MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Haerent Animo
EXHORTACIÓN APOSTOLICA   

SAN PÍO X

Sobre la santidad del clero
4 de agosto de 1908
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1. Grave preocupación del S. Pontífice por las almas

   Grabadas en el ánimo profundamente y llenas de espanto se mantienen aquellas palabras que a los Hebreos dirigía el Apóstol de las Gentes cuando, al instruirles sobre la obediencia debida a los superiores, hablaba en estos gravísimos términos: Ellos en verdad velan por vosotros, como quienes han de dar cuenta de vuestras almas[1]. Y si esta advertencia se refiere a cuantos en la Iglesia tienen autoridad, toca sobre todo a Nos que, a pesar de Nuestra insuficiencia, ejercemos en ella -por divina ordenación- la suprema autoridad. Por ello, con Nuestra incesante solicitud, día y noche nunca cesamos de pensar y de procurar todo cuanto atañe a la defensa y al aumento de la grey del Señor.

2. Especialmente por el clero y su formación

   Y, entre todos, Nos preocupa sobremanera este asunto: el que los ministros sean plenamente cual deben ser por su cargo. Pues bien persuadidos estamos de que así es, sobre todo, como puede esperarse el buen estado y el progreso de la Religión. Por ello, desde que fuimos investidos del Pontificado, aunque, considerado el clero en general, bien claros se veían sus muchos méritos, creímos, sin embargo, que debíamos exhortar con todo empeño a Nuestros venerables Hermanos, los Obispos de todo el orbe católico, para que de nada se ocuparan con mayor constancia y actividad como de formar a Cristo en todos los que por su ministerio están destinados a formar al mismo Cristo en los demás. Y bien hemos comprobado Nos cuál ha sido el celo de los Prelados en cumplir Nuestro cargo. Bien hemos comprobado con qué vigilancia y con cuánta solicitud se han aplicado asiduamente a formar a su clero en la virtud: por ello queremos, más que alabarles, darles las gracias públicamente.

3. Llamado papal a extraviados y tibios

   Ahora bien: si, a consecuencia de este cuidado de los Obispos, vemos con regocijo cómo se ha reanimado el fuego divino en un gran número de sacerdotes, de suerte que recobrarán o aumentarán la gracia de Dios que recibieron por la imposición de las manos de los presbíteros; pero aun Nos hemos de lamentar de que otros, en algunos países, no se muestran tales que el pueblo cristiano, al poner con razón sus ojos en ellos como en un espejo, pueda ver lo que ha de imitar. A éstos, pues, queremos manifestar Nuestro corazón en esta Carta: corazón en verdad paterno, que late con amor lleno de angustia a la vista de su hijo gravemente enfermo. Inspirados en este amor, queremos añadir Nuestras exhortaciones a las del Episcopado; y, aunque, sobre todo, tienen por objeto el reducir a los extraviados y a los tibios, queremos que también a los demás sirvan de estímulo. Queremos señalarles el camino seguro que cada cual ha de esforzarse por seguir cada día con mayor empeño, para ser verdaderamente, según la clara expresión del Apóstol, el hombre de Dios[2], y para corresponder a todo lo que tan justamente espera la Iglesia.

4. Pide renovación a propósito de sus bodas de oro sacerdotales

   Nada os diremos que no os sea conocido, ni nuevo para nadie, sino lo que importa bien que todos recuerden: Dios Nos hace sentir que Nuestra palabra producirá abundante fruto. Ved, pues, lo que os pedimos: Renovaos... en el espíritu de vuestra vocación y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Dios en justicia y en verdad[3]; para Nos, éste será vuestro presente más hermoso y más agradable en el quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio. Cuando examinemos Nos ante Dios con un corazón contrito y espíritu de humildad[4] estos años pasados en el sacerdocio, Nos parecerá poder expiar en alguna manera todo cuanto de humano haya de llorarse, recomendándoos y exhortándoos a caminar dignamente para en todo agradar a Dios[5]. -Mas con esta exhortación no sólo miramos por vuestro bien particular, sino también por el bien general de los católicos todos, pues no puede separarse el uno del otro. Porque no es tal la condición del sacerdote que pueda ser bueno o malo sólo para sí, ya que su vida y costumbres tan poderosamente influyen en el pueblo. Allí donde haya un buen sacerdote, ¡qué bien tan grande y precioso tienen!

5. Varios motivos para santificarse

   Comenzaremos, por lo tanto, queridos hijos, Nuestra exhortación excitándoos a la santidad de vida que la excelencia de vuestra dignidad requiere. -Todo el que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo para sí, sino también para los demás: Porque todo Pontífice tomado de entre los hombres está constituido para bien de los hombres en las cosas que miran a Dios[6]. El mismo pensamiento expresó Jesucristo cuando, para mostrar la finalidad de la acción de los sacerdotes, los comparó con la sal y con la luz. El sacerdote es, por lo tanto, luz del mundo y sal de la tierra. Nadie ignora que esto se realiza, sobre todo, cuando se comunica la verdad cristiana; pero ¿puede ignorarse ya que este ministerio casi nada vale, si el sacerdote no apoya con su ejemplo lo que enseña con su palabra? Quienes le escuchan podrían decir entonces, con injuria, es verdad, pero no sin razón: Hacen profesión de conocer a Dios, pero le niegan con sus obras[7]; y así rechazarían la doctrina del sacerdote y no gozarían de su luz. Por eso el mismo Jesucristo, constituido como modelo de los sacerdotes, enseñó primero con el ejemplo y después con las palabras: Empezó Jesús a hacer y a enseñar[8]. -Además, si el sacerdote descuida su santificación, de ningún modo podrá ser la sal de la tierra, porque lo corrompido y contaminado en manera alguna puede servir para dar la salud, y allí, donde falta la santidad, inevitable es que entre la corrupción. Por ello Jesucristo, al continuar aquella comparación, a tales sacerdotes les llama sal insípida que para nada sirve ya sino para ser tirada, y por ello ser pisada por los hombres[9].

6. Ejerce la función de Cristo y representa su Persona

   Verdades éstas, que con mayor claridad aparecen, si se considera que nosotros, los sacerdotes, no ejercemos la función sacerdotal en nombre propio, sino en el de Cristo Jesús. Así, dice el Apóstol, nos considere todo hombre como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios[10]; somos embajadores de Cristo[11]. -Por esta razón, Jesucristo mismo nos miró como amigos y no como siervos. Ya no os llamaré siervos..., os he llamado amigos: porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he hecho conocer a vosotros... Os he escogido y destinado para que vayáis al mundo y hagáis fruto[12]. -Tenemos, pues, que representar a la persona de Cristo; pero la embajada, por El mismo dada, ha de cumplirse de tal modo que alcancemos lo que él se propuso. Y como querer o no querer la misma cosa es la sólida amistad, estamos obligados, como amigos, a sentir en nosotros lo que vemos en Jesucristo, que es santo, inocente, inmaculado[13]: como embajadores suyos, hemos de ganar -para sus doctrinas y leyes- la confianza de los hombres, comenzando antes por observarlas nosotros mismos; como participantes de su poder, tenemos que liberar las almas de los demás de los lazos del pecado, pero hemos de procurar con todo cuidado no enredarnos nosotros mismos en ellos. Pero sobre todo, como ministros suyos, al ofrecer el sacrificio por excelencia, que cada día se renueva -en virtud de una fuerza perenne- por la salud del mundo, nos hemos de poner en aquella misma disposición de alma con que El se ofreció a Dios cual hostia inmaculada en el ara de la Cruz.

7. Tiene en sus manos todos los tesoros divinos

   Si antiguamente, cuando no había sino símbolos y figuras, se requería santidad tan grande en los sacerdotes, ¿qué no habrá de exigirse a nosotros, cuando Cristo mismo es la víctima? ¿A quién no debe aventajar en pureza el que goza de semejante sacrificio? ¿A qué rayo de sol en esplendor la manos que parte esta carne, la boca que se llena del fuego espiritual, la lengua que se enrojece con la sangre que hace temblar?[14]. Con gran razón insistía así San Carlos Borromeo, en sus discursos al clero: "Si nos acordáramos, queridísimos hermanos, de cuán grandes y cuán dignas cosas ha puesto Dios en nuestras manos, ¡qué fuerza tendría esta consideración para excitarnos a vivir una vida digna de sacerdotes! ¿Qué no ha puesto el Señor en mi mano, cuando ha puesto a su propio Hijo, unigénito, coeterno y consubstancial a sí mismo? En mi mano ha puesto todos sus tesoros, los sacramentos, la gracia; ha puesto las almas, para él lo más precioso, que ha amado más que a sí mismo, pues las ha comprado a precio de su misma sangre; en mi mano ha puesto el mismo cielo, que yo pueda abrir y cerrar a los demás... ¿Cómo podría, pues, yo ser tan ingrato a tan gran dignación y amor, que llegue a pecar contra El, a ofender su honor, a contaminar este cuerpo que es suyo, a profanar esta dignidad, esta vida consagrada a su servicio?".

8. Formación para la santidad en los Seminarios

   A esta santidad de vida, de la que aún queremos hablar más todavía, atiende la Iglesia por medio de esfuerzos tan grandes como continuos. Para ello instituyó los Seminarios: en éstos, los jóvenes que se educan para el sacerdocio han de ser imbuidos en ciencias y letras, han de ser al mismo tiempo, pero de un modo especial, formados desde sus más tiernos años en todo cuanto a la piedad concierne. Después, como solícita madre, la Iglesia los conduce gradualmente al sacerdocio, con largos intervalos en los que no perdona medio alguno para exhortarles a que adquieran la santidad. Place bien recordar aquí todo esto.

9. Las graves exhortaciones de la Iglesia en la ordenación de subdiáconos, diáconos y presbíteros

   Cuando ya la Iglesia nos alistó en la sagrada milicia, quiso confesáramos con verdad que el Señor es parte de mi herencia y de mi suerte: Vos sois, Dios mío, quien me devolveréis esta herencia[15]. Por estas palabras -dice San Jerónimo- el clérigo queda bien avisado de que él, que es parte del Señor o tiene al Señor por parte suya, se muestre tal, que también posea al Señor y sea poseído por El[16].

   ¡Qué lenguaje tan grave emplea la Iglesia con aquellos que van a ser promovidos al subdiaconado! Una y muchas veces habréis de considerar la carga que voluntariamente tomáis sobre vuestros hombros... Porque, si recibís este orden, no os será permitido volver atrás en vuestra decisión, sino que tendréis que servir siempre a Dios y guardar, con su ayuda, la castidad. Y, por fin: Si hasta el presente habéis estado retraídos de la Iglesia, desde ahora debéis ser asiduos en frecuentarla; si hasta hoy soñolientos, desde ahora vigilantes...; si hasta aquí deshonestos, en lo sucesivo castos... ¡Ved qué ministerio se os confiere! -Por los que van a pasar al diaconado, la Iglesia ruega así a Dios, por la voz del Obispo: Que en ellos abunde el modelo de toda virtud, una autoridad modesta, un pudor constante, la pureza de la inocencia y la observancia de la disciplina espiritual... Que en sus costumbres brillen tus preceptos, a fin de que, con el ejemplo de su castidad el pueblo fiel tenga como propio un modelo que imitar. -Más conmovedora aún es la advertencia dirigida a los que han de ser elevados al sacerdocio: Preciso es subir con gran temor a grado tan alto y procurar que la sabiduría celestial, la probidad de las costumbres y la perpetua observancia de la justicia recomienden a los escogidos para tal cargo... Que el perfume de vuestra vida sea la alegría de la Iglesia de Dios, de manera que por la predicación y el ejemplo construyáis la casa, es decir, la familia de Dios. Pero, sobre todo, nos ha de mover aquel gravísimo mandato que añade: Imitad lo que tenéis entre manos, el cual ciertamente concuerda con aquel precepto de San Pablo: Hagamos a todo hombre perfecto en Jesucristo[17].

10. Los Santos Padres y el Concilio de Trento llaman al sacerdote a la perfección

   Siendo, por lo tanto, éste el pensamiento de la Iglesia, en cuanto a la vida sacerdotal, a nadie podrá parecer extraño que los Santos Padres y Doctores estén todos tan unánimes en este asunto que hasta puedan parecer quizá demasiado prolijos; y, sin embargo, si los juzgamos con prudencia, concluiremos que nada han enseñado que no sea plenamente recto y verdadero. A esto se reducen sus palabras: Entre el sacerdote y cualquier hombre probo debe haber tanta diferencia como entre el cielo y la tierra, por cuya razón se ha de procurar que la virtud del sacerdote no sólo esté exenta de las más graves culpas, sino también aun de las más leves. El Concilio de Trento siguió en esto el juicio de hombres tan venerables, cuando advirtió a los clérigos que huyesen hasta de las faltas leves, que en ellos serían muy grandes[18]; muy grandes, en efecto, no en sí, sino con relación al que las comete, y a quien, con mayor razón que a las paredes de nuestros templos, ha de aplicarse esta frase de la Escritura: La santidad es propia de tu casa[19].

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