Magisterio de la Iglesia

Acerbo nimis
Carta encíclica


San Pío X
 Sobre la enseñanza del catecismo
 15 de abril de 1905

I. DOLOROSAS COMPROBACIONES

1. Causas de los males presentes.

   Los secretos designios de Dios Nos han levantado de Nuestra pequeñez al cargo de Supremo Pastor de toda la grey de Cristo en días bien críticos y amargos, pues el enemigo de antiguo anda alrededor de este rebaño y le tiende lazos con tan pérfida astucia, que ahora, principalmente, parece haberse cumplido aquélla profecía del Apóstol a los ancianos de la Iglesia de Efeso: Sé que... os han asaltado lobos voraces que destrozan el rebaño (Hechos. 20, 29). De este mal que padece la religión no hay nadie, animado del celo de la gloria divina, que no investigue las causas y razones, sucediendo que, como cada cual las halla diferentes, propone diferentes medios conforme a su personal opinión para defender y restaurar el reinado de Dios en la tierra. No proscribimos, Venerables Hermanos, los otros juicios, mas estamos con los que piensan que la actual depresión y debilidad de las almas, de que resultan los mayores males, provienen, principalmente, de la ignorancia de las cosas divinas. Esta opinión concuerda enteramente con lo que Dios mismo declaró por su profeta Oseas: No hay conocimiento de Dios en la tierra. La maldición, y la mentira, y el homicidio, y el robo, y el adulterio lo han inundado todo; la sangre se añade a la sangre por cuya causa se cubrirá de luto la tierra y desfallecerán todos sus moradores  (Os. 4, 1 ss).  

2. Ignorancia de la religión.

   ¡Cuán comunes y fundados son, por desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de conocer para conseguir la salvación eterna! -Al decir "pueblo cristiano", no Nos referimos solamente a la plebe, esto es, a aquellos hombres de las clases inferiores a quienes excusa con frecuencia el hecho de hallarse sometidos a dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí mismos y de su descanso; sino que también y, principalmente, hablamos de aquellos a quienes no falta entendimiento ni cultura y hasta se hallan adornados de una gran erudición profana, pero que, en lo tocante a la religión, viven temeraria e imprudentemente. 

3. Indiferencia ante las verdades religiosas.

   ¡Difícil sería ponderar lo espeso de las tinieblas que con frecuencia los envuelven y -lo que es más triste- la tranquilidad con que permanecen en ellas! De Dios, soberano autor y moderador de todas las cosas, y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se preocupan; y así nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la redención por El llevada a cabo; nada saben de la gracia, el principal medio para la eterna salvación; nada del sacrificio augusto ni de los sacramentos, por los cuales conseguimos y conservamos la gracia. En cuanto al pecado, ni conocen su malicia ni su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo, ni en lograr su perdón; y así llegan a los últimos momentos de su vida, en que el sacerdote -por no perder la esperanza de su salvación- les enseña sumariamente la religión, en vez de emplearlos principalmente, según convendría, en moverles a actos de caridad; y esto, si no ocurre -por desgracia, con harta frecuencia- que el moribundo sea de tan culpable ignorancia que tenga por inútil el auxilio del sacerdote y juzgue que pueda traspasar tranquilamente los umbrales de la eternidad sin haber satisfecho a Dios por sus pecados. Por lo cual Nuestro predecesor Benedicto XIV escribió justamente: Afirmamos que la mayor parte de los condenados a las penas eternas padecen su perpetua desgracia por ignorar los misterios de la fe, que necesariamente se deben saber y creer para ser contados entre los elegidos (Instit. 27, 18).

4. Las malas pasiones y la mala vida engendran esta ignorancia. 

   Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué tiene de sorprendente, preguntamos, que la corrupción de las costumbres y su depravación sean tan grandes y crezcan diariamente, no sólo en las naciones bárbaras, sino aun en los mismos pueblos que llevan el nombre de cristianos? Con razón decía el apóstol San Pablo escribiendo a los de Efeso: La fornicación y toda especie de impureza o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como corresponde a santos, ni tampoco palabras torpes, ni truhanerías (Eph. 5, 3 ss). Como fundamento de este pudor y santidad, con que se moderan las pasiones, puso la ciencia de las cosas divinas: Y así, mirad, hermanos, que andéis con gran circunspección; no como necios sino como prudentes... Por lo tanto, no seáis indiscretos, sino atentos sobre cuál es la voluntad de Dios (5 Ibid. vv. 15 ss).  

 II. NECESIDAD DE LA INSTRUCCIÓN
 
RELIGIOSA Y SUS BENEFICIOS 

   Sentencia justa; porque la voluntad humana apenas conserva algún resto de aquel amor a la honestidad y la rectitud, puesto en el hombre por Dios creador suyo, amor que le impulsaba hacia un bien, no entre sombras, sino claramente visto. Mas, depravada por la corrupción del pecado original y olvidada casi de Dios, su Hacedor, la voluntad humana convierte toda su inclinación a amar la vanidad y a buscar la mentira. Extraviada y ciega por las malas pasiones, necesita un guía que le muestre el camino para que se restituya a la vía de la justicia que desgraciadamente abandonó. Este guía, que no ha de buscarse fuera del hombre, y del que la misma naturaleza le ha provisto, es la propia razón; mas si a la razón le falta su verdadera luz, que es la ciencia de las cosas divinas, sucederá que, al guiar un ciego a otro ciego, ambos caerán en el hoyo. El santo Rey David, glorificando a Dios por esta luz de la verdad que le había infundido en la razón humana, decía: Impresa está, Señor, sobre nosotros la luz de tu rostro. Y señalaba el efecto de esta comunicación de la luz, añadiendo: Tú has infundido la alegría en mi corazón (Ps. 4, 7), alegría con la que, ensanchado el corazón, corre por la senda de los mandatos divinos.

5. La Doctrina cristiana y las virtudes teologales.

   Fácilmente se descubre que es así, porque, en efecto, la doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y lo que llamamos sus infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas naturales. ¿Y cómo esto? Mandándonos a un mismo tiempo reverenciar a Dios por obligaciones de fe, que se refiere a la razón; por deber de esperanza, que se refiere a la voluntad; y por deber de caridad, que se refiere al corazón, con la cual deja al hombre enteramente sometido a Dios, su Creador y Moderador. De la misma manera, sólo la doctrina cristiana pone al hombre en posesión de su eminente dignidad natural en cuanto hijo del Padre celestial, que está en los cielos, que le hizo a su imagen y semejanza para vivir con Él eternamente dichoso. Pero de esta misma dignidad y del conocimiento que de ella se ha de tener infiere Cristo que los hombres deben amarse como hermanos y vivir en la tierra como conviene a los hijos de la luz, no en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas y envidias (Rom, 13, 13); mándanos asimismo que nos entreguemos en manos de Dios, que es quien cuida de nosotros; que socorramos al pobre, hagamos bien a nuestros enemigos y prefiramos los bienes eternos del alma a los perecederos del tiempo.

6. La humildad y las virtudes cardinales.

   Y sin tocar menudamente a todo, ¿no es la doctrina de Cristo la que recomienda y prescribe al hombre soberbio aquella humildad que es manantial verdadero de su gloria? Cualquiera que se humillare será el mayor en el reino de los cielos (Mateo, 28, 4). Esta celestial doctrina nos enseña igualmente la prudencia del espíritu, que nos sirve para guardarnos de la carne; la justicia, que nos hace darle lo suyo a cada cual; la fortaleza que nos hace capaces de sufrir y padecer todo generosamente por Dios y por la eterna bienaventuranza; en fin, la templanza, que hace para nosotros amable la pobreza por amor de Dios y que en medio de nuestras humillaciones nos gloriemos en la cruz. De manera que por la sabiduría cristiana, no solamente nuestra inteligencia recibe la luz que nos permite alcanzar la verdad, pero la misma voluntad queda presa de aquel amor que nos conduce a Dios y nos une a Él mediante el ejercicio de la virtud.

   Lejos estamos de afirmar que la malicia del alma y la corrupción de las costumbres no pueden existir con la ciencia de la Religión. Pluguiese a Dios que los hechos demostrasen lo contrario. Pero entendemos que cuando al espíritu lo envuelven las espesas tinieblas de la ignorancia, no pueden darse ni la rectitud de la voluntad ni las buenas costumbres, pues si caminando con los ojos abiertos puede apartarse el hombre del buen camino, el que padece de ceguera está en peligro cierto de desviarse. Añádase que en quien no está enteramente apagada la antorcha de la fe, todavía queda esperanza de que se enmiende y sane la corrupción de costumbres; más cuando la ignorancia se junta a la depravación, ya no queda espacio para el remedio, sino abierto el camino de la ruina.

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