Magisterio de la Iglesia

Acerbo nimis

 

 

II. EL DEBER PRIMORDIAL DEL SACERDOTE

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7. Misión confiada a los pastores de almas.

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   Puesto que de la ignorancia de la religión proceden tantos y tan graves daños, y, por otra parte, son tan grandes la necesidad y utilidad de la formación religiosa, ya que, en vano sería esperar que nadie pueda cumplir las obligaciones de cristiano, si no las conoce; conviene averiguar hora a quién compete preservar a las almas de aquella perniciosa ignorancia e instruirlas en ciencia tan indispensable. -Lo cual, Venerables Hermanos, no ofrece dificultad alguna, porque ese gravísimo deber corresponde a los pastores de almas que, efectivamente, se hallan obligados por mandato del mismo Cristo a conocer y apacentar las ovejas, que les están encomendadas. Apacentar es, ante todo, adoctrinar: Os daré pastores según mi corazón, que os apacentarán con la ciencia y con la doctrina (Ier. 3, 15). Así hablaba Jeremías, inspirado por Dios. Y, por ello, decía también el apóstol San Pablo: No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar (1 Cor. 1, 17) advirtiendo así que el principal ministerio de cuantos ejercen de alguna manera el gobierno de la Iglesia consiste en enseñar a los fieles en las cosas sagradas.  

 

   Inútil nos parece aducir nuevas pruebas de la excelencia de este ministerio y de la estimación que de él hace Dios. Cierto es que Dios alaba grandemente la piedad que nos mueve a procurar el alivio de las humanas miserias: mas, ¿quién negará que mayor alabanza merecen el celo y el trabajo consagrados a procurar los bienes celestiales a los hombres, y no ya las transitorias ventajas materiales? Nada puede ser más grato -según sus propios deseos- a Jesucristo, Saalvador de las almas, que dijo de Sí mismo por el profeta Isaías: Me ha enviado a evangelizar a los pobres (Luc. 4, 18)

 

   Importa mucho, Venerables Hermanos, asentar bien aquí -e insistir en ello- que para todo sacerdote éste es el deber más grave, más estricto, que le obliga. Porque ¿quién negará que en el sacerdote a la santidad de vida debe irle unida la ciencia? En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia (Mat. 2, 7). Y, en efecto, la Iglesia rigurosamente la exige de cuantos aspiran a ordenarse sacerdotes. Y esto, ¿por qué? Porque el pueblo cristiano espera recibir de los sacerdotes la enseñanza de la divina ley, y porque Dios les destina para propagarla. De su boca se ha de aprender la ley, puesto que él es el ángel del Señor de los ejércitos (Ibid). Por lo cual, en las sagradas Ordenes, el Obispo dice, dirigiéndose a los que van a ser consagrados sacerdotes: Que vuestra doctrina sea remedio espiritual para el pueblo de Dios, y los cooperadores de nuestro orden sean previsores, para que, meditando día y noche acerca de la ley, crean lo que han leído y enseñen lo que han creído (Pontif. Rom).

 

   Si no hay sacerdote alguno a quien no correspondan estas obligaciones ¿cuáles no serán las de aquellos que por el nombre y autoridad que ostentan y por su misma dignidad tienen a su cargo y como por contrato la cura de almas? Estos han de ser puestos en algún modo en el rango de los pastores y doctores que Jesucristo dio a los fieles para que no sean como niños fluctuantes ni se dejen llevar doquier por todos los vientos de opiniones y por la malignidad de los hombres..., antes bien viviendo según la verdad y en la caridad, en todo vayan creciendo hacia Cristo, que es nuestra Cabeza (Eph. 4, 14. 15).

 

   Por lo cual, el sacrosanto Concilio de Trento, hablando de los pastores de almas, declara que la primera y mayor de sus obligaciones era la de enseñar al pueblo cristiano (Sess. 5, c. 2 de refor.; sess. 22, c. 8; sess. 24, c. 4 et 7 de refor ). Dispone, en consecuencia, que por lo menos los domingos y fiestas solemnes den al pueblo instrucción religiosa, y durante los santos tiempos de Adviento y Cuaresma diariamente, o al menos tres veces por semana. Ni esto sólo: porque añade el Concilio que los párrocos están obligados, al menos los domingos y días de fiesta, a enseñar, por sí o por otros, a los niños las verdades de fe y la obediencia que deben a Dios y a sus padres. Asimismo manda que, cuando hayan de administrar algún sacramento, instruyan, acerca de su naturaleza, a los que van a recibirlo, explicándolo en lengua vulgar e inteligible.

 

IV. DEFINICIÓN, DEFENSA Y ELOGIO

DE LA ENSEÑANZA CATEQUÍSTICA

   

   En su constitución Etsi minime, Nuestro predecesor Benedicto XIV resumió tales prescripciones y las precisó claramente, diciendo: Dos obligaciones impone principalmente el Concilio de Trento a los pastores de almas: una, que todos los días de fiesta hablen al pueblo acerca de las cosas divinas; otra, que enseñen a los niños y a los ignorantes los elementos de la ley divina y de la fe. Con razón dispone este sapientísimo Pontífice el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se llama explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana. Acaso no falten sacerdotes que, deseosos de ahorrarse trabajo, crean que con las homilías satisfacen la obligación de enseñar el Catecismo. Quienquiera que reflexione, descubrirá lo erróneo de esta opinión; porque la predicación del Evangelio está destinada a los que ya poseen los elementos de la fe. Es el pan, que debe darse a los adultos. Mas por lo contrario, la enseñanza del Catecismo es aquella leche, que el apóstol San Pedro quería que todos los fieles habían de desear sinceramente, como los niños recién nacidos. -El oficio, pues, del catequista consiste en elegir alguna verdad relativa a la fe y a las costumbres cristianas, y explicarla en todos sus aspectos. Y, como el fin de la enseñanza es la perfección de la vida, el catequista ha de comparar lo que Dios manda obrar y lo que los hombres hacen realmente; después de lo cual, y sacando oportunamente algún ejemplo de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia o de las vidas de los Santos, ha de aconsejar a sus oyentes, como si la señalara con el dedo, la norma a que deben ajustar la vida, y terminará exhortando a los presentes a huir de los vicios y a practicar la virtud

8. Oficio poco grato a las pasiones.

   No ignoramos, en verdad, que este método de enseñar la doctrina cristiana no es grato a muchos, que lo estiman en poco y acaso impropio para conseguir alabanza popular; pero Nos declaramos que semejante juicio pertenece a los que se dejan llevar de la ligereza más que de la verdad. Ciertamente no reprobamos a los oradores sagrados que, movidos por sincero deseo de gloria divina, se emplean en la defensa de la fe o en hacer el panegírico de los Santos; pero su labor requiere otra preliminar -la de los catequistas- pues, faltando ésta, no hay fundamento, y en vano se fatigan los que edifican la casa. Harto frecuente es que floridos discursos, recibidos con el aplauso de numeroso auditorio, sólo sirvan para halagar el oído, no para conmover las almas. En cambio, la enseñanza catequística, aunque sencilla y humilde, merece que se le apliquen estas palabras que dijo Dios por Isaías: Al modo que la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá, sino que empapan la tierra y la penetran y la fecundan, a fin de que dé simiente que sembrar y pan para comer, así será de mi palabra salida de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que obrará todo aquello que yo quiero y ejecutará felizmente aquellas cosas a que yo la envié (Is. 55, 10. 11). El mismo juicio ha de formarse de aquellos sacerdotes que, por mejor exponer las verdades de la religión, publican eruditos volúmenes; son dignos, ciertamente, de copiosa alabanza. Mas ¿cuántos son los que consultan obras de esa índole y sacan de ellas el fruto correspondiente a la labor y a los deseos de sus autores? Pero la enseñanza de la doctrina cristiana, bien hecha, jamás deja de aprovechar a los que la escuchan.  

   Conviene repetir -para inflamar el celo de los ministros del Señor- que ya es crecidísimo, y aumenta cada día más, el número de los que todo lo ignoran en materia de religión, o que sólo tienen un conocimiento tan imperfecto de Dios, de la fe cristiana que, en plena luz de verdad católica, les permite vivir como paganos. ¡Ay! Cuán grande es el número, no diremos de niños, pero de adultos y aun ancianos que ignoran absolutamente los principales misterios de la fe, y que, al oír el nombre de Cristo, responden: ¿Quién es... para que yo crea en él? (18 Io. 9, 36). -De ahí el que tengan por lícito forjar y mantener odios contra el prójimo, hacer contratos inicuos, explotar negocios infames, hacer préstamos usurarios y cometer otras maldades semejantes. De ahí que, ignorantes de la ley de Cristo -que no sólo prohíbe toda acción torpe, sino el pensamiento voluntario y el deseo de ella- muchos que, sea por lo que quiera, casi se abstienen de los placeres vergonzosos, alimentan sus almas, que carecen de principios religiosos, con los pensamientos más perversos, y hacen el número de sus iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza. -Y ha de repetirse que estos vicios no se hallan solamente entre la gente pobre del campo y de las clases bajas, sino también, y acaso con más frecuencia, entre gentes de superior categoría, incluso entre los que se envanecen de su saber, y, apoyados en una vana erudición, pretenden burlarse de la religión y blasfemar de todo lo que no conocen (Iudas 10).  

9. Males que se siguen si no se enseña la Doctrina cristiana.

   Si es cosa vana esperar cosecha en tierra no sembrada, ¿cómo esperar generaciones adornadas de buenas obras, si oportunamente no fueron instruidas en la doctrina cristiana? -De donde justamente concluimos que, si la fe languidece en nuestros días hasta parecer casi muerta en una gran mayoría, es que se ha cumplido descuidadamente, o se ha omitido del todo, la obligación de enseñar las verdades contenidas en el Catecismo. Inútil sería decir, como excusa, que la fe es dada gratuitamente y conferida a cada uno en el bautismo. Porque, ciertamente, los bautizados en Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas esta divina semilla no llega a crecer... y echar grandes ramas (Marc. 4, 32), abandonada a sí misma y como por nativa virtud. Tiene el hombre, desde que nace, facultad de entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna para convertirse en acto, como suele decirse. También el hombre cristiano, al renacer por el agua y el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero necesita la enseñanza de la Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y dar fruto.  

   Por eso escribía el Apóstol: La fe proviene del oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo (Rom. 10, 17). Y para mostrar la necesidad de la enseñanza añadió: ¿Cómo... oirán hablar, si no se les predica? (Ibid. v. 14).  

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