Magisterio de la Iglesia

Magnae Deis Matris 

LEÓN XIII
Sobre el Santísimo Rosario
8 de Septiembre de 1892 

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica

1. Amor y gratitud de León XIII a María

   Siempre que se Nos presenta ocasión de excitar y aumentar en el pueblo cristiano el amor y el culto de la augusta Madre de Dios, Nos sentimos llenos de satisfacción y felicidad, no solamente por la excelencia y la múltiple fecundidad del asunto en sí mismo, sino porque responde dulcemente a los sentimientos más íntimos de Nuestro corazón. En efecto, la devoción a María Santísima, devoción que, por decirlo así, Nos recibimos con la leche que Nos nutrió, ha ido creciendo creciendo y arraigándose en Nuestra alma a medida de la edad, según íbamos viendo más claramente cuán digna de amor y veneración es Aquélla a quien el mismo Dios amó y prefirió desde el principio sobre todas las criaturas, y a quien, enriqueciéndola con señaladísimos privilegios, escogió para Madre suya. Las muchísimas y espléndidas pruebas de generosa bondad con que Nos ha favorecido, y que no podemos recordar sin que los ojos se Nos llenen de lágrimas de gratitud, son nuevos y poderosos estímulos para mantenernos fieles a tal devoción. Porque en las muchas, varias y difíciles circunstancias de nuestra vida recurrimos siempre a la Santísima Virgen, a Ella volvemos amorosamente Nuestro ojos, y, desahogando en su corazón temores y esperanzas, la hemos pedido siempre que se digne asistirnos piadosa como madre, y nos alcance la gracia de que podamos corresponder a su amor con un verdadero cariño filial. Elevado más tarde, por inescrutable designio de la Providencia, a esta Sede del bienaventurado Apóstol San Pedro, es decir, a representar en la Iglesia  la Persona misma de Jesucristo, movido por la inmensa pesadumbre del cargo y desconfiando de Nos mismo con afecto más intenso aún, buscamos el divino auxilio en la maternal protección de la Santísima Virgen. Y -¡bien se alegra Nuestra alma al publicarlo!- Nuestra esperanza, como en otro tiempo, pero más especialmente en el desempeño del supremo Apostolado, ni fue vana ni fue estéril. 

2. Celebración del mes del Rosario

   Así es que ahora, bajo los auspicios y por la mediación de la Virgen, esta misma esperanza se levanta más confiada y ardorosa para obtener por su intercesión mayores bendiciones y gracias que produzcan dichosamente la salud de la cristiana familia, juntamente con la mayor gloria de la Santa Iglesia. Oportuno es, por consiguiente, Venerables Hermanos, que renovando por vuestro medio Nuestros consejos, excitemos a todos Nuestros hijos, a fin del que el próximo mes de Octubre, consagrado a Nuestra Reina y Señora del Rosario, se celebre por todos con el aumento del fervor que exigen las necesidades, cada vez más apremiantes y angustiosas.

3. Maldad y corrupción de la época

    Sabido es de todos por qué abundancia y variedad de medios corruptores la malicia del siglo se esfuerza arteramente en disminuir, y, si pudiera, destruir enteramente en las almas la fe cristiana y el respeto a la ley divina, que alimenta y hace fructífera a la fe de tal modo, que podría decirse que el soplo de la ignorancia, del error y de la corrupción se extiende funesto por doquiera, esterilizando y desolando el campo evangélico. Y lo más triste de todo es que, esa tan perniciosa y desvergonzada audacia, en vez de ser reprimida y castigada por quienes pueden y tienen estrecha obligación de hacerlo, encuentra en ellos indiferencia y hasta protección para proseguir su obra devastadora.

   Síguese de aquí cuán justamente hay que lamentar que deliberadamente se arroje a Dios de las escuelas públicas, cuando en ellas no se ve blasfemado, y que se dé impúdica licencia para imprimir y decir cuanto se quiera en afrenta de Cristo y de la Iglesia Católica, Ni hay menos motivo para deplorar el abandono y tibieza con que se va mirando por muchos la práctica de los deberes cristianos, lo cual, si no es franca apostasía, es, en realidad, una inclinación hacia ella, por l mismo que la común norma de vida va apartándose cada vez más de los preceptos de la fe. No es, pues, maravilla que con tanta ruina y perversión las naciones giman bajo la diestra justiciera del Señor y tiemblen consternadas ante el temor de mayores desventuras.

4. Remedio de males y arma: el Rosario

   Para aplacar a la ofendida Majestad Divina y oponer el oportuno remedio a los males que lamentamos, no hay, seguramente, medio más adecuado que la ferviente y perseverante oración, siempre que vaya unida, por supuesto, a la celosa práctica de la vida cristiana, para conseguir todo lo cual estimamos singularmente oportuno el Santo Rosario, cuya eficacia claramente se ve cuánta sea en su conocidísimo origen, hermosa página de la historia que muchas veces hemos recordado.

   Cuando la secta de los Albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra todas las torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que las del Santo Rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso patriarca Santo Domingo por la Santísima Virgen. Por tal medio la Iglesia salió victoriosa, y como en aquélla tempestad la Iglesia ha podido después, con triunfos siempre espléndidos, proveer al bien común. Pero en las circunstancias actuales, circunstancias que lamentan todos los buenos, que son tan tristes para la Religión y tan nocivas para la sociedad, conviene de un modo especialísimo que, unidos todos en concordia de pensamiento y acción, supliquemos e instemos a la Virgen Santísima por medio del Santo Rosario a fin de experimentar en nosotros mismos sus potentísimos efectos.   

5. María, Madre de Misericordia

   Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y siempre nos infunde los tesoros de aquélla gracia con que desde el principio la adornó Dios para que fuera digna Madre suya. Entre todas las demás, esta especialísima prerrogativa es la que coloca a la Santísima Virgen encima de todos los hombres y de todos los ángeles, y la que la acerca a Dios: "Gran cosa es en cualquier santo que tenga tanta gracia que baste para la salvación de muchos; pero cuando tuviese tanta que bastase para la de todos los hombres, esto constituiría máxima virtud, como fue en Cristo y en la Viren María"(1). Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola, tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas. Que si en su inmensa bondad quiso Él parecerse tanto a los hombres que se llamó y se presentó como Hijo del Hombre, y por consiguiente, hermano Nuestro, a fin de que brillara más su misericordia, debió en todo asemejarse a sus hermanos para ser misericordioso(2); del mismo modo la Virgen Santísima, que fue elegida para ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo, que es Nuestro hermano, tuvo entre todas las madres la misión singularísima de manifestarnos y derramar sobre nosotros su misericordia. De aquí se sigue que, así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. La misma naturaleza ha hecho dulcísimo este nombre y ha señalado a la madre como tipo y modelo del amor previsor y tierno; pero aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.     

6. María puede y desea socorrernos

   María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas, Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros. Invoquemos su socorro  humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en lo brazos de nuestra mejor Madre.

7. El Rosario enseña las principales verdades de nuestra fe

   A las ventajas que procura el Rosario en virtud de la misma oración que lo compone, se añade otra, ciertamente bien noble, que consiste en el facilísimo medio que proporciona de enseñar las principales verdades de nuestra santa fe. Por la fe se acerca directa y seguramente el hombre a Dios y aprende a reconocer con el corazón y el entendimiento la unidad y la majestad inmensa de su naturaleza y su universal dominio, y lo sumo de su saber, poder y providencia, por cuento el que llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan(3). Mas desde que el Verbo se hizo carne y se nos mostró visiblemente camino, verdad y vida, es necesario que nuestra fe abrace también los altos misterios de la augustísima Trinidad de las Personas y del Unigénito del Padre, hecho Hombre: La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo, a quien Tú enviaste(4). Inestimable beneficio de Dios es la fe, por la cual no solamente somos levantados sobre todas las cosas humanas para ser como espectadores y partícipes de la naturaleza divina, sino además constituye para Nosotros un preciosísimo mérito para la vida eterna; tanto es así, que alimenta y fortifica a la par Nuestra esperanza de llegar algún día a contemplar sin velos y gozar sin límites de la esencia de la infinita bondad, que ahora apenas podemos entrever y amar en la pálida semejanza de las cosas creadas.    

8. Nos recuerda los principales misterios

   Pero son tales y tantos los cuidados y distracciones de la vida que, sin el frecuente auxilio de las enseñanzas, el cristiano desmiente fácilmente las grandes verdades que más debía conocer, verdades que la ignorancia va oscureciendo cuando no es que destruye totalmente la fe. En su maternal vigilancia, la Santa Iglesia no omite medios a fin de preservar a sus hijos de ignorancia tan funesta, y ciertamente no es el último entre los que recomienda, la práctica del rezo del Santo Rosario. Porque se une en el Santo Rosario, la hermosísima y fructuosa oración ordenadamente repetida, la enunciación y consideración de los principales misterios de nuestra Religión. Así es, en verdad. Primero nos recuerda los que se refieren al Verbo, hecho hombre por nosotros y a María, Virgen inmaculada y madre, que con santa alegría desempeña con Él los oficios maternos; luego los dolorosos de Nuestro Señor, sus tormentos, su agonía, su muerte, precio infinito de nuestro rescate; finalmente los misterio de gloria: el triunfo sobre la muerte, la Ascensión al cielo, la venida del Espíritu Santo, con más la glorificación admirable de Nuestra Señora y, con la Madre y el Hijo, la gloria inmarcesible de todos los santos.

   Esta serie de inefables misterios se trae diariamente a la memoria de los fieles y quedan bien manifiestos ante sus mismos ojos, por donde rezando bien el Santo Rosario se experimenta dentro del alma una suavísima unción, como si oyéramos la voz misma de nuestra tierna Madre celestial que amorosamente Nos instruyese en los divinos misterios y Nos dirigiera por el camino de la salvación. No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las comarcas, las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.   

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