Magisterio de la Iglesia

Menti Nostrae
Exhortación Apostólica

50. Confiada y filial devoción a la Virgen 

   Y como los sacerdotes pueden ser llamados por título singular hijos de María, no podrán menos de alimentar una ardiente devoción hacia la Virgen, de invocarla con confianza, de implorar con frecuencia su poderosa protección. Todos los días, como la Iglesia misma recomienda[51], rezarán el santo rosario, que, al poner ante nuestra meditación los misterios del Redentor, nos conduce a Jesús por María.

51. Visita diaria al Santísimo Sacramento

   El sacerdote, antes de cerrar su jornada de trabajo, se dirigirá al tabernáculo y allí se detendrá siquiera algún tiempo, para adorar a Jesús en su sacramento de amor, para reparar las ingratitudes de tantos hacia sacramento tan grande, para encenderse cada vez más en el amor de Dios y para permanecer de algún modo, aun durante el tiempo del reposo nocturno, que recuerda a su mente el silencio de la muerte, en la presencia del Corazón de Cristo.

52.Examen de conciencia 

   No omita el diario examen de conciencia, que es el medio más eficaz así para darse cuenta de los progresos de la vida espiritual durante el día, como para remover los obstáculos que entorpecen o retardan el progreso en la virtud, como, finalmente, para conocer los medios más idóneos de asegurar al ministerio sacerdotal mayores frutos e implorar del Padre celestial perdón para tantas debilidades.

53. Confesión frecuente

   Esta indulgencia y el perdón de los pecados nos son concedidos de modo especial en el sacramento de la penitencia, obra maestra de la bondad del amor de Dios, para socorrer nuestra fragilidad. Que no ocurra nunca, amados hijos, que precisamente el ministro de este sacramento de reconciliación se abstenga de él. La Iglesia, como sabéis, dispone en esta materia: Vigilen los ordinarios para que los clérigos limpien frecuentemente las manchas de su propia conciencia con el sacramento de la penitencia[52]. Aunque ministros de Cristo, somos, sin embargo, débiles y miserables: ¿cómo podremos, pues, subir al altar y tratar los sagrados misterios, si no procuramos purificarnos lo más frecuentemente posible? Y en verdad que con la confesión frecuente "se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo"[53].

54. La dirección espiritual 

   Y aquí es oportuna también otra recomendación: que, al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, busquéis y aceptéis la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. 

   Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina.

55. Los ejercicios espirituales

   Deseamos ardientemente, en fin, recomendar a todos la práctica de los Ejercicios Espirituales. Cuando nos retiramos por algunos días de las ocupaciones habituales y del ambiente ordinario y nos apartamos a la soledad y al silencio, prestamos oído más atento a la voz de Dios y ésta penetra más profundamente en nuestra alma. Los Ejercicios, a la vez que nos llaman a un cumplimiento más diligente de los deberes de nuestro ministerio, con la contemplación de los misterios del Redentor, refuerzan nuestra voluntad, para servirle a El en santidad y justicia todos nuestros días[54].

2ª PARTE

II LA SANTIDAD EN EL SAGRADO MINISTERIO

I. INTRODUCCIÓN

56. La Sangre de Cristo purifica 

   En el Monte Calvario le fue abierto al Redentor el costado, del que fluyó su sagrada sangre, que se derrama en el curso de los siglos como torrente que inunda, para purificar las conciencias de los hombres, expiar sus pecados y repartirles los tesoros de la salvación.

57. El sacerdote dispensador de los misterios de Dios y el Cuerpo Místico

   A cumplir ministerio tan sublime están destinados los sacerdotes. En efecto, ellos no sólo concilian y comunican la gracia de Cristo a los miembros de su Cuerpo Místico, sino que son también los órganos del desarrollo del mismo Cuerpo Místico, porque deben dar a la Iglesia continuamente nuevos hijos, formarlos, cultivarlos, guiarlos. Ellos son dispensadores de los misterios de Dios[55]; deben, por ello, servir a Jesucristo con perfecta caridad y consagrar todas sus fuerzas a la salvación de los hermanos. Son los apóstoles de la paz; por eso deben iluminar al mundo con la doctrina del Evangelio y ser tan fuertes en la fe que puedan comunicarla a los demás y seguir los ejemplos y las enseñanzas del divino Maestro, para poder conducirlos a todos a El. Son los apóstoles de la gracia y del perdón; deben por eso, consagrarse totalmente a la salvación de los hombres y atraerlos al altar de Dios para que se nutran del pan de la vida eterna. Son los apóstoles de la caridad; deben, por ello, promover las obras de caridad, hoy tantos más urgentes cuanto que las necesidades de los pobres han crecido enormemente.

58. Las varias formas de apostolado 

   El sacerdote debe, además, cuidar que los fieles comprendan bien la doctrina de la Comunión de los santos, la sientan, y la vivan; y para promoverla, sírvase de obras como el Apostolado litúrgico y el Apostolado de la oración. Debe, además, promover, todas aquellas otras formas de apostolado que hoy, por las especiales necesidades del pueblo cristiano, son de tanta importancia y de tanta urgencia. Aplíquese, por lo tanto, con toda diligencia a la enseñanza catequística, al desarrollo y a la difusión de la Acción Católica y de la Acción Misional, y asimismo, a que -valiéndose de la actividad de seglares seriamente formados y preparados- todo cuanto se refiere a la recta ordenación del problema social reciba un incremento cada día mayor, según lo requieren nuestros tiempos.

II. LAS PRINCIPALES NORMAS DEL APOSTOLADO SACERDOTAL

59. El mejor modo de ejercitarlo: unirnos a Cristo

   Recuerde, además, el sacerdote que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo. Entonces, su actividad sacerdotal no se reducirá a un movimiento y a una agitación, puramente naturales, que fatigan cuerpo y espíritu y que exponen al mismo sacerdote a desviaciones dañosas para sí y para la Iglesia; sino que sus trabajos y sus fatigas serán fecundados y corroborados por aquellos carismas de gracia que Dios niega a los soberbios, pero que concede en abundancia a quienes, trabajando con humildad en la viña del Señor, no se buscan a sí mismos ni su propia vanagloria[56], sino la gloria de Dios y la salvación de las almas. Por lo tanto, fiel a las enseñanzas del Evangelio, no confíe en sí mismo ni en sus propias fuerzas, ponga más bien su confianza en la ayuda del Señor: Nada es el que planta ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento[57]

60. Reproducir en sí la imagen viva del Maestro: suprema aspiración

   Si el apostolado está así ordenado e inspirado, no podrá menos de ocurrir que el sacerdote atraiga hacia sí, con fuerza como divina, los ánimos de todos. Reproduciendo él en sus costumbres y en su vida la viva imagen de Cristo, todos los que se dirijan a él como maestro reconocerán, llevados por una interna persuasión, que él no dice palabras suyas, sino palabras de Dios, y que no obra por propia virtud, sino por la virtud de Dios: Si uno habla, sean como palabras de Dios; si uno tiene un ministerio, sea como por una virtud comunicada por Dios[58]

   Aún más; mientras se afana por ascender a la santidad y ejercer con la mayor diligencia su ministerio, cuide de representar, en sí mismo, tan perfectamente a Cristo, que pueda con toda humildad repetir las palabras del Apóstol de las Gentes: Sed mis imitadores, como yo [lo soy] de Cristo[59].

61. Deber primero: la propia santificación; guardarse de la herejía de la acción  

   Por estas razones, mientras alabamos a cuantos, en el fatigoso trabajo de esta posguerra, guiados por el amor hacia Dios y por la caridad hacia el prójimo, bajo la guía y ejemplo de sus Obispos, han consagrado todas sus fuerzas al alivio de tantas miserias, no podemos menos de expresar Nuestra preocupación y Nuestra ansiedad por aquello que, por las especiales circunstancias del momento, se han engolfado en el torbellino de la actividad exterior hasta el punto de olvidar el principal deber del sacerdote, que es la santificación propia. Hemos ya dicho en un documento público[60] que deben ser llamados a más recto sentir todos cuantos presumen que se puede salvar al mundo a través de aquello que justamente se ha llamado la herejía de la acción, de aquélla acción que no tiene sus fundamentos en la ayuda de la gracia y no se sirve constantemente de los medios necesarios para la consecución de la santidad que Cristo nos dio. 

62. No se excluyen las obras exteriores

   Del mismo modo juzgamos oportuno excitarles a la actividad propia de su sagrado ministerio a aquellos que, desentendiéndose por completo de las cosas exteriores, y como desconfiando de la eficacia del divino auxilio, no ponen todo su empeño, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que el espíritu cristiano vaya penetrando en la vida cotidiana, mediante todos aquellos recursos que nuestros tiempos exigen[61].

63. Empeñarse enteramente en la salvación de las almas

   A todos, pues, os exhortamos con todas veras a que, estrechamente unidos al Redentor, con cuya ayuda lo podemos todo[62], os dediquéis con toda solicitud a la salvación de aquellos que la Providencia ha confiado a vuestros cuidados. ¡Cuán ardientemente deseamos, amados hijos, que emuléis a aquellos santos que, en los tiempos pasados, con sus grandes obras demostraron a cuánto llega en este mundo el poder de la gracia divina! Que todos y cada uno, con humildad y sinceridad, podáis siempre atribuiros -siendo testigos vuestros fieles- el dicho del Apóstol: Con mucho gusto gastaré y me desgastaré a mí mismo en bien de vuestras almas[63]. Iluminad las mentes, dirigid las conciencias, confortad y sostened a las almas que se debaten en la duda, y gimen en el dolor. A estas principales formas de apostolado unid todas aquellas otras que las necesidades de los tiempos exigen. Pero que a todos sea bien manifiesto que el sacerdote, en todas sus actividades, ninguna otra cosa busca fuera del bien de las almas; y que su único ideal es Cristo, al que ha de consagrar sus fuerzas todas y su propia persona.

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