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J.C.
Michèle Najlis

Julio Cortázar, un hombre que embelleció el planeta





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   Obviamente, sabemos que todo el mundo se muere alguna vez. Pero Cortázar era demasiado grandote y bueno como para que eso le ocurriera. Julio Cortázar tenía una sencillez encantadora, que embrujaba rápidamente a los niños y los hacía sus amigos. Tenía una bondad zoológica, reconfortante. Sus grandes ojos claros, de niño siempre asombrado, nos ayudaron a amar el mundo. "En más de veinte años de conocerlo, jamás le vimos un mal gesto, una mala mirada, algo malo contra alguien", me dice Claribel Alegría; y me imagino, al otro lado del teléfono, su cara roja, congestionada por el paso del Ángel de la Muerte, que no debió tocar jamás las manos de Cortázar.
   Pienso en él, y lo veo de nuevo, como si lo estuviéramos viendo otra vez: en Bismona, durante la "Vigilia por la Paz", fuimos un grupito a visitar a los compas guardafronteras en su campamento, que quedaba como a unos seiscientos metros, de noche, en la oscuridad. El compita que nos servía de guía dijo: "Toda esta zona está minada, así que no se separen de mí." Para tranquilizarlo, le comenté a Cortázar: "Eso lo dice sólo para que no nos alejemos y no vayamos a perdernos." Julio comenzó entonces a hablar de la muerte. Le dije que debía de ser terrible ser joven, y de pronto pisar una mina antipersonal y volar hecho pedazos. Me impresionó la forma en que contestó: "Sí, es terrible. Pero a pesar de todo, es una muerte que envidio: uno se muere sin darse cuenta, así, de pronto. Pero es terrible cuando uno ve venir la muerte, la ve acercarse a un ser querido, acechar a esa persona, la hace sufrir, y uno la va viendo morir sin poder hacer nada, sin podérsela arrebatar a la muerte." Íbamos en fila, tomados de la mano para no perder el caminito. Cuando Cortázar me dijo eso, sentí que su mano se ponía tensa, húmeda, fría. Sentí que esa mano sufría. Julio, por entonces, acababa de ver morir a su mujer. Alguien apuntó ayer que por eso él se murió al poco tiempo. Y nosotros también hubiéramos querido arrebatarlo de las manos de la muerte. Pero él prefirió el estallido de una mina que lo hiciera volar en pedazos. Había amado, y quizás sufría demasiado.
   Cuando llegamos al campamento de los guardafronteras, nos sentamos alrededor de una fogata, y Norma Elena Gadea se puso a cantar como sólo canta ella cuando lo hace para los combatientes. En voz baja le dije a Julio: "Voy a contarles a los muchachos que sos un escritor de mucha fama, para que ellos se sientan contentos." Respondió que no, porque entonces los muchachos lo verían con otros ojos "y yo quiero verlos tal como son todos los días, para enriquecerme".
   Le pregunté en esa ocasión qué impresión tenía sobre la "Vigilia por la Paz" en conjunto con los compañeros norteamericanos. Recuerdo que contestó que además de ser una experiencia política importante, era una experiencia humana de gran valor: "Aquí estamos los pueblos que no hablamos el mismo idioma; ellos tienen un gobierno que les enseña a odiarnos, y sin embargo están aquí con nosotros, y sentimos afecto unos por otros, hablamos y reímos juntos, y esto es lindo."
   Julio nos regaló un gran juguete: nos enseñó a jugar con las palabras. El mismo era para nosotros como un grande, amoroso y reconfortante juguete. Era un gran hermano. De pronto vio como el mundo tomaba un rumbo y otro. Y él supo escoger el lado correcto para luchar. Y así, lo vimos con nosotros en esta Nicaragua tan violentamente dulce como dijo él mismo. Una vez escribió refiriéndose a nuestra revolución: "Tengo miedo de que pase lo peor, y no estar allí". Julio estaba dispuesto a morir con nosotros si nosotros debíamos morir.
   El domingo, como a las once de la mañana, sonó el teléfono. Gioconda Belli me dijo llorando: "se nos murió Cortázar". No dijo "se murió Cortázar", sino se nos murió. Y dijo bien, porque Cortázar es nuestro, es una parte querida y próxima de nuestra familia. El corazón de Julio será una bandera más para el combate y la alegría.
   Julio Cortázar, con su bondad y su ternura embelleció nuestro planeta. Ahora, en las flores silvestres, en los campos de Bismona y en los botecitos que cruzan el lago, los ojos claros de Julio nos mirarán crecer y florecer. Nosotros miraremos sus ojos de niño sorprendido, y sonreiremos. Así sabremos que, una vez más, se ha quedado en Nicaragua.

Publicado en Barricada, Nicaragua, el 14 de febrero de 1984

Agradezco a Cecilia Jesús por enviarme este texto.


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