Magisterio de la Iglesia

Menti Nostrae
Exhortación Apostólica

PÍO XII
Sobre el fomento de la santidad de la vida sacerdotal
23 de septiembre de 1950

INTRODUCCIÓN

1. El encargo de Jesús y Pedro motiva la exhortación

   En nuestra alma resuena siempre aquella voz del Divino Redentor cuando dijo a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas[1]; y también aquella otra con que, por su parte, el Príncipe de los Apóstoles exhortaba a los Obispos y a los fieles de su tiempo, al decirles: Apacentad la grey de Dios, que está entre vosotros..., haciéndoos modelo de vuestra grey[2].

2. Principal necesidad de nuestro tiempo: elevar al sacerdote

   Meditando con atención, tales palabras, juzgamos que es oficio muy principal de Nuestro ministerio el hacer todo lo posible cada día para que sea más eficaz la labor de los sagrados Pastores y sacerdotes, que como fin necesario tiene el conducir al pueblo cristiano para que evite el mal, venza los peligros y adquiera la santidad y ello es más necesario aún en nuestros tiempos, cuando pueblos y naciones, a causa de la reciente cruelísima guerra, no sólo experimentan graves dificultades, sino que se hallan sometidos a una profunda perturbación espiritual mientras los enemigos del catolicismo, con mayor audacia a causa de las circunstancias de la sociedad, con odio criminal y con disimuladas asechanzas se empeñan por apartar de Dios y de su Cristo a los hombres todos.

3. Paternal solicitud del Papa por los sacerdotes

   Restauración cristiana, cuya necesidad todos los buenos admiten actualmente, que Nos incita a dirigir Nuestro pensamiento y Nuestro afecto de modo especial a los sacerdotes de todo el mundo, porque bien sabemos la humilde, vigilante y entusiasta actividad de ellos, pues viven entre el pueblo y, al conocer plenamente sus dificultades, sus penas y sus angustias, así espirituales como materiales, pueden con las normas evángelicas renovar las costumbres de todos y establecer definitivamente, en el mundo, el reinado de Jesucristo, Reino de justicia, de amor y de paz[3].

4. Sólo la santidad de los sacerdotes dará los frutos apetecidos

   Pero de ningún modo será posible que el ministerio sacerdotal logre con plenitud alcanzar aquellos efectos que corresponden adecuadamente a las necesidades de nuestra época, si los sacerdotes no brillan, ante el pueblo, que les rodea, con el brillo de una santidad insigne, y si no son dignos ministros de Cristo, fieles dispensadores de los misterios divinos de Dios[4], eficaces colaboradores de Dios[5], preparados para toda obra buena[6].

5. Manifestaciones de gratitud en las bodas de oro sacerdotales del Papa

   Y por ello, pensamos que de ningún modo podremos manifestar mejor Nuestra gratitud a los sacerdotes del mundo entero-que, en ocasión del quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio, con sus oraciones al Señor dieron testimonio de su filial piedad hacia Nos-que dirigiendo a todo el Clero una paternal exhortación a la santidad, sin la cual no puede ser fecundo el ministerio que les está confiado. El Año Santo, que hemos anunciado con la esperanza de que todos ajusten sus costumbres a las enseñanzas del Evangelio, deseamos que, como primer fruto, produzca éste: el de que todos cuantos son guía del pueblo cristiano atiendan con mayor empeño a dirigirse hacia la cima de la santidad, pues sólo con tal espíritu y con tales armas podrán renovarse en el espíritu de Jesucristo a la grey que les está confiada.

6. Deber del sacerdote de tender a la perfección

   Ciertamente que las necesidades actuales, hoy tan crecidas, de la sociedad, exigen cada vez más la perfección de los sacerdotes; pero téngase bien en cuenta que ellos están ya antes obligados -por la misma naturaleza del santísimo ministerio que Dios les ha confiado- a tender hacia la santidad, y ello siempre en todas las circunstancias y por todos los medios.

7. El gran don del sacerdocio, dignidad suprema

   Como han enseñado Nuestros Predecesores, y singularmente Pío X[7] y Pío XI[8], así como Nos mismo también lo hemos mostrado en las encíclicas Mysticis Corporis[9] y Mediator Dei[10] el sacerdocio es, ciertamente, el gran don del Divino redentor: pues éste, a fin de perpetuar hasta el final de los siglos, la obra de la redención, por él consumada en su sacrificio de la Cruz, confió su potestad a la Iglesia, a la que quiso hacer partícipe de su único y eterno sacerdocio. El sacerdote es como otro Cristo, porque está sellado con un carácter indeleble, por el que se convierte casi en imagen viva de nuestro Salvador; el sacerdote representa a Cristo, el cual dijo: Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros[11], el que a vosotros os escucha a mi me escucha[12]

8. El sacerdote, mediador entre el hombre y Dios

   Consagrado, como por una divina vocación, a este augustísimo misterio, está constituido en lugar de los hombres en las cosas que tocan a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados[13]. Necesario es, por lo tanto, que a él recurra todo el que quiera vivir la vida del Divino Redentor y desee recibir fuerza, consuelo y alimento para su alma; en él también habrá de buscar la necesaria medicina quienquiera que desee levantarse de sus pecados y tornarse al recto camino. Por ese motivo, todos los sacerdotes con plena razón podrán aplicarse a sí mismos aquellas palabras del Apóstol de las Gentes: Cooperadores somos... de Dios[14].

9. Necesidad de la correspondencia

Pero tan excelsa dignidad exige de los sacerdotes que con fidelidad suma correspondan a su altísimo oficio. Destinados a procurar la gloria de Dios en la tierra, a alimentar y aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, es necesario absolutamente que sobresalgan de tal modo por la santidad de sus costumbres, que por su medio se difunda por todas partes el buen aroma de Cristo[15].

10. El deber fundamental

   El mismo día en que vosotros, amados hijos, fuisteis ensalzados a la dignidad sacerdotal, el obispo, en nombre de Dios, os indicó solemnemente, cuál era vuestro deber fundamental: Comprended lo que hacéis, imitad lo que traéis entre manso; para que, al celebrar el misterio de la muerte del Señor, procuréis purificar vuestros miembros de todos los vicios y concupiscencias. Sea vuestra doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sea el aroma de vuestra vida el preferido de la Iglesia de Cristo, para que, con la predicación y con el ejemplo, edifiquéis la casa que es la familia de Dios[16]. Totalmente inmune de pecado, vuestra vida- mucho más que la de los simples fieles- esté escondida con Cristo en Dios[17] y así adornados con la excelsa virtud que exige vuestra dignidad, consagraos a llevar a cabo la obra de la redención, pues a ello os ha destinado la consagración sacerdotal.

Esta es la decisión que espontánea y libremente os comprometisteis a realizar; sed santos, porque, como sabéis, sagrado es vuestro ministerio.

1ª PARTE

LA SANTIDAD EN LA VIDA SACERDOTAL

I. INTRODUCCIÓN: LA CARIDAD VÍNCULO DE PERFECCIÓN

12. La enseñanza del maestro: primero la caridad

   Según las enseñanzas del Divino maestro, la perfección de la vida cristiana tiene su fundamento en el amor a Dios y al prójimo[18]; pero este amor ha de ser férvido, diligente, activo. Y, si así estuviere conformado, en cierto modo encierra ya en sí todas las virtudes[19]; y por ello, con toda razón, puede llamarse vínculo de perfección[20]. Cualesquiera sean las circunstancias en que se encuentre el hombre, necesario es que dirija sus intenciones y sus actos hacia tal ideal.

13. El sacerdote está llamado a la perfección

   A ello, pues, viene obligado de modo particular el sacerdote. Porque todos sus actos sacerdotales por su misma naturaleza-esto es, en cuanto que el sacerdote ha sido llamado a tal fin por divina vocación, y para ello ha sido adornado con un divino oficio y con carismas divinos- es necesario que tiendan a ello: pues él mismo tiene que asociar su actividad a la de Cristo, único y eterno Sacerdote: y necesario es que siga e imite a Aquel que, durante su vida terrenal, tuvo como fin supremo el manifestar su ardentísimo amor al Padre y hacer Partícipes a los hombres de los infinitos tesoros de su corazón.

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