Una respuesta al artículo Roberto Laserna publicado la anterior semana en PULSO.

Sobre revoluciones y fracasos


Pablo Stefanoni

“Haced, señores, las reformas
por vosotros mismos
si no queréis que el pueblo
haga revoluciones a su modo”
 (Manuel Isidoro Belzu)

 

Un libro “casi secreto” de los historiadores Herbert S. Klein y Jonathan Kelley es la excusa del sociólogo Roberto Laserna para ensayar una ambiciosa refutación a la idea misma de revolución, cuyo fracaso en término de igualdad social estaría inscripto en su ADN. “Las revoluciones, impulsadas por la lucha contra la desigualdad, están condenadas al fracaso”, dice la primera frase-resumen de su tesis (PULSO, número 513). Pero antes de evaluar la perspectiva con la que Laserna intenta combatir a la revolución –frente a formas “más gradualistas y menos traumáticas” de reducir las desigualdades– vale la pena preguntarnos: ¿es posible hablar de las revoluciones a secas, englobando reductivamente una serie de complejas convulsiones políticas y sociales, culturas políticas disímiles, y diversas formas de institucionalización posterior en diferentes tiempos y regiones del mundo? O, quizás más importante aún, ¿es verdad que las revoluciones –al menos las más importantes de los últimos tres siglos– se propusieron la “igualdad” como objetivo central?, Y si esto fue así, ¿esta idea de igualdad se limita a la visión economicista de Laserna?1

Una vía alternativa de interpretación nos lleva a leer a las revoluciones no como búsqueda de la “igualdad” –al menos no solamente como la igualdad económica que tanto quita el sueño a los liberales, como amenaza a la libertad– sino como luchas por la emancipación; un concepto más amplio –que permite incorporar dimensiones subjetivas y simbólicas– y que, además, deja visualizar a la acción revolucionaria no como una batalla ideológica tout court sino como luchas populares articuladas en torno al combate a opresiones concretas, cuyas metas han sido subsumidas, a menudo en el propio campo de batalla, en ideologías (doctrinas) más precisas en términos de diseño de un nuevo orden socio-estatal; casi siempre en el marco de una tensión –que es clave en la revolución rusa– entre igualdad y progreso. Y esa tensión merece una discusión profunda, que se reactualiza hoy en el marco de los nuevos procesos nacional-populares en marcha.

La conceptualización del marxismo como “ideología de la igualdad” a secas es un reduccionismo que no resiste el análisis de ninguna de las revoluciones realmente existentes, menos aún en el llamado Tercer Mundo. Como señala la historiadora Sheila Fitzpatrick –referente en la historiografía de la era soviética– “el marxismo en Rusia, como en China, India y otros países en desarrollo, tenía un significado muy distinto del que se le daba en los países industrializados de Europa occidental. Era una ideología de la modernización además de una ideología de la revolución (y de la igualdad)”. “Los marxistas rusos admiraban el mundo moderno, industrial, urbano y les desagradaba el atraso de la Rusia rural”. Y si Lenin escogió al marxismo y no al populismo fue, justamente, porque estaba del lado de los modernizadores frente a la defensa de la vida rural –como forma de igualitarismo comunitario superior a los valores modernos occidentales– de los populistas. Las historias de vida que recoge el voluminoso libro de Orlando Figes –La revolución rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo– sobre migrantes campesinos que abrazan al marxismo como forma de dejar atrás “los íconos y las cucarachas” confirman esa aseveración. No casualmente, la Revolución de Febrero se dio contra un Zar que prefería la vida tradicional de Moscú –desde donde buscó reeditar la unión mística entre el Zar y el pueblo ortodoxo– al magma cosmopolita de San Petersburgo, ciudad a la que depreciaba. Y a la luz de este horizonte modernizador, que incluyó auténticos delirios tayloristas de construcción de obreros-máquinas y el uso masivo de trabajo forzado, es que la revolución rusa, ya en su etapa post revolucionaria estalinista y post estalinista, se legitimó a sí misma. Por ello, recuerda Fitzpatrick, “las gigantescas chimeneas que atestan en paisaje de la ex Unión Soviética como un rebaño de dinosaurios contaminantes fueron, en su momento, el cumplimiento de un sueño revolucionario”; por no hablar de la carrera espacial. Es decir, el socialismo compitió con el liberalismo –y la izquierda lo vuelve a hacer hoy bajo un ropaje más nacional-popular– como ideología de la modernización, además de ideología de la “igualdad”. Pero fue justamente la idea de industrialización a cualquier precio la que subordinó en gran medida la búsqueda de igualdad –y de las perspectivas emancipatorias- y justificó “ideológicamente” la jerarquización y el conservadurismo político-social que sobrevino durante el estalinismo.

Y mucho de esto vale para la revolución china, por la que incluso chinos de Estados Unidos muestran su orgullo por haber hecho del Reino del Medio una respetada potencia mundial. Todo lo cual ya introduce varias complejidades a la hora de evaluar los éxitos y fracasos de las revoluciones, que la visión estrecha del texto –escrito para cuestionar al actual gobierno– no deja emerger. En otros casos, como Cuba o Corea del Norte, el “estancamiento como sacrificio necesario” no se impone tanto en función de la igualdad como en nombre de la preservación de la “independencia nacional”.

Con todo, en la revolución rusa, como otras, la idea de igualdad era, como señalamos, mucho más amplia que la “estadística”: la emancipación de los campesinos que acababan de salir formalmente de la servidumbre y de los judíos obligados a vivir en “zonas de residencia” o la liberación de las nacionalidades oprimidas por Rusia… y si estas reformas no se lograron por la vía pacífica fue, como es sabido, porque los socialistas (mencheviques) aliados a los liberales se negaron a realizarlas y abrieron paso al consabido crecimiento del minoritario Partido Bolchevique.

Y no fue muy distinto el necio papel de la rosca en Bolivia ante las demandas de democratización y construcción de un Estado más allá de las minas y las haciendas de los barones de entonces. Es cierto que el voto universal y la ampliación de los derechos ciudadanos no requiere per se una revolución, a excepción en todo caso de Bolivia, donde el régimen oligárquico se negó a entregar el poder a quienes habían obtenido la victoria en las urnas bajo las reglas restrictivas impuestas por el propio régimen. Pero, paradójicamente, Laserna comparte con ciertos marxistas dogmáticos el atractivo por “macroconceptosahistóricos y atemporales en busca de leyes generales de la historia. Y llega más lejos: utiliza estadísticas referidas a la Bolivia del 52 para explicar el fracaso de la revolución.

Desde el principio del artículo, para combatir los fines igualitaristas, el autor se empeña en subsumir al nacionalismo revolucionario en la mencionada categoría de ideología de la igualdad cuando su objetivo fue, justamente, desarrollar a un país que el liberalismo autoritario de entonces mantenía como enclave minero. Y lo que el autor atribuye a un efecto “no deseado” en la primera parte y a una “motivación más profunda pero no siempre explícita” de las revoluciones en la segunda fue absolutamente explícito en la revolución del 52 –y de otros movimientos nacional-populares latinoamericanos–: abrir espacio a la movilidad social (entendida paralelamente en términos de democratización efectiva de la sociedad) trabada por regímenes de castas como el que predominaba en la Bolivia prerrevolucionaria, y de ningún modo se promovió un igualitarismo “comunista”. En todo caso al 52 hay que juzgarlo en una doble dimensión: si contribuyó a la emancipación y si desarrolló el país.

Y más allá del fracaso económico –que en todo caso no fue nuevo en la historia nacional, aunque el autor se esfuerce en mostrar buenos resultados del periodo neoliberal– resulta pueril descartar las conquistas efectivas de la revolución, como el fin de la hacienda, la educación rural, la recuperación de la identidad mestiza y plebeya del país –frente a las teorías de la superioridad de las razas– y la creación de una autoestima nacional (incluyendo el intento de construir un pasado mítico mediante el rescate arqueológico de Tiwanaku), en nombre de una estrecha mirada economicista que aporta poco en la comprensión del cambio político y social.
Es evidente que todas las revoluciones dieron lugar a nuevas élites (algunas, como la del 52, promovían esto abiertamente), y no es menos cierto que la inercia de la vieja sociedad se impuso a menudo sobre las utopías de los revolucionarios, o que las derivas totalitarias contrarrestaron los deseos liberadores inscritos en esas gestas; pero meter en la misma bolsa a la revolución rusa, vietnamita, boliviana o cubana –y a socialismos sin revolución como los europeos orientales– no contribuye demasiado, a no ser al intento de cancelar la política y encorsetarla en una gestión tecnocrática del Estado sin desbordes ni ideologías, a no ser un liberalismo sin pasión, que tiene para ofrecer como ejemplos de “movilidad social” a Bill Gates y otros “miembros de la élite mundial”. Además de dejar de lado la compleja influencia de las revoluciones o las amenazas de ellas en los procesos reformistas de los países occidentales temerosos de la “expansión del comunismo”. Es decir, se trata de reinstalar a las reformas en contexto de relaciones de fuerza sociales y políticas y no simplemente en una suerte de guerra de ideologías y de opciones “racionales” por algunas de ellas en detrimento de otras.

Sin duda, la vuelta acrítica al capitalismo de Estado no parece la vía más adecuada para avanzar en la “utopía reflexiva” de construir una sociedad más justa y próspera. Es necesario combinar la ampliación de la democracia con una buena gestión de la economía con una visión de largo, o al menos mediano plazo, construir instituciones y apostar a la educación como motor de ciudadanización efectiva. Pero esto se vuelve una utopía irreflexiva si esperamos lograrlo con la mezcla de apertura económica y una no menos ilusoria apuesta a que el derrame del crecimiento nos lleve por el camino de mayores niveles de justicia social. “Una desigualdad es injusta solamente cuando es impuesta y resulta insuperable”, dice el texto, omitiendo que sin la construcción de “soportes sociales de existencia”, garantizados por el Estado, esa desigualdad es (casi) siempre impuesta y a menudo insuperable para millones de personas. No parece casual que –como otros intelectuales liberales– Laserna hable de “instituciones” cuidándose de hablar del Estado, lo que remite a lo que Boaventura De Sousa llamó Estado metarregulador de los 90.

A la luz de la historia, el reformismo social fue superior a las revoluciones para conseguir el desarrollo de las sociedades, pero el problema es que la propuesta de Laserna está lejos de ubicarse en el campo reformista –que conlleva cuestionamientos al statu quo-, no se trata de la vieja discusión entre reforma y revolución: su rodeo es para proponernos una vuelta a la “revolución” conservadora (perdón por la palabra) que prometía progreso y libertad de la mano de la ampliación de los mercados y dejó en América Latina un páramo político, social, cultural… e institucional.

1 Este artículo polemiza con el publicado en Pulso por Roberto Laserna, no con el libro citado, que el autor usó como base de sus reflexiones.

 

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