Aquella
noche no pude volver a conciliar el
sueño. Ese ruido infernal de
aquella lluvia de miles de cristales
rotos me despertó de un sobresalto
y entonces ya no pude volver a ajustarme
al ritmo de mi somnolencia.
Permanecí
inmóvil, atento, con todos
los sentidos aguzados, y me arrunché
lentamente bajo las frazadas temblando
de espanto.
El temor era de lo
más extraño, era un
miedo apacible y seductor como nunca
antes había sentido, creo que
hasta de percibirlo me sentí
contento.
Fue entonces cuando mis oídos
comenzaron a distinguir en medio de
aquella placidez un ruidillo débil
e intermitente, Güigüig,
Güigüig que se deslizaba
mansamente recorriendo ágil
por entre la habitación. Güigüig,
Güigüig y torné a
reacomodarme en posición fetal
como queriendo volver a sentir un
calorcillo húmedo de matriz.
Era así como me sentía,
con esa paz inmensa y desconocida
que embargaba todo mi cuerpo. Estaba
invadido por una deliciosa nerviosidad
que aterciopelaba mis fibras, recordándome
sin sospecharlo los doscientos setenta
días de mi lejana gestación
en el vientre de mi madre.
Güigüig,
Güigüig Aquel zumbido cadencioso
terminó por hipnotizarme y
me sumí en aquella dulce ofuscación
muy parecida al sueño pero
en vela.
No me atrevía
a revolverme en la cama, por temor
a descender de ese estado cataléptico,
de aquella nube de ensueño
que invadía profundamente mi
sustancia.
Continué embelezado
por aquel acompasado Güigüig,
Güigüig hasta que de pronto
comenzó ante mis ojos un espectáculo
inenarrable de efectos suaves multicolores
que danzaban por el recinto como si
asistiera en una celebración
con mágico derroche de silenciosos
fuegos artificiales. Desfilaba maravilloso
ante mis ojos un inusitado kaleidoscopio
de luces y colores que nunca, en todos
mis años de vida, había
presenciado.
Güigüig,
Güigüig era la única
melodía placentera que jugaba
cadenciosa por entre aquella Pléyade
de fantásticos matices.
Güigüig,
Güigüig, Güigüig
sonaba la eufonía dando tumbos
empalagosos en mi cerebro, manteniendo
viva mi fascinación.
Todo el ambiente
transpiraba una diáfana dulcedumbre,
cuando del último extremo de
la habitación, de lado contrario
donde se encuentra ubicada a la puerta
del cuarto sanitario,
Comenzó a emerger en espiral
una luz clara y penetrante que se
fue haciendo cada vez más resplandeciente
dejando ver ante mis ojos un pequeño
bultito indefinido que se movía
como queriendo sacudirse de algunas
partículas, que supuse pequeños
fragmentos de los cristales que acababan
de sacarme de mi profundo sueño.
Aquella figurita
frágil y diminuta, que no atiné
a esclarecer en mi mente, me inundó
de ternura. Parecía un animalito
indefenso aterido de frió,
pero la bruñida incandescencia
de aquellos haces luminosos no me
permitía observarlo con claridad.
Quise acercarme pero no logré
movilizar uno solo de mis músculos
y preferí esperar. Güigüig,
Güigüig fue entonces cuando
pude darme cuenta que aquella iterativa
resonancia procedía de aquel
pequeño organismo que no lograba
de ningún modo definir.
Pensé que
se trataba de algún ratoncillo
lastimado por un trozo de vidrio despedido
por el impacto de la explosión,
pero no vi ningún rastro de
sangre sobre la carpeta blanca de
mi habitación. Además,
¿Qué estaba pasando
con aquel concierto de fenómenos
iridiscentes alrededor de aquel minúsculo
visitante? No, no podía ser
un ratón, pues podía
distinguir aun en medio de aquellos
destellos, que se erguía sobre
dos patitas. Entonces imaginé
que podía tratarse de algún
gnomo, un duendecillo burlón,
uno de esos enanitos avejentados de
luengas barbas que nos pintan en los
cuentos de hadas, y lo creí
seguramente por la placidez que colmaba
mi lúcido abatimiento.
Cuando el minúsculo
visitante comenzó a desplazarse
medio atolondrado, la exhibición
relumbrante comenzó a tornarse
en tintes violetas y azulados, y fue
descendiendo lentamente hasta casi
la penumbra. El único que mantuvo
su luminosidad fue nuestro extraño
invitado, que comenzó a dar
pasitos diminutos e inseguros hacia
mí como en busca de refugio.
Güigüig,
Güigüig continuó
chillando tiernamente nuestro microscópico
protagonista mientras seguía
avanzando tambaleante hacia los pies
de mi cama.
La diáfana
opacidad de las refulgencias, continuaron
centelleando en las paredes de mi
alcoba mientras el enanito invasor
se perdía de mi visión
al acercarse. Sentí como si
una fuerza inesperada me empujara
para dejarme sentado a borde del lecho.
Entonces pude apreciar
completa y definidamente el liliputiense
espécimen. Era como una especie
de bebé diminuto de un color
verde claro y resplandeciente, como
uno de esos tubos de neón que
estamos acostumbrados a ver en las
vidrieras de los aparadores.
Tenía como
veinticinco centímetros de
altura por doce y medio de ancho,
la cabeza era ovalada y poderosa,
mucho más ancha en la parte
superior del cráneo que abajo
en la barbilla, de piel lisa, estaba
la cabeza coronada con dos pequeñas
antenas que se balanceaban sin descanso.
Tenia una nariz recta pero corta y
una boca gigantesca de labios finos,
con los extremos apuntando hacia arriba
como destacando una risa desdentada
y sempiterna. Su abdomen era rechoncho,
las piernas cortas y regordetas. Estaba
enfundado el visitante en un traje
rutilante de coloración verde
más oscura, con unos anillos
gruesos como de metal con vivos tricolores
a la altura de los bíceps.
Sus manos eran grandes, la una era
sedosa, terminaba en dos dedos largos,
puntiagudos y sin uñas y con
el dedo pulgar mucho más corto.
La otra era mecánica, de color
plateado, tenia cuatro dedos articulados
del mismo tamaño, con una especie
de reloj digital a la altura de la
muñeca. Adornaba el trajecillo
un cuello apergaminado, ribeteado
como un abanico a la altura de la
nuca. Abrazando el estomago lucía
un ancho cinturón violeta que
apuntaba en una hebilla grande y cuadrada
con un jeroglífico en el centro
parecido a una letra G. Calzaba el
desconocido unos escarpines de cuero
azul índigo, lustrosos que
dejaban ver dos pares de anillos de
tono más claro a la altura
de los tobillos.
Güigüig,
Güigüig, cuando me agaché,
con la cabeza casi dando al suelo,
buscando obtener un mejor ángulo
de observación, quedé
pasmado ante tan insólito personaje.
Pude observar una placa metálica
en su pecho donde había cuatro
botones brillantes también
metálicos. Acto seguido, el
enano bebé hizo gala de una
prodigiosa agilidad pulsando en el
mismo instante uno de los botones
del pectoral, y comenzó a crecer
desmesuradamente haciéndome
girar en reversa sobre la cintura
hasta quedar completamente tendido
boca arriba sobre el camastro. Cuando
me recuperé del sorpresivo
espasmo, pude ver frente a mí
al mismo personaje como diez veces
más grande. Había crecido
inusitadamente ante mis ojos, tantas
veces, hasta dar con su cabeza contra
el cielo raso de la alcoba y quedar
ligeramente encorvado. Sus ojos rasgados,
inmensos y penetrantes, entraron como
una espada de fuego en mi interior
dejándome paralizado de estupor.
Giró un poco más su
cabeza sobre su hombro izquierdo en
actitud expectante, y me sonrió
dulcemente con la tibia candidez de
un niño perdido cuando es encontrado.
En la lejana galaxia
de Lucentum, un inmenso diminuto racimo
de estrellas a millones de años
luz de nuestro sistema solar, residía
una estrella enana agonizante denominada
Xipang. Habitó por miles de
años en aquella lejana estrella
una civilización ilustrada,
tecnológica y humanísticamente,
pero como las leyes universales de
la existencia son inexorables, llegó
el momento supremo de la adversidad,
la antesala de la extinción,
cuando la civilización pone
su cabeza sobre el patíbulo
y la parca apresta la segur para dar
su ultimo golpe nefasto, el de la
muerte.
Pero como la sabiduría
y la esperanza son las únicas
armas disponibles contra la fatalidad
de la vida, Los últimos habitantes
de la lejana estrella se dispusieron
a jugar la última carta de
subsistencia para preservar y prolongar
su estirpe en los confines del ignoto
universo. Decidieron enviar un óvulo
fecundado de lo más preclaro
de su raza, para que además
de ir gestando durante el prolongado
viaje, pudiera un día, a nanos
años luz, relacionarse con
alguna nueva civilización desconocida
y procrear una nueva raza híbrida
como testimonio veraz e ineludible
de su existencia pacifica.
El germen que se
apostó en la carlinga de la
nave transgaláctica, estaba
exactamente inseminado con todas las
características psicosomáticas,
intelectuales y espirituales de la
más alta pureza que pudiera
aportar aquella raza supranatural.
Había sido entrenado in vitro
sobre las más esclarecidas
ideologías de la bondad, la
disciplina y la mansedumbre, que fueron
durante muchos siglos propiedad indiscutible
de tan depurada casta, que los condujo
después de muchas batallas
interiores al gobierno depurado de
la mas alta nobleza de espíritu
y generosidad, donde reinó
para siempre en aquella diminuta estrella
de Xipang, y que ahora, al final de
su existencia, enviaban como legado
al universo para que se diseminara
y estableciera con amor, para beneficio
de la vida humana por el ancho y recóndito
universo.
Se reunieron los
últimos supervivientes de tan
depurada raza, en la gran plazoleta
de la unificación etérea,
para dar el último adiós
al embrión trotamundos. No
se blandieron pañuelos blancos,
ni se derramaron lágrimas de
tristeza, como se estila en las razas
menos purificadas, sino que se entonaron
cánticos de gloria y esperanza
con el corazón exaltado. Himnos
de jubileo al regocijo de una vida
en perfección. Y aquellos humanos
que supieron construir con amor el
paraíso en su estrella, se
fueron adormeciendo para siempre en
los inciertos nubarrones de la esperanza.
Güigüig,
Güigüig, Güigüig,
continuaba el aleteo de aquel sonido
monorrítmico hipnotizador invadiendo
mi alcoba, mientras aquel gigantesco
y extraño bebé me observaba
detenidamente con sublime ternura,
como intentando penetrar lo más
intimo de mi espíritu. Adelanto
su mano robótica y me tocó
suavemente con un rayo adormecedor
que me invadió repentinamente
de satisfacción. Sentía
en mi alma un gran sosiego, una paz
interior se recreaba en mi cuerpo
mientras mi mente se fue abriendo
claramente para dar paso a una intensa
comunicación extrasensorial
con aquel ser mágico que había
llegado de quien sabe donde.
Comenzó a
indagarme sin palabras, solo podía
percibir aquella mirada dulce clavada
entre mis ojos como una espada de
luz. Y fue rescatando todos mis conocimientos,
hasta los mas interiormente olvidados,
que afloraron a mi mente como si hubieran
estado siempre a flor de mi memoria.
Después de aquel sutil instantáneo
interrogatorio me fui consumiendo
como en un jardín de rosas
en el más hermoso y fantástico
sueño.
Cuando abrí
los ojos, ya entrada la media mañana,
los suaves rayos de un tibio sol de
primavera acariciaban mi rostro. Sobresaltado,
de un brinco me puse de pie como impulsado
por un resorte imaginario. Recorrí
cada centímetro de la habitación
en busca del diminuto invasor y no
logré notar nada extraño,
como no fueran los restos de un cristal
roto esparcidos por todas partes del
recinto. Metí mi cabeza debajo
de la cama, ausculté el closet
minuciosamente, esculqué cada
bolsillo de los pantalones y las chaquetas,
me consumí en los acres aromas
de zapatería pensando encontrar
algún rastro. Me dirigí
entonces por la ruta del cuartito
del retrete, y por primera vez me
sentí frustrado, traicionado
por mis sentidos.
En vista de no hallar
ninguna huella ni señal del
desconocido visitante entré
en sospecha acerca de mi estado mental
especulativo. Reflexioné que
aquel recuerdo tan claramente vivido
y recordado pudiera ser el resultado
de alguna rara ensoñación
o quizás alguna dulce e insólita
pesadilla.
No podía concebir
en mi interior que las vivencias de
la noche anterior fueran solamente
una simple fantasía. Todo había
acontecido con una materialidad tan
nítida, que aun palpitaba en
mi mente, y convulsionaba en los más
íntimos resquicios de mi desorientada
conciencia. Esa extraña y mansa
dulcedumbre no se había evaporado
aun completamente de mi espíritu,
me sentí desvalido e impotente
ante las circunstancias y lloré
amargamente con la cabeza clavada
entre mis manos, sentado en el tazón
del excusado.
Me invadió
profundamente la desolación,
con la misma intensidad con que había
disfrutado el espejismo de aquel amiguito
imaginario que extrañaba, como
si hiciera muchos años lo hubiera
conocido. Solo bastaron aquellos escasos
segundos de aquel mudo interrogatorio
para extrañarlo como se añora
al ser mas querido. Aquel bebecito
pigmeo había marcado mi ser
como nunca antes nadie lo había
hecho. Todo era una sarta de sentimientos
encontrados, mezcla de ternura, gozo,
sensibilidad, abatimiento, desolación.
Cuantos reconcomios entrelazados formando
ese sentimiento único, que
me hacia sentir el ser mas privilegiado,
pero que me hacían derrotado,
ausente, solo, y continué llorando
a mares desconsoladamente.
Guiguig, guiguig,
escuché como un hilo de seda
sordamente, y advertí con veracidad
como una mano tibia y delicada venia
tiernamente a posarse sobre mi cabeza,
haciéndome erizar el pelo de
pura la felicidad.
Y continué llorando estrepitosamente
ahora de alegría.
Guiguig, guiguig
y comencé a sentir de nuevo
aquella combustión indecible
calándome hasta los huesos.
Oí en mi interior otra vez
esa vocecita insonora, delicada e
indescriptible que me consolaba desde
el interior de mi propio corazón.
Y fue brotando de mí como una
esencia melifica y todo poderosa el
sosiego que me devolvió de
inmediato a aquel paraíso inefable
de la noche anterior.
Levanté los ojos bruscamente
en busca de mi entrañable desconocido,
y fueron a estrellarse con una muralla
infinita y penetrante de un par de
ojos rasgados, extraordinariamente
grandes y azabaches, de tamaño
desproporcionado para el volumen de
la cabeza.
El cráneo
era abultado y portentoso como creemos
en nuestro medio que lo poseen los
individuos de inteligencia superior.
la nariz, diminuta y respingada, donde
se notaba la ausencia de necesidad
para absorber el preciado y necesario
elemento, el oxigeno. Imagine que
la nariz era solo un aditamento ornamental,
para no desestimar el equilibrio natural
de la formalidad de la belleza humanoide.
La boca al igual que la imperceptible
protuberancia nasal, parecía
un instrumento decorativo, era grande
y pulposa, curiosamente definida y
levantada graciosamente por los extremos,
dibujando exactamente el mohín
sagrado de una sonrisa eterna y contagiosa.
No me atreví siquiera a pensar
que pudiera servir de órgano
de deglución por carecer absolutamente
de dientes, lo que me hizo pensar
que nuestro amigo era vegetariano.
Pero si era un bebé, eso se
notaba a leguas, entonces era más
que un hecho valedero que careciera
de dientes.
¡Hola! - me
atreví a decirle al enanito,
- Bienvenido. ¿De donde vienes?
¿Quien eres? ¿Como te
llamas? – fueron muchas preguntas
sin respuesta. ¡Que tonto soy,
pero si es un bebé! No debe
hablar siquiera.
Pero… y ese mudo interrogatorio
que presentí anoche ¿de
donde surgió?
Todo esto me parecía tan agradablemente
extraño, pero lo único
cierto era que me sentía a
mis anchas, más feliz y seguro
que de costumbre en la compañía
de ese muñequito extravagante,
que me miraba sonriente y escrutador.
Guiguig, guiguig, guiguig.
De Pronto la puerta de baño
se abrió sin previo llamado
y apareció mi madre acompañada
de mi abuela con aparentes signos
de preocupación. Hijo que te
pasa ¿porque estas llorando?
La abuelita escucho tu llanto y me
informo inmediatamente, ¿estás
enfermo? Y tocó con el reverso
de su mano a la altura de mi frente
para indagar sobre si tenia calentura.
No, no mamita - respondí sorpresivamente.
Estoy bien por el contrario y dirigí
la mirada hacia mi enano acompañante,
que seguía observándome
sonriente sin ningún signo
aparente de inquietud ante la intempestiva
llegada de mi madre y mi abuelita.
Mira mamá
– me atreví a decir.
Y señalé con ánimo
exaltado a mi madre hacia el lugar
donde reposaba el fantástico
bebecito, estaba feliz de poder compartir
con ellas aquel feliz encuentro. Las
dos mujeres giraron su cabeza acompasadamente
hacia el lugar que indicaba mi dedo
y mi abuelita contestó. ¡Hijo!
en verdad que debes estar infectado,
es la primera vez que un montón
de ropa sucia te causa tanta felicidad,
siempre la andas dejando tirada por
todas partes. ¿Cuando aprenderás
a colocarla dentro del cestillo?
Guiguig, guiguig,
Y el muñequito seguía
sonriente observándonos calmadamente
como tratando de asimilar todas nuestras
acciones. ¡Mira mamá!
¡Abuelita! ¿Acaso no
lo ven? ¿No escuchan el sonido?
Y mi mama siguió
con la perorata de mi posible enfermedad,
sin calentura, debía ser algún
virus nuevo de esos que están
apareciendo en los últimos
tiempos, por las vanas costumbres
insanas de la sociedad y el atropello
al equilibrio natural; vociferó
sobre la capa de ozono y otras cosas
que no entendí con claridad,
y ordenó suplicando a mi abuelita
que reservara una visita con el medico
de la escuela, porque no era posible
que ahora su hijo adorado estuviera
alucinando.
Ven mi amor. - me invitó con
voz compasiva, baja a tomar el desayuno,
mira la hora que es, debes tener mucha
hambre, debe ser el delirio del estomago
vacío lo que te pone tan feliz
con esa ropa sucia y maloliente. La
abuela se acercó para recoger
los bluyines y las camisetas para
colocarlas en el cesto acostumbrado
para tales fines.
Salí del baño
de la mano de mi madre, desilusionado
e incrédulo de lo que estaba
sucediendo, no era posible que ellas
no pudieran ver ni escuchar a mi amiguito
visitante, ¿Seria en verdad
que algún virus letal me había
atacado? ¿En verdad estaría
volviéndome loco?
Bajamos lentamente las escalinatas
que conducen a la planta baja, escoltado
por mis protectoras, y nos encaminamos
directamente a la cocina en medio
de los cuchicheos y recomendaciones
de la abuela. Me sentaron en la mesita
auxiliar del comedor de paso y me
apabullaron de quesos con jamón
y torta de manzanas, un par de huevos
estrellados y un tazón gigante
de leche con cereal. ¡Come hijito!
para que vuelvas a retomar tus fuerzas;
y ya no llores, que todo debió
ser una pesadilla pasajera, indicó
cariñosamente la abuela y me
dio la espalda para dirigirse a su
piano de cocina a retocar sus conciertos
de donde salían los más
elaborados y apetitosos platillos
envueltos en una nube de deliciosos
olores.
Olvidé por
un momento mis agradables angustias
ante tan sabrosos elementos, los ácidos
de mi estomago comenzaron a estimular
un voraz apetito y dirigí toda
mi artillería a la insigne
faena de acabar con el hambre colosal
que había surgido de pronto
ante la presencia de tantas exquisiteces
de la abuela. Pero cuando me dirigí
a tomar el bote de la miel para endulzar
el cereal, al asirlo entre mis manos,
pude atisbar oculta detrás
de la vasijita, una pequeña
figurilla risueña que me miraba
cariñosamente sobre la mesa
meneando acompasadamente su enorme
diminuta cabeza. Guiguig, guiguig.
Era como si el indefenso
enanito no pudiera resistirse a mi
ausencia, desde aquellos primeros
instantes nunca más se separó
de mí, haciendo mi vida una
experiencia asombrosamente alegre
y divertida. Cuando me aprestaba a
consumir el delicioso desayuno que
preparó con tanto miramiento
mi abuelita, en ese preciso instante
mi gato “Micifuz” apareció
de un salto sobre la mesa, encorvando
el lomo con talento desafiante, con
todos los pelos erizados como de puerco
espín y en actitud de tigre
de bengala. Comenzó a ronronear
dando vueltas lentamente alrededor
del intruso visitante. Mi abuela,
disgustada y perpleja anta la extraña
e inusual actitud de nuestro perezoso
e inofensivo gatito, solo se atrevió
a dar un salto atrás a manera
de defensa. ¿Que le pasa a
ese gato entelerido? Parece que todo
el mundo se esta volviendo loco en
esta casa. – Mientras la abuela
se reponía del susto, el tranquilo
enanito que no pareció espantarse
ni por un momento ante la acometida
del terrible Micifuz, haciendo gala
de una velocidad fuera de lo común,
levantó su manito robótica
y dirigiendo su dedo contra la humanidad
del atacante felino, despidió
un rayo sutil ambarino que lo dejó
más manso que un cordero. El
gatito indefenso comenzó a
maullar consentido como pidiendo misericordia
y tirándose patas arriba sobre
la mesa empezó a revolcarse
en franca actitud de retozo y regodeo.
Miau miau, aullaba lastimero haciendo
juego a nuestro amiguito.
Ahora si que no entiendo
nada, vociferó la abuela. ¡Zape!
¡Zape! Misiringato. Repitió
abalanzándose sobre el felino
blandiendo el limpión de la
cocina. El gato se enderezó
aterrorizado y dando un gran salto
fue a parar detrás del refrigerador
desde donde continuó maullando
a grititos sordos y casi inaudibles,
buscando hacerle juego a mi amiguito
que seguía impasible observando
sonriente detrás de la azucarera.
Cuando la abuela
observó la avidez con que comencé
a devorar el desayuno salió
de la cocina, satisfecha aunque algo
intranquila por los extraños
acontecimientos que se estaban suscitando,
para reunirse con mi madre que la
llamaba a gritos desde mi habitación.
– Mamá por favor, tráeme
el recogedor – y la abuela partió
disparada a trancos cortos con la
escoba y el recogedor.
El gato volvió
de nuevo a saltar sobre la mesa y
feliz con su lengua húmeda
comenzó a relamer al pequeño
extraterrestre. Porque así
lo suponía, venido de algún
planeta lejano de esos que me narraba
mi mama cuando mirábamos el
cielo en las noches estrelladas del
verano. Terminé velozmente
con el desayuno, y mientras intentaba
acercarme para observar con más
claridad a mi nuevo amiguito, vi estupefacto
como los platos y cubiertos salían
volando por los aires. De los grifos
comenzó a brotar el agua, mientras
la esponjilla y el jabón hacían
solas su trabajo como por arte de
magia. Al cabo de unos instantes,
toda la cocina estaba resplandeciente
de limpieza incluyendo, las paredes,
el refrigerador, el piso y hasta los
cristales se veían de lo mas
relucientes.
El gato disminuyó
su tamaño en más del
cincuenta por ciento, equiparándose
en tamaño al enanito que empezó
a auscultarlo casi como lo hacia el
doctor cuando lo visitábamos
en su consultorio de la escuela, solo
que el extranjero no utilizada los
aparatos normales sino que todo lo
hacia con su mano cibernética.
El gatito se veía de lo más
encantado con las cosquillitas que
le propinaba mi amigo y se retorcía
de contento. Cuando la abuela regreso,
casi se desmaya al ver el encogido
gatito revolcándose sobre la
mesa.
¿Qué
es lo que está pasando aquí?
Grito casi al borde del llanto. Por
Dios hijo dime que está pasando.
Cómo es que has limpiado toda
la cocina, si siempre te ha costado
tanto trabajo hasta limpiarte las
uñas. Creo que ese virus que
te atacó anoche te tiene trastornado.
Pero gracias a Dios y ojalá
no olvides nunca más el aseo,
me repitió enfáticamente
sin haberse detenido aun a pensar
en el minino. ¡Ay! ¡Ay!
Dios mío, pero que le hiciste
al gato que hasta lo has encogido,
míralo como se revuelca, debiste
meterlo en la fregadora de platos
¡ay, ay, ay! y volvió
a salir disparada como un rayo a contárselo
a mi madre.
Cuando regresaron
juntas con cara de pocas amigas, el
gato ya estaba de nuevo en su tamaño
normal. - Pero mamá creo que
también a ti te esta dando
el famoso virus, que te tiene viendo
alucinaciones. Y dirigiéndose
a mí – Muy bien hijito,
así me gusta que le ayudes
con los quehaceres a la abuela…
te has portado como todo un hombre,
que no sea esta la última vez.
– y salió orgullosa de
mi comportamiento mientras la abuela,
que iba detrás, caminaba casi
dando tumbos, de espaldas, tratando
de entender lo que no tenía
la más vaga explicación.
Pasadas todas las
alucinaciones del fin largo de semana.
Recuperado del virus que dictaminaran
mi abuela y mi madre, y aunque un
poco más aclimatado con el
legado celestial que había
caído de las estrellas directamente
a mi alcoba, me dispuse, la noche
del domingo de pascua, por orden de
mi madre, a organizar los enseres,
los libros y las tareas que debería
llevar a la escuela para comenzar
la nueva educativa semana. Parecía
una rara coincidencia que el enigmático
extraterrestre hubiera aterrizado
justo la noche de viernes santo. A
dos días de su llegada y ante
las cósmicas colaboraciones
de mi amigo extranatural, ahora era
un chico de lo mas juicioso. Hasta
la abuela tuvo tiempo para ir a su
misa dominical y quedarse parloteando,
como nunca antes lo hacia, en el atrio
de la iglesia por varias horas con
el reverendo y las chismosillas del
barrio, acerca del milagro de mi adelantada
madurez. No tuvo reparo mi abuela
en narrarles con lujo de detalles
los pormenores insospechados de mi
inenarrable buena conducta. A menos
de tres días del consabido
milagro, ya era todo un héroe
vecinal de la limpieza y el orden.
Hasta invitó a la tropa de
vecinas a confirmar por cuenta propia
las virtudes de su nieto idolatrado.
Revisaron en detalle
cada centímetro de la cocina,
del traspatio, de la alberca y hasta
el cuarto de san alejo fue objeto
de su admiración. Nunca antes
ningún chico en mil millas
a la redonda había podido realizar
tamaña proeza. A pesar de sus
concienzudas especulaciones, no pudieron
desentrañar el misterio que
rodeaba tan laudatorio comportamiento.
Si supieran que todo era por arte
de nuestro nuevo visitante que debía
ser maniático del orden y la
desinfección. Pero cómo
no hacerlo si solo le bastaba levantar
un dedo y las cosas bruñían
por arte de su desconocida hechicería,
que yo no me atrevía a delatar
por temor al infarto fulminante de
la abuela, y también porque
ese pequeño intruso no me había
dado todavía la oportunidad
de establecer una comunicación
más directa y personalizada,
a pesar que no se me despegaba ni
un centímetro. Pasaba todo
en tiempo observándome conjuntamente
con el gato que bien pareciera que
se había puesto de su parte.
Cada vez que escuchaba aquel rechinamiento
melindroso, guiguig, guiguig, el gato
daba saltos de contento como un orate.
Ahora el felino había hecho
de mi alcoba su escondite. Creo que
los ratones emigraron para siempre
de la casa desde que Micifuz dejó
de transitar por los tejados vecinos
y se tornó manifiestamente
sedentario.
Pero nuestro mutuo
amigo era casi un ser invisible, por
más que lo atisbaba, no lograba
encontrar su paradero. Se me escabullía
con mayor velocidad que el minino,
hasta pensé que era debido
al asombroso sortilegio de la evaporación
o a la desintegración quántica
de sus átomos califragilísticos,
vaya yo a saber. El caso era que el
enano se disipaba ante mis ojos al
menor intento de asalto.
Mientras arreglaba
la escarcela en que llevaba los libros
a la escuela, pude ver al diminuto
entrometido debajo del cancel que
semi se escondía debajo de
la ventana. Hice como que no lo había
visto, concebí todo mi esfuerzo
por ignorarlo y me fui acercando haciéndome
el desentendido, cuando lo tuve a
menos de una brazada, zuazzz, tiré
el zarpazo, con tan mala suerte que
mi mano se estremeció solitaria
por los aires, como si hubiera tratado
de agarrar algún espectro invisible.
Giré rápidamente la
cabeza en busca de mi objetivo y pude
advertirlo sonriente debajo de la
cama. Me lancé de nuevo a gatas
velozmente sobre el blanco, sin lograr
nuevamente el cometido.
¡Me rindo!
¡Me rindo! Grité desesperado
al sonriente duendecillo, y me tendí
en el suelo con la barbilla contra
el piso y el rostro justo a la altura
de su anatomía. Guiñé
un ojo en ademán de camaradería,
me quedé quieto como una estatua.
Solo atiné a levantar y a bajar
el entrecejo febrilmente, nunca supe
con que fin. El pequeño balanceaba
la abultada cabeza de lado a lado
con esa sonrisa perenne que me atormentaba
y se fue acercando paulatinamente
hasta casi tropezar con la punta de
mi nariz. Intenté jugarle otra
mala pasada lanzando nuevamente un
violento manotazo, pero mis músculos
estaban rígidos como de piedra
y no pude moverlos ni un solo milímetro.
Fue entonces cuando comencé
a levitar inesperadamente, sentí
como mi cuerpo se levantaba por los
aires y volé físicamente
hasta ir a aterrizar suavemente sobre
el mullido colchón de mi camastro,
fue una sensación sobrenatural,
nunca antes había sentido nada
tan agradable y desconocido desde
el día en que mi fallecido
abuelo me llevó a las caballerizas
del ejército, y galopé
raudo sobre las ancas de un jamelgo
abrazado a su cintura.
A partir de ese día,
mi vida cambio para siempre. Ya nunca
pude volver a ser el chico perezoso
y altanero que todo el mundo conocía,
sino que comencé a aparecer
en todos los medios sociales, mi casa,
la escuela, la iglesia, el campo deportivo
como casi un genio. Nadie podía
adivinar como surgió en mi
ese cambio radical que me catapultó
a la fama y al éxitos. Ahora
era el chico mas consentido de la
escuela, para mis compañeros
era como la copia viva de Harry Potter,
para mi maestra un Da Vinci diminuto
de nariz pecosa, para mi madre un
ángel del cielo, aunque ha
decir verdad siempre pensó
eso de mi, salvo cuando la hacia rabiar
con mis reiteradas necedades. Mi abuela
solo se atrevía a mirarme socarronamente
como pensando: “Aquí
hay gato encerrado”. Y para
las niñas de la escuela y las
vecinitas del barrio comencé
a parecer la resurrección de
James Dean. Me coqueteaban descaradamente,
mi casa ahora era el centro de atracción
de toda la comarca, cada fin de semana
muy temprano en la mañana comenzaba
un interminable desfile de chiquillas
trayendo toda suerte de obsequios
y bocadillos tratando de ganar mi
pétreo corazón. Yo no
estaba listo todavía para esos
trotes, toda mi entereza estaba enfilada
a desbaratar mis carromatos de juguete
y los motores de plástica cohetería
de mi colección de aviones,
toda mi energía de los últimos
días de mi infancia la encausaba
en jugar con mi perro labrador y en
intentar torcerle el precuezo a “Micifuz”,
el gato de la abuela. Las niñas
no hacían parte de mi paisaje.
Cuando las veía desfilar frente
al antejardín de mi casa, me
escabullía por la puerta trasera
seguido de mi can compañero
y me ocultaba en el último
rincón del sótano donde
la familia guardaba para la posteridad
las reliquias mas inverosímiles
y destartaladas que habían
pertenecido a toda la estirpe. La
verdad es que no se como podrían
ganar el paso de los siglos cubiertas
con el verdín de aquella capa
espesa de polvo y excremento de murciélago.
De lo que si estaba seguro, ese era
mi único refugio inviolable
donde nadie se atrevía a entrar,
no solo por temor a la oscuridad sino
al asalto de las arañas polleras
que habían hecho de aquel desván
el paraíso de sus networks.
Eureka! Cómo
no se me había ocurrido antes,
si ese sitio era seguro para mi, debería
serlo también para mi nuevo
huésped. Oh! Pero que tonto
soy, si mi minúsculo amiguito
era como transparente para los demás,
solo yo podía verlo. Claro,
también podían verlo
mi inseparable perrote Miguel y el
gato de la abuela.
La verdad más
cierta es que mi vida era todo un
éxito desde la llegada de mi
extraño amigo. Todas las cosas
se me iban haciendo como por arte
de magia. Hasta el perro y el gato
jamás volvieron a pelearse,
ahora parecían hijos de la
misma madre, cuando Miguel se echaba
despernancado a descansar, Micifuz
muy orondo se arremolinaba en su panza,
restregando su pelambre contra la
barriga de su peludo hermano, mientras
el perro lamía fraternalmente
con sumo cariño la cabeza del
minino.
Mi madre silbaba
de felicidad por los nuevos y positivos
cambios suscitados en el seno del
hogar. La abuela en cambio, se mostraba
incrédula de tanta belleza.
Una noche la atisbe a través
de la ventana que da al cobertizo
del patio, poniendo veladoras al divino
niño pidiéndole el milagro
de poder esclarecer el intríngulis
de tan positivo remezón.
Todo aquel milagro
se lo debía a “GUIGUIG”
como decidí llamar al pequeño
invasor. Aquel diminuto personaje
que con su mano metálica y
su enigmático zumbido había
puesto en orden las razones de mi
vida. Nunca antes había conocido
en mi vida a alguien tan obseso por
el orden, el aseo y la puntualidad.
Para él todo debía estar
correctamente colocado en su puesto,
en un orden milimétrico. Los
tendidos de mi cama se hacían
prodigiosamente tan pronto sacaba
mi adormecido cuerpo de abajo de las
sabanas, a la hora exacta de las 7
de la mañana. Entraba al baño
empujado por la fuerza de una mano
invisible, y mi supuesto amigo desde
una esquina de la vidriera donde reposaban
los frasquitos del shampoo y las esencias,
se encargaba sin tocarme, solo con
su miradita perpleja, su risita guasona
y su sonido interminable, desde el
cepillado automático de mis
dientes, ahora no tenia que mover
ni un dedo, todo se hacia como por
arte de magia, me enjabonaba, secaba
y empolvaba como si estuviera en una
sala de sauna, donde esperamos que
las cosas nos las hagan personas profesionales
especializadas para cada efecto..
Terminado cronométricamente
el tiempo del aseo y el ejercicio
matutino, continuaba con la postura
de la ropa y los calcetines que se
desdoblaban asombrosamente y venían
sobre mi cuerpo como movidos por una
incomprensible fuerza milagrosa. Hasta
el trazado geométrico perfecto
de la raya de mi peinado parecía
hecho con una regla de cálculo.
Después, un toque de grasa
sobre el cabello, una rociada de loción
y listo para comenzar el día.
Bajaba al comedor
levitando sobre una nube de algodón
de azúcar. Envuelto en una
embriagadora burbuja de lavanda, mientras
mi madre me comía a besos.
La abuela impenetrable me lanzaba
unas miradas maliciosas, como tratando
de comprender de cuando acá
tanta eficiencia, mientras yo intentaba
sin lograrlo evadir su mirada, poniendo
en mis labios la más estúpida
de mis sonrisas.
En Miguel reposaban
todos mis afectos, era mi más
entrañable compañero,
había sido en mi corta existencia
como un padre para mi, era efectivamente
su reemplazo, su herencia.
Cuando mi padre murió
siendo yo muy chico, creo que tenia
un poco más de cinco años,
me cuenta mi madre que mi padre me
lo otorgó como herencia, dejándole
el encargo supremo de mi cuidado y
seguridad. Y Miguel lo había
tomado muy seriamente. Tal vez por
eso nunca lo vi interesado en cortejar
a las perras del vecindario, siempre
lo vi tan serio y gallardo paseando
a mi lado, que ni cuando las perras
más osadas, que no resistían
su belleza canina, su musculatura
ciclópea y su sedosa pelambre
de color del heno, se acercaban para
olerle el trasero, él con mucha
perrerosidad, por no decir caballerosidad,
se hacia a un lado bajando la cola
y resumiéndola entre sus cuartos
traseros.
Miguel era lo mas
parecido a un ser humano, y mil veces
mejor que muchos. Nunca descuidó
su tarea de mi seguridad. Iba a acompañarme
a la escuela todos los días.
Mientras estaba en la clase, se echaba
taciturno y vigilante en la puerta
del refectorio. Ya todos los conocían,
era un perro brillante, generoso y
servicial. Los maestros de la escuela
lo mandaban por encargos a la tienda
de don Temístocles Arteta y
nunca les falló en sus encomiendas
ni se le extravió un solo centavo
del cambio, el profesor de matemáticas
se ufanaba de haberle enseñado
a Miguel todo lo que sabía.
Jugaba a la pelota con nosotros en
los recreos y nos cuidaba de los extraños.
Cuando algún desconocido intentaba
acercarse motivado por algún
fin, tenia que solicitar permiso primero
a Miguel o si no tenia que vérselas
con una fiera dispuesta a dar su vida
por sus amigos y en especial por mi.
Nunca nadie supo
donde aprendió tantas cosas
de la vida el buenazo de Miguel, creo
que debió ser el primero en
conocer a GUIGUIG años atrás,
porque nunca vi un can más
fundamentado que Miguel. Cuando la
hermanita de mi compañero Tarcisio
se extravió en el parque de
atracciones, solo bastó una
prenda de Juanita y unos cuantos minutos
para que Miguel regresara con ella
para alegría de todos. Nunca
recibía alimento como no fuera
de la mano de mi abuela o de la mía,
aunque si hubiera sido solo de la
mía, creo que hubiera pasado
muchas hambres.
Dormía al lado de mi cama sobre
el tapete de pies, después
de acomodar cada noche mi reguero
de zapatos. Entraba al baño
como una persona más de la
casa haciendo sus necesidades en el
retrete, acomodaba sus patas como
un malabarista en el bizcocho de la
taza y bajaba con el hocico la canilla
del agua.
Miguel era colosal,
el mejor gimnasta que he conocido,
aunque solo realizaba sus proezas
en los casos de necesidad extrema,
cuando tenia que salvar cualquier
obstáculo para proteger algún
indefenso. Cierto día que me
atacó un oso mielero que llegó
a nuestro patio atraído por
las golosinas que fabricaba la abuela,
nada pudo contra la valentía
de mi héroe, de mi amigo peludo
que a puros tarascazos se enfrentó
al gigante y lo batió en retirada
aunque salio mal herido. Tuvo que
pasar varias semanas al cuidado y
desvelo de mi abuela. Que tuvo que
atarlo, porque cada mañana
cuando era la hora de salir para la
escuela, intentaba erguirse tambaleante
para cumplir con el compromiso que
había adquirido con mi padre
moribundo. Ese era Miguel Alfonso,
mi inseparable amigo, mi padre de
cuatro patas, mi protector del alma.
Cuando Guiguig llegó
a nuestras vidas, el único
que no participó en los actos
de iniciación a mi suprema
transformación, fue Miguel
Alfonso. Como yo me encontraba inoculado
de aquel extraño virus al que
mi abuela hizo responsable de tan
pasmosa metamorfosis por todos conocida,
mi madre se llevó al obediente
pastor al apartamento de la Tita a
realizar la loable tarea la de tirar
de su silla de ruedas, como si fuera
un trineo, para darle el paseo dominical
al que mi madre la tenia acostumbrada.
La Tita desde hacia
algunos años venia sufriendo
de una artrosis reumática que
la postró prácticamente
a la cama a perpetuidad. Al principio,
la viejita se daba mañas para
llegar hasta la cocina, el lugar que
fue su refugio durante casi toda su
vida, donde preparaba los más
suculentos suflés celestiales
que tenga memoria toda la familia
desde hacia varias generaciones.
La Tita se acercaba
ya a los 90 años, 88 para ser
completamente exactos. Y ahora ya
no podía la tía abuela
ni siquiera levantarse erguida sobre
sus piernas, como no fuera asida por
los brazos amorosos de su hermana.
Así que mi madre se daba a
la tarea cada fin de semana de visitar
a quien fue como una madre verdadera
para con todos nosotros. En verdad
la Tita era un ser excepcional. Hacia
maravillas y milagros prodigiosos
con esa dulzura y generosidad que
la caracterizaron durante toda la
vida. Creo que solo ella en este planeta
superaba en portentos al extraño
diminuto invasor, que con todo y guante
milagrosos no lograba competir en
lo mas mínimo con las maravillas
de la santa viejecita. Es que la Tita
tampoco era de este mundo, creo que
como Guiguig debió escaparse
de algún cielo tranquilo y
bondadoso para venir a darnos tanto
amor.
Fue por ese motivo
que Miguel Alfonso no se encontraba
en casa cuando el enano extranjero
hizo su debut en nuestras vidas para
cambiarlo todo. Mi fiel amigo no se
hacia esperar cuando se trataba de
ir a la casa de la Tita para llevarla
a asolearse en los prados de los derredores
del conjunto residencial donde habitaba
"Imelda" como era su nombre
pila.
Pero cuando Miguel
regresó, nada había
cambiado para él. Era como
si supiera de antemano que el risueño
diminuto tenia que aparecer en nuestro
vecindario. Tampoco Guiguig aparentó
ninguna sorpresa ante la presencia
del nuevo acompañante. Cuando
Guiguig lo vio acercarse pausadamente
meneando su frondosa cola hacia los
pies de mi cama, inmediatamente el
enanito le salió al encuentro,
se detuvo frente al perrote y balanceando
su diminuta cabezota de lado a lado,
sonrió como dándole
la bienvenida. Como detalle curioso,
no se dedicó a la nefanda tarea
de científico de laboratorio
como lo habia hecho conmigo y con
Micifuz, quien se llevó la
peor parte por darse sus ínfulas
de supergato, para terminar dominado
instantáneamente por el rayo
inefable de monstruito, y caer rendido
a sus pies como un miserable esclavo
remolón.
Con Miguel la cosa
fue a otro precio, hasta me pareció
que mis aliados se conocían
con antelación, porque el perro
solo se atrevió a restregarle
amistosamente su mojada nariz sobre
las antenitas basculantes, casi imperceptibles,
como queriendo asimilar la extraña
energía del neo visitante.
Meneó un par de veces la cola
amistosamente y se echó a los
pies de mi cama sobre la alfombrita
de fieltro donde regularmente dormitaba
en duermevela mi protector mientras
vigilaba cuidadosamente mi sueño.
Así fue el
encuentro de aquellos dos maravillosos
seres; tranquilo, sin aspavientos,
elegante, como el de dos camaradas
que se reúnen por consenso
universal para realizar las tareas
superiores que definirán indefectiblemente
el rumbo de la existencia de sus congéneres.
Y comenzaron a conllevar sus vidas
como si la hubieran venido compartiendo
por largo tiempo.
Ya nunca mas la vida
pudo ser una rutina, la compañía
circunscrita de tantos personajes
espléndidos, no me permitían
la monotonía, mi vida era ahora
una rara mezcla de aventura y suspenso,
sorpresa y devoción, afecto
y creatividad.
El colegio pasó
de ser un calabozo de paso a ser un
sombrero de mago lleno del encanto
de tantos nuevos conocimientos; viajes
inusitados en alfombras volantes sobre
extrañas geografías
y exóticos lugares del presente
y del pasado salidos de las mentes
enciclopédicas de nuestros
preceptores. Toda la magia del saber
disfrutada en toda su extensión
en un ambiente de lúdica camaradería.
Regresábamos
gozosos cada tarde a nuestros hogares
a lubricar el amor de la sagrada familia.
Ahora todos éramos amigos,
aprendimos a compartir hasta lo más
minúsculo que se nos pudiera
ocurrir. Nunca más floreció
la envidia, la discrepancia ni la
violencia, todo nuestro viaje terrenal
era ahora un real espectáculo
de reciprocidad y contento. Los profesores
eran nuestros amigos, nuestros confidentes,
nuestros guardianes, casi nuestros
padres que velaban siempre por nuestro
bienestar y creciente sabiduría.
La escuela era verdaderamente ahora
nuestro segundo hogar.
La profesora Malba
ciertamente hacia honor a su profesión,
sus clases de matemáticas era
mas un reunión de cuenta cuentos
que un frió desfile de números
y formulas, ella si sabia como hacer
para que hasta el mas bruto y despistado
se entusiasmara con la materia que
por siglos ha sido el quebradero de
cabeza de todos los estudiantes del
mundo. En su clase hasta juanito alimaña
que siempre tuvo fama de desaplicado
era lo más parecido a un genio.
El sitio preferido
en que la maestra Malba nos dictaba
la clase era el jardín de la
escuela. En el centro había
una luminosa y cantarina fuente que
lanzaba lamparadas de luz y chorros
de agua al cielo, sobre grama fina
y tupida como una gran alfombra verde
salpicada rosales de todos los colores,
sobre el mullido césped nos
sentábamos a disfrutar los
relatos de la inspirada profesora.
Limitaba el conjunto a su alrededor
una fila perfecta y cuadrada de arbustos
de cerezos donde en la temporada de
cosecha durante las horas del recreo
nos dedicábamos a asaltarlos
llevando a casa los bolsillos llenos
del delicado fruto. En el centro del
jardín había dos columnas
donde la profesora pendía un
pizarrón y donde encontrábamos
escrito siempre al iniciar la clase
“Abre las puertas de tu inspiración”.
Cuando la tarde declinaba en el aire
flotaba un suave perfume de las flores
de los cerezos y las rosas.
Realmente la maestra
tenia tan bien dispuestas las platicas
sobre los interesantes y subyugadores
temas de tal manera, que ni siquiera
nos dábamos cuenta cuando el
añil del fin de la tarde se
convertía en azabache. Las
lámparas continuaban alumbrando
el ambiente sereno al que la fuente
cantaba.
- ¿Están
listos muchachos? -preguntó
la maestra. –
- siiii. - respondimos en coro ansiosos
por conocer el tema que la bella maestra
nos preparaba para cada clase.
Mientras tanto la
profesora sacó de su bolso
de piel una carpeta de color amarillo
intenso donde traía la lección
que había preparado para la
ocasión, cruzo las piernas
sentándose sobre el acostumbrado
almohadón de damasco. Yo me
acomode silenciosamente procurando
ser discreto, y observe a lo lejos
a Miguel Alfonso correteando las mariposas
mientras guig guig se deslizaba raudamente
camino de los peldaños de la
fuente donde acostumbraba observar
detenidamente el desarrollo de la
clase. Tenia la facultad de no ser
visto por nadie y nunca de puso de
mi lado cuando la profesora se dirigió
a mi alguna pregunta, mi pequeño
amiguito no tenia sino que dirigir
las respuestas a mi pensamiento pero
nunca lo hizo. Sin embargo, fuera
de la clase, me mandaba una andanada
de conocimientos desmenuzados, aclarando
las pocas dudas que pudiera tener
cuando se terminaba la clase. Estaba
claro que guig guig no ignoraba nada,
si cerebro pequeñito almacenaba
todo el conocimiento que pudiéramos
imaginar y mucho mas aun que ni siquiera
sospechábamos.
Toda investigación
científica es costumbre que
sea precedida por una oración.
Fue así que la maestra comenzó
la lección: “Nosotros
te adoramos señor, grandioso
creador del universo, e imploramos
tu divina providencia. Condúcenos
por el camino de la verdad, para que
con tu luz sigamos seguros los pasos
por el sendero que nos lleva hacia
ti.”
Terminada la oración
así habló:
Cuando miramos en las noches hacia
el cielo, en las noches límpidas,
sentimos que nuestra inteligencia
es pequeña para concebir las
obras maravillosas de tu creación.
Delante de nuestra mirada sorprendida,
las estrellas son una caravana lumínica
y prodigiosa que desfila por el desierto
insondable del infinito; las nebulosas
inmensas y los planetas giran perfectos
según las leyes eternas por
los abismos del espacio. Una noción
surge, bien nítida e irrefutable,
como un iceberg en el mar, la noción
de “número”.
Vivió hace
muchos años en la Grecia antigua,
cuando ese país era dominado
por el paganismo, un filosofo notable
llamado platón. Consultado
por un discípulo sobre las
fuerzas dominantes de los destinos
del hombre, el gran sabio respondió:
- “Los números gobiernan
el mundo” -.
Realmente es así.
El pensamiento mas simple no puede
ser formulado sin que en él
se involucre, bajo múltiples
aspectos, el concepto fundamental
de Número.
Un campesino que
en medio del campo en sus oraciones
murmura el nombre de Dios. Tiene su
espíritu dominado por un número:
¡La Unidad! Si hay algún
se extraterrenal en otros confines
del universo está evocado por
el mismo sentido de numero: ¡La
Unidad! -Aclaró la maestra-
sin siquiera imaginarse que muy cerca
de ella, casi a sus pies, un pequeñito
ser que vino de las estrellas escuchaba
con detenimiento su plática.
Guig guig guig guig
tronó en mis oídos el
monótono concierto de mi pequeño
amigo. Dirigí la mirada hacia
en peldaño bajo de la escalinata
de la fuente y pude observar en sus
labio diminutos un rictus de felicidad,
que adivinaba como una consecuencia
lógica de las palabras de mi
bonita profesora.
Si Dios es Uno, inmodificable
y eterno. Luego el número "uno"
aparece en el cuadro de nuestra inteligencia
como el símbolo inequívoco
de nuestro creador.
Del número,
chicos!, que es la base de la razón
y del entendimiento, surge la otra
noción de indiscutible importancia:
la noción de “Medida”.
Medir, muchachos,
es comparar. Por lo tanto, solo son
susceptibles de medirse las magnitudes
que admiten un elemento como base
de comparación. -¿Será
posible medir la extensión
del espacio? – De ningún
modo. El espacio es infinito y siendo
así no admite comparación.
¿Será posible medir
la eternidad? – no, no replicamos
todos en coro.
De ninguna manera,
chicos, dentro de las posibilidades
humanas el tiempo es posible de medir,
es decir, es finito. Pero en el calculo
de la eternidad, nuestro tiempo es
efímero y no puede servir de
elemento base de comparación
frente a la eternidad.
En muchos casos,
sin embargo, nos es posible representar
una magnitud que no se adapte a los
sistemas de medida, por otra que pueda
ser evaluada con exactitud. Ese cambio
de magnitudes, tendiente a simplificar
los procesos de medidas, constituye
el objeto principal de una ciencia,
que los hombres denominamos: “Matemática”.
Para alcanzar su
objetivo, precisa la matemática
estudiar, los números, sus
propiedades y transformaciones. En
esa parte ella toma el nombre de:
“Aritmética”.
Conocidos los números,
es posible aplicarlos a la evaluación
de magnitudes que varían, o
que son desconocidas, pero que se
representan expresadas por medio de
relaciones y formulas. Tenemos así
el “Álgebra”. Los
valores que medimos en el campo de
la realidad son representados por
cuerpos materiales o por símbolos;
en cualquier caso, esos cuerpos o
símbolos están dotados
de tres atributos: forma, tamaño
y posición. Es necesario pues
estudiar esos tres atributos y ese
estudio constituye el objeto de la
“Geometría.
Estudia además
la matemática, las leyes que
rigen los movimientos y las fuerzas,
leyes que aparecen en la admirable
ciencia que se denomina:”Mecanica”.
La matemática
pone todos sus recursos al servicio
de una ciencia que eleva el alma y
engrandece al hombre esa ciencia es
la:”Astronomia”.
Dicen algunos de
las ciencias matemáticas, como
si la aritmética, el álgebra
y la geometría fuesen partes
enteramente distintas. No es así,
sin embargo, todas se auxilian mutuamente,
apoyándose las unas a las otras
y en ciertos puntos se mezclan.
Hay una ciencia única:
la matemática, la cual nadie
se puede jactar de conocer, porque
sus conocimientos son, por su naturaleza,
infinitos.
Entre los hombres
que la estudian, hay algunos que mas
se fijan en minucias que en ideas
generales, siendo sin embargo sus
descubrimientos de escasa importancia.
Todos estábamos
admirados y boquiabiertos de las palabras
de la maestra, que hizo una pausa
y nos ordenó ir a la fuente
para tener contacto con el agua y
a los árboles para traerle
una flor pues los árboles se
encontraban por aquellos días
florecidos para así conectarnos
directamente con la naturaleza. Acto
seguido nos hizo tender boca arriba
sobre el césped para observar
las primeras estrellas que estaban
apareciendo en el cielo violáceo
del atardecer de primavera.
Algunos minutos mas
tarde y llenos nuestros espíritus
de la magnificencia de la naturaleza,
la maestra Malba continuo la lección.
Bueno chicos creo
que para que ustedes se lleven una
magnifica expresión de la grandeza
de Dios, del universo y de las matemáticas,
les explicare un portento que no es
por cierto una casualidad y saco de
su mochila un letrero de letras grandes
y rojas donde se leía: “Los
cuatro cuatros”.
Y continuó
diciéndonos: la leyenda que
figura en este letrero me recuerda
una de las maravillas del cálculo.
Podemos formar un numero cualquiera,
empleando solamente cuatro cuatros,
ligados por signos matemáticos.
Y antes que ninguno
pudiéramos interrogarle sobre
los ejemplos, prosiguió.
¿Quieren saber
como se forma el numero “cero”?
– Basta escribir: 44 –
44 = 0 (resta)
Pasemos al “uno”:
44 / 44 = 1 (división)
¿Quieren ver
ahora el numero “dos"?
4 / 4 + 4 / 4 = 2 (2 divisiones y
suma).
El “tres”
es más fácil todavía:
4+4+4 todo dividido por 4 = 3
Observé con
el rabillo del ojo a guig guig que
meneaba asintiendo con la cabezota
entusiamado, y pregunté a la
maestra con timidez - ¿Y como
seria el numero “cuatro”?
Muy fácil
chicos: 4 + (4 - 4 sobre 4) en la
que la segunda expresión vale
cero por lo tanto el resultado es
4.
Formamos el “cinco”
con la siguiente operación:
4 X 4 + 4 todo sobre 4 = 5
El “seis”
será: 4 + 4 todo sobre 4 y
el resultado + 4 = 6
“siete”
lo expresamos de la siguiente forma:
44 / 4 al resultado se le restan 4
= 7
Y de esta manera
simple logramos el “ocho”:
4 + 4+ 4 – 4 = 8
El “nueve"
no deja de ser interesante, niños:
4 + 4 + 4/4 = 9
Y ahora la expresión igual
a “diez” formada por los
4 cuatros es: 44 - 4 todo sobre 4
= 10
La educadora dio
por terminada la clase, y fuimos desfilando
lentamente entre perplejos y alucinados
cada uno para nuestros respectivos
hogares, sorprendidos con la indecible
magia de los números y extasiados
con la belleza mayestática
de la maestra Malba Marina.
No mas salimos a
la explanadilla, nos adentramos semiocultos
en medio del bosquecillo de cerezos
que estaba detrás del patio
de la escuela. Ya Micifuz estaba esperándonos
inquieto, como todas las tardes, detrás
de los matorrales. A una orden impartida
silenciosamente por nuestro enano
invasor que salió disparada
del guante metálico platinado
en forma de un potente rayo láser
de color de rubí, y que produjo
un destello luminoso imperceptible
en la penumbra de la noche nueva,
inmediatamente se fueron achicando
todas nuestras moléculas hasta
hacernos del tamaño de ratones
gato-nautas, listos para montar al
brioso Micifuz, que tan pronto nos
sintió sobre su lomo se lanzó
en rauda carrera sobre los tejados
del vecindario para depositarnos en
segundos por la ventana de la alcoba
sobre mi cama.
¡Y a qué
hora llegó ¡mijito! Que
no lo sentí entrar?. -
vocifero la abuela
al verme descender tranquilamente
por la escalera principal en dirección
de la cocina.
- Verdaderamente
me estoy volviendo loca.-
- Hija por favor
lléveme al doctor, creo que
algo malo me esta pasando, la memoria
me esta fallando. –
-Tranquila abuelita
no es nada, me adelante a responder.
-
- Solo que entramos
por la puerta del patio. Pero no se
preocupe-. Le mentí para tranquilizarla,
dándole un beso en la mejilla
temblorosa.
– Bueno mijito
vamos a la cocina, le prepare el mielmesabe
que tanto le gusta.-
Y nos dirigimos abrazados
hacia la cocina seguidos por mi perro
Miguel.
Cuando me senté
a la mesa ya guig guig se encontraba
orondo y sonriente, apoltronado detrás
del bote de mermelada, mientras Micifuz
se desplazaba melindroso por entre
las piernas de la abuela maullando
por su ración de leche y anchoas
crudas.
Continua...
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