Magisterio de la Iglesia

Mit brennender sorge

II - FE GENUINA EN JESUCRISTO

15. Fe en Dios es fe en Cristo

   La fe en Dios no podrá por mucho tiempo mantenerse pura e incontaminada, si no se apoya en la fe en Jesucristo. Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y todo aquél a quien el Hijo lo quiere revelar (Math. XI, 27). Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti solo verdadero Dios y a Jesucristo a quien enviaste (Joh XVII, 3). Por tanto a nadie es lícito decir: yo creo en Dios y esto basta a mi religión. Las palabras del Salvador no dejan puerta para semejante salida: Cualquiera que niega al Hijo no tiene al Padre. El que confiesa al Hijo tiene también al Padre (Joh., II, 23).

16. Jesucristo es la plenitud de la revelación divina

   En Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, se manifestó la revelación divina en toda su plenitud. De diversas maneras y en variadas formas en otros tiempos habló Dios a los antepasados por medio de los profetas. En la plenitud de los tiempos nos ha hablado a nosotros por medio del Hijo (Heb. I, 1 y siguientes). Los libros santos del Antiguo Testamento son palabra de Dios y parte orgánica de su revelación. Conforme con el desenvolvimiento gradual de la revelación, en ellos se contempla el crepúsculo del tiempo que debía preparar el radiante mediodía de la redención. En algunas de sus partes se habla de la humana imperfección, de su debilidad y del pecado, como debía necesariamente ser al tratarse de libros de historia y de legislación. A más de cosas nobles y sublimes, hablan esos libros de la tendencia superficial y material que se manifestó en varias ocasiones en el pueblo de la antigua alianza, depositario de la revelación y de las promesas de Dios. Pero la luz divina del camino de la salvación que al fin triunfa de todas las debilidades y pecados, no obstante la debilidad humana de que habla la historia bíblica, no puede menos de resplandecer aun más luminosamente ante los ojos de toda persona no cegada por prejuicios y por la pasión.

   Y justamente sobre este fondo a menudo oscuro, la pedagogía de la salvación eterna presenta perspectivas que al mismo tiempo dirigen, amonestan, sacuden, levantan y tornan felices. 

17. El valor del antiguo testamento

   Solamente la ceguera y la terquedad pueden cerrar los ojos ante los tesoros de saludables enseñanzas escondidas en el Antiguo Testamento. Por tanto el que pretende que se expulsen de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo Testamento, blasfema de la palabra de Dios, blasfema del plan de salvación del Omnipotente y erige en juez de los planes divinos un estrecho y restringido pensamiento humano. Niega la fe en Jesucristo, aparecido en la realidad de su carne, que tomó la naturaleza humana en un pueblo que después había de crucificarlo. No comprende el drama universal del Hijo de Dios que al delito de sus verdugos opuso, a fuer de sumo sacerdote, la acción divina de la muerte redentora, con lo cual dio cumplimiento al Antiguo Testamento, lo consumó y lo sublimó en el Nuevo Testamento.

18. Jesucristo es el único y verdadero Salvador

   La revelación divina que culminó en el Evangelio de Jesucristo es definitiva y obligatoria para siempre, no admite apéndices de origen humano y mucho menos substitutos de "revelaciones" arbitrarias que algunos publicistas modernos pretenden hacer derivar del así llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Jesús, el Ungido del Señor, ha consumado la obra de redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de ser hijos de Dios, no ha sido dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo para ser bienaventurados sino el nombre de Jesús (Act. IV, 12). Aun cuando un hombre llegara a acumular en sí todo el saber, todo el poder y toda la potencia material de la tierra, no puede colocar otros fundamentos que los que Jesucristo colocó (I Cor. III, 11). Por tanto, el que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la creatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara poner junto a Jesucristo, y lo que es peor aun, sobre Jesucristo o contra Él, a un simple mortal, aun cuando fuese el mayor de todos los tiempos, sepa que es un profeta de quimeras al que se aplican terriblemente las palabras de la Escritura: El que habita en los cielos se ríe de ellos (Psal. II, 4).

III - FE GENUINA EN LA IGLESIA

19. La Iglesia una y universal

   La fe en Jesucristo no podrá mantenerse pura e incontaminada si no está sostenida en la fe en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (I Tim. III, 15) y defendida por ella. El mismo Jesucristo, Dios bendito por toda la eternidad, ha levantado esa columna de la fe. y su mandato de escuchar a la Iglesia (Math. XVIII, 17) y de sentir de acuerdo con las palabras y los mandamientos de la Iglesia, que son sus palabras y sus mandamientos (Luc. X, 16) vale para todos los hombres de todos los tiempos y de todas las naciones. La Iglesia fundada por el Salvador es única para todos los pueblos y para todas las naciones y bajo su bóveda, que cobija como el firmamento a todo el universo, tienen sitio y asilo todos los pueblos y todas lenguas y pueden desenvolverse todas las propiedades, cualidades, misiones y cometidos que han sido asignados por Dios creador y salvador a los individuos y a las sociedades humanas. El amor de la Iglesia es tan amplio que ve en el desenvolvimiento, conforme con la voluntad de Dios, de esas peculiaridades y cometidos particulares, más bien la riqueza de la variedad que el peligro de escisiones, y se complace del elevado nivel espiritual de los individuos y de los pueblos, y columbra con alegría y altivez maternal en sus genuinas actuaciones frutos de educación y de progreso que bendice y promueve siempre que lo puede hacer conforme con la verdad. Pero asimismo sabe que ha señalado límites a esta libertad un mandamiento de la majestad divina que ha querido y que ha fundado esta Iglesia como unidad inseparable en sus partes esenciales. Quien atenta contra esta indestructible unidad quita a la esposa de Cristo una de las diademas con que el mismo Dios la ha coronado y somete el edificio divino, que está asentado sobre fundamentos eternos, a una revisión y transformación por arquitectos a los cuales el Padre Celestial no concedió poder alguno.

20. La santidad de la Iglesia 

   La divina misión que la Iglesia cumple entre los hombres, y que mediante hombres debe cumplir, puede desgraciadamente ser oscurecida por lo humano, demasiado humano algunas veces, que en determinados tiempos, vuelve a brotar, como cizaña, en medio del trigo del Reino de Dios. El que conoce la palabra del Salvador acerca de los escándalos y de los que los dan, sabe de que manera la Iglesia y cada individuo deben pensar sobre esto que fue y es pecado. Pero el que fundándose sobre estos lamentables contrastes entre la fe y la vida, entre la palabra y la acción, entre el comportamiento externo y el sentir interior de algunos -aunque fuesen muchos- echa al olvido o bien advertidamente calla el inmenso capital de genuino esfuerzo hacia la virtud, el espíritu de sacrificio, el amor fraterno, la santidad heroica de tantos miembros de la Iglesia, manifiesta por cierto una injusta y reprochable ceguedad. Mas, cuando por otra parte, se ve que la rígida medida, con la cual él juzga a la odiada Iglesia, es puesta de lado si se trata de otras sociedades amigas o por sentimiento o por interés, entonces resulta evidente que, mostrándose herido en su presunto sentimiento de pureza, se asemeja a los que, según la cortante palabra del Salvador, ven la brizna en el ojo hermano y no se percatan de la viga en el propio. Asimismo no es nada pura la intención de los que se proponen como fin de su actividad la tarea, que a veces explotan miserablemente, de rebuscar lo que hay de humano en la Iglesia, como si los poderes de los que están investidos de dignidad eclesiástica no se fundaran en Dios, sino en el valor humano y moral de los que ]a poseen, siendo así que, tratados de esa manera, no hay ni época, ni individuo, ni sociedad que no deba examinar lealmente su conciencia, purificarse inexorablemente y renovarse profundamente en sus sentimientos y en sus procederes. 

21. Apostolado y santificación individual

   En Nuestra Encíclica acerca del Sacerdocio y en la de la Acción Católica, con persuasiva insistencia hemos llamado la atención de todos los que pertenecen a la Iglesia y sobre todo de los Eclesiásticos, de los Religiosos y de los laicos que colaboran en el apostolado, sobre el sagrado deber de armonizar la fe con la conducta como lo demanda la ley de Dios y la Iglesia requiere con incansable insistencia. También hoy repetimos con la mayor gravedad: no basta alistarse en la Iglesia de Cristo, es necesario ser miembros vivos de esta Iglesia en espíritu y verdad. Tales son solamente los que están en la gracia del Señor y caminan constantemente en su presencia, ya sea en la inocencia, ya sea en la penitencia sincera y activa. Si el Apóstol de las gentes, el vaso de elección, sometía su cuerpo al látigo de la mortificación a fin de que, después de haber predicado a los otros, no llegase él mismo a ser reprobado; ¿puede señalarse acaso para los que tienen en sus manos la custodia y el incremento del reino de Dios, camino distinto del de la unión íntima del apostolado con la propia santificación? Solamente así se demostrará a los hombres de hoy, y en primer término a los adversarios de la Iglesia, que la sal de la tierra y la levadura del Cristianismo no han perdido su eficacia, sino que son todavía eficaces y aptas para conseguir la renovación espiritual, y el rejuvenecimiento de los que se encuentran en la duda y en el error, en la indiferencia y en el extravío espiritual, en el relajamiento de la fe y lejos de Dios, del cual, quieras que no, tienen más necesidad que nunca.

   Una Cristiandad en la cual todos vigilen sobre sí mismos, que arroje de sí toda tendencia a lo puramente exterior y mundano, que se ciña seriamente a los mandamientos de Dios y de la Iglesia y que se mantenga por tanto en el amor de Dios y en la solícita caridad para con el prójimo, podrá y deberá ser ejemplo y guía para el mundo profundamente enfermo, que busca un apoyo y un derrotero, a menos que se desee que sobrevenga un horrible desastre o una indescriptible decadencia.

22. Reforma genuina y Reforma falsa

   Toda genuina reforma duradera arrancó siempre del santuario, promovida por hombres inflamados de amor a Dios y al prójimo, los cuales por su gran generosidad en responder a todo llamado de Dios y en ponerlo en práctica antes que nada en sí mismos, crecidos en humildad y con la firmeza de quien es llamado por Dios, iluminaron y renovaron su época. Donde, por el contrario, el celo de la reforma no brotó de la pura fuente de la integridad personal, mas fue efecto de la explosión de impulsos pasionales, en lugar de construir destruyó, y resultó frecuentemente punto de partida de errores más funestos todavía que los daños que se quiso o se pretendió curar. Ciertamente el espíritu de Dios sopla donde quiere (Ioh., III, 8), puede suscitar de las piedras los ejecutores de sus designios (Mat. III, 9; Luc. III, 8) y elige los instrumentos de su voluntad según sus planes y no según los de los hombres. Pero Él que fundó su Iglesia y le dio vida en la Pentecostés, no destruye la estructura fundamental de la saludable institución por Él mismo querida. Por consiguiente, el que se siente impulsado por el Espíritu de Dios observa por esto mismo una actitud externa e interna respetuosa hacia la Iglesia, noble fruto del árbol de la Cruz, don que el Espíritu Santo en la Pentecostés hizo al mundo necesitado de luz y de guía.

23. La fidelidad a la Iglesia y las apostasías

   En vuestras comarcas, Venerables Hermanos, voces en coro se elevan cada vez más fuertes, incitándoos a salir de la Iglesia y surgen pregoneros que por su posición social intentan haceros creer que tal apartamiento de la Iglesia y consiguiente infidelidad a Cristo Rey, es una prueba particularmente demostrativa y meritoria de fidelidad al presente régimen. Con presiones ocultas y manifiestas, con amenazas, con perspectivas de ventajas económicas, profesionales, civiles, o de otra especie, la adhesión a la fe de los católicos, particularmente de ciertas clases de funcionarios, es sometida a una violencia tan ilegal cuanto inhumana. Con emoción paterna Nos sentimos y sufrimos profundamente con los que tan caro pagaron su amor a Cristo y a la Iglesia, mas se ha llegado ya a tal extremo que está en juego el fin último y más alto, la salvación o la perdición, por consiguiente no resta otro camino de salvación para el creyente, que el camino de un heroísmo generoso.

   Cuando el tentador o el opresor se le arrime con traidoras insinuaciones de abandonar la Iglesia, entonces él no podrá sino contraponerle, aun a costa de los más graves sacrificios terrenales, la palabra del Salvador: Vete, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás a él sólo servirás (Mat. IV, 10). En cambio a la Iglesia dirigirá estas palabras: ¡Oh! tú que eres mi Madre desde los primeros días de mi niñez, mi consuelo en la vida, mi abogada en la muerte, que se pegue mi lengua al paladar, si yo, cediendo a terrenales halagos o amenazas, llegase a traicionar mi voto bautismal. A aquellos finalmente que se ilusionasen poder conciliar con el abandono externo de la Iglesia la fidelidad interior para con ella, sírvales de severa advertencia la palabra del Salvador: El que me negare delante de los hombres, negado será delante de los ángeles de Dios.(Luc. XII, 9).

III - FE GENUINA EN EL PRIMADO

24. El Primado, manantial de fuerza y unidad católica

   La fe en la Iglesia no se mantendrá pura e incontaminada si no se apoya en la fe en el Primado del Obispo de Roma. En el momento mismo en que Pedro, anticipándose a los demás Apóstoles y discípulos, manifestó su fe en Cristo Hijo de Dios Viviente, el anuncio de la fundación de su Iglesia, de la única Iglesia, sobre Pedro, la piedra (Math. XVI, 18), fue la respuesta de Cristo, que lo recompensó de su fe y de haberla profesado. Por consiguiente, la fe en Cristo, en la Iglesia y en el Primado están unidas en un estrecho sagrado vínculo de interdependencia.

   En todas partes, una autoridad genuina y legal es un vínculo de unidad y un manantial de fuerza, una defensa contra el resquebrajamiento y la disgregación, una garantía para lo porvenir. Eso se verifica en el sentido más alto y noble cuando, como en el caso de la Iglesia, a tal autoridad ha sido prometida la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo y su invencible apoyo. Si personas que ni siquiera están unidas por la fe en Cristo os atraen y halagan con la proposición de una "iglesia nacional alemana", sabed que seguirlas no es más que renegar de la única Iglesia de Cristo, una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo, lo que tan sólo una iglesia universal puede cumplir. El desarrollo histórico de otras iglesias nacionales, su aletargamiento espiritual, su ahogo y su sometimiento a los poderes laicos manifiestan la desoladora esterilidad de que con certeza ineluctable está herido el sarmiento arrancado del tronco vivo de la Iglesia. Todo el que desde el principio opone su alerta e inconmovible no a tan equivocados intentos, presta un inapreciable servicio no solamente a la pureza de su fe, sino también a la vida sana y vigorosa de su pueblo.

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