Magisterio de la Iglesia

Ad beatissimi

BENEDICTO XV
Ausencia de la caridad en las relaciones sociales
1 de noviembre de 1914 

1. Universalidad de la Iglesia

   Apenas elevado, por inescrutables designios de la Providencia divina, sin m�rito alguno Nuestro, a ocupar la C�tedra del pr�ncipe de los Ap�stoles, Nos, considerando como dichas a nuestra persona aquellas mismas palabras que Nuestro Se�or Jesucristo dijera a Pedro: "Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos"(1) dirigimos enseguida una mirada llena de la m�s encendida caridad al reba�o que se ha confiado a Nuestro cuidado: reba�o verdaderamente innumerable, como que, por una o por otra raz�n, abraza a todos los hombres. Porque todos, sin excepci�n, fueron librados de la esclavitud del pecado por Jesucristo, que derram� su sangre por la redenci�n de los mismos, sin que haya uno siquiera que sea excluido de los beneficios de esta redenci�n; por lo cual el Pastor divino que tiene ya venturosamente recogida en el redil de su Iglesia a una parte del g�nero humano, asegura que �l atraer� amorosamente a la otra: "Aun otras ovejas tengo que no son de este redil, y es preciso que yo las traiga, y oir�n mi voz"(2).

2. Voz de padre

   Confesamos, Venerables Hermanos, el primer afecto que embarg� Nuestro �nimo, excitado sin duda por la divina Bondad, fue de vehemente deseo y amor por la salvaci�n de todos los hombres; y al aceptar el Pontificado, Nos formulamos aquel mismo voto que Jesucristo expresara a punto de morir en la cruz: "Padre santo, gu�rdalo en tu nombre, a los que tu me diste"(3)

   Ahora bien: apenas Nos fue dado contemplar, de una sola mirada, desde la altura de la dignidad Apost�lica, el curso de los humanos acontecimientos, al ofrecerse a Nuestros ojos la triste situaci�n de la sociedad civil, Nos experimentamos un acerbo dolor. Y �c�mo podr�a nuestro coraz�n de Padre com�n de todos los hombres dejar de conmoverse profundamente ante el espect�culo que presenta la Europa, y con ella el mundo entero, espect�culo el m�s atroz y luctuoso que quiz� ha registrado la historia de todos los tiempos? Parece que, en realidad, han llegado aquellos d�as de los que Jesucristo profetiz�: "Oir�is hablar de guerra y de rumores de guerra... Se levantar� naci�n contra naci�n"(4).  El trist�simo  fantasma de la guerra domina por doquier, y apenas hay otro asunto que ocupe los pensamientos de los hombres. Poderosas y opulentas son las naciones que pelean; por lo cual �qu� extra�o es que, bien provistas de los horrorosos medios que en nuestros tiempos el arte militar ha inventado, se esfuercen en destruirse mutuamente con refinada crueldad? No tienen, por eso, l�mite ni las ruinas, ni la mortandad; cada d�a la tierra se empapa con nueva sangre y se llena de muertos y heridos. �Qui�n dir�a que los que as� se combaten tienen un mismo origen, participan de una misma naturaleza, y pertenecen a la misma sociedad humana? �Qui�n les reconocer�a como hermanos, hijos de un mismo Padre que est� en los cielos? Y mientras que de una y ora parte formidables ej�rcitos pelean furiosamente, las naciones, las familias, los individuos sufren los dolores y miserias que, como triste cortejo, siguen a la guerra. Aumenta sin medida, de d�a en d�a, el n�mero de viudas y de hu�rfanos; se paraliza, por la interrupci�n de las comunicaciones, el comercio; est�n abandonados los campos y suspendidas las artes; se encuentran en la estrechez los ricos, en la miseria los pobres, en el luto todos.

3. Que reine la paz

    Nos, conmovido por tan extrema situaci�n, en el principio de Nuestro Supremo Pontificado cre�mos deber nuestro recoger las �ltimas palabra de Nuestro Predecesor, Pont�fice de Ilustre y sant�sima memoria, y repiti�ndolas, comenzar nuestro apost�lico ministerio; y conjuramos con toda vehemencia a los Pr�ncipes y a los gobernantes, a fin de que, considerando cuanta sangre y cuantas l�grimas hab�an sido derramadas se apresuraren a devolver a los pueblos los soberanos beneficios de la paz.

   Y ojal� que por la misericordia de Dios, suceda que, al empezar nuestro oficio de Vicario suyo, resuene cuanto antes el feliz anuncio que los �ngeles cantaron en el Nacimiento  del divino Redentor de los hombres: "Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad"(5). Que nos escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos est�n los destinos de los pueblos. Otros medios existen, ciertamente, y otros procedimientos para vindicar los propios derechos si hubiesen sido violados. Acudan a ellos, depuestas en tanto las armas, con leal y sincera voluntad. Es la caridad hacia ellos, y hacia todos los pueblos, no Nuestro propio inter�s, la que Nos mueve a hablar as�. No permitan, pues, se pierda en el vac�o esta Nuestra voz de amigo y de Padre.

4.  El mal viene de lejos

   Pero no es solamente la sangrienta guerra actual la que trae a los pueblos en la miseria y a Nos angustiado y sol�cito. Otro mal funesto ha penetrado hasta las mismas entra�as de la sociedad humana y tiene atemorizados a todos los hombres de sano criterio, ya que por los da�os que ha causado y causar� en lo futuro a las naciones, ya porque, con toda raz�n, es considerado como causa de la presente luctuos�sima guerra. En efecto, desde que se han dejado de aplicar en el gobierno de los Estados la norma y las pr�cticas de la sabidur�a cristiana, que garantizaban la estabilidad y la tranquilidad del orden, comenzaron,  como no pod�a menos de suceder, a vacilar sus cimientos las naciones y a producirse tal cambio en las ideas y en las costumbres, que si Dios no lo remedia pronto, parece ya inminente la destrucci�n de la sociedad humana. He aqu� los des�rdenes que estamos presenciando: la ausencia de amor mutuo en la comunicaci�n entre los hombres: el desprecio de la autoridad de los que gobiernan; la injusta lucha entre las diversas clases sociales; el ansia ardiente con que son apetecidos los bienes pasajeros y caducos, como si no existiesen otros, y ciertamente mucho m�s excelentes, propuestos al hombre para que los alcance. En estos cuatro puntos se contienen, seg�n Nuestro parecer, otras tantas causas de las grav�simas perturbaciones que padece la sociedad humana. Todos, por lo tanto, debemos esforzarnos en que por completo desaparezcan, restableciendo los principios del cristianismo, si de veras se intenta poner paz y orden en los intereses comunes.

5. Amaos los unos a los otros

   Pero, en primer lugar, Jesucristo, habiendo descendido de los cielos para restaurar entre los hombres el reino de la paz, destruido por la envidia de Satan�s, no quiso apoyarlo sobre otro fundamento que el de la caridad. Por eso repiti� tantas veces: Un precepto nuevo os doy: que os am�is los unos a los otros (6); Este es mi precepto: que os am�is los unos a los otros (7); Esto os mando: que os am�is unos a otros (8); como si no tuviese otra misi�n que la de hacer que los hombres se amasen mutuamente y para conseguirlo, �qu� g�nero de argumentos dej� de emplear? A todos nos manda levantar los ojos al cielo: Uno solo es vuestro Padre, el que est� en los cielos (9). A todos, sin distinci�n de naciones, de lenguas ni de intereses, nos ense�a la misma forma de orar: Padre nuestro, que est�s en los cielos (10) ; es m�s, afirma que el Padre celestial, al repartir los beneficios naturales, no hace distinci�n de los m�ritos de cada uno: Que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos (11)

   Tambi�n nos dice, unas veces, que somos hermanos, y otras nos llama hermanos suyos: Todos vosotros sois hermanos (12); Para que [su Hijo] sea primog�nito entre muchos hermanos (13). y lo que m�s fuerza tiene para estimularnos en sumo grado a este amor fraternal aun hacia aquellos a quienes nuestra nativa soberbia menosprecia quiere que se reconozca en el m�s peque�o de los hombres la dignidad de su misma persona : Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a m� me lo hicisteis (14). � Qu� m�s ? En los �ltimos momentos de su vida rog� encarecidamente al Padre que todos cuantos en El hab�an de creer fue sen una sola cosa por el v�nculo de la caridad: Como t�, Padre, est�s en m� y yo en ti (10). Finalmente, suspendido de la cruz, derram� su sangre sobre todos nosotros, para que, unidos estrechamente, como formando un solo cuerpo, nos am�semos mutuamente con un amor semejante al que existe entre los miembros de un mismo cuerpo. Pero muy de otra manera sucede en nuestros tiempos. Nunca quiz� se habl� tanto como en nuestros d�as de la fraternidad humana; m�s a�n, sin acordarse de las ense�anzas del Evangelio y posponiendo la obra de Cristo y de su Iglesia, no reparan en ponderar este anhelo de fraternidad como uno de los m�s preciados frutos que la moderna civilizaci�n ha producido. 

CONT�CTENOS:

Contenido del sitio


NOTAS 

Hosted by www.Geocities.ws

1