Magisterio de la Iglesia

Communium rerum
Carta encíclica


7. Ataques actuales de las naciones cristianas contra los derechos de la Iglesia.

   Dejamos de lado muchas otras maquinadas en contra de la Iglesia con traidora astucia, o llevadas a cabo con sacrílego atrevimiento, hollando todo derecho público y toda la ley de justicia y de moral natural. Lo más grave es que ello ha sucedido en aquellos países que habían recibido con mayor abundancia de la misma Iglesia las luces de la civilización. Porque, ¿qué hay más inhumana que ver a los mismos hijos que la Iglesia crió y alimentó como a sus primogénitos hacer de ellos los mejores y los más robustos, y ver ahora que algunos de ellos esgrimen sus armas contra su misma madre que tanto se desveló por ellos? Y no es alegría lo que proporciona el estado de los demás países, donde la guerra, aunque se presenta en forma diversa, sin embargo recrudece de la misma manera o amenaza por medio de ocultas maquinaciones. Se pretende en fin en todas partes, en las naciones que más deben a la civilización cristiana, privar a la Iglesia de derechos, tratarla como si no fuese, por su naturaleza y por derecho propio, una sociedad perfecta, según que fue instituida por el mismo Cristo, reparador de nuestra naturaleza; se quiere destruir su reinado, que si bien se refiere en primer término y directamente a las almas, no obstante, no favorece menos a su salvación eterna que a la estabilidad del progreso civil; se quiere a viva fuerza que en lugar del reinado de Dios, domine, bajo el falso nombre de libertad, la más desenfrenada licencia. Y para que triunfe con el imperio de las pasiones y de los vicios la peor esclavitud, precipitando a las almas a su ruina, -"porque el pecado hace miserables a los pueblos"(18)-, no cesan entre tanto de gritar, "no queremos que Este reine sobre nosotros"(19).

Expulsión de las Órdenes religiosas

   De aquí proviene la expulsión en los países católicos de las órdenes religiosas, que fueron siempre ornato y defensa de la Iglesia, y las que promovieron más eficazmente la ciencia y la cultura entre las naciones bárbaras y civiliza das; de aquí el debilitamiento y la persecución de todas las instituciones de cristiana beneficencia; de aquí el desprecio y la irrisión de sus ministros, reducidos a la impotencia y a la inercia, a los cuales se combate de tal manera que resultan nulos sus esfuerzos, o se les dificulta o se les impide por completo el ejercicio del magisterio, sobre todo alejándolos gradualmente de la educación de la juventud; de aquí también el anulamiento de todas las obras católicas de utilidad pública; des echados, despreciados y perseguidos también los mejores entre los laicos que profesan abiertamente el catolicismo, como si fueran de clase inferior y de poco valer, hasta que llegue el día en que, a causa de la hostil opresión de las leyes, ya no les sea posible ejercer su acción en ninguno de los ramos de la vida pública.

Insidias de los enemigos

   Entre tanto, los causantes de esta guerra, llevada a cabo con tanta saña y tanta astucia, afirman descaradamente que no los mueve sino el deseo de la libertad, la civilización y el progreso, y más aún, el amor a la patria: siendo semejante también en esto a su padre, "el cual fue homicida desde el principio y que cuan do habla falsamente, habla según su naturaleza, porque es mentiroso"(20), y está movido por un odio insaciable contra Dios y contra el género humano. Hombres de crueles entrañas, que tratan de engañar y armar insidia s a los ingenuos. No es el dulce amor de la patria o la solicitud por el pueblo, ni otro cualquier buen deseo o intento, el que los mueve a esta sacrílega guerra, sino el odio ciego contra Dios y contra su admirable obra, la Iglesia. De este odio se derivan, como de venenosa fuente, esos criminales propósitos de oprimir a la Iglesia y apartarla de toda vida social; de allí el proclamarla muerta y anticuada, sin que por eso dejen de perseguirla; más aún, han llegado a tal punto de audacia y de in sensatez, que luego de haberla privado de toda libertad, la acusan de no tener parte alguna en el bienestar de la sociedad y en la felicidad de la patria. De este mismo odio procede también el disimular astutamente o callar de propósito los servicios más notables que ha prestado la Iglesia y la Sede Apostólica, es que ya no aprovechan estos servicios como otros tantos argumentos en contra nuestra, para hacer surgir la sospecha e insinuarse astutamente en las multitudes, acechando e interpretando cada palabra y obra de la Iglesia como si fuese un grave peligro para la sociedad, en lugar de reconocer, como es evidente, que el progreso de la genuina libertad y de la civilización más exquisita provienen principalmente de Cristo, por medio de la Iglesia.

   Sobre esta guerra, movida por los enemigos exteriores, "que en algunas naciones se lleva a cabo a campo abierto, y en otras con astucia e insidiosa mente, aunque de cualquier modo que sea se persigue a la Iglesia en todas partes", ya habíamos prevenido en otras ocasiones vuestra vigilancia, Venerables Hermanos, sobre todo en Nuestra alocución consistorial, pronunciada el 16 de Diciembre de 1907.

8. Los ataques solapados del modernismo. 

   Pero con no menor severidad y dolor Nos vemos obligados a denunciar y reprimir otro género de guerra, in terna y doméstica, pero tanto más fu nesta, cuanto que se lleva a cabo más solapadamente. Esta guerra, movida por algunos hijos desnaturalizados, que viven en el seno de la Iglesia para desgarrarlo sigilosamente, se dirige en primer término a la raíz, al alma de la Iglesia; trata de enturbiar los manantiales de la piedad y de la vida cristianas, de envenenar las fuentes de doctrina, de disipar el sagrado depósito de la fe, de conmover los mismos fundamentos de la divina institución, por medio del desprecio de la autoridad pontificia y episcopal; pretende dar nueva forma a la Iglesia, prescribirle nuevas leyes y nuevos derechos, según lo exigen los monstruosos sistemas ellos sostienen; en suma, quieren deformar toda la belleza de la Esposa de Cristo, movidos por el vano resplandor de una nueva cultura, a la que falsamente se da el título de ciencia, y sobre la cual nos previene muchas veces el Apóstol con estas palabras: "Mirad nadie os engañe con una filosofía sin sustancia y capciosa, según los principios humanos y mundanos, y no según Cristo"(21).

Los funestos efectos del modernismo y de la incredulidad. 

   Algunos, seduci dos con esta vana filosofía y con engañosa y afectada erudición, unida una extremada audacia en la crítica, "extraviaron en sus ideas(22), y dejando de lado... la buena conciencia, naufragaron en la fe"(23); otros, en fin, entregándose exageradamente al estudio se perdieron en causas, y se alejaron del estudio de las cosas divinas y de las verdaderas fuentes de la ciencia. Por otra parte, esta mortal corrupción, tomó el nombre de "modernismo", debido a su morboso afán de novedad, aunque denunciada muchas veces y desenmascarada por los mismos excesos de sus fautores no deja de ser un mal gravísimo y profundo para la república cristiana. Se oculta el veneno en las venas y en las entrañas de nuestra sociedad que se apartó de Cristo y de la Iglesia, y "como un cáncer", va carcomiendo las nuevas generaciones, más inexpertas y más audaces. No se debe ciertamente esta manera de proceder a los estudios profundos y a la verdadera ciencia, pues es evidente que entre la fe y la razón no puede existir contradicción alguna(24); sino que ello se debe al orgullo de su entendimiento y a la atmósfera malsana que se respira en todas partes, de ignorancia o de conocimiento confuso y erróneo de cosas de la religión, unido a la vanidosa presunción de hablar y discutir de todo. Esta peste malsana es fomentada por el espíritu de incredulidad y rebelión contra Dios, de tal manera que los que son arrastrados por este ciego frenesí de novedad, creen fácilmente que se bastan a sí mismos, y que pueden prescindir, abierta o hipócritamente, del yugo de la divina autoridad, y crearse una religión que se mantenga dentro del derecho natural, y que se acomode al carácter y manera de ser individuales, la cual toma las apariencias y nombre del cristianismo, pero en realidad se halla muy alejada de vida y de su verdad.

   En todo esto no es difícil ver una de tantas formas de la perpetua guerra que se hace contra la verdad divina, y que ahora se lleva a cabo tanto más peligrosamente, cuanto más insidiosas son las armas de esta nueva y fingida piedad, del sentimiento religioso y la sinceridad con que los sectarios de esta doctrina se esfuerzan por conciliar cosas enteramente opuestas, como son las locuras de la ciencia humana, con fe divina, y los cambios del mundo, con la firmeza estable de la Iglesia.

9. Las mismas luchas de San Anselmo y de los santos varones de su época. 

   No obstante, Venerables Hermanos, aunque deploráis todas estas cosas juntamente con Nosotros, no por eso decaéis de ánimo, ni dejáis de tener confianza. N o ignoráis cuán graves fueron las luchas que tuvo que sostener el cristianismo en otros tiempos, aunque de índole muy diversa a los nuestros. Será suficiente recordar la época en que vivió ANSELMO, tan llena de dificultades según se puede comprobar en los Anales de la Iglesia. Hubo de lucharse entonces verdaderamente por la Iglesia y por la Patria es decir, por la santidad del derecho público, por la libertad, la cultura, la doctrina, todo lo cual se hallaba en manos de la Iglesia; hubo de resistirse al derecho de los Príncipes, que se arrogaban la facultad de conculcar los derechos más sagrados; hubo de extirpar los vicios, la ignorancia, la rudeza del mismo pueblo, que conservaba aún los resabios de la antigua barbarie; y fue necesario asimismo re formar una parte del clero, débil o irregular en su conducta, como quiera que muchos de sus miembros, escogidos según el capricho y perversa elección de los Príncipes, eran luego dominados por ellos a quienes obedecían servil mente.

   Tal era el estado de las cosas, sobre todo en aquellos países a los cuales dedicó especialmente ANSELMO sus esfuerzos, ya por medio de la enseñanza propia del maestro, ya con el ejemplo del religioso, o con la asidua vigilancia y múltiples industrias del Arzobispo o del Primado. Así pues, recibieron sus beneficios, en primer término, las provincias de las Galias, que habían caído pocos siglos antes en poder de los Nor mandos, y las Islas Británicas, que ha cía poco habían entrado en el seno de la Iglesia. Ambas naciones, habiendo sido durante tanto tiempo convulsionadas por las guerras externas y las internas sediciones, dieron lugar a la relajación en los gobernantes y en los súbditos, en el clero y en el pueblo.

   De semejantes abusos de su siglo se quejaban amargamente los insignes va rones de aquélla época, como LANFRANCO, maestro entonces de ANSELMO y luego su predecesor en la sede de Cantorbery; y más aún los Romanos Pontífices, entre los cuales baste recordar al enérgico GREGORIO VII, defensor intrépido de la justicia en lo que se refería a la libertad de la Iglesia y a la santidad del clero. Imitando ANSELMO estos deseos y estos ejemplos, y haciendo oír la voz del dolor, escribe en esta forma al soberano de los que a él estaban confiados, y que se solía gloriar de hallarse muy unido a él por lazos del parentesco y de la amistad: "Mirad, mi estimado señor, de qué manera la Iglesia de Dios, nuestra Madre, a la que el mismo Dios llama su bella amiga y su querida Esposa, es abatida por los gobernantes perversos, cómo se halla afligida por la condenación eterna de aquellos a quienes fue encomendada por Dios como protectores que la defendiesen, con qué arrogancia usurparon sus riquezas en provecho propio; con qué crueldad la privan de su libertad y cuán despiadadamente disipan su ley y su religión. Estos, rehusando obedecer a los decretos del Apostólico (hechos en defensa de la religión cristiana), se muestran abiertamente desobedientes al apóstol Pedro, cuyas veces él representa, y también a Cristo, que recomendó a Pedro su Iglesia... Porque los que no quieren sujetarse a la ley de Dios, son tenidos, sin duda alguna, como enemigos de Dios"(25). Así ANSELMO, y ojalá que lo hubiesen oído siempre, no sola mente los sucesores y los hijos de este valeroso Príncipe, sino también los de más reyes y pueblos, tan amados por él, defendidos y colmados de beneficios.

10. El Santo y la dignidad, libertad y pureza de la Iglesia. 

   Pero las mismas persecuciones, los destierros, las expoliaciones, las fatigas sobrellevadas, principalmente en el desempeño del oficio pastoral, no sólo no debilitaron el vigor de su virtud, sino que lo unieron cada vez más estrechamente a la Iglesia y a la Sede Apostólica. En medio de las pruebas más angustiosas escribía de este modo a Nuestro Predecesor PASCUAL:"No temo el destierro, ni la pobreza, ni los tormentos, ni la muerte, porque con la ayuda de Dios, está mi corazón preparado a sobrellevar todo esto, por la obediencia a la Sede Apostólica y por la libertad de mi Madre, la Iglesia de Cristo"(26). Acude en de manda de protección y ayuda a la cátedra de PEDRO, "no sea que por causa mía se vea disminuida alguna vez la firmeza de la religiosidad eclesiástica y de la autoridad apostólica", según lo significa al escribir a dos ilustres prelados de la Iglesia Romana. Y añade en seguida esta razón que es para nosotros la piedra de toque de la fortaleza y de la dignidad pastoral. "Prefiero morir,  y durante mi vida verme agobiado toda clase de penurias en el destierro antes que ver que por mi causa o por mi ejemplo, es en alguna forma mancillada la dignidad de la Iglesia de Dios"(27).

   Esta dignidad, libertad y pureza la Iglesia son tres cosas que absorben por completo los pensamientos del santo varón, es lo que pide constantemente a Dios con sus lágrimas, oraciones y sacrificios; es lo que promueve con todas sus fuerzas, ya sea por medio de la resistencia vigorosa, o con la paciencia viril; es lo que defiende en sus obras, en sus escritos y en sus sermones. Con suaves y profundas palabras invita a lo mismo a los monjes, sus hermanos, a los Obispos, a los sacerdotes y a todo el pueblo fiel, y  con mucha mayor vehemencia a aquellos príncipes que conculcaban más despiadadamente los derechos y la libertad de la Iglesia, con gran daño propio y de sus súbditos.

   Estas nobles palabras, brillante testimonio de la sagrada libertad, son muy oportunas en nuestros días y enteramente dignas de aquellos "a los que Espíritu Santo ha colocado como Obispos para regir la Iglesia de Dios"(28) y no dejan de ser útiles ni siquiera cuando, debido a la fe languideciente o a la perversidad de los hombres, o a la ofuscación de los prejuicios, no hayan de encontrar acogida. Porque, como bien lo sabéis, Venerables Hermanos, a nosotros se refiere de una manera especial la palabra del Señor: "Clama, no te des reposo, levanta tu voz cual trompeta"(29); y esto principalmente ahora en que también  "el Altísimo ha hecho oír su voz"(30) En el rugido de la naturaleza y de las calamidades presentes: la voz "del Señor que conmueve la tierra", voz que resuena profundamente en Nuestros oídos para enseñarnos la dura lección de que lo que no es eterno no vale nada, "pues no poseemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura"(31); pero voz de justicia y al mismo tiempo de misericordia, que llama al recto camino a las naciones extraviadas.  

Magisterio de San Pío X

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