La Casa del Hada
                LOS  ENANOS

   
                                         
Por Luz E. Macias

                                     ... se encendi� de pronto en mi coraz�n
                                             otro sentimiento ... el sentimiento de
                                             dominar y de poseer.  Mis ojos se en-
                                             fuerza la mano.
                                                    Fedor Dostoyevski

Ejecutar un genocidio es cosa que los seres humanos dignos pueden hacer. Es justificable bo-rrar del hemisferio lo innoble que lo habita. No tienen coraz�n. Hay que verlos bajo la carpa del circo, bambole�ndose en las cuerdas del trapecio. Haciendo temblar al p�blico de horror, presintiendo la ca�da al vac�o y el grito que sale de sus bocas, acompa�ado con aplausos y otro, otrooo ... otroooo ... que se repita. Los llena de vanidad y de ego�smo. Son seres horribles. Nacen para ser odiados por los que no somos como ellos. Otros dicen que son personas normales.

Muchos de ellos son casados y viven bajo la carpa con sus familias. Sus hijos tambi�n como sus padres heredan estas profesiones, las que van siendo cada d�a m�s controladas y dominadas por estos seres envidiosos. Los desprecio. Les aseguro que yo soy el mejor trapecista. Los enanos me roban el espect�culo m�s sublime que he podido concebir en toda mi carrera. Lo logro con la p�ctica, la concentraci�n y el esfuerzo que todos los d�as repito como una vieja canci�n en los telares del aire. No permitir� que estos seres extra�os me quiten el derecho de ser grande entre los grandes. Todas las noches, despu�s de mi acto, me siento en el palco para mirar desde ah� c�mo ellos se ba-lancean en los columpios, y en mi mente sistematizo el ritmo del vaiv�n de las cuerdas. Uno de ellos recoge a la mujer de piel trigue�a que danza por los aires en mil�simas de segundos y es rescatada por otro de los enanos que, entrelaza sus pies en la va-rilla del trapecio, estira las manos para recogerla, despu�s de la quinta vuelta por el aire. El hurra y los aplausos se despliegan por doquier, llegan como ecos a las jaulas de los elefantes quienes con un grito de dolor les devuelven su agon�a a los espectadores. A veces escuchamos a los leones rugir encendidos de j�bilo ante los aplausos de los participantes en el programa. Despu�s de la funci�n las personas se arremolinan en la carpa para pedir aut�grafos y yo, como un tonto, me siento a observarlos. La misma noche que llegu�, me asombr� de la energ�a y atracci�n que invade a la concurrencia ante este enfrentamiento con la muerte.

Empec� siendo muy joven, primero fui payaso. Despu�s con mi simpat�a y amabilidad consegu� reemplazar a uno de los enanos ma-labaristas a quien una peste extra�a lo llev� a retirarse. Tuve que trabajar d�a y noche para convencerlos de que yo era la persona indicada. Mucho tiempo pas� para que me reconocieran el trabajo. Me cambiaron a otro lugar, el trapecio, s�lo porque llegu� a ser el mejor. Yo encantado, acept� mudar de oficio. Me promet�an un sueldo respetable. Imaginaba volar como Juan Salvador Gaviota. Al principio me fue dif�cil. Sub�a al columpio y empezaba a dar tumbos, sent�a un vac�o en mi est�mago y mi cabeza se desmadejaba como el algod�n de az�car en la boca. Era una agon�a levantarme a las cinco cada ma�ana, para empezar mi entrenamiento. "S�lo en el vuelo puedo encontrar la perfecci�n," me dec�a al despertar. Con gran esfuerzo arrastraba mis pies de culebra por la ruta que me llevaba al columpio. Algunas veces me preguntaba qui�n de ellos fue el que invent� este trabajo para m�. Se viv�an d�as de incertidumbre. Corr�an rumores por la carpa. La verdad, yo no era una persona arrojada. Sin embargo, era este trapecio al que miraba embelesado. Antes, cuando era un espectador, me ima-ginaba danzando por los aires teniendo el cielo por carpa. Me convert�a en el ser m�s admirado porque despu�s de cinco vueltas regresaba a la barra. Este vuelo macabro me hac�a potente. As� pude mirar desde arriba mientras ellos en tierra  elevaban sus cuellos de cisne hacia m� como si quisieran alcanzarme. Abajo el p�blico aplaud�a. Me sent�a fuerte. Pod�a pasearme por todo el circo. Los payasos me envidiaban. Los elefantes me llamaban para que me balanceara en sus colmillos de marfil. S�lo los domadores me miraban con rabia, queriendo abrir las jaulas de los leones. Yo les miraba sonreido.

Es cierto que yo no tengo familia, ni mujer, pero siempre me las arregl� para no estar solo. Una buena hembra dotada de belleza y gracia es buena para hacer compa��a a un hombre solitario. Sin embargo, la mujer que me acompa�a en el trapecio, a diferencia de ellos, es alta y esbelta y se balancea en los columpios con una sensualidad que me incita a hacer el amor. Todos la deseamos, no lo niego, pero me enamor� desde que la vi. Ella me ignora, aun cuando yo no soy diminuto. Tampoco siente el menor respeto por m�. Me ve igual que a todos: feo, peque�o, sin sensualidad.

�C�mo llegu� a ser trapecista? No lo s�. Tal vez por ella, es tan bella que cualquier hombre que tenga cinco sentidos y es activo a percibir el erotismo que emana se mecer�a en ese trapecio, s�lo por tocarle las manos, por tenerla un segundo bajo su dominio, y por verla humillada ante el vac�o que se abre como una tumba putrefacta a sus pies, por mirarla a los ojos. Por ella llegu� a ser el mejor trapecista. Es una forma de hacerla m�a en cada acto. Cuando la recojo del aire temblando entre mis brazos, con sus manos sudadas, mi secreci�n contenida, todo por el miedo de dejarla suspendida en el aire y nunca m�s pueda mecerse en los aplausos y gritos de ese p�blico expectante que la admira. Su transpiraci�n a sexo me envuelve como un animal, total, para despu�s irme a llorar mi soledad a un rinc�n. Nunca he sentido mecerme en esas olas que suben y bajan como las mareas para gozar en toda la magnificiencia de su cuerpo, de sus piernas, de su t�rax que aguijonean mis gl�ndulas para luego no saciarme en su rutas inexplorables, en ese monte intocable a mis manos, para no sumergir este volc�n en erupci�n que brota incontrolable de mi cuerpo que se agita y me destroza. Despu�s, cuando pasa la tormenta y la calma llega a mi cuerpo, lloro de rabia, pero �qu� tonto soy! me quiero mucho como para involucrarme con seres que no son humanos. Escucho entonces cuando la audiencia injusta la aplaude y le gritan que se repita el salto. A m� s�lo me asalta el deseo de ser de ella. Su vida depende de m�. Soy yo quien balanceo mi cuerpo en el vac�o con mis pies trenzados en el trapecio y mis manos estiradas la rescatan. Muchas veces he intentado dejarla caer y luego decir que el salto fue mal calculado. Pero no, es tanto el amor por ella que tiemblo de s�lo pensar que la perder� y feliz la recibo en mis manos. Siento odio por todos los que trabajan junto a nosotros. Rencor por los enanos que la tocan, la besan, la aman, que le hagan el amor mientras a m� me niega todo. Ella es la �nica que conoce el desprecio que yo siento por esos seres insignificantes que no hacen feliz a ninguna mujer. Nunca me reprocha por ese odio que va calando mis huesos, que va penetrando muy adentro de mi sangre, que corre por mis poros hasta irse sentando en mis sienes. Yo mismo me digo a solas. Me repito al o�do sin que nadie se entere, porque estos seres horripilantes perciben el mas m�nimo ruido, te escudri�an, te miran a los ojos y saben lo que piensas. Nunca vislumbro amor dentro de estos seres extra�os que en sus ojos aseguras ver la l�stima y el desprecio que sienten por los dem�s que no somos como ellos. Por eso a solas repito " me vengar� de todos ellos."

Con el tiempo la trapecista se convirti� en mi confidente. Le contaba mis andanzas, a las mujeres que am�, mis sue�os, mi futuro, por qu� no me casaba. Sue�o como todo hombre, tener una familia, pero soy exigente. "Las mujeres son para el placer" -dicen-. La m�a tendr�, tambi�n, que ser para otras cosas, a la altura de ella. Nunca habl� de mis sentimientos. Pens� que se rend�a a mis pies s�lo con mis secretos de amigo. Con todo esto, ella se burl� de m�. Se fue con el due�o del circo, hombre asqueroso. Los vi salir. Se r�en. Se besan. Juro que los aplastar�. Son de la misma cala�a: enanos, feos y tramposos.

Les tejo una trampa. S� que circulan rumores de que la amo. Nadie lo disimula. Tengo que tener cuidado. S� que es de todos menos m�a. He visto como a ellos les da lo que a m� me ha negado y yo que la amo de verdad. Total, son ellos los culpables. Yo no quiero hacerle da�o. Ellos me cambian a la secci�n de domadores. Me enga�an. Ya entre leones no puedo tenerla. Ya no mirar� dentro de sus ojos, no sentir� su palpitar, no beber� su perfume, no aspirar� su sexo, no endulzar� su miedo, no saborear� su respiraci�n agitada cuando la rescato de los hilares del vac�o. (Son ratas pestilentes. Se deben borrar del mapa).

Es por eso que esta noche de cuarto creciente les doy a beber el semen de mi impotencia. Los exterminar�. A ella la tomar� a la fuerza. La llevar� lejos donde nadie escuche sus gritos. As� la amar� hasta la muerte. La poseer� tantas veces sin tiempo ni espacio hasta que nos encuentre la polic�a. Ella quiz�s amortajada, fl�cida su piel y yo bebiendo de ese c�liz que me embriaga.

  Afuera hay cientos de enanos que me persiguen �


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Luz E Mac�as (Colombia, )  narradora, ha publicado  Los Pasos cuentos del cielo y del infierno, (2000) y Los fantasmas en el espejo, (2003). Fundadora de la revista literaria La Casa del Hada, desde 1994 y editora de La Cueva de la Sibila. El Hijo Buenitoooo (drama) fue producida por el festival de verano I.A.T.I. New York 1990. Dirigida por Manuel Martin rese�ada por el New York Newsday y prologada por el dramaturgo mexicano Emilio Carballido. Invitada a la feria del libro de Bogot� 2004 y la feria internacional de Miami 2001. Sus cuentos han sido publicados en varios revistas literarias, peri�dicos  y revistas virtuales.
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