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El origen de la noche
(Paraguay)

Al principio de todo, nadie dormía porque no existía la noche y el Sol no dejaba nunca de brillar. En medio de la selva, en un claro siempre iluminado por el Sol, había una enorme olla. El genio de la selva llamado Baio tenía allí encerrada a la oscuridad, y junto a ella también estaban prisioneros todos los pájaros y animales nocturnos.

Un día, un padre y su hijo salieron de caza por aquellos lugares. Persiguiendo a un venado llegaron al centro de la selva, y vieron la olla de Baio.

-Vayámonos de aquí –dijo el padre-. Esta olla debe de pertenecer a Baio, el genio de la selva, y se enfadará si nos sorprende.

-No, espera un poco –contestó el joven-. No seas tan cobarde. Nunca había visto una olla tan grande, ¿qué habrá dentro?

Y, diciendo esto, el joven comenzó a golpearla con su arco, para saber si estaba llena o vacía. Pero la olla resultó ser muy frágil, y en cuanto le hubo dado dos o tres golpes con su arco, se rompió, abriéndose en ella una gran grieta.

Por aquella grieta escaparon la noche y todas sus criaturas. También la Luna salió del interior de la olla y se ocultó entre las tinieblas. El propio Baio, muy enfadado, se ocultó en aquella noche tan profunda. Todo estaba oscuro. No había ni el menor rayo de luz.

Como los seres humanos no conocían los terrores de la noche pues siempre tenían luz, empezaron a preguntar con miedo:

-¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido el Sol?

Pasaron días y más días, y el cielo seguía oscuro. Nadie se atrevía a entrar en la selva, pues allí ululaban los búhos y las lechuzas, rugían las fieras que acechan en la oscuridad, y se movían los animales nocturnos surgidos de la olla, que los hombres no habían visto jamás.

Hicieron toda clase de ofrendas para que volviese a brillar el Sol, pero fue inútil, nada parecía surtir efecto. Por último, al propio muchacho que había roto la olla se le ocurrió la idea de quemar cera de abejas. El humo de la cera ascendió al cielo y, poco a poco, despejó la oscuridad que amenazaba de muerte a todas las gentes y pueblos.

Desde ese momento el día y la noche se alternaron, y los humanos pudieron seguir viviendo más o menos como al principio aunque, naturalmente, las cosas ya no fueran como antes. Pero al menos ahora había unas horas de luz, durante las cuales era posible vivir, cazar y procurarse la comida diaria.

 

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