La Casa del Hada

                   La mordedura del cristal  


No estaba del lado opuesto de una gran pecera ataviada de extra�os ventanales, rodeado por formas que adquir�an la corp�rea consistencia de lo conocido, aunque remoto por abandonarnos una y otra vez; estaba en la pecera, y desde su propio cuerpo pudo ver lo que usualmente ve�a en diferentes parajes y momentos. Era incapaz de discernir cu�les diferencias entronizaban su carne con la habitaci�n, desesperado ante la quietud que sent�a en sus movimientos y la apresurada alteraci�n de las paredes obscuras del recinto. Cuando intentaba abandonar el lugar, parec�ale romper las murallas de sus propios huesos. Sudaba entre insoportables espasmos y la deformaci�n de ideas le provocaba una repugnancia sangu�nea m�s terror�fica que dolorosa. Estaba alerta, evitando precipitarse en el letargo vil que ataca a quienes no pueden despertar, presintiendo la fiebre divagante contagiar en sus m�sculos esa fr�a mol�cula de la acidez que inunda la temperatura. El llanto hu�a ante el desconcierto y la risa, diseminada falsamente, se convert�a en grotesco murmurio de latitudes met�licas. Las formas a su alrededor se agigantaban con pereza desconcertante y su propio tama�o, aun movi�ndose, segu�a petrificado. Tal estado de perversa vigilia era invariable entre las paredes de solidez barrosa, empa�ada. No pod�a hacer o�r los roncos estertores, pues percib�a que en la distancia entre la puerta y su pecho, se gestaba la construcci�n sistem�tica de una muralla de inflamados cristales. Estaba en un acuario sin agua. Pod�a ver a la gente tras la nitidez absurda de la pintura chorreada con c�scaras de verguenza sint�tica. Varias formas, sinuosamente, rodeaban su figura en movimiento inm�vil. Aleteaban sus ojos, comprobando los estragos de su fuerza en la brisa reticente y caminaba sin desplazarse del orbe de partida, sabiendo que sus centros de consistencia gravitacional le otorgaban un balance de poderosa aniquilaci�n. Molecular fortaleza desplomada entre rescoldos de savia arenosa, debilitada por palpitaciones crecientes; los br�os, redoblados por espasm�dicos esfuerzos sucumb�an c�clicamente perdiendo vigencia en la desesperaci�n. En la jaula de nitidez feroz, el �nico l�quido circundante atravesaba, desde adentro, los surcos de su lengua sangrante y gastada por desgarraduras repetitivas. El brazo continuaba est�tico, pero �l, en su abortado af�n por escapar de la prisi�n inesperada cre�a haber ganado algunos miserables palmos de distancia al asfixiante vac�o. Vio al escualo subir desde el recinto de los pies desnudos; piel gelatinosa ras� con siniestra delicadeza la envoltura de sus crispados dedos. El tibur�n lo acech� durante pulsaciones circulares y present�, al fin, sus ojos ex�mines. Sinti� un falso c�firo de alivio cuando crey� serle inadvertido, cuando crey� en la ceguera del monstruoso esp�cimen. El tibur�n lo miraba y su no mirada fue m�s feroz que la mirada misma; orientado por imperceptibles radares de gozoso olfato, se alej� y provoc� nuevos c�rculos de espanto. Le aterraba suponer que aquella inexplicable bestia trucidara su indefensa boca, desprotegida del mal que se revuelca en las asquerosas barrigas de la brutalidad. Vio en la penumbra de la impolutez, c�mo la amurallada cristaler�a se derrumbaba y los gritos de aspereza gutural mor�an ante la destrozada ac�stica de la muscular resistencia. El segundo tibur�n emergi� rozando su cuello con un aletazo sutil; al sentir la leve frialdad, su est�mago experiment� intolerables sacudidas, siendo sumergido en postraci�n lejana y agrietante. Crey� abandonar la habitaci�n denominada cuerpo, ajena e inherente, atravesando una agarrotada pared gr�vida de cuchillas aterciopeladas, pero tasajeantes, como la destemplanza que anticipa la muerte. Vio la pared de blancura inmaculada y en sus bordes, la sucia pintura de im�genes anteriores. Sudaba y sent�a la salada pretensi�n de las gotas sobre ambos labios despe�arse hasta la arrugada faz de la camisa blanquecina; los cabellos escup�an inmensas gotas y el diluvio de sudor le aplast� los salados ojos. Se crey� atrapado por manos subrepticias y fatigado por la visi�n de aquella gente que fraccionaba sus alaridos como salvajes piedras y los lanzaba contra un emitidor de �rdenes que le recordaba que estaba despierto. Entones, percibi� al mirar sus pies, que no descansaba en solidez alguna; flotaba en una sope�a ignorada por sus propios nudos. Una manada de tibios caballos, se despe�aba por su frente; sent�a con lucidez insuperable, las coces golpear como martillos contra frutas reventadas por la futilidad. Un tercer tibur�n apareci� frente a la puerta. Observaba tres icebergs plateados y destellantes arrojando inmundo peso contra espinas herrumbrosas. La habitaci�n se hizo gris, como el s�tano de una piscina m�s ondulante por la luz esparcida entre pliegues invisibles, que por la contenci�n de las futuras aguas. Un acendrado filamento viajaba en la ausencia linf�tica con sobrecogedora morosidad y �l segu�a su curso, hipn�ticamente consolado ante el no desenlace de la situaci�n. Reaccion�; la hebra carmes� se prolongaba en divergencias infinitas y descubri� entonces que de su boca despejada escapaba la sangre delatora. El hilo vagaba por entre las rendijas de sus dientes exasperados y reaccion� concentrando con iteraz vehemencia, su atenci�n en los escualos. Le pareci�, al ver a los tres apunt�ndolo, que una aberrante trifurcaci�n part�a desde la puerta. La dentellada apenas lo hizo reaccionar; no experiment� dolor, sino un golpe �spero seguido por un estallido de sorpresa y el l�quido interior cay� hacia el vac�o que lo anidaba. Mientras la sangre se precipitaba con r�pida festinaci�n, el brazo ondeaba abrumador, chocando contra las paredes del cuadriculado territorio. El fugitivo brazo fue sacudido desesperadamente y el dolor le taladr� los tabiques de las sienes. La boca se torn� nevada en su di�fana crepitaci�n y la sangre macer� las paredes con violencia. Los alaridos del hombre se convert�an en susurros arenosos, cuando la mano cay� pulverizada bajo el d�ctil hocico de la bestia y asemej�se a una goma besada por apremiantes navajazos. El tibur�n aferr� la mano y la sacudi� hasta hacer crujir los debilitados huesos; tir� del hombre, convulsionado como si un cubo celestial se vertiera sobre su reventada masa sin poder moverlo del lugar. Apenas pudo distinguir los exiguos ojos de malevolencia atezada en el fogonazo de filigranas p�rfidas. A trav�s de un agujero perforado en las paredes del holocausto diario vi la carnicer�a perpetrada inesperadamente en un petrificado cuerpo incapaz de escapar o siquiera defenderse. La gente fuera del cristal se tornaba peor que nebulosa y la habitaci�n obscureci� sus preceptos hasta el estigma original. Permaneci� sin suelo, rodeada solamente de murallas diagonalmente evasivas. Los tiburones hab�anse transmutado pese a la envoltura de las viejas formas y la sangre se amartelaba tenue desde las concavidades inmediatas. El ojo, a trav�s de un anillo ensagrentado, viaja el anciano sue�o de las an�foras mortales y los malditos miran hacia m� con ininteligibles fauces: �Esta vez fue casi imposible ponerle la camisa de fuerza!

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Jes�s I. Callejas (Cuba). Actualmente reside en Miami, Florida. Ha publicado varios
libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil r�os de la cerveza y otras historias (2000),Cuentos de Callejas (2002) y Cuentos bastardos (2005). Adem�s, Proyecto Arcadia (Poes�a, 2003); y la novela Memorias amorosas de un afligido (2004). Sus rese�as de cine aparecieron en varias revistas locales, as� como en otras virtuales (La Casa del Hada). Tiene un libro de prosas po�ticas in�dito y se encuentra escribiendo otra novela, paralelamente desarrolla un libro sobre la influencia del cine en su vida, a la vez que expone en el mismo rese�as y cr�nicas de caracter hist�rico-cr�tico. Sus cuentos y novela han sido rese�ados por peri�dicos y revistas algunos de sus cuentos aparecen en el portal www.geocities.com/lacasadelhada, www.resonances.org  y  www.polsegera.com/Rinc�n Literario.

Jes�s I. Callejas es descendiente de Manuel Curros Enr�quez, junto a Rosal�a de Castro, el mejor poeta de lengua gallega.
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