El perseguidor
(2ª parte)
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Cuando no se está demasiado seguro
de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores. Dos o tres días después
he pensado que tenía el deber de averiguar si la marquesa le está facilitando
marihuana a Johnny Carter, y he ido al estudio de Montparnasse. La marquesa es
verdaderamente una marquesa, tiene dinero a montones que le viene del marqués, aunque
hace rato que se hayan divorciado a causa de la marihuana y otras razones parecidas.
Su amistad con Johnny viene de Nueva York, probablemente del año que Johnny se hizo
famoso de la noche a la mañana simplemente porque alguien le dio la oportunidad
de reunir a cuatro o cinco muchachos a quienes les gustaba su estilo, y Johnny
pudo tocar a sus anchas por primera vez y los dejó a todos asombrados. Este no
es el momento de hacer crítica de jazz, y los interesados pueden leer mi libro
sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra, pero bien puedo decir que el
cuarenta y ocho -digamos hasta el cincuenta- fue como una explosión de la música,
pero una explosión fría, silenciosa, una explosión en la que cada cosa quedó en
su sitio y no hubo gritos ni escombros, pero la costra de la costumbre se rajó
en millones de pedazos y hasta sus defensores (en las orquestas y en el público)
hicieron una cuestión de amor propio de algo que ya no sentían como antes. Porque
después del paso de Johnny por el saxo alto no se puede seguir oyendo a los músicos
anteriores y creer que son el non plus ultra; hay que conformarse con aplicar
esa especie de resignación disfrazada que se llama sentido histórico, y decir que
cualquiera de esos músicos ha sido estupendo y lo sigue siendo en-su-momento. Johnny
ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó. La marquesa,
que tiene unas orejas de lebrel para todo lo que sea música, ha admirado siempre
una enormidad a Johnny y a sus amigos del grupo. Me imagino que debió darles
no pocos dólares en los días del Club 33, cuando la mayoría de los críticos protestaban
por las grabaciones de Johnny y juzgaban su jazz con arreglo a criterios más que
podridos. Probablemente también en esa época la marquesa empezó a acostarse de
cuando en cuando con Johnny, y a fumar con él. Muchas veces los he visto juntos
antes de las sesiones de grabación o en los entreactos de los conciertos, y Johnny
parecía enormemente feliz al lado de la marquesa, aunque en alguna otra platea
o en su casa estaban Lan y los chicos esperándolo. Pero Johnny no ha tenido jamás
idea de lo que es esperar nada, y tampoco se imagina que alguien pueda estar esperándolo.
Hasta su manera de plantar a Lan lo pinta de cuerpo entero. He visto la postal
que le mandó desde Roma, después de cuatro meses de ausencia (se había trepado
a un avión con otros dos músicos sin que Lan supiera nada). La postal representaba
a Rómulo y Remo, que siempre le han hecho mucha gracia a Johnny (una de sus grabaciones se llama así), y decía: "Ando solo en una multitud de amores", que
es un fragmento de un poema de Dylan Thomas a quien Johnny lee todo el tiempo. Los
agentes de Johnny en Estados Unidos se arreglaron para deducir una parte de sus
regalías y entregarlas a Lan, que por su parte comprendió pronto que no había
hecho tan mal negocio librándose de Johnny. Alguien me dijo que la marquesa dio
también dinero a Lan, sin que Lan supiera de dónde procedía. No me extraña porque
la marquesa es descabelladamente buena y entiende el mundo un poco como las tortillas que fabrica en su estudio cuando los amigos empiezan a llegar a montones, y que
consiste en tener una especie de tortilla permanente a la cual echa diversas cosas
y va sacando pedazos y ofreciéndolos cuando hace falta.
He encontrado a la marquesa con Marcel Gavoty y con Art Boucaya,
y precisamente estaban hablando de las grabaciones que había hecho Johnny la tarde
anterior. Me han caído encima como si vieran llegar a un arcángel, la marquesa
me ha besuqueado hasta cansarse, y los muchachos me han palmeado como pueden hacerlo
un contrabajista y un saxo barítono. He tenido que refugiarme detrás de un sillón,
defendiéndome como podía, y todo porque se han enterado de que soy el proveedor
del magnífico saxo con el cual Johnny acaba de grabar cuatro o cinco de sus mejores
improvisaciones. La marquesa ha dicho en seguida que Johnny era una rata inmunda,
y que como estaba peleado con ella (no ha dicho por qué) la rata inmunda sabía
muy bien que sólo pidiéndole perdón en debida forma hubiera podido conseguir el
cheque para ir a comprarse un saxo. Naturalmente Johnny no ha querido pedir perdón
desde que ha vuelto a París -la pelea parece que ha sido en Londres, dos meses
atrás- y en esa forma nadie podía saber que había perdido su condenado saxo en
el métro, etcétera. Cuando la marquesa se echa a hablar uno se pregunta si el estilo
de Dizzy no se le ha pegado al idioma, pues es una serie interminable de variaciones
en los registros más inesperados, hasta que al final la marquesa se da un gran
golpe en los muslos, abre de par en par la boca y se pone a reír como si la estuvieran
matando a cosquillas. Y entonces Art Boucaya ha aprovechado para darme detalles de la sesión de ayer,
que me he perdido por culpa de mi mujer non neumonía.
-Tica puede dar fe -ha dicho Art mostrando a la marquesa que
se retuerce de risa-. Bruno, no te puedes imaginar lo que fue eso hasta que oigas
los discos. Si Dios estaba ayer en alguna parte puedes creerme que era en esa
condenada sala de grabación, donde hacía un calor de mil demonios dicho sea de
paso. ¿Te acuerdas de Willow Tree, Marcel?
-Si me acuerdo -ha dicho Marcel-. El estúpido pregunta si me
acuerdo. Estoy tatuado de la cabeza a los pies con Wittow Tree.
Tica nos ha traído highballs y nos hemos puesto cómodos
para charlar. En realidad hemos hablado poco de la sesión de ayer, porque cualquier
músico sabe que de esas cosas no se puede hablar, pero lo poco que han dicho
me ha devuelto alguna esperanza y he pensado que tal vez mi saxo le traiga buena suerte a Johnny. De todas maneras no han faltado las anécdotas que enfriaran
un poco esa esperanza, como por ejemplo que Johnny se ha sacado los zapatos entre
grabación y grabación, y se ha paseado descalzo por el estudio. Pero en cambio
se ha reconciliado con la marquesa y ha prometido venir al estudio a tomar una
copa antes de su presentación de esta noche. -¿Conoces a la muchacha que tiene
ahora Johnny? -ha querido saber Tica. Le he hecho una descripción lo más sucinta
posible, pero Marcel la ha completado a la francesa, con toda clase de matices
y alusiones que han divertido muchísimo a la marquesa. No se ha hecho la menor
referencia a la droga, aunque yo estoy tan aprensivo que me ha parecido olerla
en el aire del estudio de Tica, aparte de que Tica se ríe de una manera que también
noto a veces en Johnny y en Art, y que delata a los adictos. Me pregunto cómo
se habrá procurado Johnny la marihuana si estaba peleado con la marquesa; mi confianza
en Dédée se ha venido bruscamente al suelo, si es que en realidad le tenía confianza.
En el fondo son todos iguales. Envidio un poco esa igualdad que los acerca, que
los vuelve cómplices con tanta facilidad; desde mi mundo puritano -no necesito
confesarlo, cualquiera que me conozca sabe de mi horror al desorden moral- los veo
como a ángeles enfermos, irritantes a fuerza de irresponsabilidad pero pagando
los cuidados con cosas como los discos de Johnny, la generosidad de la marquesa.
Y no digo todo, y quisiera forzarme a decirlo: los envidio, envidio a Johnny,
a ese Johnny del otro lado, sin que nadie sepa qué es exactamente ese otro lado.
Envidio todo menos su dolor, cosa que nadie dejará de comprender, pero aun en
su dolor tiene que haber atisbos de algo que me es negado. Envidio a Johnny y
al mismo tiempo me da rabia que se esté destruyendo por el mal empleo de sus dones,
por la estúpida acumulación de insensatez que requiere su presión de vida. Pienso
que si Johnny pudiera orientar esa vida, incluso sin sacrificarle nada, ni siquiera
la droga, y si piloteara mejor ese avión que desde hace cinco años vuela a ciegas,
quizá acabaría en lo peor, en la locura completa, en la muerte, pero no sin haber
tocado a fondo lo que busca en sus tristes monólogos a posteriori, en sus recuentos
de experiencias fascinantes pero que se quedan a mitad de camino. Y todo eso
lo sostengo desde mi cobardía personal, y quizá en el fondo quisiera que Johnny
acabara de una vez, como una estrella que se rompe en mil pedazos y deja idiotas
a los astrónomos durante una semana, y después uno se va a dormir y mañana es
otro día. Parecería que Johnny ha tenido como una sospecha de todo lo que he estado
pensando, porque me ha hecho un alegre saludo al entrar y ha venido casi en seguida
a sentarse a mi lado, después de besar y hacer girar por el aire a la marquesa,
y cambiar con ella y con Art un complicado ritual onomatopéyico que les ha producido
una inmensa gracia a todos. -Bruno -ha dicho Johnny, instalándose en el mejor
sofá, el cacharro es una maravilla y que digan éstos lo que le he sacado ayer
del fondo. A Tica le caían unas lágrimas como bombillas eléctricas, y no creo
que fuera porque le debe plata a la modista, ¿eh, Tica? He querido saber algo
más de la sesión, pero a Johnny le basta ese desborde de orgullo. Casi en seguida
se ha puesto a hablar con Marcel del programa de esta noche y de lo bien que les
caen a los dos los flamantes trajes grises con que van a presentarse en el teatro.
Johnny está realmente muy bien y se ve que lleva días sin fumar demasiado; debe
de tener exactamente la dosis que le hace falta para tocar con gusto. Y justamente
cuando lo estoy pensado, Johnny me planta la mano en el hombro y se inclina para
decirme: -Dédéé me ha contado que la otra tarde estuve muy mal contigo. -Bah,
ni te acuerdes. -Pero si me acuerdo muy bien. Y si quieres mi opinión, en realidad
estuve formidable. Deberías sentirte contento de que me haya portado así contigo; no lo hago con nadie, créeme. Es una muestra de cómo te aprecio. Tenemos que
ir juntos a algún sitio para hablar de un montón de cosas. Aquí... -Saca el labio
inferior, desdeñoso, y se ríe, se encoge de hombros, parece estar bailando en
el sofá-. Viejo Bruno. Dice Dédée que me porté muy mal, de veras. -Tenías gripe.
¿Estás mejor? -No era gripe. Vino el médico, y en seguida empezó a decirme que
el jazz le gusta enormemente, y que una noche tengo que ir a su casa para escuchar
discos. Dédée me contó que le habías dado dinero. -Para que salieran del paso
hasta que cobres. ¿Qué tal lo de esta noche? -Bueno, tengo ganas de tocar y tocaría
ahora mismo si tuviera el saxo, pero Dédée se emperró en llevarlo ella misma
al teatro. Es un saxo formidable, ayer me parecía que estaba haciendo el amor
cuando lo tocaba. Vieras la cara de Tica cuando acabé. ¿Estaba celosa, Tica? Y
se han vuelto a reír a gritos, y Johnny ha considerado conveniente correr por
el estudio dando grandes saltos de contento, y entre él y Art han bailado sin
música, levantando y bajando las cejas para marcar el compás, Es imposible impacientarse
con Johnny o con Art; sería como enojarse con el viento porque nos despeina. En
voz baja, Tica, Marcel y yo hemos cambiado impresiones sobre la presentación de
la noche. Marcel está seguro de que Johnny va a repetir su formidable éxito de
1951, cuando vino por primera vez a París. Después de lo de ayer está seguro
de que todo va a salir bien. Quisiera sentirme tan tranquilo como él, pero de
todas maneras no podré hacer más que sentarme en las primeras filas y escuchar
el concierto. Por lo menos tengo la tranquilidad de que Johnny no está drogado como
la noche de Baltimore. Cuando le he dicho esto a Tica, me ha apretado la mano
como si se estuviera por caer al agua. Art y Johnny se han ido hasta el piano,
y Art le está mostrando un nuevo tema a Johnny que mueve la cabeza y canturrea. Los dos están elegantísimos con sus trajes grises, aunque a Johnny lo perjudica
la grasa que ha juntado en estos tiempos. Con Tica hemos hablado de la noche
de Baltimore, cuando Johnny tuvo la primera gran crisis violenta. Mientras hablábamos
he mirado a Tica en los ojos, porque quería estar seguro de que me comprende,
y que no cederá esta vez. Si Johnny llega a beber demasiado coñac o a fumar una
nada de droga, el concierto va a ser un fracaso y todo se vendrá al suelo. París
no es un casino de provincia y todo el mundo tiene puestos los ojos en Johnny.
Y mientras lo pienso no puedo impedirme un mal gusto en la boca, una cólera que
no va contra Johnny ni contra las cosas que le ocurren; más bien contra mí y
la gente que lo rodea, la marquesa y Marcel, por ejemplo. En el fondo somos una
banda de egoístas, so pretexto de cuidar a Johnny lo que hacemos es salvar nuestra
idea de él, prepararnos a los nuevos placeres que va a darnos Johnny, sacarle
brillo a la estatua que hemos erigido entre todos y defenderla cueste lo que cueste.
El fracaso de Johnny sería malo para mi libro (de un momento a otro saldrá la
traducción al inglés y al italiano), y probablemente de cosas así está hecha una
parte de mi cuidado por Johnny. Art y Marcel lo necesitan para ganarse el pan,
y la marquesa, vaya a saber qué ve la marquesa en Johnny aparte de su talento.
Todo esto no tiene nada que hacer con el otro Johnny, y de repente me he dado
cuenta de que quizá Johnny quería decirme eso cuando se arrancó la frazada y se
mostró desnudo como un gusano, Johnny sin saxo, Johnny sin dinero y sin ropa,
Johnny obsesionado por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender pero
que flota lentamente en su música, acaricia su piel, lo prepara quizá para un
salto imprevisible que nosotros no comprenderemos nunca. Y cuando se piensan cosas
así acaba uno por sentir de veras mal gusto en la boca, y toda la sinceridad del
mundo no paga el momentáneo descubrimiento de que uno es una pobre porquería
al lado de un tipo como Johnny Carter, que ahora ha venido a beberse su coñac
al sofá y me mira con aire divertido. Ya es hora de que nos vayamos todos a
la sala Pleyel. Que la música salve por lo menos el resto de la noche, y cumpla
a fondo una de sus peores misiones, la de ponernos un buen biombo delante del
espejo, borrarnos del mapa durante un par de horas.
Como es natural mañana escribiré para Jazz Hot una crónica
del concierto de esta noche. Pero aquí, con esta taquigrafía garabateada sobre
una rodilla en los intervalos, no siento el menor deseo de hablar como crítico,
es decir de sancionar comparativamente. Sé muy bien que para mí Johnny ha dejado
de ser un jazzman y que su genio musical es como una fachada, algo que todo el
mundo puede llegar a comprender y admirar pero que encubre otra cosa, y esa otra
cosa es lo único que debería importarme, quizá porque es lo único que verdaderamente
le importa a Johnny.
Es fácil decirlo, mientras soy todavía la música de Johnny.
Cuando se enfría... ¿Por qué no podré hacer como él, por qué no podré tirarme
de cabeza contra pared? Antepongo minuciosamente las palabras a la realidad que
pretenden describirme, me escudo en consideraciones y sospechas que no son más
que una estúpida dialéctica. Me parece comprender por qué la plegaria reclama
instintivamente el caer de rodillas. El cambio de posición es el símbolo de un
cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo articulado mismo. Cuando
llego al punto de atisbar ese cambio, las cosas que hasta un segundo antes me
habían parecido arbitrarias se llenan de sentido profundo, se simplifican extraordinariamente
y al mismo tiempo se ahondan. Ni Marcel ni Art se han dado cuenta ayer de que
Johnny no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación. Johnny
necesitaba en ese instante tocar el suelo con su piel, atarse a la tierra de la
que su música era una confirmación y no una fuga. Porque también siento esto en
Johnny, y es que no huye de nada, no se droga para huir como la mayoría de los
viciosos, no toca el saxo para agazaparse detrás de un foso de música, no se pasa
semanas encerrado en las clínicas psiquiátricas para sentirse al abrigo de las
presiones que es incapaz de soportar. Hasta su estilo, lo más auténtico en él,
ese estilo que merece nombres absurdos sin necesitar de ninguno, prueba que el
arte de Johnny no es una sustitución ni una completación. Johnny ha abandonado
el lenguaje hot más o menos corriente hasta hace diez años, porque ese
lenguaje violentamente erótico era demasiado pasivo para él. En su caso el deseo
se antepone al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar,
negando por adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional. Por eso, creo,
a Johnny no le gustan gran cosa los blues, donde el masoquismo y las nostalgias...
Pero de todo esto ya he hablado en mi libro, mostrando cómo la renuncia a la satisfacción inmediata indujo a Johnny a elaborar un lenguaje que él y otros músicos están llevando hoy a sus últimas posibilidades. Este jazz desecha todo erotismo fácil, todo wagnerianismo por decirlo así, para situarse en un plano aparentemente desasido donde la música queda en absoluta libertad, así como la pintura sustraída a lo representativo queda en libertad para no ser más que pintura. Pero entonces, dueño de una música que no facilita los orgasmos ni las nostalgias, de una música que me gustaría poder llamar metafísica, Johnny parece contar con ella para explorarse, para morder en la realidad que se le escapa todos los días. Veo ahí la alta paradoja de su estilo, su agresiva eficacia. Incapaz de satisfacerse, vale como un acicate continuo, una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la reiteración exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo prontamente humano sin perder humanidad. Y cuando Johnny se pierde como esta noche en la creación continua de su música, sé muy bien que no está escapando de nada. lr a un encuentro no puede ser nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita; y en cuanto a lo que pueda quedarse atrás, Johnny lo ignora o lo desprecia soberanamente. La marquesa, por ejemplo, cree que Johnny teme la miseria, sin darse cuenta de que lo único que Johnny puede temer es no encontrarse una chuleta al alcance del cuchillo cuando se le da la gana de comerla, o una cama cuando tiene sueño, o cien dólares en la cartera cuando le parece normal ser dueño de cien dólares. Johnny no se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros; por eso su música, esa admirable música que he escuchado esta noche, no tiene nada de abstracta. Pero sólo él puede hacer el recuento de lo que ha cosechado mientras tocaba, y probablemente ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva sospecha. Sus conquistas son como un sueño, las olvida al despertar cuando los aplausos lo traen de vuelta, a él que anda tan lejos viviendo su cuarto de hora de minuto y medio.
Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y
creer que no va a pasar nada. A los cuatro a cinco días me he encontrado con Art
Boucaya en el Dupont del barrio latino, y le ha faltado tiempo para poner
los ojos en blanco y anunciarme las malas noticias. En el primer momento he sentido
una especie de satisfacción que no me queda más remedio que calificar de maligna,
porque bien sabía yo que la calma no podía durar mucho; pero después he pensado
en las consecuencias y mi cariño por Johnny se ha puesto a retorcerme el estómago;
entonces me he bebido dos coñacs mientras Art me describía lo ocurrido. En resumen
parece ser que esa tarde Delaunay había preparado una sesión de grabación para
presentar un nuevo quinteto con Johnny a la cabeza, Art, Marcel Gavoty y dos chicos
muy buenos de París en el piano y la batería. La cosa tenia que empezar a las
tres de la tarde y contaban con todo el día y parte de la noche para entrar en
calor y grabar unas cuantas cosas. Y qué pasa. Pasa que Johnny empieza por llegar
a las cinco, cuando Delaunay estaba que hervía de impaciencia, y después de tirarse
en una silla dice que no se siente bien y que ha venido solamente para no estropearles
el día a los muchachos, pero que no tiene ninguna gana de tocar. -Entre Marcel
y yo tratamos de convencerlo de que descansara un rato, pero no hacía más que
hablar de no sé qué campos con urnas que había encontrado, y dale con las urnas
durante media hora. Al final empezó a sacar montones de hojas que había juntado
en algún parque y guardado en los bolsillos. Resultado, que el piso del estudio
parecía el jardín botánico, los empleados andaban de un lado a otro con cara
de perros, y a todo esto sin grabar nada; fíjate que el ingeniero llevaba tres
horas fumando en su cabina, y eso en Paris ya es mucho para un ingeniero.
"Al final Marcel convenció a Johnny de que lo mejor era probar,
se pusieron a tocar los dos y nosotros los seguíamos de a poco, más bien para
sacarnos el cansancio de no hacer nada. Hacía rato que me daba cuenta de que Johnny
tenía una especie de contracción en el brazo derecho, y cuando empezó a tocar
te aseguro que era terrible de ver. La cara gris, sabes, y de cuando en cuando
como un escalofrío; yo no veía el momento de que se fuera al suelo. Y en una de
esas pega un grito, nos mira a todos uno a uno, muy despacio, y nos pregunta qué
estamos esperando para empezar con Amorous. Ya sabes, ese tema de Alamo.
Bueno, Delaunay le hace una seña al técnico, salimos todos lo mejor posible, y
Johnny abre las piernas, se planta como en un bote que cabecea, y se larga a tocar
de una manera que te juro no había oído jamás. Esto durante tres minutos, hasta
que de golpe suelta un soplido capaz de arruinar la misma armonía celestial, y
se va a un rincón dejándonos a todos en plena marcha, que acabáramos lo mejor
que nos fuera posible.
"Pero ahora viene lo peor, y es que cuando acabamos, lo primero
que dijo Johnny fue que todo había salido como el diablo, y que esa grabación
no contaba para nada. Naturalmente, ni Delaunay ni nosotros le hicimos caso, porque
a pesar de los defectos el solo de Johnny valía por mil de los que oyes todos
los días. Una cosa distinta, que no te puedo explicar... Ya lo escucharás, te
imaginas que ni Delaunay ni los técnicos piensan destruir la grabación. Pero Johnny
insistía como un loco, amenazando romper los vidrios de la cabina si no le probaban
que el disco había sido anulado. Por fin el ingeniero le mostró cualquier cosa
y lo convenció, y entonces Johnny propuso que grabáramos Streptomicyne,
que salió mucho mejor y a la vez mucho peor, quiero decirte que es un disco impecable
y redondo, pero ya no tiene esa cosa increíble que Johnny había soplado en Amorous." Suspirando, Art ha terminado de beber su cerveza y me ha mirado lúgubremente.
Le he preguntado qué ha hecho Johnny después de eso, y me ha dicho que después
de hartarlos a todos con sus historias sobre las hojas y los campos llenos de
urnas, se ha negado a seguir tocando y ha salido a tropezones del estudio. Marcel le ha quitado el saxo para evitar que vuelva a perderlo o pisotearlo, y entre
él y uno de los chicos franceses lo han llevado al hotel.
¡Qué otra cosa puedo hacer sino ir en seguida a verlo? Pero
de todos modos lo he dejado para mañana. Y a la mañana siguiente me he encontrado
a Johnny en las noticias de policía del Figaro, porque durante la noche
parece que Johnny ha incendiado la pieza del hotel y ha salido corriendo desnudo
por los pasillos. Tanto él como Dédée han resultado ilesos, pero Johnny está
en el hospital bajo vigilancia. Le he mostrado la noticia a mi mujer para alentarla
en su convalecencia, y he ido en seguida al hospital donde mis credenciales de
periodista no me han servido de nada. Lo más que he alcanzado a saber es que Johnny
está delirando y que tiene adentro bastante marihuana como para enloquecer a diez
personas. La pobre Dédée no ha sido capaz de resistir, de convencerlo de que siguiera
sin fumar; todas las mujeres de Johnny acaban siendo sus cómplices, y estoy archiseguro
de que la droga se la ha facilitado la marquesa.
En fin, la cuestión es que he ido inmediatamente a casa de
Delaunay para pedirle que me haga escuchar Amorous lo antes posible. Vaya
a saber si Amorous no resulta el testamento del pobre Johnny; y en ese
caso, mi deber profesional...
Pero no, todavía no. A los cinco días me ha telefoneado
Dédée diciéndome que Johnny está mucho mejor y que quiere verme. He preferido
no hacerle reproches, primero porque supongo que voy a perder el tiempo, y segundo
porque la voz de la pobre Dédée parece salir de una tetera rajada. He prometido
ir en seguida, y le he dicho que tal vez cuando Johnny esté mejor se pueda organizar
una gira por las ciudades del interior. He colgado el tubo cuando Dédée empezaba
a llorar. Johnny está sentado en la cama, en una sala donde hay otros dos enfermos
que por suerte duermen. Antes de que pueda decirle nada me ha atrapado la cabeza
con sus dos manazas, y me ha besado muchas veces en la frente y las mejillas.
Está terriblemente demacrado, aunque me ha dicho que le dan mucho de comer y que tiene apetito. Por el momento lo que más le preocupa es saber si los muchachos
hablan mal de él, si su crisis ha dañado a alguien, y cosas así. Es casi inútil
que le responda, pues sabe muy bien que los conciertos han sido anulados y que
eso perjudica a Art, a Marcel y al resto; pero me lo pregunta como si creyera
que entre tanto ha ocurrido algo que bueno, algo que componga las cosas. Y al
mismo tiempo no me engaña, porque en el fondo de todo eso está su soberana indiferencia; a Johnny se le importa un bledo que todo se haya ido al diablo, y lo conozco
demasiado como para no darme cuenta. -Qué quieres que te diga, Johnny. Las cosas
podrían haber salido mejor, pero tú tienes el talento de echarlo todo a perder. -Sí, no lo puedo negar -ha dicho cansadamente Johnny-. Y todo por culpa de las
urnas. Me he acordado de las palabras de Art, me he quedado mirándolo.
-Campos llenos de urnas, Bruno. Montones de urnas invisibles,
enterradas en un campo inmenso. Yo andaba por ahí y de cuando en cuando tropezaba
con algo. Tú dirás que lo he soñado, eh. Era así, fíjate: de cuando en cuando
tropezaba con una urna, hasta darme cuenta de que todo el campo estaba lleno de
urnas, que había miles y miles, y que dentro de cada urna estaban las cenizas
de un muerto. Entonces me acuerdo que me agaché y me puse a cavar con las uñas
hasta que una de las urnas quedó a la vista. Sí, me acuerdo. Me acuerdo que pensé:
"Esta va a estar vacía porque es la que me toca a mí." Pero no, estaba llena de
un polvo gris como sé muy bien que estaban las otras aunque no las había visto.
Entonces... entonces fue cuando empezamos a grabar Amorous, me parece. Discretamente he echado una ojeada al cuadro de temperatura. Bastante normal,
quién lo diría. Un médico joven se ha asomado a la puerta, saludándome con una
inclinación de cabeza, y ha hecho un gesto de aliento a Johnny, un gesto casi
deportivo, muy de buen muchacho. Pero Johnny no le ha contestado, y cuando el
médico se ha ido sin pasar de la puerta, he visto que Johnny tenia los puños cerrados. -Eso es lo que no entenderán nunca -me ha dicho-. Son como un mono con un plumero,
como las chicas del conservatorio de Kansas City que creían tocar Chopin, nada menos.
Bruno, en Camarillo me habían puesto en una pieza con otros tres, y por la mañana
entraba un interno lavadito y rosadito que daba gusto. Parecía hijo del Kleenex
y del Tampax, créeme. Una especie de inmenso idiota que se me sentaba al lado
y me daba ánimos, a mí que quería morirme, que ya no pensaba en Lan ni en nadie.
Y lo peor era que el tipo se ofendía porque no le prestaba atención. Parecía esperar
que me sentara en la cama, maravillado de su cara blanca y su pelo bien peinado
y sus uñas cuidadas, y que me mejorara como esos que llegan a Lourdes y tiran
la muleta y salen a los saltos...
-Bruno, ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban
convencidos. ¿De qué, quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos.
De lo que eran, supongo, de lo que valían, de su diploma. No, no es eso. Algunos
eran modestos y no se creían infalibles. Pero hasta el más modesto se sentía seguro.
Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de
qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio
debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una
jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse
un poco, callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama:
agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros,
todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo... Pero ellos eran la
ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros;
no veían nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaban viendo.
Y naturalmente no podían ver los agujeros, y estaban muy seguros de sí mismos,
convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito psicoanálisis, sus no
fume y sus no beba... Ah, el día en que pude mandarme mudar, subirme al tren,
mirar por la ventanilla cómo todo se iba para atrás, se hacía pedazos, no sé si
has visto cómo el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse... Fumamos
Gauloises. A Johnny le han dado permiso para beber un poco de coñac y fumar ocho
o diez cigarrillos. Pero se ve que es su cuerpo el que fuma, que él está en otra
cosa casi como si se negara a salir del pozo. Me pregunto qué ha visto, qué ha
sentido estos últimos días. No quiero excitarlo, pero si se pusiera a hablar por
su cuenta... Fumamos, callados, y a veces Johnny estira el brazo y me pasa los
dedos por la cara, como para identificarme. Después juega con su reloj pulsera,
lo mira con cariño. -Lo que pasa es que se creen sabios -dice de golpe-. Se creen
sabios porque han juntado un montón de libros y se los han comido. Me da risa,
porque en realidad son buenos muchachos y viven convencidos de que lo que estudian
y lo que hacen son cosas muy difíciles y profundas. En el circo es igual, Bruno,
y entre nosotros es igual. La gente se figura que algunas cosas son el colmo
de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas, o a mí. Yo no sé qué se imaginan,
que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que el trapecista se rompe
los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas verdaderamente difíciles
son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento.
Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las dificultades,
las grandes dificultades. Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te
aseguro que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama. Imagínate
que te estás viendo a ti mismo; eso tan sólo basta para quedarse frío durante
media hora. Realmente ese tipo no soy yo, en el primer momento he sentido claramente
que no era yo. Lo agarré de sorpresa, de refilón, y supe que no era yo. Eso lo
sentía, y cuando algo se siente... Pero es como en Palm Beach, sobre una ola te
cae la segunda, y después otra... Apenas has sentido ya viene lo otro, vienen
las palabras... No, no son las palabras, son lo que está en las palabras, esa
especie de cola de pegar, esa baba. Y la baba viene y te tapa, y te convence de
que el del espejo eres tú. Claro, pero cómo no darse cuenta. Pero si soy yo, con
mi pelo, esta cicatriz. Y la gente no se da cuenta de que lo único que aceptan
es la baba, y por eso les parece tan fácil mirarse al espejo. O cortar un pedazo de
pan con un cuchillo. ¿Tú has cortado un pedazo de pan con un cuchillo? -Me suele
ocurrir -he dicho, divertido. -Y te has quedado tan tranquilo. Yo no puedo, Bruno.
Una noche tiré todo tan lejos que el cuchillo casi le saca un ojo al japonés de
la mesa de al lado. Era en Los Ángeles, se armó un lío tan descomunal... Cuando
les expliqué, me llevaron preso. Y eso que me parecía tan sencillo explicarles
todo. Esa vez conocí al doctor Christie. Un tipo estupendo, y eso que yo a los
médicos... Ha pasado una mano por el aire, tocándolo por todos lados, dejándolo
como marcado por su paso. Sonríe, Tengo la sensación de que está solo, completamente
solo. Me siento como hueco a su lado. Si a Johnny se le ocurriera pasar su mano
a través de mí me cortaría como manteca, como humo. A lo mejor es por eso que
a veces me roza la cara con los dedos, cautelosamente. -Tienes el pan ahí, sobre
el mantel -dice Johnny mirando el aire-. Es una cosa sólida, no se puede negar,
con un color bellísimo, un perfume. Algo que no soy yo, algo distinto, fuera de
mí. Pero si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que cambia,
¿no te parece? El pan está fuera de mí, pero lo toco con los dedos, lo siento,
siento que eso es el mundo, pero si yo puedo tocarlo y sentirlo, entonces no se
puede decir realmente que sea otra cosa, o ¿tú crees que se puede decir? -Querido,
hace miles de años que un montón de barbudos se vienen rompiendo la cabeza para
resolver el problema. -En el pan es de día -murmura Johnny, tapándose la cara-,
Y yo me atrevo a tocarlo, a cortarlo en dos, a metérmelo en la boca. No pasa nada,
ya sé: eso es lo terrible. ¿Te das cuenta de que es terrible que no pase nada?
Cortas el pan, le clavas el cuchillo, y todo sigue como antes. Yo no comprendo,
Bruno. Me ha empezado a inquietar la cara de Johnny, su excitación. Cada vez resulta
más difícil hacerlo hablar de jazz, de sus recuerdos, de sus planes, traerlo a
la realidad. (A la realidad; apenas lo escribo me da asco. Johnny tiene razón,
la realidad no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad,
porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo. Pero al mismo tiempo
a Johnny no se le puede seguir así la corriente porque vamos a acabar todos locos.)
Ahora se ha quedado dormido, o por lo menos ha cerrado los
ojos y se hace el dormido. Otra vez me doy cuenta de lo difícil que resulta saber
qué es lo que está haciendo, qué es Johnny. Si duerme, si se hace el dormido,
si cree dormir. Uno está mucho más fuera de Johnny que de cualquier otro amigo.
Nadie puede ser más vulgar, más común, más atado a las circunstancias de una pobre
vida; accesible por todos lados, aparentemente. No es ninguna excepción, aparentemente.
Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo
y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento. Aparentemente. Yo que
me he pasado la vida admirando a los genios, a los Picasso, a los Einstein, a
toda la santa lista que cualquiera puede fabricar en un minuto (y Gandhi, y Chaplin,
y Stravinsky), estoy dispuesto como cualquiera a admitir que esos fenómenos
andan pos las nubes, y que con ellos no hay que extrañarse de nada. Son diferentes,
no hay vuelta que darle. En cambio la diferencia de Johnny es secreta, irritante
por lo misteriosa, porque no tiene ninguna explicación. Johnny no es un genio,
no ha descubierto nada, hace jazz como varios miles de negros y de blancos, y
aunque lo hace mejor que todos ellos, hay que reconocer que eso depende un poco
de los gustos del público, de las modas, del tiempo, en suma. Panassié, por ejemplo,
encuentra que Johnny es francamente malo, y aunque nosotros creemos que el francamente
malo es Panassié, de todas maneras hay materia abierta a la polémica. Todo esto
prueba que Johnny no es nada del otro mundo, pero apenas lo pienso me pregunto
si precisamente no hay en Johnny algo del otro mundo (que él es el primero en
desconocer). Probablemente se reiría mucho si se lo dijeran. Yo sé bastante bien
lo que piensa, lo que vive de estas cosas. Digo: lo que vive de esas cosas, porque
Johnny... Pero no voy a eso, lo que quería explicarme a mí mismo es que la distancia
que va de Johnny a nosotros no tiene explicación, no se funda en diferencias explicables.
Y me parece que él es el primero en pagar las consecuencias de eso, que lo afecta
tanto como a nosotros. Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel
entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase,
a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá lo que pasa es que Johnny
es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos
todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara con los dedos
y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi buena salud,
mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre todo mi prestigio. Pero es lo de siempre, he salido del hospital y apenas he calzado en la calle,
en la hora, en todo lo que tengo que hacer, la tortilla ha girado blandamente
en el aire y se ha dado vuelta. Pobre Johnny, tan fuera de la realidad. (Es así,
es así. Me es más fácil creer que es así, ahora que estoy en un café y a dos horas
de mi visita al hospital, que todo lo que escribí más arriba forzándome como un condenado a ser por lo menos un poco decente conmigo mismo.)
Por suerte lo del incendio se ha arreglado O.K., pues como
cabía suponer la marquesa ha hecho de las suyas para que lo del incendio se arreglara
O.K. Dédée y Art Boucaya han venido a buscarme al diario, y los tres nos hemos
ido a Vix para escuchar la ya famosa -aunque todavía secreta- grabación
de Amorous. En el taxi Dédée me ha contado sin muchas ganas cómo la marquesa
lo ha sacado a Johnny del lío del incendio, que por lo demás no había pasado de
un colchón chamuscado y un susto terrible de todos los argelinos que viven en
el hotel de la rue Lagrange. Multa (ya pagada), otro hotel (ya conseguido por
Tica), y Johnny está convaleciente en una cama grandísima y muy linda, toma leche
a baldes y lee el Paris Match y el New Yorker, mezclando a veces
su famoso (y roñoso) librito de bolsillo con poemas de Dylan Thomas y anotaciones
a lápiz por todas partes.
Con estas noticias y un coñac en el café de la esquina, nos
hemos instalado en la sala de audiciones para escuchar Amorous y Streptomicyne.
Art ha pedido que apagaran las luces y se ha acostado en el suelo para escuchar
mejor. Y entonces ha entrado Johnny y nos ha pasado su música por la cara, ha
entrado ahí aunque esté en su hotel y metido en la cama, y nos ha barrido con
su música durante un cuarto de hora. Comprendo que le enfurezca la idea de que
vayan a publicar Amorous, porque cualquiera se da cuenta de las fallas,
del soplido perfectamente perceptible que acompaña algunos finales de frase, y
sobre todo la salvaje caída final, esa nota sorda y breve que me ha parecido un
corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan (y él hablaba del pan hace
unos días). Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente
hermoso, la ansiedad que busca salida en esa improvisación llena de huidas en
todas direcciones, de interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender
(porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos
la señal de un camino) que Amorous va a quedar como uno de los momentos
más grandes del jazz. El artista que hay en él va a ponerse frenético de rabia
cada vez que oiga ese remedo de su deseo, de todo lo que quiso decir mientras
luchaba, tambaleándose, escapándosele la saliva de la boca junto con la música,
más que nunca solo frente a lo que persigue, a lo que se le huye mientras más
lo persigue. Es curioso, ha sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía
a esto, a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una
víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado
a entender en mi biografía (por cierto que la edición en inglés acaba de aparecer
y se vende como la coca-cola). Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en
vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares
del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue
Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos
discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en
todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo
viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras
de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous
me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él, de todo lo que
en él corre contra mí y contra todos, esa masa negra informe sin manos y sin
pies, ese chimpancé enloquecido que me pasa los dedos por la cara y me sonríe
enternecido.
Art y Dédée no ven (me parece que no quieren ver) más que la
belleza formal de Amorous. Incluso a Dédée le gusta más Streptomicyne,
donde Johnny improvisa con su soltura corriente, lo que el público entiende por
perfección y a mí me parece que en Johnny es más bien distracción, dejar correr
la música, estar en otro lado. Ya en la calle le he preguntado a Dédée cuáles
son sus planes, y me ha dicho que apenas Johnny pueda salir del hotel (la policía
se lo impide por el momento) una nueva marca de discos le hará grabar todo lo
que él quiera y le pagará muy bien. Art sostiene que Johnny está lleno de ideas
estupendas, y que él y Marcel Gavoty van a "trabajar" las novedades junto con Johnny,
aunque después de las últimas semanas se ve que Art no las tiene todas consigo,
y yo sé por mi parte que anda en conversaciones con un agente para volverse a
Nueva York lo antes posible. Cosa que comprendo de sobra, pobre muchacho. -Tica
se está portando muy bien -ha dicho rencorosamente Dédée-. Claro, para ella es
tan fácil. Siempre llega a último momento, y no tiene más que abrir el bolso y
arreglarlo todo. Yo, en cambio... Art y yo nos hemos mirado. ¿Qué le podríamos
decir? Las mujeres se pasan la vida dando vueltas alrededor de Johnny y de los
que son como Johnny. No es extraño, no es necesario ser mujer para sentirse atraído
por Johnny. Lo difícil es girar en torno a él sin perder la distancia, como un
buen satélite, un buen crítico. Art no estaba entonces en Baltimore, pero me
acuerdo de los tiempos en que conocí a Johnny, cuando vivía con Lan y los niños.
Daba lástima ver a Lan. Pero después de tratar un tiempo a Johnny, de aceptar
poco a poco el imperio de su música, de sus terrores diurnos, de sus explicaciones
inconcebibles sobre cosas que jamás habían ocurrido, de sus repentinos accesos
de ternura, entonces uno comprendía por qué Lan tenía esa cara y cómo era imposible
que tuviese otra cara y viviera a la vez con Johnny. Tica es otra cosa, se le
escapa por la vía de la promiscuidad, de la gran vida, y además tiene al dólar
sujeto por la cola y eso es más eficaz que una ametralladora, por lo menos es
lo que dice Art Boucaya cuando anda resentido con Tica o le duele la cabeza. -Venga
lo antes posible -me ha pedido Dédée-. A él le gusta hablar con usted. Me hubiera
gustado sermonearla por lo del incendio (por la causa del incendio, de la que
es seguramente cómplice) pero sería tan inútil como decirle al mismo Johnny que
tiene que convertirse en un ciudadano útil. Por el momento todo va bien, y es
curioso (es inquietante) que apenas las cosas andan bien por el lado de Johnny
yo me siento inmensamente contento. No soy tan inocente como para creer en una
simple reacción amistosa. Es más bien como un aplazamiento, un respiro. No necesito
buscarle explicaciones cuando lo siento tan claramente como puedo sentir la nariz
pegada a la cara. Me da rabia ser el único que siente esto, que lo padece todo
el tiempo. Me da rabia que Art Boucaya, Tica o Dédée no se den cuenta de que cada
vez que Johnny sufre, va a la cárcel, quiere matarse, incendia un colchón o corre
desnudo por los pasillos de un hotel, está pagando algo por ellos, está muriéndose
por ellos. Sin saberlo, y no como los que pronuncian grandes discursos en el patíbulo
o escriben libros para denunciar los males de la humanidad o tocan el piano con
el aire de quien está lavando los pecados del mundo. Sin saberlo, pobre saxofonista,
con todo lo que esta palabra tiene de ridículo, de poca cosa, de uno más entre
tantos pobres saxofonistas. Lo malo es que si sigo así voy a acabar escribiendo
más sobre mí mismo que sobre Johnny. Empiezo a parecerme a un evangelista y no
me hace ninguna gracia. Mientras volvía a casa he pensado con el cinismo necesario
para recobrar la confianza, que en mi libro sobre Johnny sólo menciono de paso,
discretamente, el lado patológico de su persona. No me ha parecido necesario explicarle
a la gente que Johnny cree pasearse por campos llenos de urnas, o que las pinturas
se mueven cuando él las mira; fantasmas de la marihuana, al fin y al cabo, que
se acaban con la cura de desintoxicación. Pero se diría que Johnny me deja en
prenda esos fantasmas, me los pone como otros tantos pañuelos en el bolsillo hasta
que llega la hora de recobrarlos. Y creo que soy el único que los aguanta, los
convive y los teme; y nadie lo sabe, ni siquiera Johnny. Uno no puede confesarle
cosas así a Johnny, como las confesaría a un hombre realmente grande, al maestro
ante quien nos humillamos a cambio de un consejo. ¿Qué mundo es éste que me toca
cargar como un fardo? ¿Qué clase de evangelista soy? En Johnny no hay la menor
grandeza, lo he sabido desde que lo conocí, desde que empecé a admirarlo. Ya hace
rato que esto no me sorprende, aunque al principio me resultara desconcertante
esa falta de grandeza, quizá porque es una dimensión que uno no está dispuesto
a aplicar al primero que llega, y sobre todo a los jazzmen. No sé por qué (no
sé por qué) creí en un momento que en Johnny había una grandeza que él desmiente
de día en día (o que nosotros desmentimos, y en realidad no es lo mismo; porque,
seamos honrados, en Johnny hay como el fantasma de otro Johnny que pudo ser, y
ese otro Johnny está lleno de grandeza; al fantasma se le nota como la falta de
esa dimensión que sin embargo negativamente evoca y contiene).
Esto lo digo porque
las tentativas que ha hecho Johnny para cambiar de vida, desde su aborto de suicidio
hasta la marihuana, son las que cabía esperar de alguien tan sin grandeza como
él. Creo que lo admiro todavía más por eso, porque es realmente el chimpancé que
quiere aprender a leer, un pobre tipo que se da con la cara contra las paredes,
y no se convence, y vuelve a empezar.
Ah, pero si un día el chimpancé se pone
a leer, qué quiebra en masa, qué desparramo, qué sálvese el que pueda, yo el primero.
Es terrible que un hombre sin grandeza alguna se tire de esa manera contra la
pared. Nos denuncia a todos con el choque de sus huesos, nos hace trizas con la
primera frase de su música. (Los mártires, los héroes, de acuerdo: uno está seguro
con ellos. ¡Pero Johnny!)
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