MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Haerent Animo - (2)
EXHORTACIÓN APOSTOLICA   

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11. Sobre las virtudes "pasivas" y "activas"

   Ahora bien: preciso es determinar en qué haya de consistir esta santidad, de la cual no es lícito que carezca el sacerdote; porque el que lo ignore o lo entienda mal, está ciertamente expuesto a un peligro muy grave. Piensan algunos, y hasta lo pregonan, que el sacerdote ha de colocar todo su empeño en emplearse sin reserva en el bien de los demás; por ello, dejando casi todo el cuidado de aquellas virtudes -que ellos llaman pasivas- por las cuales el hombre se perfecciona a sí mismo, dicen que toda actividad y todo el esfuerzo han de concentrarse en la adquisición y en el ejercicio de las virtudes activas. Maravilla cuánto engaño y cuánto mal contiene esta doctrina. De ella escribió muy sabiamente Nuestro Predecesor, de feliz memoria[*]: Sólo aquel que no se acuerde de las palabras del Apóstol: "Los que El previó, también predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo"[1], sólo aquél -digo- podrá pensar que las virtudes cristianas son acomodadas las unas a un tiempo y las otras a otro. Cristo es el Maestro y el ejemplo de toda santidad, a cuya norma se ajusten todos cuantos deseen ocupar un lugar entre los bienaventurados. Ahora bien: a medida que pasan los siglos, Cristo no cambia, sino que es el mismo "ayer y hoy, y será el mismo por todos los siglos"[2]. Por lo tanto, a todos los hombres de todos los tiempos se dirige aquello: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón"[3]: y en todo momento se nos muestra Cristo "hecho obediente hasta la muerte"[4]. También aquellas palabras del Apóstol: "Los que son de Cristo han crucificado su carne con los vicios y las concupiscencias"[5] valen igualmente para todos los tiempos.

12. Importancia de la abnegación

   Verdad es que estas enseñanzas se aplican por igual a todos los fieles, pero dicen mejor con los sacerdotes; y, como dicho a ellos antes que a los demás, han de tomar lo que Nuestro Predecesor añadía con su apostólico celo: Quisiera Dios que estas virtudes fuesen practicadas ahora por mayor número de gente, como lo fueron por tantos santos personajes de tiempos pasados, que en humildad de corazón, obediencia y abstinencia fueron "poderosos en obras y palabras", con provecho muy grande para la religión y la sociedad. Ni está fuera de lugar el recordar cómo el sapientísimo Pontífice con toda razón hace una muy singular mención de aquella abstinencia que, en lenguaje evangélico, llamamos "abnegación de sí mismo". En efecto, queridos hijos, en ella principalmente están contenidas la fuerza, la eficacia y todo el fruto del ministerio sacerdotal; así como de su negligencia procede todo cuanto en las costumbres del sacerdote puede ofender los ojos y las conciencias de los fieles. Porque, si alguno obra por un vergonzoso afán de lucro, si se enreda en negocios temporales, si ambiciona los primeros puestos y desprecia los demás, si se hace esclavo de la carne y de la sangre, si busca el agradar a los hombres, si confía en las palabras persuasivas de la sabiduría humana, todo ello proviene de que desdeña el mandato de Cristo y desprecia la condición por El puesta: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo[6].

13. Obligaciones del ministerio

   Mientras Nos inculcamos tanto todo esto, no dejamos de advertir al sacerdote que no ha de vivir santamente para sí solo, pues él es el obrero que Cristo salió a contratar para su viña[7]. Le corresponde, pues, arrancar las perniciosas hierbas, sembrar las útiles, regarlas y velar para que el enemigo no siembre luego la cizaña. Guárdese bien, por lo tanto, el sacerdote, no sea que, al dejarse llevar por un afán inconsiderado de su perfección interior, descuide alguna de las obligaciones de su ministerio que al bien de los fieles se refieren. Tales son: predicar la palabra divina, oír confesiones cual conviene, asistir a los enfermos, sobre todo a los moribundos, enseñar la fe a los que no la conocen, consolar a los afligidos, hacer que vuelvan al camino los que yerran, imitar siempre y en todo a Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los tiranizados por el diablo[8].

14. Dios da el crecimiento

   Pero, en medio de toda esta actividad, que en su alma esté siempre profundamente grabada la advertencia insigne de San Pablo: Ni el que planta es algo, ni el que riega; sino el que obra el crecimiento, Dios[9]. Bien está que entre lágrimas vaya echando las semillas, bien que luego las cuide con todo esmero; pero que germinen y den el fruto deseado, sólo pertenece a Dios y a su auxilio todopoderoso. Y es que, sobre todo, siempre se ha de tener muy presente que los hombres no son sino instrumentos que usa Dios para la salvación de las almas; por ello, siempre han de estar muy bien preparados para que Dios pueda servirse de ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Creemos, por ventura, que Dios se moverá a valerse de nuestra actividad, en el extender su gloria, por alguna excelencia nuestra ingénita o lograda por el trabajo? En manera alguna; porque escrito está: Dios se escogió lo necio del mundo para confundir al sabio; y lo débil del mundo, para confundir lo fuerte; y lo vil del mundo, lo tenido en nada y lo que no es se lo escogió Dios para anular lo que es[10].

15. La santidad, virtud fundamental para la actividad y el acierto

   En realidad, tan sólo hay una cosa que une al hombre con Dios, haciéndole agradable a sus ojos e instrumento no indigno de su misericordia: la santidad de vida y de costumbres. Si esta santidad, que no es otra que la eminente ciencia de Jesucristo, faltare al sacerdote, le falta todo. Pues, separados de esta santidad, el caudal mismo de la ciencia más escogida -que Nos mismo procuramos promover en el clero-, la actividad y el acierto en el obrar, aunque puedan ser de alguna utilidad, ya a la Iglesia, ya a cada uno de los cristianos, no rara vez les son lamentable causa de perjuicios. Pero cuánto pueda, por ínfimo que sea, emprender y lograr con gran beneficio para el pueblo de Dios quien esté adornado de santidad y por la santidad se distinga, lo prueban numerosos testimonios de todos los tiempos, y admirablemente el no lejano de Juan B. Vianney, ejemplar cura de almas, a quien Nos tuvimos gran placer en decretar el honor debido a los Beatos. -Unicamente la santidad nos hace tales como nos quiere nuestra divina vocación, esto es, hombres que estén crucificados para el mundo y para quienes el mundo mismo esté crucificado, hombres que caminen en una nueva vida y que, como enseña San Pablo, en medio de trabajos, de vigilias, de ayunos, por la castidad, por la ciencia, por la longanimidad, por la suavidad, por el Espíritu Santo, por la caridad no fingida, por la palabra de verdad[11], se muestren ministros de Dios, que se dirijan exclusivamente hacia las cosas celestiales y que pongan todo su esfuerzo en llevar también a los demás hacia ellas.

16. La gracia de la santidad es fruto del espiritu de oracion

   Mas, como nadie ignora, la santidad de la vida en tanto es fruto de nuestra voluntad, en cuanto es fortificada por Dios mediante el auxilio de la gracia; y Dios mismo nos ha provisto colmadamente para que no careciésemos jamás, si no queremos, del don de la gracia, lo cual logramos principalmente por el espíritu de oración. En efecto, entre la santidad y la oración existe dicha relación tan necesariamente que de ningún modo puede existir la una sin la otra. Por esto, muy conforme a la verdad es la frase del Crisóstomo: Yo creo ser evidente para todos que es sencillamente imposible el vivir en la virtud sin la defensa de la oración[12]; y San Agustín, agudamente, formula esta conclusión: Verdaderamente sabe vivir bien quien sabe orar bien[13].

17. La palabra y el ejemplo de Jesús

   Jesucristo mismo nos persuade con más fuerza estas enseñanzas por la exhortación constante de su palabra, y más todavía con su ejemplo: sabido es cómo para orar, se retiraba a los desiertos, o se acogía a la soledad de las montañas; gastaba noches enteras con gran empeño en esta ocupación; iba frecuentemente al templo, y hasta rodeado de las muchedumbres oraba en público con los ojos alzados al cielo; en fin, clavado en la cruz, aun entre los mismos dolores de la muerte, llorando y con gran clamor suplicó a su Padre.

18. Orar sin cesar por si y por los demás

   Tengamos, por lo tanto, como cierto y probado que el sacerdote, a fin de poder cumplir dignamente con su puesto y su deber, necesita darse de lleno a la oración. No es raro tener que deplorar que lo haga más por costumbre que por devoción interior; que a su tiempo rece el oficio con descuido o que recite a veces algunas oraciones, pero después ya no se acuerde de consagrar parte alguna del día para hablar con Dios, elevando su corazón al cielo. Y sin embargo, el sacerdote, mucho más que cualquier otro, debe obedecer al precepto de Cristo: Preciso es orar siempre[14]; precepto que seguía San Pablo, cuando insistía con tanto empeño: Perseverad en la oración, pasando en ella las vigilias con acción de gracias[15]; Orad sin cesar[16].

   Y ¡cuántas ocasiones se presentan durante el día para elevarse hacia Dios a un alma poseída por el deseo de la propia santificación y de la salvación de las otras almas! Angustias íntimas, fuerza y pertinacia de las tentaciones, falta de virtudes, desaliento y esterilidad en los trabajos, innumerables ofensas o negligencia y, finalmente, el temor a los juicios divinos: todas estas cosas nos incitan poderosamente a llorar ante el Señor para enriquecernos fácilmente, a sus ojos, de méritos y, además, conseguir su protección. Y hemos de llorar no tan sólo por nosotros. Entre el gran diluvio de pecados que, sin cesar se extiende por todas partes, a nosotros nos corresponde, sobre todo, el implorar y suplicar la divina clemencia, así como el insistir ante Cristo, dador muy benigno de toda gracia, en el admirable Sacramento: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo.

19. Imprescindible necesidad y utilidad de la meditación

   Punto capital, en esto, es el designar cada día un tiempo determinado para la meditación de las cosas eternas. No hay sacerdote que, sin nota de grave negligencia y detrimento de su alma, pueda descuidar esto. Escribiendo el santísimo abad Bernardo a Eugenio III, discípulo suyo en otro tiempo y a la sazón Romano Pontífice, con no menor libertad que energía le avisaba que ningún día dejara de entregarse a la meditación de las cosas divinas, sin que le sirvieran de excusa alguna las ocupaciones tan numerosas y graves como lleva consigo el supremo apostolado. Y con toda razón se empeñaba en lograrlo de él, enumerándole así con gran sabiduría las utilidades de tal ejercicio: La meditación purifica su propia fuente, esto es, la mente de donde procede. Regula luego las afecciones, dirige los actos, corrige los excesos, arregla las costumbres, cohonesta y ordena la vida; confiere, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como de las humanas. Es la que aclara lo confuso, corrige los extravíos, concentra lo esparcido, escudriña lo oculto, investiga lo verdadero, examina lo verosímil y explora lo fingido y aparente. Ella prepara lo que debe hacerse y repasa lo hecho, de suerte que nada subsista en el ánimo que no esté corregido o que tenga necesidad de corrección. En lo próspero, ella presiente lo adverso; y, en lo adverso, hace como que no siente: propio es lo uno de la fortaleza, lo otro de la prudencia[17]. El conjunto de estas grandes ventajas, que la meditación lleva consigo, nos enseña y a la vez nos advierte cómo en todos los sentidos no sólo es provechosa, sino muy necesaria.

Magisterio de San Pío X

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