EL INEVITABLE FRACASO DE LA REVOLUCIÓN
Roberto Laserna
Las revoluciones, impulsadas por la lucha contra la desigualdad, están
condenadas al fracaso. No importa cuán radical sea la
redistribución de riquezas que ellas logren ni cuánta violencia
ejerzan para prevenir la acumulación, la desigualdad vuelve a nacer
desde su propio núcleo. La igualación de las revoluciones tiene
apenas una corta duración.
El
único éxito de largo plazo de las revoluciones es no
intencionado, y consiste en abrir espacios para la movilidad social.
Lamentablemente, el costo que imponen a las sociedades es mucho más alto
que los procesos graduales de cambio social y económico que
acompañan al desarrollo en democracia. Éstos permiten evitar la
confusión entre desigualdad e injusticia, y generan una equidad
más sólida y duradera.
El
secreto de Herbert Klein
La primera
de las afirmaciones anteriores está sustentada en un libro publicado en
1981 con el título: La revolución y el renacimiento de la
desigualdad.
Por
supuesto, es uno entre millones de libros y esto explica que pasara
desapercibido frente a la avalancha de títulos que promueven la tesis
contraria. Pero este libro tiene dos aspectos relevantes que hacen
injustificable su omisión, por lo menos entre los bolivianos.
El primer
aspecto es que exponen una teoría y la demuestran empíricamente,
lo que le da validez universal y lo pone por encima de los millones de
títulos alentados por la imaginación y la promesa
ideológica. El segundo aspecto es que el caso utilizado para esa
demostración es, precisamente, el nuestro. El subtítulo del libro
es Una teoría aplicada a la Revolución Nacional en Bolivia.
Por si
fuera poco, no se trata de un libro marginal escrito por un estudiante al final
de su maestría, sino de una publicación de la Universidad de
California que tiene como autor a uno de los más conocidos y citados
“bolivianistas”: Herbert
S. Klein, que escribió una difundida Historia
de Bolivia y uno de los más minuciosos estudios de los Orígenes
de la Revolución Nacional. El otro autor es el australiano Jonathan Kelley.
Todavía
me sorprende que este libro no se haya conocido y discutido más en
Bolivia, considerando esa suerte de obsesión que tenemos con las
reformas del 52 y la impronta “revolucionaria” que ella ha dejado
en la política nacional.
Me
tropecé con este libro casi secreto mientras husmeaba la biblioteca
personal de Eduardo Gamarra, en la Florida. Lo revisé rápidamente
y al final conseguí un ejemplar de una de las
muchas “librerías de viejo” que ahora son accesibles por internet.
Relevancia
del libro
No es un
libro fácil de leer; tal vez eso explique la escasa difusión que
ha alcanzado. Lejos de los ensayos narrativo-filosóficos y de los
manifiestos ideológicos que abundan en la literatura revolucionaria, el
libro de Kelley y Klein
tiene la aridez de una tesis académica y el orden riguroso que va de la
teoría a la formulación de hipótesis, de ésta al
análisis de datos, con detalladas explicaciones metodológicas,
pruebas y contrapruebas, para volver a revisar la teoría y formular
conclusiones. Pero la aridez de la forma es fácilmente soportada por la
inédita abundancia de información y la contundencia de sus
conclusiones.
Bolivia es
un caso que prueba el fracaso al que están condenadas las revoluciones.
Por
supuesto, prueba más contundente fue la caída del muro de
Berlín, pues con él se derrumbó también el mito de
la revolución socialista alimentado con millones de muertos en Rusia y
los países que los soviets lograron dominar.
Pero no han caído otros regímenes igualmente emblemáticos
de esa convicción que, a pesar de los datos de una realidad que grita su
fracaso, se mantienen en China (aunque con islotes abiertos al cambio), Cuba
(pese a los balnearios que atraen el turismo), y reaparecen de tiempo en tiempo
con nuevos ropajes, como el que lucen ahora los bolivarianos del socialismo del
siglo 21.
Es posible
que una de las razones de tal persistencia o tozudez ideológica sea la
falta de comprensión de cómo se inicia el fracaso de las
revoluciones desde su propio seno y poco después de se puestas en marcha,
que es justamente algo que desentraña el libro. Veinte años
después ya los stalinistas y trotzkystas se acusaban mutuamente de haberse desviado de
la verdad, y cincuenta años después los castristas siguen
culpando al bloqueo americano de las penurias que imponen a su gente, pero
ninguno admitirá que se vieron obligados a recurrir al autoritarismo, la
represión y el abuso para poder encubrir su fracaso. Y los de afuera,
que no viven cotidianamente los fiascos revolucionarios, seguirán
oponiendo, a los datos de la cruda realidad, el sueño atrayente de un
futuro que, “esta vez sí se alcanzará: tenga fe”.
Kelley y Klein destacan la dificultad de comprender esos problemas
por la ausencia de datos que permitan estudiar los impactos iniciales de las
revoluciones. En el mejor de los casos se puede contar con datos de antes y
después de la revolución pero, debido a la ruptura institucional
y la violencia que con frecuencia las acompaña, no se realizan censos,
encuestas y estudios independientes de los primeros años. Así,
casi nunca se cuenta con datos del “durante” que son los que
permiten entender por qué el después requiere tanto maquillaje.
De
ahí el valor universal del libro: tiene datos del durante, es decir, de
lo que sucede con la generación que vive la revolución y con la
que le sigue de inmediato.
La base
informativa proviene de una encuesta realizada a 1130 jefes de hogar en seis
comunidades de altiplano, valles y llanos (lamentablemente excluyendo ciudades grandes,
valles cochabambinos y zonas mineras), las cuales fueron además
detalladamente estudiadas por un
equipo de antropólogos y sociólogos que vivieron en ellas
entre 1965 y 1966. Estos estudios fueron comisionados por el Cuerpo de Paz a
una entidad académica, pero nunca llegaron a ser publicados y los datos
permanecieron inéditos hasta el trabajo de Kelley
y Klein.
La
cobertura de la encuesta y de los estudios de caso no es nacional, pero tampoco
está sesgada hacia los lugares que fueron privilegiados por la
revolución que, como sabemos, tuvo su epicentro en el valle alto de
Cochabamba, donde nace la reforma agraria, y en las minas de Oruro y
Potosí, que fueron nacionalizadas. Podría decirse que la
revolución tuvo un impacto medio en las seis comunidades, no estuvo
ausente de ellas porque no son tan alejadas, ni las tuvo como escenario
principal. Lejos de quitarle valor al análisis, esto se lo añade
pues evita que sus conclusiones estén muy determinadas por la proximidad
a los hechos y a los cambios de poder que ellos generaron.
En la
población de la muestra hay personas de diversas edades y adscripciones
culturales, de manera que el análisis puede diferenciar los efectos del
proceso en tres generaciones (la de la revolución, la previa y la
posterior) y en los estratos socioeconómicos y culturales de aquel
tiempo, detectando los cambios que la revolución nacional produjo en
ellos.
Con los
datos se miden las enormes desigualdades que caracterizaron a la sociedad
boliviana antes de la revolución y se muestra que la
redistribución de tierras, la reorientación del gasto fiscal y la
expropiación de ahorros por la inflación tuvieron un importante
impacto igualitario. Pero también se descubre la corta duración
de ese impacto, y se detecta el rápido renacimiento de la desigualdad,
que incluso alcanza niveles más acentuados. (Ver gráfico 1, al
final)
La
teoría del fracaso
La
explicación de este proceso, expuesta en una teoría que en este
caso es confirmada por los datos, radica en el hecho de que las revoluciones pueden
redistribuir las riquezas materiales, como la tierra, quitándola a los
que tienen más y dándola a los que no tienen, pero no puede
redistribuir otras riquezas no materiales, como la educación, el
conocimiento, la información o las relaciones. Y éstas, que
también están desigualmente distribuidas, tarde o temprano tienen
consecuencias que son también materiales. Y es que las sociedades no son
estáticas y la desigualdad, así como otras de sus
características, se producen y reproducen
continuamente. Son al mismo tiempo causa y resultado. Las riquezas (y las
pobrezas) materiales y no materiales se influyen y refuerzan mutuamente, y
tienden a la desigualdad.
Por
ejemplo, los que tenían más tierras y mejores ingresos antes de
la revolución pudieron dar a sus hijos una mejor educación, y,
cuando quedaron sin tierras, ésta les permitió encontrar un nuevo
espacio laboral en el que lograron ingresos mayores.
La
revolución libera fuerzas que regeneran la desigualdad, dicen Kelley y Klein. Incluso dentro de
una comunidad rural igualitariamente pobre en Bolivia, los que estaban mejor
informados usaron su ventaja para ocupar rápidamente el lugar dejado por
capataces y patrones, y asumieron la dirigencia sindical o política, se
convirtieron en intermediarios con el poder, o en transportistas o
comerciantes, y emplearon su capital humano para acumular pronto un importante
capital material. En el desorden que suele caracterizar a los periodos
revolucionarios, las ventajas aparentemente pequeñas de conocimiento,
formación e información se vuelven cruciales y son aprovechadas
por quienes las tienen, dando lugar a una nueva desigualdad.
El fracaso
de la revolución no se debe, en consecuencia, a la traición de
sus líderes, a la desviación ideológica de sus conductores
o a la ineficiencia de sus administradores. Lo más que éstos
pueden hacer es demorar el resurgimiento de la desigualdad o esconderla, pero
al costo de una inmensa represión, a veces sólo política,
pero muchas veces también cultural y económica.
Kelley y Klein explican, ilustran y demuestran este proceso de una
manera convincente. De hecho, para rebatirles habría que contar con una
base similar de datos de otros procesos históricos, que no la hay.
Había desigualdad antes y hay desigualdad después, en niveles
incluso más profundos.
Pero es una
“nueva” desigualdad y el no reconocerla así es una notable
omisión en el libro.
Es nueva no
sólo en magnitud, como ellos destacan, sino también en cuanto a
las causas que la originan y a los estratos sociales que la viven. En la nueva
estructura los recursos que permiten la acumulación son distintos a los
de antes, y los individuos o grupos que los controlan y utilizan son
también nuevos.
Por lo
tanto, si bien es cierto que las revoluciones se hacen para luchar contra la desigualdad
y fracasan en ese intento, no es menos cierto que, por detrás de ese
discurso, lo que en verdad se quiere es romper los obstáculos a la
movilidad social. Y esto sí se logra.
Igualdad
no es equidad
En
realidad, si bien todas las revoluciones fracasan en su promesa de igualdad, es
evidente que tienen cierto éxito en su motivación más
profunda y no siempre explícita: todas reemplazan a unos ricos por
otros, sacan a algunos grupos del poder y encumbran a otros, eliminan a unas
oligarquías pero generan otras.
Y es que lo
importante no es la desigualdad, sino la inequidad, es decir, la
dimensión de injusticia que puede haber en la desigualdad. Una
desigualdad es injusta solamente cuando es impuesta y resulta insuperable.
Las
revoluciones y los revolucionarios suelen ignorar esa diferencia y buscan
resolver las injusticias borrando las desigualdades, lo que ha resultado
trágico para millones de personas.
La
alternativa que enseña la historia es que, siendo la desigualdad
inevitable, el antídoto para superar su dimensión injusta no es
la igualación, forzada o no, sino la movilidad social.
No puede
justificarse el pequeño “éxito” de las revoluciones,
dentro de su gran fracaso, debido a los elevados costos que ellas imponen.
Costos políticos, de represión, autoritarismo y violencia, y
costos económicos, de rezago en el crecimiento. En esto, Bolivia es
también un caso modelo. En términos reales, el PIB per cápita del año 2000 era
básicamente el mismo que el de principios de los años 50.
Muchos
países han reducido las injusticias de la desigualdad dinamizando la
movilidad social de maneras mucho más eficaces y rápidas, y a
costos incomparablemente inferiores. Los procedimientos más efectivos
han sido la expansión y el mejoramiento continuos
de la educación, y la ampliación permanente de los mercados. En
todo el mundo, hoy, el desempeño económico de las personas es el
principal mecanismo de movilidad social y ese desempeño no se limita a
la producción agrícola o industrial. Ni Bill
Gates (Estados Unidos), ni Joanna
K Rowling (Inglaterra), ni Wong
Kwong Yu (China) son hijos
de oligarcas y, sin embargo, hoy forman parte de la élite
mundial. Ellos no solamente hicieron fortunas innovando, sino que lo hicieron
dando satisfacción a las demandas de los consumidores, pero su voluntad
o genialidad de nada hubieran servido en sociedades de estratificación
cerrada, que impusieran la igualdad y asumieran el estancamiento como un
sacrificio necesario.
Si se
observan con detenimiento los datos de Bolivia desde 1952 hasta el presente, y
se comparan los periodos de la revolución nacional y la democracia, se
confirmarán estas tendencias.
El libro de
Kelley y Klein muestra el
fracaso del igualitarismo de la revolución nacional. La movilidad social
que desató ese proceso, tal vez su mayor logro, no pudo ampliarse debido
al estancamiento de la economía, causado en gran medida por las
convulsiones sociales y el debilitamiento de las instituciones.
En
contraste, los datos posteriores a 1985, cuando se estabilizó la
democracia, muestran claros descensos en la pobreza y una movilidad social
más dinámica, a pesar de que la economía creció muy
lentamente, primero por el lastre dejado por muchos años de dictaduras y
una desordenada transición, y luego por las crisis internacionales.
Durante esos años no desapareció la desigualdad pero sí se
empezó a reducir la injusticia.
El
gráfico 2 (al final) condensa datos al respecto.
Es
necesario aprender las lecciones que todo esto nos deja sobretodo ahora que
estamos viviendo bajo una nueva obsesión igualitarista. Sus resultados
son previsibles, su éxito de corto plazo se disolverá en el largo
y todos terminaremos peor.
Es
necesario ir más allá de la desigualdad y preocuparnos por lo que
verdaderamente importa, que es la equidad. Nuestra propia historia y la de
otros países nos muestran que la podemos conseguir, en forma gradual
pero segura, si abrimos nuestra economía, si fortalecemos las
instituciones, si defendemos los derechos y las libertades individuales, si
impulsamos el crecimiento de la economía.
En
síntesis, esto nos enseña que el voluntarismo político
puede generar lo opuesto a lo que busca y que la justicia social se la alcanza
de mejor manera y es más perdurable con la gradualidad
del desarrollo, es decir, impulsando el progreso y ampliando la libertad.
Gráfico
1 |
Gráfico 2 |