la vida sacrificial del mismo Divino Redentor.

34. Transformarse en víctima con Cristo

   San Pablo pone como principio fundamental de la perfección cristiana el precepto revestios de nuestro Señor Jesucristo[40]. Este precepto, si vale para todos los cristianos, vale de modo especial para los sacerdotes. Mas revestirse de Cristo no es sólo inspirar los propios pensamientos en su doctrina, sino entrar en una vida nueva que, para resplandecer con las fulgores del Tabor, debe conformarse a los del Calvario. Pero esto exige un arduo y continuo trabajo, por el que nuestra alma se convierta como en víctima, a fin de participar íntimamente en el sacrificio mismo de Cristo. Trabajo arduo y constante que no ha de tener como principio una voluntad ineficaz, ni ha de limitarse tan sólo a deseos y promesas, sino que ha de ser un ejercicio incansable y continuo que lleve a una fructífera renovación del espíritu; debe ser ejercicio de piedad, que lo refiera todo a la gloria de Dios; debe ser ejercicio de penitencia, que refrene y modere los desordenados movimientos del alma; debe ser acto de caridad, que inflame nuestras almas en el amor hacia Dios y hacia el prójimo y que nos estimule a promover todas las obras de misericordia; debe ser, finalmente, voluntad activa para empeñarse y luchar por hacer lo más perfecto.

35. San Pedro Crisólogo recomienda inmolarse con Cristo 

   Necesario es, por lo tanto, que el sacerdote procure reproducir en su alma todo cuanto sobre el altar ocurre. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, también su ministro debe inmolarse con El; como Jesús expía los pecados de los hombres, así él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación. De esta suerte lo amonesta San Pablo Crisólogo: Sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió la divina autoridad. Revístete de la estola de la santidad; cíñete con el cíngulo de la castidad; sea Cristo velo sobre tu cabeza; esté la cruz como baluarte sobre tu frente; pon sobre tu pecho el sacramento de la ciencia divina; quema siempre el oloroso perfume de la oración; empuña la espada del espíritu; haz de tu corazón como un altar y ofrece sobre él tu cuerpo generosamente como víctima a Dios... Ofrece la fe de modo que sea castigada la perfidia; inmola el ayuno, para que cese la voracidad; ofrece en sacrificio la castidad, para que muera la pasión; pon sobre el altar la piedad, para que sea depuesta la impiedad; invita a la misericordia, para que se destruya la avaricia; y para que desaparezca la necedad, conviene siempre inmolar la santidad; así tu cuerpo será tu hostia, si no está herida por ningún dardo de pecado[41].

36. La muerte mística en Cristo: doctrina de la Encíclica "Mediator Dei"

Cumple bien ahora el repetir, con las mismas palabras, pero de modo particular a los sacerdotes, todo cuanto Nos propusimos como digno de meditarse a todos los fieles en la encíclica Mediator Dei: Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para Sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano: igualmente, El es víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a Sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa. Pues bien; aquello del Apóstol, habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, finalmente, que nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo[42].

37. Aprovechar las riquezas de la Sangre de Jesús 

   Sacerdotes y amadísimos hijos, en nuestras propias manos tenemos un tesoro grande, una margarita, la más preciosa: esto es, las riquezas inagotables de la sangre del mismo Jesucristo; usemos de ellas con mayor largueza, para que, por medio del sacrificio total de nosotros mismos, ofrecido junto con Cristo al Eterno Padre, en verdad lleguemos a ser mediadores de justicia en aquellas cosas que tocan a Dios[43], y así sean aceptadas benignamente nuestras plegarias, logrando impetrar aquélla lluvia de gracias tan abundantes que renueven y enriquezcan a la Iglesia y a las almas todas. Y sólo entonces, cuando hayamos llegado a ser como una sola cosa con Cristo, mediante su inmolación y la nuestra, y cuando hayamos unido nuestra voz a la del coro de los habitantes de la celestial Jerusalén illi canentes iungimur almae Sionis aemuli[44], sólo entonces, fortalecidos con la virtud del Salvador será cuando, desde la altura de la santidad, que hayamos conseguido, podremos bajar seguramente y sin peligro, para llevar a todos los hombres la luz sobrenatural de Dios y la vida sobrenatural.

IV. NECESIDAD DE LA ORACIÓN Y DE LA PIEDAD

38. El precepto de orar siempre 

   La santidad perfecta requiere también una continua comunicación con Dios: y para que este íntimo contacto que el alma sacerdotal debe establecer con Dios no fuese jamás interrumpido en la sucesión de los días y de las horas, la Iglesia impuso al sacerdote la obligación de recitar el oficio divino. De ese modo, ella recogió fielmente el precepto del Señor: Es preciso orar siempre y no descansar[45]

39. La Obligación del Oficio Divino

   La Iglesia, del mismo modo que nunca cesa de orar, desea ardientemente que sus hijos hagan lo mismo, repitiendo las palabras del Apóstol: Por medio, pues, de El [Jesucristo] ofrezcamos a Dios perennemente el sacrificio de alabanza; esto es, el fruto de los labios que confiesan su nombre[46]. Pues a los sacerdotes les confió ese peculiar oficio, el de que, orando aun en nombre del mismo pueblo, consagren a Dios en cierto modo el correr y las vicisitudes de todo el tiempo.

40. Oración continua del nuevo Moisés: Voz de Cristo y de la Iglesia

   Y el sacerdote, al conformarse con tal deber, no hace sino continuar, a través de los siglos, aquello mismo que Cristo hizo, pues en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con grandes gritos..., fue oído por su reverencia[47]. Esta oración, tiene una eficacia, porque está hecha en nombre de Cristo, esto es, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el cual es nuestro mediador junto al Padre y presenta a él incesantemente su satisfacción, sus méritos y el precio sumo de su Sangre. Ella es la voz de Cristo, el cual ora por nosotros como nuestro sacerdote, ora en nosotros como nuestra Cabeza[48]. Es igualmente siempre la voz de la Iglesia, que recoge las ansias y los deseos de todos los fieles que, asociados a la voz y a la fe del sacerdote, alaban a Jesucristo, y por medio de El dan gracias al Eterno Padre del que, cada día y a cada hora, impetran los auxilios necesarios. Así es como viene a repetirse lo que en otro tiempo hizo Moisés, cuando -en lo alto del monte, y con los brazos extendidos hacia el cielo- hablaba con Dios y le suplicaba misericordia para su pueblo que tantas penas sufría en el valle adyacente. No otra cosa es lo que los sacerdotes reiteran cada día.

41. Elevación de la mente en el Oficio y digna recitación

   Pero el oficio divino es también un medio eficacísimo de santificación. No es, en efecto, tan sólo una recitación de fórmulas ni de cánticos que hayan de cantarse según cánones del arte: no se trata sólo del respeto de ciertas normas, llamadas rúbricas, o de ceremonias externas del culto, sino que se trata más bien de la elevación de la mente y del alma a Dios para que se unan a la armonía de los espíritus bienaventurados que cantan sus alabanzas eternamente[49]. Por ello, el oficio divino se ha de rezar, en todas sus horas, según lo que en el principio del mismo se hace notar: Digna, atenta, devotamente.

42. Medios para obtener dichos fines: Tener las mismas intenciones de Jesús 

   Pero es necesario que el sacerdote ore con la misma intención del Redentor. Es casi la misma voz del Señor que, por medio de su sacerdote, continúa implorando de la clemencia del Padre los beneficios de la Redención; es la voz del Señor, a la que se asocian los coros de los ángeles y de los santos del cielo y de todos los fieles en la tierra, para glorificar debidamente a Dios; es la voz de Cristo, nuestro abogado, por medio de la cual se nos obtienen los inmensos tesoros de sus méritos.

43. Meditar la Sagrada Escritura contenida en el Oficio

   Meditad, por eso, atentos y solícitos, aquellas verdades fecundas que el Espíritu Santo nos propone por las palabras de las Sagradas Escrituras y que los escritos de los Padres y de los Doctores comentan. Mientras vuestros labios repiten las palabras dictadas por el Espíritu Santo, cuidad bien de no perder nada de tesoro tan grande; y, para que vuestra alma sea el eco vivo de la voz de Dios, alejad sin cesar y con cuidado todo cuanto pueda distraeros y recoged vuestra atención y vuestros pensamientos de modo que os consagréis más fácilmente y con mayor fruto a la contemplación de las verdades eternas.

44. Seguir el ciclo litúrgico

   En la encíclica Mediator Dei hemos explicado ampliamente por qué fin el ciclo litúrgico anual evoca y representa de modo ordenado los misterios de Nuestro Señor Jesucristo y celebra también las fiestas de la Santísima Virgen y de los Santos. Estas enseñanzas, que hemos comunicado a todos los fieles, porque son utilísimas a todos, deben ser meditadas especialmente por vosotros, los sacerdotes; por vosotros, que por el Sacrificio eucarístico y por el Oficio divino tenéis parte tan importante en el desarrollo del ciclo litúrgico.

45. Otros ejercicios que la Iglesia recomienda 

   Para que avancen cada vez más expeditamente por el camino de la santidad, la Iglesia recomienda con todo empeño a los sacerdotes, además de la celebración del Sacrificio eucarístico y la recitación del Oficio divino, también otros ejercicios de piedad. Sobre ellos Nos place tocar ahora algunos puntos y proponerlos a vuestra consideración.

46. La meditación y contemplación de las cosas celestiales

   Ante todo, la Iglesia nos exhorta a la meditación que eleva la mente hacia el cielo, la solicita a la contemplación de las cosas divinas y que, asimismo, conduce a nuestra alma, inflamada en el amor de Dios, hacia El. Meditación de las cosas sagradas, que es la mejor preparación para celebrar la Santa Misa y para, luego, dar a Dios las debidas gracias; que nos arrastra también a penetrar y gustas las bellezas de la liturgia, y, finalmente, nos hace contemplar las verdades eternas así como los admirables ejemplos y enseñanzas del Evangelio.

   Ejemplos del Evangelio y virtudes del Redentor, que necesariamente habrán de reproducir en sí mismos los sacerdotes. 

47. Contemplación de los misterios de la vida del Redentor

   Mas, así como el alimento material no alimenta la vida, ni la sustenta y aumenta, sino convenientemente digerido y transformado en sustancia nuestra, así el sacerdote, si no meditare y contemplare los misterios del Redentor divino -que es el modelo supremo y perfecto de la vida sacerdotal y la fuente inagotable de su santidad- y no viviere su vida, no puede adquirir el dominio de sí mismo y de sus sentidos, ni purificar su alma, ni encaminarse a la virtud -como él debe- ni, en fin, cumplir con fidelidad, entusiasmo y fruto sus sagrados deberes.

48. Obligación grave de meditar y daño grave al descuidarla 

   Estimamos, por lo tanto, ser grave obligación Nuestra exhortaros a la práctica de la meditación diaria, práctica recomendada a todo el clero también por el Código de Derecho Canónico[50]. En efecto, así como el estímulo a la perfección sacerdotal es alimentado y reforzado por la meditación diaria, así el descuido y olvido de esta práctica es origen de la tibieza del espíritu, por lo que la piedad disminuye y languidece, y no sólo cesa o se retarda el impulso de la santificación personal, sino que todo el ministerio sacerdotal sufre no menos daño. Por ello debe asegurarse fundadamente que por ningún otro medio se puede lograr la eficacia particular de la meditación, y que su práctica cotidiana, por lo tanto, es insustituible.

49. Oraciones varias y espíritu de oración 

   De la oración mental no debe separarse la oración vocal; ni falten tampoco otras formas de oración privada, que, en las condiciones particulares de cada uno, ayudan a realizar la unión del alma con Dios. Pero téngase muy presente que, más que las múltiples oraciones, valen la piedad y el verdadero y ardiente espíritu de oración. Este ardiente espíritu de oración, necesario en todos los tiempos, lo es muy singularmente hoy, cuando el llamado naturalismo ha invadido las mentes y las almas, y la virtud está expuesta a peligros de todo género, peligros que a veces se encuentran en el ejercicio del mismo ministerio. ¿Qué cosa podrá defender mejor de estas insidias, qué cosa podrá elevar el alma a las cosas celestiales y tenerla unida con Dios mejor que la asidua oración y la invitación de la ayuda divina?

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NOTAS 

  • (36)  De imit. Christi, 1, 4, 5, 13. 14. (volver)
  • (37)  S. Athanas. De Incaruatione n. 12: PG 26, 1003 ss. (volver)
  • (38)  Cf. S. Aug. De civitate Dei 10, 6; PL 41, 284. (volver)
  • (39)  Cf. Mat. 5, 6. (volver) 
  • (40)  Rom. 13, 14.  (volver)
  • (41)  Sermo 108: PL 52, 500, 501.  (volver) 
  • (42)  A.A.S. 39 (1947) 552, 553. (volver) 
  • (43)  Hebr. 5, 1.  (volver) 
  • (44)  Brev. Rom. Hymn. pro off. Dedic. Eccl.  (volver) 
  • (45)  Luc. 18, 1. (volver) 
  • (46)  Hebr. 13, 15.  (volver) 
  • (47)  Ibid. 5, 7.  (volver) 
  • (48)  S. Aug. Enarr. in Ps. 85, 1: PL 37, 1081.  (volver) 
  • (49)  Cf. enc. Mediator Dei: A.A.S. 39 (1947), 574.  (volver) 
  • (50)  Cf. C.I.C. can. 125, 2.  (volver)
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