"Güigüig."

Aquella noche no pude volver a conciliar el sueño. Ese ruido infernal de aquella lluvia de miles de cristales rotos me despertó de un sobresalto y entonces ya no pude volver a ajustarme al ritmo de mi somnolencia.

Permanecí inmóvil, atento, con todos los sentidos aguzados, y me arrunché lentamente bajo las frazadas temblando de espanto.

El temor era de lo más extraño, era un miedo apacible y seductor como nunca antes había sentido, creo que hasta de percibirlo me sentí contento.

Fue entonces cuando mis oídos comenzaron a distinguir en medio de aquella placidez un ruidillo débil e intermitente, Güigüig, Güigüig que se deslizaba mansamente recorriendo ágil por entre la habitación. Güigüig, Güigüig y torné a reacomodarme en posición fetal como queriendo volver a sentir un calorcillo húmedo de matriz. Era así como me sentía, con esa paz inmensa y desconocida que embargaba todo mi cuerpo. Estaba invadido por una deliciosa nerviosidad que aterciopelaba mis fibras, recordándome sin sospecharlo los doscientos setenta días de mi lejana gestación en el vientre de mi madre.

Güigüig, Güigüig Aquel zumbido cadencioso terminó por hipnotizarme y me sumí en aquella dulce ofuscación muy parecida al sueño pero en vela.

No me atrevía a revolverme en la cama, por temor a descender de ese estado cataléptico, de aquella nube de ensueño que invadía profundamente mi sustancia.

Continué embelezado por aquel acompasado Güigüig, Güigüig hasta que de pronto comenzó ante mis ojos un espectáculo inenarrable de efectos suaves multicolores que danzaban por el recinto como si asistiera en una celebración con mágico derroche de silenciosos fuegos artificiales. Desfilaba maravilloso ante mis ojos un inusitado kaleidoscopio de luces y colores que nunca, en todos mis años de vida, había presenciado.

Güigüig, Güigüig era la única melodía placentera que jugaba cadenciosa por entre aquella Pléyade de fantásticos matices.

Güigüig, Güigüig, Güigüig sonaba la eufonía dando tumbos empalagosos en mi cerebro, manteniendo viva mi fascinación.

Todo el ambiente transpiraba una diáfana dulcedumbre, cuando del último extremo de la habitación, de lado contrario donde se encuentra ubicada a la puerta del cuarto sanitario,
Comenzó a emerger en espiral una luz clara y penetrante que se fue haciendo cada vez más resplandeciente dejando ver ante mis ojos un pequeño bultito indefinido que se movía como queriendo sacudirse de algunas partículas, que supuse pequeños fragmentos de los cristales que acababan de sacarme de mi profundo sueño.

Aquella figurita frágil y diminuta, que no atiné a esclarecer en mi mente, me inundó de ternura. Parecía un animalito indefenso aterido de frió, pero la bruñida incandescencia de aquellos haces luminosos no me permitía observarlo con claridad. Quise acercarme pero no logré movilizar uno solo de mis músculos y preferí esperar. Güigüig, Güigüig fue entonces cuando pude darme cuenta que aquella iterativa resonancia procedía de aquel pequeño organismo que no lograba de ningún modo definir.

Pensé que se trataba de algún ratoncillo lastimado por un trozo de vidrio despedido por el impacto de la explosión, pero no vi ningún rastro de sangre sobre la carpeta blanca de mi habitación. Además, ¿Qué estaba pasando con aquel concierto de fenómenos iridiscentes alrededor de aquel minúsculo visitante? No, no podía ser un ratón, pues podía distinguir aun en medio de aquellos destellos, que se erguía sobre dos patitas. Entonces imaginé que podía tratarse de algún gnomo, un duendecillo burlón, uno de esos enanitos avejentados de luengas barbas que nos pintan en los cuentos de hadas, y lo creí seguramente por la placidez que colmaba mi lúcido abatimiento.

Cuando el minúsculo visitante comenzó a desplazarse medio atolondrado, la exhibición relumbrante comenzó a tornarse en tintes violetas y azulados, y fue descendiendo lentamente hasta casi la penumbra. El único que mantuvo su luminosidad fue nuestro extraño invitado, que comenzó a dar pasitos diminutos e inseguros hacia mí como en busca de refugio.

Güigüig, Güigüig continuó chillando tiernamente nuestro microscópico protagonista mientras seguía avanzando tambaleante hacia los pies de mi cama.

La diáfana opacidad de las refulgencias, continuaron centelleando en las paredes de mi alcoba mientras el enanito invasor se perdía de mi visión al acercarse. Sentí como si una fuerza inesperada me empujara para dejarme sentado a borde del lecho.

Entonces pude apreciar completa y definidamente el liliputiense espécimen. Era como una especie de bebé diminuto de un color verde claro y resplandeciente, como uno de esos tubos de neón que estamos acostumbrados a ver en las vidrieras de los aparadores.

Tenía como veinticinco centímetros de altura por doce y medio de ancho, la cabeza era ovalada y poderosa, mucho más ancha en la parte superior del cráneo que abajo en la barbilla, de piel lisa, estaba la cabeza coronada con dos pequeñas antenas que se balanceaban sin descanso. Tenia una nariz recta pero corta y una boca gigantesca de labios finos, con los extremos apuntando hacia arriba como destacando una risa desdentada y sempiterna. Su abdomen era rechoncho, las piernas cortas y regordetas. Estaba enfundado el visitante en un traje rutilante de coloración verde más oscura, con unos anillos gruesos como de metal con vivos tricolores a la altura de los bíceps. Sus manos eran grandes, la una era sedosa, terminaba en dos dedos largos, puntiagudos y sin uñas y con el dedo pulgar mucho más corto. La otra era mecánica, de color plateado, tenia cuatro dedos articulados del mismo tamaño, con una especie de reloj digital a la altura de la muñeca. Adornaba el trajecillo un cuello apergaminado, ribeteado como un abanico a la altura de la nuca. Abrazando el estomago lucía un ancho cinturón violeta que apuntaba en una hebilla grande y cuadrada con un jeroglífico en el centro parecido a una letra G. Calzaba el desconocido unos escarpines de cuero azul índigo, lustrosos que dejaban ver dos pares de anillos de tono más claro a la altura de los tobillos.

Güigüig, Güigüig, cuando me agaché, con la cabeza casi dando al suelo, buscando obtener un mejor ángulo de observación, quedé pasmado ante tan insólito personaje. Pude observar una placa metálica en su pecho donde había cuatro botones brillantes también metálicos. Acto seguido, el enano bebé hizo gala de una prodigiosa agilidad pulsando en el mismo instante uno de los botones del pectoral, y comenzó a crecer desmesuradamente haciéndome girar en reversa sobre la cintura hasta quedar completamente tendido boca arriba sobre el camastro. Cuando me recuperé del sorpresivo espasmo, pude ver frente a mí al mismo personaje como diez veces más grande. Había crecido inusitadamente ante mis ojos, tantas veces, hasta dar con su cabeza contra el cielo raso de la alcoba y quedar ligeramente encorvado. Sus ojos rasgados, inmensos y penetrantes, entraron como una espada de fuego en mi interior dejándome paralizado de estupor. Giró un poco más su cabeza sobre su hombro izquierdo en actitud expectante, y me sonrió dulcemente con la tibia candidez de un niño perdido cuando es encontrado.

En la lejana galaxia de Lucentum, un inmenso diminuto racimo de estrellas a millones de años luz de nuestro sistema solar, residía una estrella enana agonizante denominada Xipang. Habitó por miles de años en aquella lejana estrella una civilización ilustrada, tecnológica y humanísticamente, pero como las leyes universales de la existencia son inexorables, llegó el momento supremo de la adversidad, la antesala de la extinción, cuando la civilización pone su cabeza sobre el patíbulo y la parca apresta la segur para dar su ultimo golpe nefasto, el de la muerte.

Pero como la sabiduría y la esperanza son las únicas armas disponibles contra la fatalidad de la vida, Los últimos habitantes de la lejana estrella se dispusieron a jugar la última carta de subsistencia para preservar y prolongar su estirpe en los confines del ignoto universo. Decidieron enviar un óvulo fecundado de lo más preclaro de su raza, para que además de ir gestando durante el prolongado viaje, pudiera un día, a nanos años luz, relacionarse con alguna nueva civilización desconocida y procrear una nueva raza híbrida como testimonio veraz e ineludible de su existencia pacifica.

El germen que se apostó en la carlinga de la nave transgaláctica, estaba exactamente inseminado con todas las características psicosomáticas, intelectuales y espirituales de la más alta pureza que pudiera aportar aquella raza supranatural. Había sido entrenado in vitro sobre las más esclarecidas ideologías de la bondad, la disciplina y la mansedumbre, que fueron durante muchos siglos propiedad indiscutible de tan depurada casta, que los condujo después de muchas batallas interiores al gobierno depurado de la mas alta nobleza de espíritu y generosidad, donde reinó para siempre en aquella diminuta estrella de Xipang, y que ahora, al final de su existencia, enviaban como legado al universo para que se diseminara y estableciera con amor, para beneficio de la vida humana por el ancho y recóndito universo.

Se reunieron los últimos supervivientes de tan depurada raza, en la gran plazoleta de la unificación etérea, para dar el último adiós al embrión trotamundos. No se blandieron pañuelos blancos, ni se derramaron lágrimas de tristeza, como se estila en las razas menos purificadas, sino que se entonaron cánticos de gloria y esperanza con el corazón exaltado. Himnos de jubileo al regocijo de una vida en perfección. Y aquellos humanos que supieron construir con amor el paraíso en su estrella, se fueron adormeciendo para siempre en los inciertos nubarrones de la esperanza.

Güigüig, Güigüig, Güigüig, continuaba el aleteo de aquel sonido monorrítmico hipnotizador invadiendo mi alcoba, mientras aquel gigantesco y extraño bebé me observaba detenidamente con sublime ternura, como intentando penetrar lo más intimo de mi espíritu. Adelanto su mano robótica y me tocó suavemente con un rayo adormecedor que me invadió repentinamente de satisfacción. Sentía en mi alma un gran sosiego, una paz interior se recreaba en mi cuerpo mientras mi mente se fue abriendo claramente para dar paso a una intensa comunicación extrasensorial con aquel ser mágico que había llegado de quien sabe donde.

Comenzó a indagarme sin palabras, solo podía percibir aquella mirada dulce clavada entre mis ojos como una espada de luz. Y fue rescatando todos mis conocimientos, hasta los mas interiormente olvidados, que afloraron a mi mente como si hubieran estado siempre a flor de mi memoria. Después de aquel sutil instantáneo interrogatorio me fui consumiendo como en un jardín de rosas en el más hermoso y fantástico sueño.

Cuando abrí los ojos, ya entrada la media mañana, los suaves rayos de un tibio sol de primavera acariciaban mi rostro. Sobresaltado, de un brinco me puse de pie como impulsado por un resorte imaginario. Recorrí cada centímetro de la habitación en busca del diminuto invasor y no logré notar nada extraño, como no fueran los restos de un cristal roto esparcidos por todas partes del recinto. Metí mi cabeza debajo de la cama, ausculté el closet minuciosamente, esculqué cada bolsillo de los pantalones y las chaquetas, me consumí en los acres aromas de zapatería pensando encontrar algún rastro. Me dirigí entonces por la ruta del cuartito del retrete, y por primera vez me sentí frustrado, traicionado por mis sentidos.

En vista de no hallar ninguna huella ni señal del desconocido visitante entré en sospecha acerca de mi estado mental especulativo. Reflexioné que aquel recuerdo tan claramente vivido y recordado pudiera ser el resultado de alguna rara ensoñación o quizás alguna dulce e insólita pesadilla.

No podía concebir en mi interior que las vivencias de la noche anterior fueran solamente una simple fantasía. Todo había acontecido con una materialidad tan nítida, que aun palpitaba en mi mente, y convulsionaba en los más íntimos resquicios de mi desorientada conciencia. Esa extraña y mansa dulcedumbre no se había evaporado aun completamente de mi espíritu, me sentí desvalido e impotente ante las circunstancias y lloré amargamente con la cabeza clavada entre mis manos, sentado en el tazón del excusado.

Me invadió profundamente la desolación, con la misma intensidad con que había disfrutado el espejismo de aquel amiguito imaginario que extrañaba, como si hiciera muchos años lo hubiera conocido. Solo bastaron aquellos escasos segundos de aquel mudo interrogatorio para extrañarlo como se añora al ser mas querido. Aquel bebecito pigmeo había marcado mi ser como nunca antes nadie lo había hecho. Todo era una sarta de sentimientos encontrados, mezcla de ternura, gozo, sensibilidad, abatimiento, desolación. Cuantos reconcomios entrelazados formando ese sentimiento único, que me hacia sentir el ser mas privilegiado, pero que me hacían derrotado, ausente, solo, y continué llorando a mares desconsoladamente.

Guiguig, guiguig, escuché como un hilo de seda sordamente, y advertí con veracidad como una mano tibia y delicada venia tiernamente a posarse sobre mi cabeza, haciéndome erizar el pelo de pura la felicidad.
Y continué llorando estrepitosamente ahora de alegría.

Guiguig, guiguig y comencé a sentir de nuevo aquella combustión indecible calándome hasta los huesos. Oí en mi interior otra vez esa vocecita insonora, delicada e indescriptible que me consolaba desde el interior de mi propio corazón. Y fue brotando de mí como una esencia melifica y todo poderosa el sosiego que me devolvió de inmediato a aquel paraíso inefable de la noche anterior.
Levanté los ojos bruscamente en busca de mi entrañable desconocido, y fueron a estrellarse con una muralla infinita y penetrante de un par de ojos rasgados, extraordinariamente grandes y azabaches, de tamaño desproporcionado para el volumen de la cabeza.

El cráneo era abultado y portentoso como creemos en nuestro medio que lo poseen los individuos de inteligencia superior. la nariz, diminuta y respingada, donde se notaba la ausencia de necesidad para absorber el preciado y necesario elemento, el oxigeno. Imagine que la nariz era solo un aditamento ornamental, para no desestimar el equilibrio natural de la formalidad de la belleza humanoide. La boca al igual que la imperceptible protuberancia nasal, parecía un instrumento decorativo, era grande y pulposa, curiosamente definida y levantada graciosamente por los extremos, dibujando exactamente el mohín sagrado de una sonrisa eterna y contagiosa. No me atreví siquiera a pensar que pudiera servir de órgano de deglución por carecer absolutamente de dientes, lo que me hizo pensar que nuestro amigo era vegetariano. Pero si era un bebé, eso se notaba a leguas, entonces era más que un hecho valedero que careciera de dientes.

¡Hola! - me atreví a decirle al enanito, - Bienvenido. ¿De donde vienes? ¿Quien eres? ¿Como te llamas? – fueron muchas preguntas sin respuesta. ¡Que tonto soy, pero si es un bebé! No debe hablar siquiera.
Pero… y ese mudo interrogatorio que presentí anoche ¿de donde surgió?
Todo esto me parecía tan agradablemente extraño, pero lo único cierto era que me sentía a mis anchas, más feliz y seguro que de costumbre en la compañía de ese muñequito extravagante, que me miraba sonriente y escrutador. Guiguig, guiguig, guiguig.


De Pronto la puerta de baño se abrió sin previo llamado y apareció mi madre acompañada de mi abuela con aparentes signos de preocupación. Hijo que te pasa ¿porque estas llorando? La abuelita escucho tu llanto y me informo inmediatamente, ¿estás enfermo? Y tocó con el reverso de su mano a la altura de mi frente para indagar sobre si tenia calentura. No, no mamita - respondí sorpresivamente. Estoy bien por el contrario y dirigí la mirada hacia mi enano acompañante, que seguía observándome sonriente sin ningún signo aparente de inquietud ante la intempestiva llegada de mi madre y mi abuelita.

Mira mamá – me atreví a decir. Y señalé con ánimo exaltado a mi madre hacia el lugar donde reposaba el fantástico bebecito, estaba feliz de poder compartir con ellas aquel feliz encuentro. Las dos mujeres giraron su cabeza acompasadamente hacia el lugar que indicaba mi dedo y mi abuelita contestó. ¡Hijo! en verdad que debes estar infectado, es la primera vez que un montón de ropa sucia te causa tanta felicidad, siempre la andas dejando tirada por todas partes. ¿Cuando aprenderás a colocarla dentro del cestillo?

Guiguig, guiguig, Y el muñequito seguía sonriente observándonos calmadamente como tratando de asimilar todas nuestras acciones. ¡Mira mamá! ¡Abuelita! ¿Acaso no lo ven? ¿No escuchan el sonido?

Y mi mama siguió con la perorata de mi posible enfermedad, sin calentura, debía ser algún virus nuevo de esos que están apareciendo en los últimos tiempos, por las vanas costumbres insanas de la sociedad y el atropello al equilibrio natural; vociferó sobre la capa de ozono y otras cosas que no entendí con claridad, y ordenó suplicando a mi abuelita que reservara una visita con el medico de la escuela, porque no era posible que ahora su hijo adorado estuviera alucinando.

Ven mi amor. - me invitó con voz compasiva, baja a tomar el desayuno, mira la hora que es, debes tener mucha hambre, debe ser el delirio del estomago vacío lo que te pone tan feliz con esa ropa sucia y maloliente. La abuela se acercó para recoger los bluyines y las camisetas para colocarlas en el cesto acostumbrado para tales fines.

Salí del baño de la mano de mi madre, desilusionado e incrédulo de lo que estaba sucediendo, no era posible que ellas no pudieran ver ni escuchar a mi amiguito visitante, ¿Seria en verdad que algún virus letal me había atacado? ¿En verdad estaría volviéndome loco?
Bajamos lentamente las escalinatas que conducen a la planta baja, escoltado por mis protectoras, y nos encaminamos directamente a la cocina en medio de los cuchicheos y recomendaciones de la abuela. Me sentaron en la mesita auxiliar del comedor de paso y me apabullaron de quesos con jamón y torta de manzanas, un par de huevos estrellados y un tazón gigante de leche con cereal. ¡Come hijito! para que vuelvas a retomar tus fuerzas; y ya no llores, que todo debió ser una pesadilla pasajera, indicó cariñosamente la abuela y me dio la espalda para dirigirse a su piano de cocina a retocar sus conciertos de donde salían los más elaborados y apetitosos platillos envueltos en una nube de deliciosos olores.

Olvidé por un momento mis agradables angustias ante tan sabrosos elementos, los ácidos de mi estomago comenzaron a estimular un voraz apetito y dirigí toda mi artillería a la insigne faena de acabar con el hambre colosal que había surgido de pronto ante la presencia de tantas exquisiteces de la abuela. Pero cuando me dirigí a tomar el bote de la miel para endulzar el cereal, al asirlo entre mis manos, pude atisbar oculta detrás de la vasijita, una pequeña figurilla risueña que me miraba cariñosamente sobre la mesa meneando acompasadamente su enorme diminuta cabeza. Guiguig, guiguig.

Era como si el indefenso enanito no pudiera resistirse a mi ausencia, desde aquellos primeros instantes nunca más se separó de mí, haciendo mi vida una experiencia asombrosamente alegre y divertida. Cuando me aprestaba a consumir el delicioso desayuno que preparó con tanto miramiento mi abuelita, en ese preciso instante mi gato “Micifuz” apareció de un salto sobre la mesa, encorvando el lomo con talento desafiante, con todos los pelos erizados como de puerco espín y en actitud de tigre de bengala. Comenzó a ronronear dando vueltas lentamente alrededor del intruso visitante. Mi abuela, disgustada y perpleja anta la extraña e inusual actitud de nuestro perezoso e inofensivo gatito, solo se atrevió a dar un salto atrás a manera de defensa. ¿Que le pasa a ese gato entelerido? Parece que todo el mundo se esta volviendo loco en esta casa. – Mientras la abuela se reponía del susto, el tranquilo enanito que no pareció espantarse ni por un momento ante la acometida del terrible Micifuz, haciendo gala de una velocidad fuera de lo común, levantó su manito robótica y dirigiendo su dedo contra la humanidad del atacante felino, despidió un rayo sutil ambarino que lo dejó más manso que un cordero. El gatito indefenso comenzó a maullar consentido como pidiendo misericordia y tirándose patas arriba sobre la mesa empezó a revolcarse en franca actitud de retozo y regodeo. Miau miau, aullaba lastimero haciendo juego a nuestro amiguito.

Ahora si que no entiendo nada, vociferó la abuela. ¡Zape! ¡Zape! Misiringato. Repitió abalanzándose sobre el felino blandiendo el limpión de la cocina. El gato se enderezó aterrorizado y dando un gran salto fue a parar detrás del refrigerador desde donde continuó maullando a grititos sordos y casi inaudibles, buscando hacerle juego a mi amiguito que seguía impasible observando sonriente detrás de la azucarera.

Cuando la abuela observó la avidez con que comencé a devorar el desayuno salió de la cocina, satisfecha aunque algo intranquila por los extraños acontecimientos que se estaban suscitando, para reunirse con mi madre que la llamaba a gritos desde mi habitación. – Mamá por favor, tráeme el recogedor – y la abuela partió disparada a trancos cortos con la escoba y el recogedor.

El gato volvió de nuevo a saltar sobre la mesa y feliz con su lengua húmeda comenzó a relamer al pequeño extraterrestre. Porque así lo suponía, venido de algún planeta lejano de esos que me narraba mi mama cuando mirábamos el cielo en las noches estrelladas del verano. Terminé velozmente con el desayuno, y mientras intentaba acercarme para observar con más claridad a mi nuevo amiguito, vi estupefacto como los platos y cubiertos salían volando por los aires. De los grifos comenzó a brotar el agua, mientras la esponjilla y el jabón hacían solas su trabajo como por arte de magia. Al cabo de unos instantes, toda la cocina estaba resplandeciente de limpieza incluyendo, las paredes, el refrigerador, el piso y hasta los cristales se veían de lo mas relucientes.

El gato disminuyó su tamaño en más del cincuenta por ciento, equiparándose en tamaño al enanito que empezó a auscultarlo casi como lo hacia el doctor cuando lo visitábamos en su consultorio de la escuela, solo que el extranjero no utilizada los aparatos normales sino que todo lo hacia con su mano cibernética. El gatito se veía de lo más encantado con las cosquillitas que le propinaba mi amigo y se retorcía de contento. Cuando la abuela regreso, casi se desmaya al ver el encogido gatito revolcándose sobre la mesa.

¿Qué es lo que está pasando aquí? Grito casi al borde del llanto. Por Dios hijo dime que está pasando. Cómo es que has limpiado toda la cocina, si siempre te ha costado tanto trabajo hasta limpiarte las uñas. Creo que ese virus que te atacó anoche te tiene trastornado. Pero gracias a Dios y ojalá no olvides nunca más el aseo, me repitió enfáticamente sin haberse detenido aun a pensar en el minino. ¡Ay! ¡Ay! Dios mío, pero que le hiciste al gato que hasta lo has encogido, míralo como se revuelca, debiste meterlo en la fregadora de platos ¡ay, ay, ay! y volvió a salir disparada como un rayo a contárselo a mi madre.

Cuando regresaron juntas con cara de pocas amigas, el gato ya estaba de nuevo en su tamaño normal. - Pero mamá creo que también a ti te esta dando el famoso virus, que te tiene viendo alucinaciones. Y dirigiéndose a mí – Muy bien hijito, así me gusta que le ayudes con los quehaceres a la abuela… te has portado como todo un hombre, que no sea esta la última vez. – y salió orgullosa de mi comportamiento mientras la abuela, que iba detrás, caminaba casi dando tumbos, de espaldas, tratando de entender lo que no tenía la más vaga explicación.

Pasadas todas las alucinaciones del fin largo de semana. Recuperado del virus que dictaminaran mi abuela y mi madre, y aunque un poco más aclimatado con el legado celestial que había caído de las estrellas directamente a mi alcoba, me dispuse, la noche del domingo de pascua, por orden de mi madre, a organizar los enseres, los libros y las tareas que debería llevar a la escuela para comenzar la nueva educativa semana. Parecía una rara coincidencia que el enigmático extraterrestre hubiera aterrizado justo la noche de viernes santo. A dos días de su llegada y ante las cósmicas colaboraciones de mi amigo extranatural, ahora era un chico de lo mas juicioso. Hasta la abuela tuvo tiempo para ir a su misa dominical y quedarse parloteando, como nunca antes lo hacia, en el atrio de la iglesia por varias horas con el reverendo y las chismosillas del barrio, acerca del milagro de mi adelantada madurez. No tuvo reparo mi abuela en narrarles con lujo de detalles los pormenores insospechados de mi inenarrable buena conducta. A menos de tres días del consabido milagro, ya era todo un héroe vecinal de la limpieza y el orden. Hasta invitó a la tropa de vecinas a confirmar por cuenta propia las virtudes de su nieto idolatrado.

Revisaron en detalle cada centímetro de la cocina, del traspatio, de la alberca y hasta el cuarto de san alejo fue objeto de su admiración. Nunca antes ningún chico en mil millas a la redonda había podido realizar tamaña proeza. A pesar de sus concienzudas especulaciones, no pudieron desentrañar el misterio que rodeaba tan laudatorio comportamiento. Si supieran que todo era por arte de nuestro nuevo visitante que debía ser maniático del orden y la desinfección. Pero cómo no hacerlo si solo le bastaba levantar un dedo y las cosas bruñían por arte de su desconocida hechicería, que yo no me atrevía a delatar por temor al infarto fulminante de la abuela, y también porque ese pequeño intruso no me había dado todavía la oportunidad de establecer una comunicación más directa y personalizada, a pesar que no se me despegaba ni un centímetro. Pasaba todo en tiempo observándome conjuntamente con el gato que bien pareciera que se había puesto de su parte. Cada vez que escuchaba aquel rechinamiento melindroso, guiguig, guiguig, el gato daba saltos de contento como un orate. Ahora el felino había hecho de mi alcoba su escondite. Creo que los ratones emigraron para siempre de la casa desde que Micifuz dejó de transitar por los tejados vecinos y se tornó manifiestamente sedentario.

Pero nuestro mutuo amigo era casi un ser invisible, por más que lo atisbaba, no lograba encontrar su paradero. Se me escabullía con mayor velocidad que el minino, hasta pensé que era debido al asombroso sortilegio de la evaporación o a la desintegración quántica de sus átomos califragilísticos, vaya yo a saber. El caso era que el enano se disipaba ante mis ojos al menor intento de asalto.

Mientras arreglaba la escarcela en que llevaba los libros a la escuela, pude ver al diminuto entrometido debajo del cancel que semi se escondía debajo de la ventana. Hice como que no lo había visto, concebí todo mi esfuerzo por ignorarlo y me fui acercando haciéndome el desentendido, cuando lo tuve a menos de una brazada, zuazzz, tiré el zarpazo, con tan mala suerte que mi mano se estremeció solitaria por los aires, como si hubiera tratado de agarrar algún espectro invisible. Giré rápidamente la cabeza en busca de mi objetivo y pude advertirlo sonriente debajo de la cama. Me lancé de nuevo a gatas velozmente sobre el blanco, sin lograr nuevamente el cometido.

¡Me rindo! ¡Me rindo! Grité desesperado al sonriente duendecillo, y me tendí en el suelo con la barbilla contra el piso y el rostro justo a la altura de su anatomía. Guiñé un ojo en ademán de camaradería, me quedé quieto como una estatua. Solo atiné a levantar y a bajar el entrecejo febrilmente, nunca supe con que fin. El pequeño balanceaba la abultada cabeza de lado a lado con esa sonrisa perenne que me atormentaba y se fue acercando paulatinamente hasta casi tropezar con la punta de mi nariz. Intenté jugarle otra mala pasada lanzando nuevamente un violento manotazo, pero mis músculos estaban rígidos como de piedra y no pude moverlos ni un solo milímetro. Fue entonces cuando comencé a levitar inesperadamente, sentí como mi cuerpo se levantaba por los aires y volé físicamente hasta ir a aterrizar suavemente sobre el mullido colchón de mi camastro, fue una sensación sobrenatural, nunca antes había sentido nada tan agradable y desconocido desde el día en que mi fallecido abuelo me llevó a las caballerizas del ejército, y galopé raudo sobre las ancas de un jamelgo abrazado a su cintura.

A partir de ese día, mi vida cambio para siempre. Ya nunca pude volver a ser el chico perezoso y altanero que todo el mundo conocía, sino que comencé a aparecer en todos los medios sociales, mi casa, la escuela, la iglesia, el campo deportivo como casi un genio. Nadie podía adivinar como surgió en mi ese cambio radical que me catapultó a la fama y al éxitos. Ahora era el chico mas consentido de la escuela, para mis compañeros era como la copia viva de Harry Potter, para mi maestra un Da Vinci diminuto de nariz pecosa, para mi madre un ángel del cielo, aunque ha decir verdad siempre pensó eso de mi, salvo cuando la hacia rabiar con mis reiteradas necedades. Mi abuela solo se atrevía a mirarme socarronamente como pensando: “Aquí hay gato encerrado”. Y para las niñas de la escuela y las vecinitas del barrio comencé a parecer la resurrección de James Dean. Me coqueteaban descaradamente, mi casa ahora era el centro de atracción de toda la comarca, cada fin de semana muy temprano en la mañana comenzaba un interminable desfile de chiquillas trayendo toda suerte de obsequios y bocadillos tratando de ganar mi pétreo corazón. Yo no estaba listo todavía para esos trotes, toda mi entereza estaba enfilada a desbaratar mis carromatos de juguete y los motores de plástica cohetería de mi colección de aviones, toda mi energía de los últimos días de mi infancia la encausaba en jugar con mi perro labrador y en intentar torcerle el precuezo a “Micifuz”, el gato de la abuela. Las niñas no hacían parte de mi paisaje. Cuando las veía desfilar frente al antejardín de mi casa, me escabullía por la puerta trasera seguido de mi can compañero y me ocultaba en el último rincón del sótano donde la familia guardaba para la posteridad las reliquias mas inverosímiles y destartaladas que habían pertenecido a toda la estirpe. La verdad es que no se como podrían ganar el paso de los siglos cubiertas con el verdín de aquella capa espesa de polvo y excremento de murciélago. De lo que si estaba seguro, ese era mi único refugio inviolable donde nadie se atrevía a entrar, no solo por temor a la oscuridad sino al asalto de las arañas polleras que habían hecho de aquel desván el paraíso de sus networks.

Eureka! Cómo no se me había ocurrido antes, si ese sitio era seguro para mi, debería serlo también para mi nuevo huésped. Oh! Pero que tonto soy, si mi minúsculo amiguito era como transparente para los demás, solo yo podía verlo. Claro, también podían verlo mi inseparable perrote Miguel y el gato de la abuela.

La verdad más cierta es que mi vida era todo un éxito desde la llegada de mi extraño amigo. Todas las cosas se me iban haciendo como por arte de magia. Hasta el perro y el gato jamás volvieron a pelearse, ahora parecían hijos de la misma madre, cuando Miguel se echaba despernancado a descansar, Micifuz muy orondo se arremolinaba en su panza, restregando su pelambre contra la barriga de su peludo hermano, mientras el perro lamía fraternalmente con sumo cariño la cabeza del minino.

Mi madre silbaba de felicidad por los nuevos y positivos cambios suscitados en el seno del hogar. La abuela en cambio, se mostraba incrédula de tanta belleza. Una noche la atisbe a través de la ventana que da al cobertizo del patio, poniendo veladoras al divino niño pidiéndole el milagro de poder esclarecer el intríngulis de tan positivo remezón.

Todo aquel milagro se lo debía a “GUIGUIG” como decidí llamar al pequeño invasor. Aquel diminuto personaje que con su mano metálica y su enigmático zumbido había puesto en orden las razones de mi vida. Nunca antes había conocido en mi vida a alguien tan obseso por el orden, el aseo y la puntualidad. Para él todo debía estar correctamente colocado en su puesto, en un orden milimétrico. Los tendidos de mi cama se hacían prodigiosamente tan pronto sacaba mi adormecido cuerpo de abajo de las sabanas, a la hora exacta de las 7 de la mañana. Entraba al baño empujado por la fuerza de una mano invisible, y mi supuesto amigo desde una esquina de la vidriera donde reposaban los frasquitos del shampoo y las esencias, se encargaba sin tocarme, solo con su miradita perpleja, su risita guasona y su sonido interminable, desde el cepillado automático de mis dientes, ahora no tenia que mover ni un dedo, todo se hacia como por arte de magia, me enjabonaba, secaba y empolvaba como si estuviera en una sala de sauna, donde esperamos que las cosas nos las hagan personas profesionales especializadas para cada efecto.. Terminado cronométricamente el tiempo del aseo y el ejercicio matutino, continuaba con la postura de la ropa y los calcetines que se desdoblaban asombrosamente y venían sobre mi cuerpo como movidos por una incomprensible fuerza milagrosa. Hasta el trazado geométrico perfecto de la raya de mi peinado parecía hecho con una regla de cálculo. Después, un toque de grasa sobre el cabello, una rociada de loción y listo para comenzar el día.

Bajaba al comedor levitando sobre una nube de algodón de azúcar. Envuelto en una embriagadora burbuja de lavanda, mientras mi madre me comía a besos. La abuela impenetrable me lanzaba unas miradas maliciosas, como tratando de comprender de cuando acá tanta eficiencia, mientras yo intentaba sin lograrlo evadir su mirada, poniendo en mis labios la más estúpida de mis sonrisas.

En Miguel reposaban todos mis afectos, era mi más entrañable compañero, había sido en mi corta existencia como un padre para mi, era efectivamente su reemplazo, su herencia.

Cuando mi padre murió siendo yo muy chico, creo que tenia un poco más de cinco años, me cuenta mi madre que mi padre me lo otorgó como herencia, dejándole el encargo supremo de mi cuidado y seguridad. Y Miguel lo había tomado muy seriamente. Tal vez por eso nunca lo vi interesado en cortejar a las perras del vecindario, siempre lo vi tan serio y gallardo paseando a mi lado, que ni cuando las perras más osadas, que no resistían su belleza canina, su musculatura ciclópea y su sedosa pelambre de color del heno, se acercaban para olerle el trasero, él con mucha perrerosidad, por no decir caballerosidad, se hacia a un lado bajando la cola y resumiéndola entre sus cuartos traseros.

Miguel era lo mas parecido a un ser humano, y mil veces mejor que muchos. Nunca descuidó su tarea de mi seguridad. Iba a acompañarme a la escuela todos los días. Mientras estaba en la clase, se echaba taciturno y vigilante en la puerta del refectorio. Ya todos los conocían, era un perro brillante, generoso y servicial. Los maestros de la escuela lo mandaban por encargos a la tienda de don Temístocles Arteta y nunca les falló en sus encomiendas ni se le extravió un solo centavo del cambio, el profesor de matemáticas se ufanaba de haberle enseñado a Miguel todo lo que sabía. Jugaba a la pelota con nosotros en los recreos y nos cuidaba de los extraños. Cuando algún desconocido intentaba acercarse motivado por algún fin, tenia que solicitar permiso primero a Miguel o si no tenia que vérselas con una fiera dispuesta a dar su vida por sus amigos y en especial por mi.

Nunca nadie supo donde aprendió tantas cosas de la vida el buenazo de Miguel, creo que debió ser el primero en conocer a GUIGUIG años atrás, porque nunca vi un can más fundamentado que Miguel. Cuando la hermanita de mi compañero Tarcisio se extravió en el parque de atracciones, solo bastó una prenda de Juanita y unos cuantos minutos para que Miguel regresara con ella para alegría de todos. Nunca recibía alimento como no fuera de la mano de mi abuela o de la mía, aunque si hubiera sido solo de la mía, creo que hubiera pasado muchas hambres.
Dormía al lado de mi cama sobre el tapete de pies, después de acomodar cada noche mi reguero de zapatos. Entraba al baño como una persona más de la casa haciendo sus necesidades en el retrete, acomodaba sus patas como un malabarista en el bizcocho de la taza y bajaba con el hocico la canilla del agua.

Miguel era colosal, el mejor gimnasta que he conocido, aunque solo realizaba sus proezas en los casos de necesidad extrema, cuando tenia que salvar cualquier obstáculo para proteger algún indefenso. Cierto día que me atacó un oso mielero que llegó a nuestro patio atraído por las golosinas que fabricaba la abuela, nada pudo contra la valentía de mi héroe, de mi amigo peludo que a puros tarascazos se enfrentó al gigante y lo batió en retirada aunque salio mal herido. Tuvo que pasar varias semanas al cuidado y desvelo de mi abuela. Que tuvo que atarlo, porque cada mañana cuando era la hora de salir para la escuela, intentaba erguirse tambaleante para cumplir con el compromiso que había adquirido con mi padre moribundo. Ese era Miguel Alfonso, mi inseparable amigo, mi padre de cuatro patas, mi protector del alma.

Cuando Guiguig llegó a nuestras vidas, el único que no participó en los actos de iniciación a mi suprema transformación, fue Miguel Alfonso. Como yo me encontraba inoculado de aquel extraño virus al que mi abuela hizo responsable de tan pasmosa metamorfosis por todos conocida, mi madre se llevó al obediente pastor al apartamento de la Tita a realizar la loable tarea la de tirar de su silla de ruedas, como si fuera un trineo, para darle el paseo dominical al que mi madre la tenia acostumbrada.

La Tita desde hacia algunos años venia sufriendo de una artrosis reumática que la postró prácticamente a la cama a perpetuidad. Al principio, la viejita se daba mañas para llegar hasta la cocina, el lugar que fue su refugio durante casi toda su vida, donde preparaba los más suculentos suflés celestiales que tenga memoria toda la familia desde hacia varias generaciones.

La Tita se acercaba ya a los 90 años, 88 para ser completamente exactos. Y ahora ya no podía la tía abuela ni siquiera levantarse erguida sobre sus piernas, como no fuera asida por los brazos amorosos de su hermana. Así que mi madre se daba a la tarea cada fin de semana de visitar a quien fue como una madre verdadera para con todos nosotros. En verdad la Tita era un ser excepcional. Hacia maravillas y milagros prodigiosos con esa dulzura y generosidad que la caracterizaron durante toda la vida. Creo que solo ella en este planeta superaba en portentos al extraño diminuto invasor, que con todo y guante milagrosos no lograba competir en lo mas mínimo con las maravillas de la santa viejecita. Es que la Tita tampoco era de este mundo, creo que como Guiguig debió escaparse de algún cielo tranquilo y bondadoso para venir a darnos tanto amor.

Fue por ese motivo que Miguel Alfonso no se encontraba en casa cuando el enano extranjero hizo su debut en nuestras vidas para cambiarlo todo. Mi fiel amigo no se hacia esperar cuando se trataba de ir a la casa de la Tita para llevarla a asolearse en los prados de los derredores del conjunto residencial donde habitaba "Imelda" como era su nombre pila.

Pero cuando Miguel regresó, nada había cambiado para él. Era como si supiera de antemano que el risueño diminuto tenia que aparecer en nuestro vecindario. Tampoco Guiguig aparentó ninguna sorpresa ante la presencia del nuevo acompañante. Cuando Guiguig lo vio acercarse pausadamente meneando su frondosa cola hacia los pies de mi cama, inmediatamente el enanito le salió al encuentro, se detuvo frente al perrote y balanceando su diminuta cabezota de lado a lado, sonrió como dándole la bienvenida. Como detalle curioso, no se dedicó a la nefanda tarea de científico de laboratorio como lo habia hecho conmigo y con Micifuz, quien se llevó la peor parte por darse sus ínfulas de supergato, para terminar dominado instantáneamente por el rayo inefable de monstruito, y caer rendido a sus pies como un miserable esclavo remolón.

Con Miguel la cosa fue a otro precio, hasta me pareció que mis aliados se conocían con antelación, porque el perro solo se atrevió a restregarle amistosamente su mojada nariz sobre las antenitas basculantes, casi imperceptibles, como queriendo asimilar la extraña energía del neo visitante. Meneó un par de veces la cola amistosamente y se echó a los pies de mi cama sobre la alfombrita de fieltro donde regularmente dormitaba en duermevela mi protector mientras vigilaba cuidadosamente mi sueño.

Así fue el encuentro de aquellos dos maravillosos seres; tranquilo, sin aspavientos, elegante, como el de dos camaradas que se reúnen por consenso universal para realizar las tareas superiores que definirán indefectiblemente el rumbo de la existencia de sus congéneres. Y comenzaron a conllevar sus vidas como si la hubieran venido compartiendo por largo tiempo.

Ya nunca mas la vida pudo ser una rutina, la compañía circunscrita de tantos personajes espléndidos, no me permitían la monotonía, mi vida era ahora una rara mezcla de aventura y suspenso, sorpresa y devoción, afecto y creatividad.

El colegio pasó de ser un calabozo de paso a ser un sombrero de mago lleno del encanto de tantos nuevos conocimientos; viajes inusitados en alfombras volantes sobre extrañas geografías y exóticos lugares del presente y del pasado salidos de las mentes enciclopédicas de nuestros preceptores. Toda la magia del saber disfrutada en toda su extensión en un ambiente de lúdica camaradería.

Regresábamos gozosos cada tarde a nuestros hogares a lubricar el amor de la sagrada familia. Ahora todos éramos amigos, aprendimos a compartir hasta lo más minúsculo que se nos pudiera ocurrir. Nunca más floreció la envidia, la discrepancia ni la violencia, todo nuestro viaje terrenal era ahora un real espectáculo de reciprocidad y contento. Los profesores eran nuestros amigos, nuestros confidentes, nuestros guardianes, casi nuestros padres que velaban siempre por nuestro bienestar y creciente sabiduría. La escuela era verdaderamente ahora nuestro segundo hogar.

La profesora Malba ciertamente hacia honor a su profesión, sus clases de matemáticas era mas un reunión de cuenta cuentos que un frió desfile de números y formulas, ella si sabia como hacer para que hasta el mas bruto y despistado se entusiasmara con la materia que por siglos ha sido el quebradero de cabeza de todos los estudiantes del mundo. En su clase hasta juanito alimaña que siempre tuvo fama de desaplicado era lo más parecido a un genio.

El sitio preferido en que la maestra Malba nos dictaba la clase era el jardín de la escuela. En el centro había una luminosa y cantarina fuente que lanzaba lamparadas de luz y chorros de agua al cielo, sobre grama fina y tupida como una gran alfombra verde salpicada rosales de todos los colores, sobre el mullido césped nos sentábamos a disfrutar los relatos de la inspirada profesora. Limitaba el conjunto a su alrededor una fila perfecta y cuadrada de arbustos de cerezos donde en la temporada de cosecha durante las horas del recreo nos dedicábamos a asaltarlos llevando a casa los bolsillos llenos del delicado fruto. En el centro del jardín había dos columnas donde la profesora pendía un pizarrón y donde encontrábamos escrito siempre al iniciar la clase “Abre las puertas de tu inspiración”. Cuando la tarde declinaba en el aire flotaba un suave perfume de las flores de los cerezos y las rosas.

Realmente la maestra tenia tan bien dispuestas las platicas sobre los interesantes y subyugadores temas de tal manera, que ni siquiera nos dábamos cuenta cuando el añil del fin de la tarde se convertía en azabache. Las lámparas continuaban alumbrando el ambiente sereno al que la fuente cantaba.

- ¿Están listos muchachos? -preguntó la maestra. –
- siiii. - respondimos en coro ansiosos por conocer el tema que la bella maestra nos preparaba para cada clase.

Mientras tanto la profesora sacó de su bolso de piel una carpeta de color amarillo intenso donde traía la lección que había preparado para la ocasión, cruzo las piernas sentándose sobre el acostumbrado almohadón de damasco. Yo me acomode silenciosamente procurando ser discreto, y observe a lo lejos a Miguel Alfonso correteando las mariposas mientras guig guig se deslizaba raudamente camino de los peldaños de la fuente donde acostumbraba observar detenidamente el desarrollo de la clase. Tenia la facultad de no ser visto por nadie y nunca de puso de mi lado cuando la profesora se dirigió a mi alguna pregunta, mi pequeño amiguito no tenia sino que dirigir las respuestas a mi pensamiento pero nunca lo hizo. Sin embargo, fuera de la clase, me mandaba una andanada de conocimientos desmenuzados, aclarando las pocas dudas que pudiera tener cuando se terminaba la clase. Estaba claro que guig guig no ignoraba nada, si cerebro pequeñito almacenaba todo el conocimiento que pudiéramos imaginar y mucho mas aun que ni siquiera sospechábamos.

Toda investigación científica es costumbre que sea precedida por una oración. Fue así que la maestra comenzó la lección: “Nosotros te adoramos señor, grandioso creador del universo, e imploramos tu divina providencia. Condúcenos por el camino de la verdad, para que con tu luz sigamos seguros los pasos por el sendero que nos lleva hacia ti.”

Terminada la oración así habló:
Cuando miramos en las noches hacia el cielo, en las noches límpidas, sentimos que nuestra inteligencia es pequeña para concebir las obras maravillosas de tu creación. Delante de nuestra mirada sorprendida, las estrellas son una caravana lumínica y prodigiosa que desfila por el desierto insondable del infinito; las nebulosas inmensas y los planetas giran perfectos según las leyes eternas por los abismos del espacio. Una noción surge, bien nítida e irrefutable, como un iceberg en el mar, la noción de “número”.

Vivió hace muchos años en la Grecia antigua, cuando ese país era dominado por el paganismo, un filosofo notable llamado platón. Consultado por un discípulo sobre las fuerzas dominantes de los destinos del hombre, el gran sabio respondió: - “Los números gobiernan el mundo” -.

Realmente es así. El pensamiento mas simple no puede ser formulado sin que en él se involucre, bajo múltiples aspectos, el concepto fundamental de Número.

Un campesino que en medio del campo en sus oraciones murmura el nombre de Dios. Tiene su espíritu dominado por un número: ¡La Unidad! Si hay algún se extraterrenal en otros confines del universo está evocado por el mismo sentido de numero: ¡La Unidad! -Aclaró la maestra- sin siquiera imaginarse que muy cerca de ella, casi a sus pies, un pequeñito ser que vino de las estrellas escuchaba con detenimiento su plática.

Guig guig guig guig tronó en mis oídos el monótono concierto de mi pequeño amigo. Dirigí la mirada hacia en peldaño bajo de la escalinata de la fuente y pude observar en sus labio diminutos un rictus de felicidad, que adivinaba como una consecuencia lógica de las palabras de mi bonita profesora.

Si Dios es Uno, inmodificable y eterno. Luego el número "uno" aparece en el cuadro de nuestra inteligencia como el símbolo inequívoco de nuestro creador.

Del número, chicos!, que es la base de la razón y del entendimiento, surge la otra noción de indiscutible importancia: la noción de “Medida”.

Medir, muchachos, es comparar. Por lo tanto, solo son susceptibles de medirse las magnitudes que admiten un elemento como base de comparación. -¿Será posible medir la extensión del espacio? – De ningún modo. El espacio es infinito y siendo así no admite comparación. ¿Será posible medir la eternidad? – no, no replicamos todos en coro.

De ninguna manera, chicos, dentro de las posibilidades humanas el tiempo es posible de medir, es decir, es finito. Pero en el calculo de la eternidad, nuestro tiempo es efímero y no puede servir de elemento base de comparación frente a la eternidad.

En muchos casos, sin embargo, nos es posible representar una magnitud que no se adapte a los sistemas de medida, por otra que pueda ser evaluada con exactitud. Ese cambio de magnitudes, tendiente a simplificar los procesos de medidas, constituye el objeto principal de una ciencia, que los hombres denominamos: “Matemática”.

Para alcanzar su objetivo, precisa la matemática estudiar, los números, sus propiedades y transformaciones. En esa parte ella toma el nombre de: “Aritmética”.

Conocidos los números, es posible aplicarlos a la evaluación de magnitudes que varían, o que son desconocidas, pero que se representan expresadas por medio de relaciones y formulas. Tenemos así el “Álgebra”. Los valores que medimos en el campo de la realidad son representados por cuerpos materiales o por símbolos; en cualquier caso, esos cuerpos o símbolos están dotados de tres atributos: forma, tamaño y posición. Es necesario pues estudiar esos tres atributos y ese estudio constituye el objeto de la “Geometría.

Estudia además la matemática, las leyes que rigen los movimientos y las fuerzas, leyes que aparecen en la admirable ciencia que se denomina:”Mecanica”.

La matemática pone todos sus recursos al servicio de una ciencia que eleva el alma y engrandece al hombre esa ciencia es la:”Astronomia”.

Dicen algunos de las ciencias matemáticas, como si la aritmética, el álgebra y la geometría fuesen partes enteramente distintas. No es así, sin embargo, todas se auxilian mutuamente, apoyándose las unas a las otras y en ciertos puntos se mezclan.

Hay una ciencia única: la matemática, la cual nadie se puede jactar de conocer, porque sus conocimientos son, por su naturaleza, infinitos.

Entre los hombres que la estudian, hay algunos que mas se fijan en minucias que en ideas generales, siendo sin embargo sus descubrimientos de escasa importancia.

Todos estábamos admirados y boquiabiertos de las palabras de la maestra, que hizo una pausa y nos ordenó ir a la fuente para tener contacto con el agua y a los árboles para traerle una flor pues los árboles se encontraban por aquellos días florecidos para así conectarnos directamente con la naturaleza. Acto seguido nos hizo tender boca arriba sobre el césped para observar las primeras estrellas que estaban apareciendo en el cielo violáceo del atardecer de primavera.

Algunos minutos mas tarde y llenos nuestros espíritus de la magnificencia de la naturaleza, la maestra Malba continuo la lección.

Bueno chicos creo que para que ustedes se lleven una magnifica expresión de la grandeza de Dios, del universo y de las matemáticas, les explicare un portento que no es por cierto una casualidad y saco de su mochila un letrero de letras grandes y rojas donde se leía: “Los cuatro cuatros”.

Y continuó diciéndonos: la leyenda que figura en este letrero me recuerda una de las maravillas del cálculo. Podemos formar un numero cualquiera, empleando solamente cuatro cuatros, ligados por signos matemáticos.

Y antes que ninguno pudiéramos interrogarle sobre los ejemplos, prosiguió.

¿Quieren saber como se forma el numero “cero”? – Basta escribir: 44 – 44 = 0 (resta)

Pasemos al “uno”: 44 / 44 = 1 (división)

¿Quieren ver ahora el numero “dos"? 4 / 4 + 4 / 4 = 2 (2 divisiones y suma).

El “tres” es más fácil todavía: 4+4+4 todo dividido por 4 = 3

Observé con el rabillo del ojo a guig guig que meneaba asintiendo con la cabezota entusiamado, y pregunté a la maestra con timidez - ¿Y como seria el numero “cuatro”?

Muy fácil chicos: 4 + (4 - 4 sobre 4) en la que la segunda expresión vale cero por lo tanto el resultado es 4.

Formamos el “cinco” con la siguiente operación: 4 X 4 + 4 todo sobre 4 = 5

El “seis” será: 4 + 4 todo sobre 4 y el resultado + 4 = 6

“siete” lo expresamos de la siguiente forma: 44 / 4 al resultado se le restan 4 = 7

Y de esta manera simple logramos el “ocho”: 4 + 4+ 4 – 4 = 8

El “nueve" no deja de ser interesante, niños: 4 + 4 + 4/4 = 9


Y ahora la expresión igual a “diez” formada por los 4 cuatros es: 44 - 4 todo sobre 4 = 10

La educadora dio por terminada la clase, y fuimos desfilando lentamente entre perplejos y alucinados cada uno para nuestros respectivos hogares, sorprendidos con la indecible magia de los números y extasiados con la belleza mayestática de la maestra Malba Marina.

No mas salimos a la explanadilla, nos adentramos semiocultos en medio del bosquecillo de cerezos que estaba detrás del patio de la escuela. Ya Micifuz estaba esperándonos inquieto, como todas las tardes, detrás de los matorrales. A una orden impartida silenciosamente por nuestro enano invasor que salió disparada del guante metálico platinado en forma de un potente rayo láser de color de rubí, y que produjo un destello luminoso imperceptible en la penumbra de la noche nueva, inmediatamente se fueron achicando todas nuestras moléculas hasta hacernos del tamaño de ratones gato-nautas, listos para montar al brioso Micifuz, que tan pronto nos sintió sobre su lomo se lanzó en rauda carrera sobre los tejados del vecindario para depositarnos en segundos por la ventana de la alcoba sobre mi cama.

¡Y a qué hora llegó ¡mijito! Que no lo sentí entrar?. -

vocifero la abuela al verme descender tranquilamente por la escalera principal en dirección de la cocina.

- Verdaderamente me estoy volviendo loca.-

- Hija por favor lléveme al doctor, creo que algo malo me esta pasando, la memoria me esta fallando. –

-Tranquila abuelita no es nada, me adelante a responder. -

- Solo que entramos por la puerta del patio. Pero no se preocupe-. Le mentí para tranquilizarla, dándole un beso en la mejilla temblorosa.

– Bueno mijito vamos a la cocina, le prepare el mielmesabe que tanto le gusta.-

Y nos dirigimos abrazados hacia la cocina seguidos por mi perro Miguel.

Cuando me senté a la mesa ya guig guig se encontraba orondo y sonriente, apoltronado detrás del bote de mermelada, mientras Micifuz se desplazaba melindroso por entre las piernas de la abuela maullando por su ración de leche y anchoas crudas.

Continua...

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