La Casa del Hada
                                        Sinfon�a  er�tica


Un cuento de

                                Lina Mar�a P�rez


                                               
Escritora y lectora colombiana




                                                       Es espantoso cuando la vida real de pronto
                                                       resulta ser un sue�o, pero �Cu�nto m�s
                                                       espantoso cuando lo que uno ha cre�do que
                                                       era  un sue�o �fluido e irresponsable- de
                                                       pronto empieza a cuajarse como realidad!                     

                                                            
El Ojo. Vladimir Nabokov


   La espera es id�ntica a la de todos los mi�rcoles. La misma  sensaci�n quemante de la copa en la mano  y  de mi  lengua morbosa  impregnada de brandy.  Una m�sica sensual se acompasa con la totalidad de mis sentidos convocados ante la   promesa de  la funci�n semanal de sexo en vivo. La falsa niebla ya comienza a llenar el aire prodigando esa atm�sfera que encubre las identidades de los protagonistas y del �nico espectador  de turno.

  Cuando descubr�  El Palacete  comprend� que era el �mbito ideal para dar rienda suelta a mis perversiones �inocentes o no, s�lo me pertenecen a m� -  que exorcizan esos demonios maliciosos. Cada  detalle  est� dise�ado para clientes acostumbrados a pagar tarifas complacientes  con nuestras excentricidades. La discreci�n del lugar es, adem�s,  un componente adicional  a la variedad de servicios; el men� incluye desde las m�s conocidas  hasta las m�s sofisticadas maneras de concebir el  deleite   er�tico. En mi caso, acudo  a un acogedor recinto  del segundo piso del ala Norte,  cuya puerta se abre a un escenario en el que el sexo se practica como espect�culo para otros.

   Disfruto haciendo el amor, eso lo pueden atestiguar las mujeres que comparten mi cama;  aqu� en El Palacete, gozo como c�mplice de la m�s espl�ndida de las actuaciones en la que un hombre y  una mujer  se  acoplan buscando la satisfacci�n de un observador. El brandy desempe�a en m� un doble efecto: me relaja y me enciende.  Gracias a �l prescindo del estorbo de los prejuicios o de cualquier se�alamiento moral o patol�gico. Es una manera sofisticada  de contentar  mis emociones er�ticas, lo s�. Nadie se atrever�a a juzgarme si deseo  complacer mis sentidos cuando voy a un concierto, y  me instalo en una silla de la platea para seguir la ejecuci�n del conjunto majestuoso de una orquesta sinf�nica.  Y qu� diablos, declaro mi derecho al morbo y punto. 

  Turno mis actividades secretas en El Palacete con la pr�ctica de mi fascinaci�n por la conquista femenina.  Colecciono m�todos ingeniosos y  audaces  que me ponen  a salvo de los espor�dicos  y cada vez m�s virulentos ataques de celos  de  Leonora. Ella, inerme y un tanto ingenua, esgrime su furia contra mis desapariciones de los mi�rcoles al final de la tarde, y amenaza con una cosa, desaf�a con la otra; s�lo supone mis infidelidades y  nunca las puede sustentar.  Aplaco su hostilidad  con mi habilidad para seducirla, y termina olvidando su rabia.

    Mientras el brandy se recrea en su tarea quemante pienso en mi suerte: durante los cinco a�os de un ponderado matrimonio  he alcanzado el grado supremo de feliz impunidad. Resguardo mi reputaci�n  laboral,  y sobretodo,  mi organizaci�n familiar. Acomodado en este sill�n de plumas y almohadones de seda, y a breves momentos de iniciar la sesi�n, la imagen de Leonora  me resulta  estimulante. En ella fluye la eficacia de una buena educaci�n y modales adecuados a mi estatura profesional y social, y sobretodo,  no esgrime  remilgos feministas. Leonora no es hermosa,   pero  tiene talento para suplir esa carencia con un cuerpo hospitalario y talante desparpajado a la hora del sexo: caderas desinhibidas, senos  apetecibles, br�os voluptuosos.    La evocaci�n  de los deleites reservados por   mi esposa para mi exclusivo placer logra  deponer la molestia que me causa su obsesi�n por mis travesuras.

   Algunos movimientos  en el �escenario�, con su tinglado,  anuncian que  la sesi�n est� a punto de comenzar.  Y si recurro de nuevo a la analog�a, el momento se parece  a aquella actividad previa a un concierto en el que m�sicos, partituras e instrumentos se disponen  para el ingreso del director. Un  hombre vigoroso de edad incierta y  cuya apariencia se me escapa,  ingresa portando una bandeja  con  velas de colores que reparte estrat�gicamente alrededor de la cama. El ambiente ya est� convocado: la penumbra, la m�sica,  el aroma a incienso, el velo transparente que permite entrever  sutilmente lo que acontece de lado y lado.

   Con lenta  y calculada maniobra el hombre  se despoja  de la ropa, observa su exuberante desnudez en el espejo y se recuesta en la cama.   El brandy me  acaricia enc�as, labios, dientes; me recreo en ese deseo expectante instalado en el eje palpitante bajo mi vientre.  La vitalidad de un  cuerpo femenino irrumpe y con un encanto teatral me da la espalda;  la t�nica  que la cubre se desliza hasta el suelo, y  el hombre se incorpora  y  se apresura a  tomar a su pareja. Sus manos resbalan lentamente  por el dorso de ella  y se posan en esas caderas vigorosas.   Ella se deja recorrer en ese tanteo   explorador  y    empuja  suavemente al hombre hacia la cama para fundirse en un beso iniciador  de la ceremonia. Avanza ante mi presencia el crescendo  de  instintos de estos amantes brumosos, diestros en  la seducci�n; nuevos besos, toques y caricias fluyen  en sinton�a. 

   Con la evidencia de mi excitaci�n me acomodo en mi trono voyerista, y ellos a su vez  disfrutan presintiendo la avidez  de mi morbosidad.  Mis ojos comienzan a tamizar las sombras, a delinear las curvas complacientes; los latidos de mi pecho se acompasan  a los de esos espl�ndidos torsos cabalgantes.  La imagen no puede ser m�s sublime: sus presencias fugaces se materializan en giros,   jadeos,  y ardores; parecen una alucinaci�n, un par de espectros desinhibidos que a su vez se complacen en ser observados.    Mientras   el sexo se torna en protagonista de la escena en la que ellos act�an  y yo acecho,  me deleito en  las fantas�as que me suscita  esa mujer  an�nima cuyos �mpetus y vibraciones me inquietan m�s all� de lo esperado;  imagino besar sus senos, estimular su pasi�n, tocarla toda, penetrarla  con  mi miembro  erecto; adue�arme  de ese �xtasis ajeno  y mimetizarme  en el festejo de bocas y lenguas, manos y dedos, muslos y nalgas, pene y vulva que convoca mi  voluptuosidad hasta los extremos  del desenfreno. 

   El hombre y la mujer  ejecutan su acto all�, al otro lado del velo, pero ellos saben que en este lado hay un alguien estremecido de lascivia como �nico testigo y c�mplice.  Me pregunto   sobre  las dotes  pasionales de esa hembra, voraz en la iniciativa,  �vida en la r�plica,   y sabia en dirigir posiciones con las que retarda el orgasmo de su amante de turno. Me sorprende su vigor para ejecutar un acoplamiento que le ser� bien pagado;  me emociona esa mujer que se complace en dar  un gozo aut�ntico al hombre. Ella parece estar fuera  del esquema de aquella que vende su cuerpo,  y el hombre, pegado a su placer le agradece con audaces caricias.

   La atm�sfera de sensualidad resulta perfecta; el temblor de la luz de las velas proyecta esa pareja an�nima en los muros tambaleantes. La ilusi�n suspendida  del acto casi m�gico es la cima  del desenfreno:  sus cinturas sincopadas, las cadencias de sus suspiros, el  remolino de sus siluetas,  me dan la sensaci�n, casi est�tica, de que ante m� est�n componiendo una perfecta sinfon�a er�tica  en comp�s del  s� vital que emana de sus lujurias.  Desde mi condici�n privilegiada de voyerista,  soy el c�mplice er�tico perfecto  de ese ritual protagonizado para m� y que termina  con un �xtasis  portentoso para los tres. 

  Cierro los ojos y respiro hondo para recuperar la compostura despu�s del placer. La sesi�n de hoy ha sido insuperable.   El hombre y la mujer entrelazan sus cuerpos satisfechos. Se corre una cortina pesada; ya no importan ni la mujer  ni el hombre, e intento olvidar el espejismo en el que pretend� estar del otro lado del velo actuando en la funci�n.  Mientras  saboreo lentamente otro brandy me alisto para el ba�o termal con sales aromatizadas que, como siempre, me devolver� la cordura. 

   Calculo la hora de la comida hogare�a; no es prudente romper las estrechas rutinas de Leonora para evitar  reproches y desaf�os.   Miro el reloj  una vez m�s, con la esperanza de disponer de una hora.  Me urge el deseo inaplazable de conocer a  la mujer que minutos antes  llen� mis fantas�as con el �mpetu de su cuerpo y emociones.  Que hoy es su primer d�a de trabajo  y se siente    halagada, me dicen.  Ha aceptado  el encuentro en el bar de El Palacete  y   me advierten que cobra  una cifra exorbitante  en caso de  concertar una cita  posterior.

    Estirar las piernas recupera  mi  aplomo. La acogedora  penumbra del bar fortalece mi   audacia para la conquista  inminente.  Me acerco con paso firme a la mesa 25, donde a contraluz, la mujer,  con su aspecto fantasmal me da la espalda.  Calculo la distancia  para inclinarme sobre su cuello con  el deseo  de expresarle  una galanter�a.   Un presentimiento aterrador  me frena en seco mientras  observo los movimientos pausados con los que se levanta  de la mesa; su cuerpo se materializa  en c�mara lenta y  gira  hacia m�.  El espanto de mi mirada, ya acostumbrada a  la media luz, me enfrenta a la sonrisa  burlona de Leonora. -.



*****

* Lina Mar�a P�rez, escritora y lectora colombiana, galardonada en importantes concursos nacionales e internacionales, entre ellos el Juan Rulfo de narrativa negra, de Radio Francia Internacional, el Ignacio Aldecoa, convocado en Espa�a.

Panamericana Editorial de Colombia acaba de lanzar Cuentos punzantes, con ocho relatos  representativos de su escritura seria y l�dica a la vez, construida con s�lida y cuidadosa tarea frente al lenguaje y una atm�sfera llena de humor negro, cr�tica social y cultural, que retrata con acierto la situaci�n del ser humano obligado a asumir por obligaci�n el caos universal y por naturaleza amortiguarlo con el juego creativo y la palabra utilizada como arma sutil y materia prima para hurgar en las llagas de lo imprevisto, lo inevitable, doble filo punzante: s�tira sensitiva.

Este cuento hab�a sido publicado en Ardores y furores. Relatos er�ticos de escritoras colombianas. Editorial Planeta, Bogot�, 2003.

Lina Mar�a es autora de una selecci�n de cuentos galardonados en diversos concursos gen�ricos: Cuentos sin antifaz (Arango Editores, Bogot�, 2002), A la sombra de una n�nfula (biograf�a de Vladimir Nabokov, Panamericana, 2004), Mart�n Tominejo (relato infantil, Bogot�, 2006, Panamericana)

Tomado de
Cronopios12 Aug 2006 23:14:52 -0500
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