El perseguidor
(3ª parte)
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Secuencias. No sé decirlo mejor, es como una noción
de que bruscamente se arman secuencias terribles o idiotas en la vida de un hombre,
sin que se sepa qué ley fuera de las leyes clasificadas decide que a cierta llamada
telefónica va a seguir inmediatamente la llegada de nuestra hermana que vive en
Auvernia, o se va a ir la leche al fuego, o vamos a ver desde el balcón a un chico
debajo de un auto. Como en los equipos de fútbol y en las comisiones directivas,
parecería que el destino nombra siempre algunos suplentes por si le fallan los
titulares. Y así es que esta mañana, cuando todavía me duraba el contento por
saberlo mejorado y contento a Johnny Carter, me telefonean de urgencia al diario,
y la que telefonea es Tica, y la noticia es que en Chicago acaba de morirse Bee,
la hija menor de Lan y de Johnny, y que naturalmente Johnny está como loco y
sería bueno que yo fuera a darles una mano a los amigos. He vuelto a subir una
escalera de hotel -y van ya tantas en mi amistad con Johnny- para encontrarme
con Tica tomando té, con Dédée mojando una toalla, con Art, Delaunay y Pepe Ramírez
que hablan en voz baja de las últimas noticias de Lester Young, y con Johnny
muy quieto en la cama una toalla en la frente y un aire perfectamente tranquilo
y casi desdeñoso. Inmediatamente me he puesto en el bolsillo la cara de circunstancias
limitándome a apretarle fuerte la mano a Johnny, encender un cigarrillo y esperar. -Bruno, me duele aquí -ha dicho Johnny al cabo de un rato, tocándose el sitio
convencional del corazón-. Bruno, ella era como una piedrecita blanca en mi mano.
Y yo no soy nada más que un pobre caballo amarillo, y nadie, nadie, limpiará las
lágrimas de mis ojos.
Todo esto dicho solemnemente, casi recitando, y Tica mirando
a Art, y los dos haciéndose señas de indulgencia, aprovechando que Johnny tiene
la cara tapada con la toalla mojada y no puede verlos. Personalmente me repugnan
las frases baratas, pero todo esto que ha dicho Johnny, aparte de que me parece
haberlo leído en algún sitio, me ha sonado como una máscara que se pusiera a hablar,
así de hueco, así de inútil. Dédée ha venido con otra toalla y le ha cambiado
el apósito, y en el intervalo he podido vislumbrar el rostro de Johnny y lo he
visto de un gris ceniciento, con la boca torcida y los ojos apretados hasta arrugarse.
Y como siempre con Johnny, las cosas han ocurrido de otra manera que la que uno
esperaba, y Pepe Ramírez que no lo conoce gran cosa está todavía bajo los efectos
de la sorpresa y yo creo que del escándalo, porque al cabo de un rato Johnny se
ha sentado en la cama y se ha puesto a insultar lentamente, mascando cada palabra,
y soltándola después como un trompo se ha puesto a insultar a los responsables
de la grabación de Amorous, sin mirar a nadie pero clavándonos a todos
como bichos en un cartón nada más que con la increíble obscenidad de sus palabras,
y así ha estado dos minutos insultando a todos los de Amorous, empezando
por Art y Delaunay, pasando por mí (aunque yo...) y acabando en Dédée, en Cristo
omnipotente y en la puta que los parió a todos sin la menor excepción. Y eso
ha sido en el fondo, eso y lo de la piedrecita blanca, la oración fúnebre de Bee,
muerta en Chicago de neumonía.
Pasarán quince días vacíos; montones de trabajo, artículos
periodísticos, visitas aquí y allá -un buen resumen de la vida de un crítico,
ese hombre que sólo puede vivir de prestado, de las novedades y las decisiones
ajenas. Hablando de lo cual una noche estaremos Tica, Baby Lennox y yo en el Café
de Flore, tarareando muy contentos Out of nowhere y comentando un solo
de piano de Billy Taylor que a los tres nos parece bueno, y sobre todo a Baby
Lennox que además se ha vestido a la moda de Saint Germain-des-Prés y hay que
ver cómo le queda. Baby verá aparecer a Johnny con el arrobamiento de sus veinte
años, y Johnny la mirará sin verla y seguirá de largo, hasta sentarse solo en otra
mesa, completamente borracho o dormido. Sentiré la mano de Tica en la rodilla. -Lo ves, ha vuelto a fumar anoche. O esta tarde. Esa mujer...
Le he contestado sin ganas que Dédée es tan culpable como cualquier
otra, empezando por ella que ha fumado docenas de veces con Johnny y volverá a
hacerlo el día que le dé la santa gana. Me vendrá un gran deseo de irme y de estar
solo, como siempre que es imposible acercarse a Johnny, estar con él y de su lado.
Lo veré hacer dibujos en la mesa con el dedo, quedarse mirando al camarero que
le pregunta qué va a beber, y por fin Johnny dibujará en el aire una especie de
flecha y la sostendrá con las dos manos como si pesara una barbaridad, y en las
otras mesas la gente empezará a divertirse con mucha discreción como corresponde
en el Flore. Entonces Tica dirá: "Mierda", se pasará a la mesa de Johnny, y después
de dar una orden al camarero se pondrá a hablarle en la oreja a Johnny. Ni que
decir que Baby se apresurará a confiarme sus más caras esperanzas, pero yo le
diré vagamente que esa noche hay que dejar tranquilo a Johnny y que las niñas
buenas se van temprano a la cama, si es posible en compañía de un crítico de jazz.
Baby reirá amablemente, su mano me acariciará el pelo, y después nos quedaremos
tranquilos viendo pasar a la muchacha que se cubre la cara con una capa de albayalde
y se pinta de verde los ojos y hasta la boca. Baby dirá que no le parece tan mal,
y yo le pediré que me cante bajito uno de esos blues que le están dando fama en
Londres y en Estocolmo. Y después volveremos a Out of nowhere, que esta
noche nos persigue interminablemente como un perro que también fuera de albayalde
y de ojos verdes. Pasarán por ahí dos de los chicos del nuevo quinteto de Johnny,
y aprovecharé para preguntarles cómo ha andado la cosa esta noche; me enteraré
así de que Johnny apenas ha podido tocar, pero que lo que ha tocado valía por
todas las ideas juntas de un John Lewis, suponiendo que este último sea capaz
de tener alguna idea porque, como ha dicho uno de los chicos, lo único que tiene
siempre a mano es las notas para tapar un agujero, que no es lo mismo. Y yo me
preguntaré entre tanto hasta dónde va a poder resistir Johnny, y sobre todo el
público que cree en Johnny. Los chicos no aceptarán una cerveza, Baby y yo nos
quedaremos nuevamente solos, y acabaré por ceder a sus preguntas y explicarle
a Baby, que realmente merece su apodo, por qué Johnny está enfermo y acabado,
por qué los chicos del quinteto están cada día más hartos, por qué la cosa va
a estallar en una de ésas como ya ha estallado en San Francisco, en Baltimore
y en Nueva York media docena de veces. Entrarán otros músicos que tocan en el
barrio, y algunos irán a la mesa de Johnny y lo saludarán, pero él los mirará como desde lejos, con una cara horriblemente idiota, los ojos húmedos y mansos,
la boca incapaz de contener la saliva que le brilla en los labios. Será divertido
observar el doble manejo de Tica y de Baby, Tica apelando a su dominio sobre los
hombres para alejarlos de Johnny con una rápida explicación y una sonrisa, Baby
soplándome en la oreja su admiración por Johnny y lo bueno que sería llevarlo
a un sanatorio para que lo desintoxicaran, y todo ello simplemente porque está
en celo y quisiera acostarse con Johnny esta misma noche, cosa por lo demás imposible
según puede verse, y que me alegra bastante. Como me ocurre desde que la conozco,
pensaré en lo bueno que sería poder acariciar los muslos de Baby y estaré a un
paso de proponerle que nos vayamos a tomar un trago a otro lugar más tranquilo
(ella no querrá y en el fondo yo tampoco, porque esa otra mesa nos tendrá atados
e infelices) hasta que de repente, sin nada que anuncie lo que va a suceder, veremos
levantarse lentamente a Johnny, mirarnos y reconocernos, venir hacia nosotros
-digamos hacia mí, porque Baby no cuentta- y al llegar a la mesa se doblará un poco
con toda naturalidad, como quien va a tomar una papa frita del plato, y lo veremos
arrodillarse frente a mí, con toda naturalidad se pondrá de rodillas y me mirará
en los ojos, y yo veré que está llorando, y sabré sin palabras que Johnny está
llorando por la pequeña Bee. Mi reacción es tan natural, he querido levantar a
Johnny, evitar que hiciera el ridículo, y al final el ridículo lo he hecho yo
porque nada hay más lamentable que un hombre esforzándose por mover a otro que
está muy bien como está, que se siente perfectamente en la posición que le da
la gana, de manera que los parroquianos del Flore, que no se alarman por pequeñas
cosas, me han mirado poco amablemente, aun sin saber en su mayoría que ese negro
arrodillado es Johnny Carter me han mirado como miraría la gente a alguien que
se trepara a un altar y tironeara de Cristo para sacarlo de la cruz. El primero
en reprochármelo ha sido Johnny, nada más que llorando silenciosamente ha alzado
los ojos y me ha mirado, y entre eso y la censura evidente de los parroquianos
no me ha quedado más remedio que volver a sentarme frente a Johnny, sintiéndome
peor que él, queriendo estar en cualquier parte menos en esa silla y frente a
Johnny de rodillas. El resto no ha sido tan malo, aunque no sé cuántos siglos
han pasado sin que nadie se moviera, sin que las lágrimas dejaran de correr por
la cara de Johnny, sin que sus ojos estuvieran continuamente fijos en los míos
mientras yo trataba de ofrecerle un cigarrillo, de encender otro para mí, de hacerle
un gesto de entendimiento a Baby que estaba, me parece, a punto de salir corriendo
o de ponerse a llorar por su parte. Como siempre, ha sido Tica la que ha arreglado
el lío sentándose con su gran tranquilidad en nuestra mesa, arrimando una silla
al lado de Johnny y poniéndole la mano en el hombro, sin forzarlo, hasta que
al final Johnny se ha enderezado un poco y ha pasado de ese horror a la conveniente
actitud del amigo sentado, nada más que levantando unos centímetros las rodillas
y dejando que entre sus nalgas y el suelo (iba a decir y la cruz, realmente esto
es contagioso) se interpusiera la aceptadísima comodidad de una silla. La gente
se ha cansado de mirar a Johnny, él de llorar, y nosotros de sentirnos como perros.
De golpe me he explicado el cariño que algunos pintores les tienen a las sillas,
cualquiera de las sillas del Flore me ha parecido de repente un objeto maravilloso,
una flor, un perfume, el perfecto instrumento del orden y la honradez de los hombres
en su ciudad.
Johnny ha sacado un pañuelo, ha pedido disculpas sin forzar
la cosa, y Tica ha hecho traer un café doble y se lo ha dado a beber. Baby ha
estado maravillosa, renunciando de golpe a toda su estupidez cuando se trata de
Johnny se ha puesto a tararear Mamie's blues sin dar la impresión de que
lo hacía a propósito, y Johnny la ha mirado y se ha sonreído, y me parece que
Tica y yo hemos pensado al mismo tiempo que la imagen de Bee se perdía poco a
poco en el fondo de los ojos de Johnny, y que una vez más Johnny aceptaba volver
por un rato a nuestro lado, acompañarnos hasta la próxima fuga. Como siempre,
apenas ha pasado el momento en que me siento como un perro, mi superioridad frente
a Johnny me ha permitido mostrarme indulgente, charlar de todo un poco sin entrar
en zonas demasiado personales (hubiera sido horrible ver deslizarse a Johnny de
la silla, volver a...), y por suerte Tica y Baby se han portado como ángeles y
la gente del Flore se ha ido renovando a lo largo de una hora, por lo cual los
parroquianos de la una de la madrugada no han sospechado siquiera lo que acababa
de pasar, aunque en realidad no haya pasado gran cosa si se lo piensa bien. Baby
se ha ido la primera (es una chica estudiosa Baby, a las nueve ya estará ensayando
con Fred Callender para grabar por la tarde) y Tica ha tomado su tercer vaso de
coñac y nos ha ofrecido llevarnos a casa. Entonces Johnny ha dicho que no, que
prefería seguir charlando conmigo, y Tica ha encontrado que estaba muy bien y
se ha ido, no sin antes pagar las vueltas de todos como corresponde a una marquesa.
Y Johnny y yo nos hemos tomado una copita de chartreuse, dado que entre amigos
están permitidas estas debilidades, y hemos empezado a caminar por Saint-Germain-des-Prés
porque Johnny ha insistido en que le hará bien caminar y yo no soy de los que
dejan caer a los camaradas en esas circunstancias. Por la rue de l'Abbaye vamos
bajando hasta la plaza Furstenberg, que a Johnny le recuerda peligrosamente un
teatro de juguete que según parece le regaló su padrino cuando tenía ocho años.
Trato de llevármelo hacia la rue Jacob por miedo de que los recuerdos lo devuelvan
a Bee, pero se diría que Johnny ha cerrado el capitulo por lo que falta de la
noche. Anda tranquilo, sin titubear (otras veces lo he visto tambalearse en la
calle, y no por estar borracho; algo en los reflejos que no funciona) y el calor
de la noche y el silencio de las calles nos hace bien a los dos. Fumamos Gauloises,
nos dejamos ir hacia el río, y frente a una de las cajas de latón de los libreros
del Quai de Conti un recuerdo cualquiera o un silbido de algún estudiante nos
trae a la boca un tema de Vivaldi y los dos nos ponemos a cantarlo con mucho
sentimiento y entusiasmo, y Johnny dice que si tuviera su saxo se pasaría la noche
tocando Vivaldi, cosa que yo encuentro exagerada.
-En fin, también tocaría un poco de Bach y de Charles Ives
-dice Johnny, condescendiente-. No sé ppor qué a los franceses no les interesa
Charles Ives. ¿Conoces sus canciones? La del leopardo, tendrías qué conocer la
canción del leopardo. A leopard... Y con su flaca voz de tenor se explaya
sobre el leopardo, y ni que decir que muchas de las frases que canta no son
en absoluto de Ives, cosa que a Johnny lo tiene sin cuidado mientras esté seguro
de que está cantando algo bueno. Al final nos sentamos sobre el pretil, frente
a la rue Gît-le-Coeur y fumamos otro cigarrillo porque la noche es magnífica y
dentro de un rato el tabaco nos obligará a beber cerveza en un café y esto nos
gusta por anticipado a Johnny y a mí. Casi no le presto atención cuando menciona
por primera vez mi libro, porque en seguida vuelve a hablar de Charles Ives y
de cómo se ha divertido en citar muchas veces temas de Ives en sus discos, sin
que nadie se diera cuenta (ni el mismo Ives, supongo), pero al rato me pongo a
pensar en lo del libro y trato de traerlo al tema. -Oh, he leído algunas páginas
-dice Johnny-. En lo de Tica hablaban mmucho de tu libro pero yo no entendía ni
el título. Ayer Art me trajo la edición inglesa y entonces me enteré de algunas
cosas. Está muy bien tu libro. Adopto la actitud natural en esos casos, mezclando
un aire de displicente modestia con una cierta dosis de interés, como si su opinión
fuera a revelarme -a mí, el autor- la verdad sobre mi libro.
-Es como en un espejo -dice Johnny-. Al principio yo creía
que leer lo que escriben sobre uno era más o menos como mirarse a uno mismo y
no en el espejo. Admiro mucho a los escritores, es increíble las cosas que dicen.
Toda esa parte sobre los orígenes del bebop... -Bueno, no hice más que transcribir
literalmente lo que me contaste en Baltimore -digo, defendiéndome sin saber de
qué. -Sí, está todo, pero en realidad es como en un espejo -se emperra Johnny. -¿Qué más quieres? Los espejos son fieles. -Faltan cosas, Bruno -dice Johnny-. Tú estás mucho más enterado que yo, pero me parece que faltan cosas.
-Las que te habrás olvidado de decirme -contestó bastante picado.
Este mono salvaje es capaz de... (Habrá que hablar con Delaunay, sería lamentable
que una declaración imprudente malograra un sano esfuerzo crítico que... Por
ejemplo el vestido rojo de Lan -está diciendo Johnny. Y en todo caso aprovechar
las novedades de esta noche para incorporarlas a una nueva edición; no estaría
mal. Tenía como un olor a perro -está diciendo Johnny- y es lo único
que vale en ese disco. Sí, escuchar atentamente y proceder con rapidez, porque
en manos de otras gentes estos posibles desmentidos podrían tener consecuencias
lamentables. Y la urna del medio, la más grande, llena de un polvo casi azul
-está diciendo Johnny- y tan parecidda a una polvera que tenía mi hermana.
Mientras no pase de las alucinaciones, lo peor sería que desmintiera las ideas
de fondo, el sistema estético que tantos elogios...-. Y además el cool
no es ni por casualidad lo que has escrito -está diciendo Johnny. Atención.) -¿Cómo que no es lo que yo he escrito? Johnny, está bien que las cosas cambien,
pero no hace seis meses que tú...
-Hace seis meses -dice Johnny, bajándose del pretil y acodándose
para descansar la cabeza entre las manos-. Six months ago. Ah, Bruno, lo
que yo podría tocar ahora mismo si tuviera a los muchachos... Y a propósito: muy
ingenioso lo que has escrito sobre el saxo y el sexo, muy bonito el juego de palabras.
Six months ago: Six, sax, sex. Positivamente precioso, Bruno. Maldito seas,
Bruno.
No me voy a poner a decirle que su edad mental no le permite
comprender que ese inocente juego de palabras encubre un sistema de ideas bastante
profundo (a Leonard Feather le pareció exactísimo cuando se lo expliqué en Nueva
York) y que el paraerotismo del jazz evoluciona desde tiempos del washboard,
etc. Es lo de siempre, de pronto me alegra poder pensar que los críticos son mucho
más necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a reconocer (en privado, en
esto que escribo) porque los creadores, desde el inventor de la música hasta Johnny
pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer las consecuencias
dialécticas de su obra, postular los fundamentos y la trascendencia de lo que
están escribiendo o improvisando. Tendría que recordar esto en los momentos de
depresión en que me da lástima no ser nada más que un crítico. -El nombre de
la estrella es Ajenjo -está diciendo Johnny, y de golpe oigo su otra voz,
la voz de cuando está... ¿cómo decir esto, cómo describir a Johnny cuando está
de su lado, ya solo otra vez, ya salido? Inquieto, me bajo del pretil, lo miro
de cerca. Y el nombre de la estrella es Ajenjo, no hay nada que hacerle. -El nombre
de la estrella es Ajenjo -dice Johnny, hablando para sus dos manos-. Y sus cuerpos
serán echados en las plazas de la grande ciudad. Hace seis meses.
Aunque nadie me vea, aunque nadie lo sepa, me encojo de hombros
para las estrellas (el nombre de la estrella es Ajenjo). Volvemos a lo de siempre:
"Esto lo estoy tocando mañana." El nombre de la estrella es Ajenjo y sus cuerpos
serán echados hace seis meses. En las plazas de la grande ciudad. Salido, lejos.
Y yo con sangre en el ojo, simplemente porque no ha querido decirme nada más sobre
el libro, y en realidad no he llegado a saber qué piensa del libro que tantos
miles de fans están leyendo en dos idiomas (muy pronto en tres, y ya se
habla de la edición española, parece que en Buenos Aires no solamente se tocan
tangos). -Era un vestido precioso -dice Johnny-. No quieras saber cómo le quedaba
a Lan, pero va a ser mejor que te lo explique delante de un whisky, si es que
tienes dinero. Dédée me ha dejado apenas trescientos francos. Ríe burlonamente, mirando el Sena. Como si él no supiera procurarse la bebida y la marihuana. Empieza
a explicarme que Dédée es muy buena (y del libro nada) y que lo hace por bondad,
pero por suerte está el compañero Bruno (que ha escrito un libro, pero nada) y
lo mejor será ir a sentarse a un café del barrio árabe, donde lo dejan a uno
tranquilo siempre que se vea que pertenece un poco a la estrella llamada Ajenjo
(esto lo pienso yo, estamos entrando por el lado de Saint-Sévérin y son las dos
de la mañana, hora en que mi mujer suele despertarse y ensayar todo lo que me
va a decir junto con el café con leche). Así pasa con Johnny, así nos bebemos
un horrible coñac barato, así doblamos la dosis y nos sentimos tan contentos.
Pero del libro nada, solamente la polvera en forma de cisne, la estrella, pedazos
de cosas que van pasando por pedazos de frases, por pedazos de miradas, por
pedazos de sonrisas, por gotas de saliva sobre la mesa, pegadas a los bordes del
vaso (del vaso de Johnny). Sí, hay momentos en que quisiera que ya estuviese muerto.
Supongo que muchos en mi caso pensarían lo mismo. Pero cómo resignarse a que Johnny
se muera llevándose lo que no quiere decirme esta noche, que desde la muerte siga cazando, siga salido (yo ya no sé cómo escribir todo esto) aunque me valga
la paz, la cátedra, esa autoridad que dan las tesis incontrovertidas y los entierros
bien capitaneados. De cuando en cuando Johnny interrumpe un largo tamborileo sobre
la mesa, me mira, hace un gesto incomprensible y vuelve a tamborilear. El patrón
del café nos conoce desde los tiempos en que veníamos con un guitarrista árabe.
Hace rato que Ben Aifa quisiera irse a dormir, somos los únicos en el mugriento
café que huele a ají y a pasteles con grasa. También yo me caigo de sueño pero
la cólera me sostiene, una rabia sorda y que no va contra Johnny, más bien como
cuando se ha hecho el amor toda una tarde y se siente la necesidad de una ducha,
de que el agua y el jabón se lleven eso que empieza a volverse rancio, a mostrar
demasiado claramente lo que al principio... Y Johnny marca un ritmo obstinado
sobre la mesa, y a ratos canturrea, casi sin mirarme. Muy bien puede ocurrir que no vuelva
a hacer comentarios sobre el libro. Las cosas se lo van llevando de un lado a otro,
mañana será una mujer, otro lío cualquiera, un viaje. Lo más prudente sería quitarle
disimuladamente la edición en inglés, y para eso hablar con Dédée y pedirle el
favor a cambio de tantos otros. Es absurda esta inquietud, esta casi cólera. No
cabía esperar ningún entusiasmo de parte de Johnny; en realidad jamás se me había
ocurrido pensar que leería el libro. Sé muy bien que el libro no dice la verdad
sobre Johnny (tampoco miente), sino que se limita a la música de Johnny. Por discreción, por bondad, no he querido mostrar al desnudo su incurable esquizofrenia, el
sórdido trasfondo de la droga, la promiscuidad de esa vida lamentable. Me he impuesto
mostrar las líneas esenciales, poniendo el acento en lo que verdaderamente cuenta,
el arte incomparable de Johnny ¿Qué más podía decir? Pero a lo mejor es precisamente
ahí donde está él esperándome, como siempre al acecho esperando algo, agazapado
para dar uno de esos saltos absurdos de los que salimos todos lastimados. Y es
ahí donde acaso está esperándome para desmentir todas las bases estéticas sobre
las cuales he fundado la razón última de su música, la gran teoría del jazz contemporáneo
que tantos elogios me ha valido en todas partes. Honestamente, ¿qué me importa
su vida? Lo único que me inquieta es que se deje llevar por esa conducta que no
soy capaz de seguir (digamos que no quiero seguir) y acabe desmintiendo las conclusiones
de mi libro. Que deje caer por ahí que mis afirmaciones son falsas, que su música
es otra cosa. -Oye, hace un rato dijiste que en el libro faltaban cosas. (Atención,
ahora.) -¿Que faltan cosas, Bruno? Ah, sí, te dije que faltaban cosas. Mira, no
es solamente el vestido rojo de Lan. Están... ¿Serán realmente urnas, Bruno? Anoche
volví a verlas, un campo inmenso, pero ya no estaban tan enterradas. Algunas tenían
inscripciones y dibujos, se veían gigantes con cascos como en el cine, y en las
manos unos garrotes enormes. Es terrible andar entre las urnas y saber que no
hay nadie más, qué soy el único que anda entre ellas buscando. No te aflijas,
Bruno, no importa que se te haya olvidado poner todo eso. Pero, Bruno -y levanta
un dedo que no tiembla- de lo que te has olvidado es de mi. -Vamos, Johnny. -De mí, Bruno, de mí. Y no es culpa tuya no haber podido escribir lo que yo tampoco
soy capaz de tocar. Cuando dices por ahí que mi verdadera biografía está en mis
discos, yo sé que lo crees de verdad y además suena muy bien, pero no es así.
Y si yo mismo no he sabido tocar como debía, tocar lo que soy de veras... ya ves
que no se te pueden pedir milagros, Bruno. Hace calor aquí adentro, vámonos. Lo
sigo a la calle, erramos unos metros hasta que en una calleja nos interpela un
gato blanco y Johnny se queda largo tiempo acariciándolo. Bueno, ya es bastante;
en la plaza Saint-Michel encontraré un taxi para llevarlo al hotel e irme a casa.
Después de todo no ha sido tan terrible; por un momento temí que Johnny hubiera
elaborado una especie de antiteoría del libro, y que la probara conmigo antes
de soltarla por ahí a todo trapo. Pobre Johnny acariciando un gato blanco. En
el fondo lo único que ha dicho es que nadie sabe nada de nadie, y no es una novedad.
Toda biografía da eso por supuesto y sigue adelante, qué diablos. Vamos, Johnny,
vamos a casa que es tarde. -No creas que solamente es eso -dice Johnny, enderezándose
de golpe como sí supiera lo que estoy pensando-. Está Dios, querido. Ahí sí que
no has pegado una. -Vamos, Johnny, vamos a casa que es tarde. -Está lo que tú y los que son como mi compañero Bruno llaman Dios. El tubo de dentífrico por la
mañana, a eso le llaman Dios. El tacho de basura, a eso le llaman Dios. El miedo
a reventar, a eso le llaman Dios. Y has tenido la desvergüenza de mezclarme con esa porquería,
has escrito que mi infancia, y mi familia, y no sé qué herencias ancestrales...
Un montón de huevos podridos y tú cacareando en el medio, muy contento con tu
Dios. No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío. -Lo único que he dicho es que la música
negra... -No quiero tu Dios -repite Johnny-. ¿Por qué me lo has hecho aceptar en tu
libro? Yo no sé si hay Dios, yo toco mi música, ya hago mi Dios, no necesito de
tus inventos, déjaselos a Mahalia Jackson y al Papa, y ahora mismo vas a sacar
esa parte de tu libro. -Si insistes -digo por decir algo-. En la segunda edición. -Estoy tan solo como este gato, y mucho más solo porque lo sé y él no. Condenado, me está plantando las uñas en la mano. Bruno, el jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter. -Justamente
es lo que quería decir cuando escribí que a veces tocas como... -Como si me lloviera
en el culo -dice Johnny, y es la primera vez en la noche que lo siento enfurecerse-. No se puede decir nada, inmediatamente lo traduces a tu sucio idioma. Si cuando
yo toco tú ves a los ángeles, no es culpa mía. Si los otros abren la boca y dicen
que he alcanzado la perfección, no es culpa mía. Y esto es lo peor, lo que verdaderamente
te has olvidado de decir en tu libro, Bruno, y es que yo no valgo nada, que lo
que toco y lo que la gente me aplaude no vale nada, realmente no vale nada. Rara
modestia, en verdad, a esa hora de la noche. Este Johnny...
- ¿Cómo te puedo explicar? -grita Johnny poniéndome las manos
en los hombros, sacudiéndome a derecha y a izquierda. (La paix!, chillan
desde una ventana)-. No es una cuestión de más música o de menos música, es otra
cosa... por ejemplo, es la diferencia entre que Bee haya muerto y que esté viva.
Lo que yo toco es Bee muerta, sabes, mientras que lo que yo quiero, lo que yo
quiero... Y por eso a veces pisoteo el saxo y la gente cree que se me ha ido la
mano en la bebida. Claro que en realidad siempre estoy borracho cuando lo hago,
porque al fin y al cabo un saxo cuesta muchísimo dinero. -Vamos por aquí. Te llevaré
al hotel en taxi.
-Eres la mar de bueno, Bruno -se burla Johnny-. El compañero
Bruno anota en su libreta todo lo que uno le dice, salvo las cosas importantes.
Nunca creí que pudieras equivocarte tanto hasta que Art me pasó el libro. Al principio
me pareció que hablabas de algún otro, de Ronnie o de Marcel, y después Johnny
de aquí y Johnny de allá, es decir que se trataba de mí y yo me preguntaba ¿pero
éste soy yo?, y dale conmigo en Baltimore, y el Birdland, y que mi estilo...
Oye -agrega casi fríamente-, no es que no me dé cuenta de que has escrito un libro
para el público. Está muy bien y todo lo que dices sobre mi manera de tocar y
de sentir el jazz me parece perfectamente O.K. ¿Para qué vamos a seguir discutiendo
sobre el libro? Una basura en el Sena, esa paja que flota al lado del muelle,
tu libro. Y yo esa otra paja, y tú esa botella que pasa por ahí cabeceando. Bruno,
yo me voy a morir sin haber encontrado... sin... Lo sostengo por debajo de los
brazos, lo apoyo en el pretil del muelle. Se está hundiendo en el delirio de siempre,
murmura pedazos de palabras, escupe. -Sin haber encontrado -repite-. Sin haber
encontrado... -¿Qué querías encontrar, hermano? -le digo-. No hay que pedir imposibles,
lo que tú has encontrado bastaría para... -Para ti, ya sé -dice rencorosamente
Johnny-. Para Art, para Dédée, para Lan... No sabes cómo... Si, a veces la puerta
ha empezado a abrirse... Mira las dos pajas, se han encontrado, están bailando
una frente a la otra... Es bonito, eh... Ha empezado a abrirse... el tiempo...
yo te he dicho, me parece, que eso del tiempo... Bruno, toda mi vida he buscado
en mi música que esa puerta se abriera al fin. Una nada, una rajita... Me acuerdo
en Nueva York, una noche... Un vestido rojo. Sí, rojo, y le quedaba precioso.
Bueno, una noche estábamos con Miles y Hal... llevábamos yo creo que una hora
dándole a lo mismo, solos, tan felices... Miles tocó algo tan hermoso que casi
me tira de la silla, y entonces me largué, cerré los ojos, volaba. Bruno, te juro
que volaba... Me oía como si desde un sitio lejanísimo pero dentro de mí mismo,
al lado de mí mismo, alguien estuviera de pie... No exactamente alguien... Mira
la botella, es increíble cómo cabecea... No era alguien, uno busca comparaciones...
Era la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no te parece?, cuando
todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan con un pavo al horno, en el auto
no atrapas ninguna luz roja, todo va dulce como una bola de billar. Y lo que había
a mi lado era como yo mismo pero sin ocupar ningún sitio, sin estar en Nueva York,
y sobre todo sin tiempo, sin que después... sin que hubiera después... Por un
rato no hubo más que siempre... Y yo no sabía que era mentira, que eso ocurría
porque estaba perdido en la música, y que apenas acabara de tocar, porque al fin
y al cabo alguna vez tenía que dejar que el pobre Hal se quitara las ganas en
el piano, en ese mismo instante me caería de cabeza en mí mismo... Llora dulcemente,
se frota los ojos con sus manos sucias. Yo ya no sé qué hacer, es tan tarde, del
río sube la humedad, nos vamos a resfriar los dos. -Me parece que he querido nadar
sin agua -murmura Johnny-. Me parece que he querido tener el vestido rojo de Lan
pero sin Lan. Y Bee está muerta, Bruno. Yo creo que tú tienes razón, que tu libro
está muy bien. -Vamos, Johnny, no pienso ofenderme por lo que le encuentres de
malo. -No es eso, tu libro está bien porque... porque no tiene urnas, Bruno. Es
como lo que toca Satchmo, tan limpio, tan puro. ¿A ti no te parece que lo que
toca Satchmo es como un cumpleaños o una buena acción? Nosotros... Te digo que
he querido nadar sin agua. Me pareció... pero hay que ser idiota... me pareció
que un día iba a encontrar otra cosa. No estaba satisfecho, pensaba que las cosas
buenas, el vestido rojo de Lan, y hasta Bee, eran como trampas para ratones, no
sé explicarme de otra manera... Trampas para que uno se conforme, sabes, para
que uno diga que todo está bien. Bruno, yo creo que Lan y el jazz, sí, hasta el
jazz, eran como anuncios en una revista, cosas bonitas para que me quedara conforme
como te quedas tú porque tienes París y tu mujer y tu trabajo... Yo tenía mi saxo...
y mi sexo, como dice el libro. Todo lo que hacía falta. Trampas, querido... porque
no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca, tan del
otro lado de la puerta... -Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible -digo,
sintiéndome insuperablemente estúpido.
-Y ganar todos los años el referendum de Down Beat,
claro -asiente Johnny-. Claro que sí, claro que sí, claro que sí. Claro que sí. Lo llevo poco
a poco hacia la plaza. Por suerte hay un taxi en la esquina. -Sobre todo no acepto
a tu Dios -murmura Johnny-. No me vengas con eso, no lo permito. Y si realmente
está del otro lado de la puerta, maldito si me importa. No tiene ningún mérito
pasar al otro lado porque él te abra la puerta. Desfondarla a patadas, eso sí. Romperla
a puñetazos, eyacular contra la puerta, mear un día entero contra la puerta. Aquella
vez en Nueva York yo creo que abrí la puerta con mi música, hasta que tuve que
parar y entonces el maldito me la cerró en la cara nada más que porque no le he
rezado nunca, porque no le voy a rezar nunca, por que no quiero saber nada con
ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina, ese... Pobre Johnny, después se queja de que uno no ponga esas cosas en un libro. Las
tres de la madrugada, madre mía.
Tica se había vuelto a Nueva York, Johnny se había vuelto a
Nueva York (sin Dédée, muy bien instalada ahora en casa de Louis Perron, que promete
como trombonista). Baby Lennox se había vuelto a Nueva York. La temporada no era
gran cosa en París y yo extrañaba a mis amigos. Mi libro sobre Johnny se vendía
muy bien en todas partes, y naturalmente Sammy Pretzal hablaba ya de una posible
adaptación en Hollywood, cosa siempre interesante cuando se calcula la relación
franco-dólar. Mi mujer seguía furiosa por mi historia con Baby Lennox, nada demasiado
grave por lo demás, al fin y al cabo Baby es acentuadamente promiscua y cualquier
mujer inteligente debería comprender que esas cosas no comprometen el equilibrio
conyugal, aparte de que Baby ya se había vuelto a Nueva York con Johnny, finalmente
se había dado el gusto de irse con Johnny en el mismo barco. Ya estaría fumando
marihuana con Johnny, perdida como él, pobre muchacha. Y Amorous acababa
de salir en París, justo cuando la segunda edición de mi libro entraba en prensa
y se hablaba de traducirlo al alemán. Yo había pensado mucho en las posibles modificaciones
de la segunda edición. Honrado en la medida en que la profesión lo permite, me
preguntaba si no hubiera sido necesario mostrar bajo otra luz la personalidad
de mi biografiado. Discutimos varias veces con Delaunay y con Hodeir, ellos no
sabían realmente qué aconsejarme porque encontraban que el libro era estupendo
y que a la gente le gustaba así. Me pareció advertir que los dos temían un contagio
literario, que yo acabara tiñendo la obra con matices que poco o nada tengan que
ver con la música de Johnny, al menos según la entendíamos todos nosotros. Me
pareció que la opinión de gentes autorizadas (y mi decisión personal, sería tonto
negarlo a esta altura de las cosas) justificaba dejar tal cual la segunda edición.
La lectura minuciosa de las revistas especializadas de los Estados Unidos (cuatro
reportajes a Johnny, noticias sobre una nueva tentativa de suicidio, esta vez
con tintura de yodo, sonda gástrica y tres semanas de hospital, de nuevo tocando
en Baltimore como si nada) me tranquilizó bastante, aparte de la pena que me producían
estas recaídas lamentables. Johnny no había dicho ni una palabra comprometedora
sobre el libro. Ejemplo (en Stomping Around, una revista musical de Chicago,
entrevista de Teddy Rogers a Johnny): "¿Has leído lo que ha escrito Bruno V... sobre ti en París?" "-Sí. Está muy bien." "¿Nada que decir sobre ese libro?" "-Nada,
fuera de que está muy bien. Bruno es un gran muchacho." Quedaba por saber
lo que pudiera decir Johnny cuando anduviera borracho o drogado, pero por lo menos
no había rumores de ningún desmentido de su parte. Decidí no tocar la segunda
edición del libro, seguir presentando a Johnny como lo que era en el fondo: un
pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto
ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra. Todo me inducía a conservar tal cual ese retrato de Johnny; no era cosa de crearse complicaciones con un público que quiere mucho
jazz pero nada de análisis musicales o psicológicos, nada que no sea la satisfacción
momentánea y bien recortada, las manos que marcan el ritmo, las caras que se aflojan
beatíficamente, la música que se pasea por la piel, se incorpora a la sangre
y a la respiración, y después basta, nada de razones profundas. Primero llegaron
los telegramas (a Delaunay, a mí, por la tarde ya salían en los diarios con comentarios idiotas); veinte días después tuve carta de Baby Lennox, que no se había
olvidado de mí. "En Bellevue lo trataron espléndidamente y yo lo fui a buscar cuando
salió. Vivíamos en el departamento de Mike Russolo, que anda en gira por Noruega.
Johnny estaba muy bien, y aunque no quería tocar en público aceptó grabar discos
con los chicos del Club 28. A ti te lo puedo decir, en realidad estaba muy débil (ya me imagino lo que quería dar a entender Baby con esto, después de nuestra
aventura en París) y de noche me daba miedo la forma en que respiraba y se quejaba.
Lo único que me consuela -agregaba deliciosamente Baby- es que murió contento y
sin saberlo. Estaba mirando la televisión y de golpe se cayó al suelo. Me dijeron
que fue instantáneo." De donde se deducía que Baby no había estado presente, y
así era porque luego supimos que Johnny vivía en casa de Tica y que había pasado
cinco días con ella, preocupado y abatido, hablando de abandonar el jazz, irse
a vivir a México y trabajar en el campo (a todos les da por ahí en algún momento
de su vida, es casi aburrido), y que Tica lo vigilaba y hacía lo posible por tranquilizarlo
y obligarlo a pensar en el futuro (esto lo dijo luego Tica, como si ella o Johnny
hubieran tenido jamás la menor idea del futuro). A mitad de un programa de televisión
que le hacía mucha gracia a Johnny, empezó a toser, de golpe se dobló bruscamente, etc. No estoy tan seguro de que la muerte fuese instantánea como lo declaró Tica a la
policía (tratando de salir del lío descomunal en que la había metido la muerte
de Johnny en su departamento, la marihuana que había al alcance de la mano,
algunos líos anteriores de la pobre Tica, y los resultados no del todo convincentes
de la autopsia. Ya se imagina uno todo lo que un médico podía encontrar en el
hígado y en los pulmones de Johnny). "No quieras saber lo que me dolió su muerte,
aunque podría contarte otras cosas -agregaba dulcemente esta querida Baby- pero
alguna vez cuando tenga más ánimos te escribiré o te contaré (parece que Rogers
quiere contratarme para París y Berlín) todo lo que es necesario que sepas, tú
que eras el mejor amigo de Johnny." Y después de una carilla entera dedicada a
insultar a Tica, que de creerle no sólo sería causante de la muerte de Johnny
sino del ataque a Pearl Harbor y de la Peste Negra, esta pobrecita Baby terminaba: "Antes de que se me olvide, un día en Bellevue preguntó mucho por ti, se le me
daban las ideas y pensaba que estabas en Nueva York y que no querías ir a verlo,
hablaba siempre de unos campos llenos de cosas, y después te llamaba y hasta te
decía palabrotas, pobre. Ya sabes lo que es la fiebre. Tica le dijo a Bob Carey
que las últimas palabras de Johnny habían sido algo así como: "Oh, hazme una máscara", pero ya
te imaginas que en ese momento..." Vaya si me lo imaginaba. "Se había puesto muy
gordo", agregaba Baby al final de su carta, "y jadeaba al caminar". Eran los detalles
que cabía esperar de una persona tan delicada como Baby Lennox. Todo esto coincidió
con la aparición de la segunda edición de mi libro, pero por suerte tuve tiempo
de incorporar una nota necrológica redactada a toda máquina, y una fotografía del
entierro donde se veía a muchos jazzmen famosos. En esa forma la biografía quedó, por
decirlo así, completa. Quizá no esté bien que yo diga esto, pero como es natural me sitúo en un plano meramente estético. Ya hablan de una nueva traducción, creo que al sueco o al noruego. Mi mujer está encantada con la noticia.
De Las armas secretas
Cortázar, Julio; Ceremonias,
Barcelona, Seix Barral, 1994
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