Magisterio de la Iglesia

Ad beatissimi (Cont. 2)

6. La fraternidad ha muerto

   Pero, en realidad, nunca se han tratado los hombres menos fraternalmente que ahora. En extremo crueles son los odios engendrados por la diferencia de razas ; m�s que por las fronteras, los pueblos est�n divididos por mutuos rencores : en el seno de una misma naci�n y dentro de los muros de una misma ciudad, las distintas clases sociales son blanco de la rec�proca malevolencia; y las relaciones privadas se regulan por el ego�smo, con vertido en ley suprema. Ya veis, venerables hermanos, cu�n necesario es procurar con todo empe�o que la caridad de Jesucristo torne a reinar entre los hombres. Este ser� siempre nuestro ideal, y �sta la labor propia de nuestro pontificado. Y os exhortamos a que �ste sea tambi�n vuestro anhelo. No cesaremos de inculcar en los �nimos de los hombres y de poner en pr�ctica aquello del ap�stol San Juan: Am�monos mutuamente (1) Excelentes son, es cierto, y sobremanera recomendables, los institutos ben�ficos que tanto abundan en nuestros d�as; mas t�ngase en cuenta que entonces resultan de verdadera utilidad cuando pr�cticamente contribuyen de alg�n modo a fomentar en las almas la verdadera caridad hacia Dios y hacia los pr�jimos; pero, si nada de esto consiguen, son in�tiles, porque el que no ama permanece en la muerte (2).

7. El desprecio de la autoridad de los gobernantes

   Dejamos dicho que otra causa del general desorden consiste en que ya no es respetada la autoridad de los que gobiernan. Porque, desde el momento que se quiso atribuir el origen de toda humana potestad, no a Dios, Creador y due�o de todas las cosas, sino a la libre voluntad de los hombres, los v�nculos de mutua obligaci�n que deben existir entre los superiores y los s�bditos se han aflojado hasta el punto de que casi han llegado a desaparecer. Pues el inmoderado deseo de libertad, unido a la contumacia, poco a poco lo ha invadido todo, y no ha respetado siquiera la sociedad dom�stica, cuya potestad es m�s clara que la luz meridiana que arranca de la misma naturaleza; y, lo que todav�a es m�s doloroso, ha llegado a penetrar hasta en el recinto mismo del Santuario. De aqu� proviene el desprecio de las leyes; de aqu� las agitaciones populares, de aqu� la petulancia en censurar todo lo que es mandado, de aqu� los monstruosos cr�menes de aquellos que, confesando que carecen de toda ley, no respetan ni los bienes ni las vidas de los dem�s.

La autoridad viene de Dios

   Ante semejante desenfreno en el pensar y en el obrar, que destruye la constituci�n de la sociedad humana, Nos, a quien ha sido divinamente confiado el magisterio de la verdad, no podemos en modo alguno callar, y recordamos a los pueblos aquella doctrina que no puede ser cambiada por el capricho de los hombres: No hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas (3). Por tanto, toda autoridad existente entre los hombres, ya sea soberana o subalterna, es divina en su origen. Por esto San Pablo ense�a que a los que est�n investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligaci�n de conciencia, a no ser que manden algo que sea contrario a las divinas leyes: Es preciso someterse no s�lo por temor del castigo, sino tambi�n por conciencia (4). Concuerdan con estas palabras de San Pablo aquellas otras del mismo Pr�ncipe de los Ap�stoles : Por amor del Se�or estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano; ya a los gobernantes, como delegados suyos... (5). De donde colige el Ap�stol de las Gentes que quien resiste con contumacia al leg�timo gobernante, a Dios resiste, y se hace reo de las eternas penas: De suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposici�n de Dios, y los que la resisten se atraen sobre s� la condenaci�n (6).

8. La Religi�n de Cristo apoya la autoridad civil

   Recuerden esto los pr�ncipes y los que gobiernan a los pueblos, y consideren si es prudente y saludable consejo, tanto para el poder p�blico como para los ciudadanos, apartarse de la santa religi�n de Jesucristo, que tanta fuerza y consistencia presta a la humana autoridad. Mediten una y otra vez si es medida de sabia pol�tica querer prescindir de la doctrina del Evangelio y de la Iglesia en el mantenimiento del orden social y en la p�blica instrucci�n de la juventud. Harto nos demuestra la experiencia que la autoridad de los hombres perece all� donde la religi�n es desterrada. Suele de hecho acontecer a las naciones lo que acaeci� a nuestro primer padre al punto que hubo pecado. As� como en �ste, apenas la voluntad se hubo apartado de la de Dios, las pasiones desenfrenadas rechazaron el imperio de la voluntad, as� tambi�n, cuando los que gobiernan los Estados desprecian la autoridad de Dios, suelen los pueblos burlarse de la de ellos. Les queda, es verdad, la fuerza, y de ella acostumbran usar, para sofocar las rebeliones; pero �con qu� provecho? Por la violencia se sujetan los cuerpos, mas no los esp�ritus.

9. Los pobres contra los ricos

   Suelto, pues, o aflojado aquel doble v�nculo de cohesi�n de todo cuerpo social, a saber, la uni�n de los miembros entre s�, por la mutua caridad, y de los miembros con la cabeza, por el acatamiento de la autoridad �qui�n se maravillar� con raz�n, Venerables Hermanos, de que la actual sociedad humana aparezca dividida en dos grandes bandos que luchan entre s� despiadadamente y sin descanso?

   Frente a los que la suerte, o la propia actividad ha dotado de bienes de fortuna, est�n los proletarios y obreros, ardiendo de odio, porque participando de la misma naturaleza de ellos, no gozan sin embargo, de la misma condici�n. Naturalmente una vez infatuados como est�n por las falacias de los agitadores, a cuyo influjo por entero suelen someterse, �qui�n ser� capaz de persuadirlos que no por que los hombres sean iguales en naturaleza, han de ocupar el mismo puesto en la vida social; sino que cada cual tendr� aqu�l que adquiri� con su conducta, si las circunstancias no le son adversas? As�, pues, los pobres que luchan contra los ricos como si �stos hubieran usurpado ajenos bienes, obran no solamente contra la justicia y la caridad, sino tambi�n contra la raz�n; sobre todo, pudiendo ellos, si quieren, con una honrada perseverancia en el trabajo, mejorar su propia fortuna. Cu�les y cuantos perjuicios acarree esta lucha de clases, tanto a los individuos en particular como a la sociedad en general, no hay necesidad de declararlo; todos estamos viendo y deplorando las frecuentes huelgas, en las cuales suele quedar repentinamente paralizado el curso de la vida p�blica y social, hasta en los oficios de m�s imprescindible necesidad; e  igualmente, esas amenazadoras revueltas y tumultos, en los que con frecuencia se llega al empleo de las armas y al derramamiento de sangre.

10. Utop�as socialistas

   No Nos parece necesario repetir ahora los argumentos que prueban hasta la evidencia lo absurdo del socialismo y de otros semejantes errores. Ya lo hizo sapient�simamente Le�n XIII Nuestro Predecesor, en memorables Enc�clicas; y vosotros, Venerables Hermanos, cuidar�is con vuestra diligencia de que tan importantes ense�anzas no caigan en el olvido, sino que sean sabiamente ilustradas e inculcadas, seg�n la necesidad lo requiera, en las asambleas y reuniones de los cat�licos, en la predicaci�n sagrada y en las publicaciones cat�licas. Pero de un modo especial, y no dudamos repetirlo, procuraremos con toda suerte de argumentos suministrados por el Evangelio, por la misma naturaleza del hombre, y los intereses p�blicos y privados, exhortar a todos a que, ajust�ndose a la ley divina de la caridad, se amen unos a otros como hermanos. La eficacia de este fraterno amor no consiste en hacer que desaparezca la diversidad de condiciones y de clases, cosa tn imposible como el que en un cuerpo animado todos y cada uno de los miembros tengan el mismo ejercicio y dignidad, sino en que los que est�n m�s altos se abajen, en cierto modo, hasta los inferiores y se porten con ellos, no s�lo con tida justicia, como es su obligaci�n, sino tambi�n benigna, afable, pacientemente; los humildes a su vez se alegren de la prosperidad y conf�en en el apoyo de los poderosos, no, de otra suerte que el hijo menor de una familia se pone bajo la protecci�n y el amparo del de mayor edad.

11. La ra�z del mal, la concupiscencia

   Sin embargo, Venerable Hermanos, los males que hasta ahora venimos deplorando tienen una raiz m�s profunda y si para extirparla no se a�nan los esfuerzos de los buenos, en vano esperaremos lograr aquello que todos ciertamente anhelamos , es a saber, la tranquilidad estable y duradera de la vida social. Cual sea esta ra�z lo declara el Ap�stol: "La ra�z de todos los males es la concupiscencia"(7). Porque, si bien se considera, los males que ahora sufre la sociedad humana nacen de esta ra�z. Pues cuando en escuelas perversas se moldea como cera la edad infantil, y con la malicia de ciertos escritos, diaria o peri�dicamente se forma la mente de la multitud inexperta, y con otros semejantes medios es dirigida la opini�n p�blica; cuando, decimos, se ha introducido en los �nimos el funest�simo error de que el hombre no ha de esperar un estado de eterna felicidad, sino que aqu� abajo puede ser dichoso con el goce de las riquezas, d los honores, de los placeres de esta vida, nadie se maravillar� de que estos hombres, naturalmente inclinados a la felicidad, con la misma violencia con que se lanzan a la conquista de tales bienes, rechacen todo aquello que retarda o impide su consecuci�n. Mas, porque estos bienes no est�n distribuidos por igual entre todos, y a la autoridad p�blica toca impedir que la libertad individual traspase los l�mites y se apodere de lo ajeno, de aqu� nace el odio contra la autoridad, y la envidia de los desheredados de la fortuna contra los ricos, y las luchas y contiendas mutuas entre las diversas clases de ciudadanos esforz�ndose los unos por obtener, a toda costa, aquello de que carecen, y los otros por conservar, y a�n aumentar lo que ya poseen.

12. Las bienaventuranzas de Cristo

   Previendo Jesucristo, Se�or Nuestro, semejante estado de cosas, explic� en aquel sublime serm�n de la monta�a cu�les eran las verdaderas bienaventuranzas del hombre sobre la tierra, y puso, por decirlo as�, los fundamentos de la filosof�a. Teles ense�anzas, aun a los hombres m�s adversos a la fe pareci� que conten�an una sabidur�a singular y perfect�sima doctrina as� moral como religiosa; y ciertamente todos convienen en reconocer que nadie, antes de Crissto, que es la misma Verdad, hab�a ense�ado jam�s cosa parecida en esta materia, ni con tanta gravedad y autoridad, ni con tan elevados y amorosos sentimientos.

   La �ndole secreta e �ntima de esta filosof�a consiste en que los llamados bienes de esta vida tienen la apariencia de bien, pero no la eficacia; y por lo mismo, no son tales que su goce pueda hacer feliz al hombre. Pues, seg�n la palabra de Dios, tan lejos est� que las riquezas, la gloria, los placeres, hagan feliz al hombre, que si quiere serlo de veras debe por amor de Dios, privarse de los mismos:"Bienaventurados los pobres... bienaventurados cuando los hombres os aborrezcan, y excomulg�ndoos os maldigan y proscriban vuestro nombre como malo"(8). Es decir, que por medio de los dolores, adversidades y miserias de esta vida, si las soportamos con paciencia, como debemos, nosotros mismos nos abrimos paso hacia aquellos bienes verdaderos y eternos, "lo que Dios ha preparado para los que le aman"(9). Sin embargo, muchos descuidan tan importantes ense�anzas de la fe, y muchos las han olvidado por completo.    

 

  

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