La Casa del Hada


                      Veleidad de las Bridas


                            
           Por Gustavo Acosta

                                                                                               
     Para �l


Yo, tan atrevido, que no estuve presente en el desenlace, que me lleg� como noticia� De aquello se ha dicho ya bastante �se calla, por prudencia-, todos manifestaron su impresi�n; lo que parec�a ins�lito, ahora se me escapa de la frase; pues habr� qu� comenzar por los rodeos.

La especie humana, que siente la extinci�n de cada uno de los suyos como un desastre natural; y a veces es as�, por accidente. Y aunque griegos y cristianos hayan sembrado la compasi�n en la c�lula animal, lo escribo ensopado por la amistad, y porque el tiempo es padre del deber y del vigor al mismo estilo.

No todos entienden qu� es perder la madre natural �no la mujer-, el tejido de su aliento arrullador que se filtra en la sangre de lo hijo para que sepa su potencia. A quien le sucediere, se le empieza a chorrear el agua de las manos. Hay quien la pierde, y quien se pierde �se extrav�a- quiz�s a voluntad. Pero es igual en ambos el mu��n de caricias y palabras habituales. El dolor se hace una idea atravesada en las ma�anas.

*

Por aquel tiempo viv�a Mois�s en la ciudad de la monta�a. Siendo oriundo del poblado de los cruces, encendi�sele en el esqueleto juvenil el ardor de la errancia. �l decidi� desgajar su ruta y escapar de la madre asolada, ella viv�a en la ciudad de por el valle y quer�a que �l se fuera junto a ella, y estudiase los misterios del cuerpo abierto; �l, roto el rapto con su padre, prefiri� el hermetismo de las almas y sus parad�jicas maneras. Sin escr�pulos ni asombro vag� las nuevas calles, cotidianas para otros, como un apostolado entre contempor�neas sombras. Viviendo una vida de perfil, am� a sus semejantes �en verdad, lleg� al hast�o-, entonces Mois�s presinti� el deseo de volver a su aldea, le faltaba un pretexto. Ir para volver para ir para volver para iR

*

Viajante de arriero, guardas el saldo de algunas reses, piedras preciosas como reserva, para respaldar la vida, cruzas el Cauca, y el de La Magdalena.
Y munici�n del humo rubio para d�as de camino.

*

Mois�s lleg� al caf� donde un perfume de letras embriagaba las noches de los nutibaras, por aquel bulevar oto�al que es el jard�n de las libertades verbosas, al pie de las tumbas aburr�s. En la barra� sorpresa algo a�orada, el rostro de Corrales Vieira � �l hab�a ido al Caribe; como moneda que salva el futuro llevaba en su cartera de cruz potenzada cincuenta castellanos, (hernia eran, decimogramos de la ceniza del girasol). Se lleg� vaqueando ganado, habiendo remontado el valle dos zin�es. En el puerto de la boca negoci� reses y caballos, y hasta alcanz� a empujar unos cuantos bultos.

Buscaba a Mois�s para que fueran a por los humedales de la aguacatala a comprar un pura sangre, para obsequiarla, a su madre. De paso heroico, amortiguado. Ensillaron tambi�n un criollo; ya a dos gal�pagos, �Por cu�l camino enfilarse? �Pues si vamos pa�l pa�s de Ot�n, acostumbrarse a los recodos��, insinu� Corrales Vieira para optar por la ribera occidental del r�o solapado.
Lo llamaron Tel�maco, por jugar con la dicci�n.

*

En un tabaco estuvieron por el poblado amag�ense, los est�magos gitanos hicieron de comerse. En direcci�n al m�tico pa�s de bolombolo, aldea de facciones sombr�as a la vera del camino, del corredor que es sus miradas, los guaduales sabrosos asaltaron con su baile. Anocheci� y el viaje se parti� en dos, y los viajeros de mirada ennacarada, ebrios de repasar sus andaduras al vaiv�n de los estribos, cayeron en un hoyo, trampa natural para la luna.
.
.
Ahora comparto su anca, el miedo fue una burla, y la cordillera ha engullido nuestra prisa� comamos, comamos; comimos.
Ojos de tigrillos que miran desde el apetito m�s cercano; respirando, resoplando, el hielo se diluye.
Andamos como cuatreros que la emboscada redujo a dos, no leemos las estrellas ni fabricamos el fuego. No nos esperan nuestros hijos, que somos ni�os, �heredad!

*

Ya se anunciaron los altos santarrosanos; la madrugada se posterg� tres noches. Sucumbieron a cotidianidades dispares del tipo del riesgo, se sobrevivi� al juego de la caza, dos especies de hogares aguardaban, vac�o e jubiloso�


-Pues s�, se sinti� la muerte �repuso omiso-.
-Yo quiero dormir en colch�n de paja �expuso el de piel de olivo-.

Perder una bestia segundona no fue gran cosa, como s� algunas herramientas para sutiles artes. Una madrugada les dio la bienvenida, la niebla en bocanada les revisti� las pieles con un maquillaje azul, un fr�o de locura.

Los regalos fueron siniestros, mejor buscar a las hembras, que s�lo piden de nombre mientras se guardan el alma. Hubo una fiesta, un banquete por consumir, las v�boras de acero escucharon las historias que los viajantes trajeron de los ancestros enemigos. El vino de la abyecci�n se sirvi� en carnosas copas, y los paseos rutinarios por las veredas rubi�ceas reinstalaron el tedio de estar rodeado por la marchita fecundidad. �Ah la fiesta femenina, al margen la familia! Que esta goza los tra�dos, alforjas plet�ricas de fantasmas, y la bestia fantasmal; las dem�s la bienvenida.

Se vuelve a la empresa y el comercio. El vigor que el caribe deja en los hombros, generaci�n de viejos, frustraciones y ansias habituales, la montura fabricada por los errantes de la pradera, a�adido para el paterno remordimiento. El un viajante que vuelve al campo de su infancia, galpones colmenas ritos; el otro �rbol del mundo, aunque padre por tercera... sus prog�nitos montan por la v�a al regimiento, abajo el convento de las carmelitas sin pies, niebla del ocaso, lluvioso es el v�rtice consota... forajidos al acecho, afilan la sica por el bot�n de sangre, cap�tulo empedrado, cuando el hijo llega tarde a la muerte de su tiempo.




                            
Ciertas dulzuras

                                                                            
Para Victoria



En el crep�sculo de nuestra infancia.... Claribel y yo devor�bamos los d�as en inclementes caminatas remontando el balasto grueso de la arteria veredal que bisecaba la finca de mi abuelo.

March�bamos carretera arriba a "las partidas" (toda ruta campesina posee una encrucijada llamada de este modo, � aveces "tres esquinas", signada por fonda � virgen) con el prop�sito �exclusivo? de llegar al tenderete de don Hel� Barbur para ahogarnos en agua gaseosa.

Desboc�bamos bajando, sin sobresaltarnos por el ronquido anciano de alg�n Willys que embistiera tras las curvas... y sub�amos arriba, y baj�bamos abajo.

Broches de guadua a la vera del camino introduc�an cafetales y guayabos, mangos, aguacates, guamos y limos; puertas de tranca abr�an los caminos que llevaban a los lotes, al r�o, a los potreros, � a la celda del ariete.

Mi pap� se iba a los sembrados � cabalgaba entre los cortes revisando la cogida desde abierta la ma�ana. Claribel y yo nos escond�amos detr�s de los arbustos � bien adentro del silo para frotarnos las pelvis. No nos d�bamos besitos.

Ella jugaba parejo con nosotros, las ni�as envidiosas le dec�an marimacha en virtud de su neutra pubertad; cuando jug�bamos a "polic�as y ladrones" cada uno de los dos encabezaba un bando, ella por ser la m�s sagaz, yo por ser el hijo del patr�n.

Amiga verdadera, ol�a profundamente a un aura de berrinche, y su pelo achilado por el vapor de la le�a le brincaba sobre la espalda aguda. Yo sent�a su aliento agrio al acerc�rmele al cuello.

Hab�a varios cuartos de servicios en la nave lateral de la casa principal de aquella finca, de la "hacienda", pues desde all� se administraba. El cuarto de herramienta almacenaba palas, recatones y rastrillos, machetes y azadones. Era necesario con frecuencia abrir la ventana que daba al patio trasero con vista hacia el yucal, para ventilar el olor nebuloso a fungicida que entrapaba la madera del bahareque.

Tambi�n almacenaba la pintura, los clavos, los galones, las fumigadoras con sus r�sticos cilindros de lat�n, y los sombreros desflecados a sol y lluvia quimbayas. Aparte, en un rinc�n independiente, pend�a de una percha el overol de Tista apicultor, con careta, sombrero, y guantes de cuero con mangas; all� yac�an el fuelle ahumador, algunas cajas con marcos de cera estampada en su interior lista a ser fecundada por melifluas abejas, y la centr�fuga robusta, con el curioso mecanismo de impulso igual al de una bici, para orde�ar los panales.

Cuando era el tiempo de sustraer la miel, Tista se encajaba en el overol, desempotraba guantes y careta, y el fuelle se despertaba escupiendo las cenizas de la dulce cosecha anterior. Afinando el o�do, se lograba percibir a distancia la excitada frecuencia de los enjambres cargados, entonces era peligroso traspasar los naranjos que guardaban las hileras de cajas superpuestas. Tista cargaba el ahumador con estopa amarillenta y le prend�a candela, y embeb�a de melaza los marcos a instalar, para despu�s emerger desde la hacienda expirando nubes gris�ceas que aturd�an las abejas.

Su desplazamiento al colmenar estaba revestido de la solemne lentitud del ingr�vido aeronauta que en su mente saborea un delicado saber, una ley de la vida traspasada por el arte. Los ni�os y los perros segu�amos la humeante figura a lo largo de los carros de secado de caf�, por entre tomateras, y hasta el tanque abastecedor de la despulpadora, pero el s�quito feliz se deten�a al llegar al naranjal; s�lo Tista penetraba en la colmena activa, e iniciaba el proceso.

De alg�n bolsillo del overol sacaba un cuchillo mocho que hac�a de palanca para romper el hermetismo de las cajas, selladas por semanas de natural laboriosidad. Extra�a los marcos plet�ricos de miel como un oficinista que exhumara un archivo delicado, peligroso; de alg�n otro bolsillo sacaba el cepillo barredor y, sosteniendo el marco con una leve inclinaci�n, barr�a las abejas pegadas al panal. A continuaci�n descubr�a una esp�tula para recortar los amorfos fragmentos de panal fuera del cuadro. Un nuevo bastidor ocupar�a el espacio vac�o del caj�n; el procedimiento se repet�a con todas las doce cajas, y cuando hab�a un ayudante, el embarazo era menor para humear y sustraer al mismo tiempo.

El misterio inicial desde que Tista sub�a a la colmena se perd�a de bajada por el nervioso apuro con el que regresaba, ya que las abejas se le hab�an colado quiz�s por las costuras desgajadas de su traje. Alguien recib�a los cajones que tra�an el n�ctar de oro, para que Tista se pudiera desvestir a toda prisa y enjuagarse con el l�quido amon�aco, que siempre manten�a en el frasquito tipo agua de colonia, con qu� controlar el veneno. Jam�s dej� de decirme que, si yo llegare a ser picado, me untara orines en la roncha como medida paliativa.

Los marcos eran desarmados desencajando los v�rtices, as� se liberaban los panales enteros para depositarlos en el tambor de la centr�fuga; cab�an tres por ronda. Todos quer�amos pedalear para dar a luz la miel. Por turnos, se accionaba el mecanismo apenas engrasado; templada la cadena, la transmisi�n hac�a circular los panales a gran velocidad irradiando un zumbido de vendimia que hac�a las bocas agua.

Las botellas de aguardiente ya estaban lavadas y sin etiqueta, para acopiar la miel transparente. Evitando despicarlas, se pegaban a la canilla incrustada en la parte inferior del armatoste, el cual adquir�a el porte de una laja amerindia de cuyo pip� se mamara miel.

Congelado el mecanismo, de los panales nutridos s�lo quedaba el bagazo, que Tista arrojaba a una cuba mir�ndonos a los ojos. Claribel y yo escog�amos los pedazos que todav�a tuvieran miel, y aun segu�amos rumiando las blandas costras de cera. En su ment�n anguloso y por los labios carmes�es se le formaba un pegote infantil de mecatera que me causaba alborozo.

El alboroto en el colmenar se prolongaba por varios d�as; en el transcurso de las tardes se ven�an para la hacienda cogedores y jornaleros picados por las abejas; buscaban el amon�aco de don Tista salvador, pero �l les replicaba, con buen humor campesino, que el motor de la guada�a se las pon�a nerviosas, que lo ten�an merecido por la pereza de no cercenar la maleza a mano limpia.

Ya habiendo sido instalados en los cajones caoba, era com�n que los enjambres se aburrieran de su sitio, entonces se escapaban y era un enjambre perdido. Pero mi t�o Carlos ten�a un m�todo extra�o para volver a cazarlos: cog�a un pedazo de riel de las vetustas carrileras (de cuando el tren a�n pasaba por la estaci�n de Betulia) y lentamente lo golpeaba con una lima para afilar. Habiendo un enjambre cercano tal vez aterrizar�a, y si era de reina italiana, era f�cil que se ama�ara con la melaza en la cera dispuesta como carnada.

Cuando ca�an las tardes, los peones jugaban f�tbol en un potrero convexo. Y apenas entraba la noche se dirig�an al campamento, all� se dorm�an pronto ordenados en camarotes. En una que otra ma�ana yo bajaba al campamento en mi bici roja de cross para llevar leche a la casera, y aveces llevaba queso. Do�a Aurora era muy gorda y abundante en atenciones, y se re�a con su risa desdentada y lluviosa; sus hijas jugaban descalzas en el traspatio empolvado. Yo regresaba a la hacienda desarenando terrones con la llanta trasera.

No siempre montaba en burra; otras veces jineteaba en una yegua colorada que logr� vivir hasta que mi voz empez� a timbrarse un poco grave, y en todas mis vacaciones sus exactos herrados cascos salpicaban las quebradas al llevarme a la cuenca del Barbas, brioso r�o enmohecido.

La mam� de Claribel, ya vieja y envejecida, se enfermaba con frecuencia; era el castigo que ataba a la ni�ita indomable. El rostro de esa se�ora refractaba el sufrimiento de tener dos hijos rateros, holgazanes, bazuqueros, que por la noche se sacaban el pl�tano y el ma�z, y en el d�a divagaban como son�mbulos enfermos por entre el gigante corte del filoso pasto imperial, � entre el oscuro establo encharcado siempre de esti�rcol, hablando con los caballos, los machos y los terneros.

La languidez sorpresiva se tragaba a Claribel hasta con ropa y huesos, y de sus ojos reci�n rasgados brotaban lega�as pardas m�s tristes todav�a que las l�grimas cenicientas. Entre su casa y la hacienda hab�a un banco de macana donde, verbosos y juguetones, nos arrellan�bamos oyendo las campanadas que saltaban desde el poblado de Ulloa; entre un angelus y el otro, esper�bamos las chicharras, mientras del guayac�n amarillo y espacioso nos llov�a flores yertas que presagiaban las ansias de una adultez impropia para los ni�os de la monta�a.

Aqu�l jard�n explanado, perfumado de yerbabuena, albahaca y limoncillo, aromaba la vista abierta de los arqueados lembos sobre el extenso horizonte;
-Ma�ana me voy pa' Cali, este lunes empieza el colegio...
-Entonces (sin dejar de remover la tierra con un chamizo), me pondr� a coger caf�, porque a la escuela ni riesgos.


          F�bula en Tierra Firme


A su efigie socr�tica, encarnada, aflora una barba blanca madurada por la corrosi�n marina. La estrella gris de sus pupilas expide el brillo de Neptuno. Anc�zar se sonr�e con esos labios frescos que hered� de mi abuelita �m�s grueso el inferior que el superior- abriendo paso al mar para que llene el interludio de nuestras charlas vespertinas con el aleteo sordo de la brisa. Siempre escucha, interesado, mis bosquejados delirios; luego su labia nutrida retoma el hilo fantasioso sin perder la realidad.

Hablamos siempre de todo y de lo mismo, siguiendo el rutinario paseo peatonal de la isla de Manga, por la avenida Miramar hasta el fuerte El Pastelillo y de regreso: �al aire libre �me confiesa- el verbo est� tranquilo; el hogar es de las hembras�. Yo me enorgullezco de marchar junto a su cuerpo semejante al de mi padre, los hombros le recalcan el don antiguo de la fornida libertad. Es un hombre de raza propia; educado en la tierra azteca, ecologista del viejo Caldas, macho bravo entre guajiros, curtido en el Caribe. Sus h�bitos se resumen en creer inmenso el mundo a pesar de lo vivido.

-Yo a mis hijas ya las tengo aleccionadas contra el catolicismo de ese colegio. Cuando viv�a en el Brasil hab�a tantas religiones como colores visten las pieles. Las puse a leer Flor de Fango, de J.M. Vargas Vila �comenta, efervescido-.
-La humildad cat�lica �redondeo con timidez-, aunque en cierto modo aut�ntica, no es humildad verdadera, porque da aun un margen para la hipocres�a.

Por un instante, a ambos nos comprime el evocar nuestros rezos y rosarios de la infancia, y la eucarist�a ineludible... pero procuramos apartarlo como un recuerdo suelto. Nuestro discurso es franco, como de t�o a sobrino. Pero en esta tarde de mayo, cuando el incipiente invierno... yo he venido a despedirme, me voy de regreso al �eje�.
-V�yase mijo, v�yase. La costa es un varadero. Estamos anclados a esta tierra dizque educando a nuestras hijas. El mar es el germen de las ilusiones, cura a medias, �lo que cura es la partida, nunca el viento! Usted ya tuvo su experiencia, ojal� intuya su destino. No se olvide de nosotros, de que estuvo por aqu�...
-�C�mo se le ocurre!...
-A veces se lucha demasiado contra el pasado, �artificiosos! Hay que dejar al pasado que de alg�n modo coexista.

Con el paso de la charla, Anc�zar me alienta el desarraigo. Sus palabras me recuerdan las que D�dimo Tom�s recogi� de Jes�s: �El que busca no debe dejar de buscar hasta tanto que encuentre. Y cuando encuentre se estremecer�, y tras su estremecimiento se llenar� de admiraci�n y reinar� sobre el universo�. Lo encuentro un poco solo, y a su mujer y a mis primas, pero �l parece feliz. Mis planes de trabajar como editor de un tabloide cultural le remueven los recuerdos, y me promete que al regresar del paseo ir� a buscar entre carpetas y torres de documentos los ejemplares mohosos de El Ec�logo, que con Guillermo Casta�o editaba en La Florida. Su mirada se vuelve astuta al recordar la amenaza de muerte que le oblig� a hacerse sedentario en los confines de arena, por denunciar la siembra de con�feras en las riberas del alto Ot�n y en el Quind�o.
-Y la gente que dizque ama el paisaje va diciendo �ay, tan lindos esos pinos�...
-...que ni siquiera son nativos �a�ado-. Y nuestros bosques ajados. �Qu� le pas� a la tierra? �Porqu� los suelos eructan sin haberlos transformado?
-Por comer, no digamos excrementos, sino los limpiadores de ellos. Y ahora su apetito es de sangre. Mire no m�s el calor; a la tierra no la calma ni un reverendo diluvio. Tal vez en 600 a�os, que no es que sea mucho, 18 generaciones, viviremos hombro con hombro; nosotros no, �nuestros hijos!
-Yo me acuerdo del tama�o de los antiguos aguacates, y eran pura mantequilla. Pero muy pocos lo perciben.
-Y acu�rdese del caf�, pero hoy en d�a hay m�s plagas especializadas en com�rselo que especies de caf�; su abuelo lleg� a sacar cosechas, en �pocas de bonanza, a U.S. 2, 80 la libra, pero hoy en d�a la libra ya no llega ni al d�lar.
-Eso fue hace m�s de 20 a�os...
-�Pero menos de 30! �Hoy por hoy qu� es el caf�? �Y la atm�sfera y las aguas, y los fluidos todos? Una niebla intoxicada.

Frente al breve malec�n, en la bah�a azulosa de gasolina y detritos, una escuadra de alcatraces ense�a a pescar a sus peque�os mientras los cubre en l�nea firme de las cachetadas marinas. Nosotros vemos en contrav�a los rostros y ademanes de aut�matas deportistas trotando con rigidez; y patinadoras bonitas; y ni�eras zambas de traje blanco empujando los coches de ni�os rubios. Los barcos mercantes llegan y llegan, pero no zarpa ning�n nav�o. Anc�zar se encarrila:
-Para los campesinos, �pensar� en sentido intelectual, ha sido doloroso. Qu� iban ellos a decir � a decidir de los qu�micos con los que se fumiga los cortes y las siembras. En mi laboratorio yo reconoc� las causas que diezmaron a especies de p�jaros enteras e insectos benignos en los cultivos. La ciencia ofrece salidas instant�neas pero las �adversidades� de la naturaleza se van haciendo inmunes incluso contra los venenos m�s �nobles�.
-Yo a�n no entiendo qu� pas�, �qu� sucedi� con el campo? El ambientalismo ahora est� en las academias, pero se tiende a empeorar, la tierra es un museo para ellos...
-...Y para muchos otros. Antes de las amenazas, yo ofrec�a conferencias. Hab�a estado en Honduras perfeccion�ndome en las t�cnicas de pesca. Cuando llegu� al Deogracias para hablarles sobre el mar, all� no habr�an cabido todos; entonces los compa�eros de la U.T.P. nos trasladaron a San Jos�...
-El terremoto no pudo con esa iglesia pseudo g�tica...
-Parec�amos una peregrinaci�n hippie, y muchos me hac�an corro porque conoc� a Santana; y fue entonces que me encaram� en el p�lpito,... en Risaralda no hab�a piscicultura tecnificada, todav�a no la hay.
-Y usted porqu� no regresa, en La Florida lo quieren.
-Mijo, para m� ya no es tan f�cil partir. Somos un buque aparatoso cuyo desplazamiento costar�a una fortuna. Usted, en cambio, es un velero. Si yo parto, no ser� para volver. Ya gast� mis energ�as arrojando al mar embravecido los palangres, las nasas, las redes tortugueras; yo ya fui n�ufrago nocturno. Punta Canoa, el pueblo al que tanto le ense��, est� peor que un desierto. Tal vez ponga a funcionar los estanques de camar�n, pero no hay negros en qu� confiar, su racismo contra el blanco no los deja trabajar; � roban � mendigan.
-Es que el trabajo es un valor, c�mo decir, �occidental�. Pero Anc�zar, mi decepci�n es de otro tipo, no quiero ser profesor m�s; s�lo aprende aqu�l que no necesita maestros. Pero siga.
-Mijo, en Risaralda fue muy claro, los traficantes de insumos engulleron la industria agr�cola bajo el amparo de las leyes de comercio. Otra cosa es que los jornaleros se volvieran lavaperros, m�s tarde psicarios, y luego traqueticos. A su pap� tambi�n lo iban a matar, �l es un desplazado, necesitaban sus tierras para una cocina segura, y se las raponaron con la palabra misteriosa: �cr�dito�.
-Y la televisi�n, adem�s de todo, nos leg� las artima�as para obtener easy money.
-Pero la televisi�n es m�s bien nueva; las perversiones, en cambio, son la placenta de Eva. �Anc�zar me toma el brazo para dirigirme a una jardinera del parquecito infantil, all� huele a crispetas y a brownie con helado-. De historia en historia se llega al cuento; �d�jeme explicarle, pues!
Hab�a una vez una grey de cucarachas que eran bastante temerarias; ellas se arriesgaron a hacer la vuelta. Salieron de su escondite en una tarde nublada, en una lancha prestada por el se�or Chicharro, quien untaba de chicle las patas de las ara�as, los chinches y escarabajos para que rumiaran callados. La carga era pesada, val�a lo que el az�car, lo cual es precioso para una cucaracha. Pero era para consumir en ultramar, donde hab�a insectos infelices de religiones semejantes a las nuestras, pero m�s trabajadores, � digo �productivos�. La lancha se var� al primer tercio de camino, con la relativa fortuna de que navegaban no lejos de la costa.
All� cerca, crec�a discreto el pa�s de los grillos, devoradores de hojas. Les encantaba cantar, aun as� hac�an uso de su fuerza para el trabajo suficiente, y a veces se les ve�a tan activos que parec�an hormigas; se entend�an entre s�, y bailaban unidos. Las cucarachas, que sobreviven a cualquier cat�strofe, lograron arrimarse y salvar la mercanc�a. La escondieron en una cueva como de las muchas que hay por la Punta, la camuflaron con hoja de palma y chamizo de yuca. Pasaba por esa zona un grillo desprevenido, al que con unas galletas crocantes, pusieron a celar la carga. �Muy pronto volveremos�, amenazaron al grillo, que embargado por la emoci�n de un oficio novedoso, cant� con fuerza y dulzura; sus notas aventadas por la brisa llegaron a la colonia, y a la vuelta de dos ventiscas grillos j�venes y viejos desnudaban la mercanc�a; contemplaron, sobresaltados, el ponqu� de la alegr�a, como una horda jud�a que tuviera a su vista el Arca. Pero no por mucho tiempo.
-Yo me imagino qu� pensar�an: ��Qui�n llegar� primero, los antiguos due�os o los nuevos compradores?�.
-Veo que se me entiende. Entonces aparecieron los grillos de las motos a preguntar por la torta. Los grillos adolescentes, en asocio con sabios viejos, se repartieron en migajas el postre azucarado. Las redes agalleras con que pescaban los grillos se quedaron olvidadas al pie de los ranchos pajizos. Los grillos compradores pagaban a tutiplen, y los novatos grillitos jam�s hab�an tenido tanta plata reunida al frente de sus antenas; entonces, se emborrachaban y las se�oras grillas compraban pilas de ropa para tapar sus alillas tornasoladas y finas.
El t�o grillo cachaco, a veces maestro de escuela, pasaba en su escarabajo buscando la mano de obra que �ltimamente faltaba. Se asomaba por las fondas, pero los grillos al verle se le re�an en la cara: �Mejor trabaje para nosotros, vendi�ndose unos gramitos�. El t�o, que era diab�tico, sal�a despavorido. Dicen que enloqueci� cantando a los arreboles.
Los grillos uniformados no tardaron en aparecer; hubo muertos, hubo heridos, y las ganancias se evaporaron. Y los peque�os grillos, que no dejaron de andar descalzos, ya no juegan �a la juria� con los fajos de az�car-oro, ni tampoco ya los marranos se alimentan de los billetes que los grillos les picaban para que fueran prol�ficos. Un sentimiento inc�modo se asil� entre todos ellos.
-�Y d�nde quedaron las cucarachas?
-Ellas mandan amenazas de aparecer a cobrarse con los picot y los vinilos, pero tambi�n, como los grillos y otros insectos del bosque, se dedican a esperar a que caiga del cielo un paquete, un bizcocho � algo as�, perseverando en su ansia. Todos quedaron con el gusto amargo.
De pronto, Anc�zar se interrumpe, habiendo escuchado el silbido tenue en una frecuencia que no sintonizo; �Pero vamos a comer, mijo, que nos est�n haciendo se�as�.

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Jes�s I. Callejas (Cuba). Actualmente reside en Miami, Florida. Ha publicado varios
libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil r�os de la cerveza y otras historias (2000),Cuentos de Callejas (2002) y Cuentos bastardos (2005). Adem�s, Proyecto Arcadia (Poes�a, 2003); y la novela Memorias amorosas de un afligido (2004). Sus rese�as de cine aparecieron en varias revistas locales, as� como en otras virtuales (La Casa del Hada). Tiene un libro de prosas po�ticas in�dito y se encuentra escribiendo otra novela, paralelamente desarrolla un libro sobre la influencia del cine en su vida, a la vez que expone en el mismo rese�as y cr�nicas de caracter hist�rico-cr�tico. Sus cuentos y novela han sido rese�ados por peri�dicos y revistas algunos de sus cuentos aparecen en el portal www.geocities.com/lacasadelhada,  El www.polsegera.com/Rinc�n Literario y Resonances.org.
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Jes�s I. Callejas es descendiente de Manuel Curros Enr�quez, junto a Rosal�a de Castro, el mejor poeta de lengua gallega.
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