Apocalipsis de Solentiname
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Los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de sorpresas, uno baja en San José de
Costa Rica y ahí están esperándote Carmen Naranjo y Samuel Rovinski
y Sergio Ramírez (que es de Nicaragua y no tico pero qué diferencia
en el fondo si es lo mismo, qué diferencia en que yo sea argentino
aunque por gentileza debería decir tino, y los otros nicas o ticos).
Hacía uno de esos calores y para peor todo empezaba enseguida, conferencia
de prensa con lo de siempre, ¿por qué no vivís en tu patria, qué pasó
que Blow-Up era tan distinto de tu cuento, te parece que el
escritor tiene que estar comprometido? A esta altura de las cosas
ya sé que la última entrevista me la harán en las puertas del infierno
y seguro que serán las mismas preguntas, y si por caso es chez San
Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le parece que allá abajo
escribía demasiado hermético para el pueblo?
Después el hotel Europa y esa ducha que corona los
viajes con un largo monólogo de jabón y de silencio. Solamente que
a las siete cuando ya era hora de caminar por San José y ver si era
sencillo y parejito como me habían dicho, una mano se me prendió del
saco y detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo, poeta, qué bueno
que estuvieras ahí después del encuentro en Roma, de tantos encuentros
sobre el papel a lo largo de años. Siempre me sorprende, siempre me
conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme, vos
dirás que hiervo de falsa modestia pero decilo nomás viejo, el chacal
aúlla pero el ómnibus pasa, siempre seré un aficionado, alguien que
desde abajo quiere tanto a algunos que un día resulta que también
lo quieren, son cosas que me superan, mejor pasamos a la otra línea.
La otra línea era que Ernesto sabía que yo llegaba
a Costa Rica y dale, de su isla se había venido en avión porque el
pajarito que le lleva las noticias lo tenía informado de que los ticas
me planeaban un viaje a Solentiname y a él le parecía irresistible
la idea de venir a buscarme, con lo cual dos días después Sergio y
Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de
una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para
mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el
rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía
por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba
derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse,
bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso
en la finca del poeta José Coronel Urteche, a quién más gente haría
bien en leer y en cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos
poetas, de Roque Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas
hasta que llegó Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua en su yip
y en su panga de sobresaltadas velocidades. Pero antes hubo fotos
de recuerdo con una cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito
celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando
de imágenes paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a
poco una nariz, un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha
nazarena, doña María y don José recortándose contra la veranda. A
todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados
a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del
cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida
me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado
a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el
papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo,
y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre,
el yip, vámonos ya para el lago.
A Solentiname llegamos entrada la noche, allí esperaban
Teresa y William y un poeta gringo y los otros muchachos de la comunidad;
nos fuimos a dormir casi enseguida pero antes vi las pinturas en un
rincón, Ernesto hablaba con su gente y sacaba de una bolsa las provisiones
y regalos que traía de San José, alguien dormía en una hamaca y yo
vi las pinturas en un rincón, empecé a mirarlas. No me acuerdo quién
me explicó que eran trabajos de los campesinos de la zona, ésta la
pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas y otras no
pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del mundo,
la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza:
vaquitas enanas en prados de amapola, la choza de azúcar de donde
va saliendo la gente como hormigas, el caballo de ojos verdes contra
un fondo de cañaverales, el bautismo en una iglesia que no cree en
la perspectiva y se trepa o se cae sobre sí misma, el lago con botecitos
como zapatos y en último plano un pez enorme que ríe con labios de
color turquesa. Entonces vino Ernesto a explicarme que la venta de
las pinturas ayudaba a tirar adelante, por la mañana me mostraría
trabajos en madera y piedra de los campesinos y también sus propias
esculturas; nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía ojeando
los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes barajas
de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos niños en
las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo tan lleno
de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un ángulo,
apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la tela
de puro miedo.
Al otro día era domingo y misa de once, la misa
de Solentiname en la que los campesinos y Ernesto y los amigos de
visita comentan juntos un capítulo del evangelio que ese día era el
arresto de Jesús en el huerto, un tema que la gente de Solentiname
trataba como si hablaran de ellos mismos, de la amenaza de que les
cayeran en la noche o en pleno día, esa vida en permanente incertidumbre
de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente
de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de
miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de
la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida
del Paraguay, vida de Brasil y de Colombia.
Ya después hubo que pensar en volverse y fue entonces
que pensé de nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y
empecé a mirarlos a la luz delirante de mediodía, los colores más
altos, los acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y
girasoles y fiestas en los prados y palmares simétricos. Me acordé
que tenía un rollo de color en la cámara y salí a la veranda con una
brazada de cuadros; Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados
en la buena luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado,
centrando de manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor.
Las casualidades son así: me quedaban tantas tomas como cuadros, ninguno
se quedó afuera y cuando vino Ernesto a decirnos que la panga estaba
lista le conté lo que había hecho y él se rió, ladrón de cuadros,
contrabandista de imágenes. Sí, le dije, me los llevo todos, allá
los proyectaré en mi pantalla y serán más grandes y más brillantes
que éstos, jodete.
Volví a San José, estuve en La Habana y anduve por
ahí haciendo cosas, de vuelta a París con un cansancio lleno de nostalgia,
Claudine calladita esperándome en Orly, otra vez la vida de reloj
pulsera y merci monsieur, bonjour madame, los comités, los
cines, el vino tinto y Claudine, los cuartetos de Mozart y Claudine.
Entre tanta cosa que los sapos maletas habían escupido sobre la cama
y la alfombra, revistas, recortes, pañuelos y libros de poetas centroamericanos,
los tubos de plástico gris con los rollos de películas, tanta cosa
a lo largo de dos meses, la secuencia de la Escuela Lenin de La Habana,
las calles de Trinidad, los perfiles del volcán Irazú y su cubeta
de agua hirviente verde donde Samuel y yo y Sarita habíamos imaginado
patos ya asados flotando entre gasas de humo azufrado. Claudine llevó
los rollos a revelar, una tarde andando por el barrio latino me acordé
y como tenía la boleta en el bolsillo los recogí y eran ocho, pensé
enseguida en los cuadritos de Solentiname y cuando estuve en mi casa
busqué en las cajas y fui mirando el primer diapositivo de cada serie,
me acordaba que antes de fotografiar los cuadritos había estado sacando
la misa de Ernesto, unos niños jugando entre las palmeras igualitos
a las pinturas, niños y palmeras y vacas contra un fondo violentamente
azul de cielo y de lago apenas un poco más verde, o a lo mejor al
revés, ya no lo tenía claro. Puse en el cargador la caja de los niños
y la misa, sabía que después empezaban las pinturas hasta el final
del rollo.
Anochecía y yo estaba solo, Claudine vendría al
salir del trabajo para escuchar música y quedarse conmigo; armé la
pantalla y un ron con mucho hielo, el proyector con su cargador listo
y su botón de telecomando; no hacía falta correr las cortinas, la
noche servicial ya estaba ahí encendiendo las lámparas y el perfume
del ron; era grato pensar que todo volvería a darse poco a poco, después
de los cuadritos de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las
fotos cubanas, pero por qué los cuadritos primero, por qué la deformación
profesional, el arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro
a éste en su eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por
qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la
vida, si todo es lo mismo.
Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por
errores de exposición, los niños en cambio jugaban a plena luz y dientes
tan blancos. Apretaba sin ganas el botón de cambio, me hubiera quedado
tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo frágil
de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba rodeado el
muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el botón y el
muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara ancha
y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se vencía
hacia adelante, el agujero nítido en mitad de la frente, la pistola
del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros
a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles.
Se piensa lo que se piensa, eso llega siempre antes
que uno mismo y lo deja tan atrás; estúpidamente me dije que se habrían
equivocado en la óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente;
pero entonces la misa, los niños jugando en el prado, entonces cómo.
Tampoco mi mano obedecía cuando apretó el botón y fue un salitral
interminable a mediodía con dos o tres cobertizos de chapas herrumbradas,
gente amontonada a la izquierda mirando los cuerpos tendidos boca
arriba, sus brazos abiertos contra un cielo desnudo y gris; había
que fijarse mucho para distinguir en el fondo al grupo uniformado
de espaldas y yéndose, el yip que esperaba en lo alto de una loma.
Sé que seguí; frente a eso que se resistía a toda
cordura lo único posible era seguir apretando el botón, mirando la
esquina de Corrientes y San Martín y el auto negro con los cuatro
tipos apuntando a la vereda donde alguien corría con una camisa blanca
y zapatillas, dos mujeres queriendo refugiarse detrás de un camión
estacionado, alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada,
llevándose una mano al mentón como para tocarse y sentirse todavía
vivo, y de golpe la pieza casi a oscuras, una sucia luz cayendo de
la alta ventanilla enrejada, la mesa con la muchacha desnuda boca
arriba y el pelo colgándole hasta el suelo, la sombra de espaldas
metiéndole un cable entre las piernas abiertas, los dos tipos de frente
hablando entre ellos, una corbata azul y un pull-over verde. Nunca
supe si seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una
cabaña con techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco
del más próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde
un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles
y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la
frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor
en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo
sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo
sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí
apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de
esa muerte y alcancé a ver un auto que volaba en pedazos en pleno
centro de una ciudad que podía ser Buenos Aires o São Paulo,
seguí apretando y apretando entre ráfagas de caras ensangrentadas
y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera
boliviana o guatemalteca, de golpe la pantalla se llenó de mercurio
y de nada y también de Claudine que entraba silenciosa volcando su
sombra en la pantalla antes de inclinarse y besarme en el pelo y preguntar
si eran lindas, si estaba contento de las fotos, si se las quería
mostrar.
Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno
no sabe cómo ni por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite
que tampoco sabe. Sin mirarla, porque hubiera comprendido o simplemente
tenido miedo de eso que debía ser mi cara, sin explicarle nada porque
todo era un solo nudo desde la garganta hasta las uñas de los pies,
me levanté y despacio la senté en mi sillón y algo debí decir de que
iba a buscarle un trago y que mirara, que mirara ella mientras yo
iba a buscarle un trago. En el baño creo que vomité, o solamente lloré
y después vomité o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde
de la bañera dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina
y prepararle a Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y
entonces sentir el silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba
ni venía corriendo a preguntarme, el silencio nada más y por momentos
el bolero azucarado que se filtraba desde el departamento de al lado.
No sé cuánto tardé en recorrer lo que iba de la cocina al salón, ver
la parte de atrás de la pantalla justo cuando ella llegaba al final
y la pieza se llenaba con el reflejo del mercurio instantáneo y después
la penumbra, Claudine apagando el proyector y echándose atrás en el
sillón para tomar el vaso y sonreírme despacito, feliz y gata y tan
contenta.
-Qué bonitas te salieron, esa del pescado que se
ríe y la madre con los dos niños y las vaquitas en el campo; espera,
y esa otra del bautismo en la iglesia, decime quién los pintó, no
se ven las firmas.
Sentado en el suelo, sin mirarla, busqué mi vaso y lo bebí
de un trago. No le iba a decir nada, qué le podía decir ahora, pero
me acuerdo que pensé vagamente en preguntarle una idiotez, preguntarle
si en algún momento no había visto una foto de Napoleón a caballo. Pero
no se lo pregunté, claro.
San José, La Habana, abril de 1976
De Alguien que anda
por ahí Cortázar, Julio; Cuentos
completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
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