La Casa del Hada
                           Cabeza de gato


                                   
Por Gustavo Tatis Guerra


No sufro de ansiedad y mucho menos en los supermercados. En verdad, la humanidad consumista se ha vuelto adicta a lo innecesario. Cada vez tengo menos tentaciones con la comida, aunque provenga de una regi�n de glotones sabaneros, en la que nunca ha faltado el queso, el suero, la mazorca de ma�z, el ajonjol� y el inevitable cabeza de gato o fuf� (en Cuba), el pl�tano verde machacado con ajo, cebolla y tomate. Tambi�n le dec�amos as� a la yuca que ech�bamos al molino para sacar el ajonjol�. Esa mezcla de yuca con ajonjol� es una exquisitez.
No es mucho lo que apetezco frente a la soledad acondicionada de los supermercados. No soy dulcero. As� que paso de largo ante la panela, la leche condensada y el arequipe. Tengo nostalgia por el buchepavo, un dulce de infancia en Sahag�n que ven�a en unas bolsitas llenas de granitos de ajonjol� acaramelados. Y tambi�n por el arrancamuelas, la polvorosa, el cubanito, el boncholo, los paticos azucarados, la galleta de lim�n. Qu� misterio tienen las palabras. Ahora que escribo esto es mediod�a y pienso en la melcocha. Estoy a punto de escribir melcocha cuando alguien viene en ese instante con una melcocha para m�.
�Qu� te provoca comer ma�ana, Tavo?�me pregunta Yola, mi mam� que ha venido de Sinc�, con deseos de que la acompa�e al supermercado. Recuerdo sus antiguos desayunos con h�gado en cebollitas y tajadas de pl�tano verde, los desayunos con casabe y caf� con leche (el tecciao), el eterno cabeza de gato que tanto adoro, y una rara predilecci�n por la harina de ma�z, aquella promasa de nuestros d�as m�s dif�ciles que mam� embellec�a con tomates sembrados en el patio y lo convert�a en un pastel, en un verdadero y exquisito manjar de nuestra pobreza.

Ahora yo estoy frente a esa harina que me sacude los recuerdos y le pido a mam� que vuelva a prepararlos. S� que si vuelvo a probarlos estar� muy cerca de sus manos; muy cerca de su larga espera de aquel giro enviado por pap� desde el sur de Bol�var, muy cerca de sus l�grimas y su alegr�a. Muy cerca de la cola del patio de Sahag�n donde enterraba mis monedas porque pap� me dec�a que se multiplicar�a la alcanc�a enterrada como un �rbol lleno de monedas.
�Qu� es lo que te provoca comer, mijo?� me pregunta ella sac�ndole el cuerpo a la nostalgia, mirando ahora las s�banas de carne que el carnicero exhibe como una tela muy fina, mientras afila su cuchillo. Estoy prescindiendo de la carne, le digo a mam�, pero ella no me cree. Me da pena ser carn�voro. Me da pena devorarme el cad�ver de una vaca. Cada vez tengo sentimientos de culpa.

Le cuento que no pude comerme una langosta que hab�a visto previamente, con sus ojos fijos y vegetales como dos puntos de color rap� que parec�an repararme. �C�mo reponerse ante la espantosa inocencia de una langosta? Tampoco pude comerme una rana apanada que me brindaron unos amigos en La Habana. Pens� en las ranas plataneras de la casa. Siempre me viene a la mente aquella bella frase de un artista sobre los mataderos: Si fueran transparentes, la gente se volviera vegetariana.

�Entonces qu� es lo que te provoca?�me reclama ella desesperada. En el supermercado no hay lo que busco: no hay el guandul para el mote, ni mucho menos el bleo chupa, la batata, el ajonjol� y el pl�tano mafufo para los patacones. �Ya tendr�s tu mote de queso�, dice mam�. Que no falte nunca el mote de queso, la boron�a, la orchata, el pl�tano en tentaci�n. Que no falte el cabeza de gato.

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