Había una vez un grupo de mendigos que vivían de las sobras que los demás tiraban. Un día, los mendigos encontraron una moneda de plata en la calle.

-Ahora podremos comer como todo el mundo -dijo uno de ellos-. Vamos a encargar comida para un banquete y a buscar un sitio tranquilo para disfrutarlo.

De modo que los mendigos pidieron todo tipo de cosas deliciosas para comer e incluso contrataron a un mozo para que les llevase la comida fuera de la ciudad. Nerviosos por que nadie les viese, no fuera que algún envidioso intentase robarles su maravillosa comida, los mendigos al fin se acomodaron en un lugar bastante extraño para celebrar un banquete: ¡en un cementerio!

Dentro había una tumba rodeada de un pequeño jardín y protegida por un muro alto. Los mendigos se asomaron a la puerta y decidieron que aquel era el lugar perfecto.

Sirvieron la comida, echaron al mozo y se sentaron a disfrutar del banquete. Pero poco después, uno de ellos observó que el mozo había dejado la puerta abierta.

-Levántate y ciérrala, ¿quieres? -dijo uno del grupo.

-¡No! ¡Levántate y ciérrala tú! -fue la respuesta.

Finalmente, llegaron a un acuerdo: aquel que hablase primero sería quien cerraría la puerta.

Permanecieron en silencio. Pasaron los minutos. De repente entró una jauría de perros. ¡Se comieron hasta la última miga! Ninguno de los mendigos dijo una palabra, nadie quería cerrar la puerta. Entonces, un perro vio un poco de comida en la barba de un mendigo, saltó y se la comió, y al hacerlo también mordió al hombre.

-¡Ay! -gritó la víctima.

-¡Ja, ja, ja! ¡Tú cierras la puerta! -rieron los demás, y el mendigo mordido suspiró.

-¿Para qué? -preguntó-. ¡Ya no tenemos nada que alguien quiera robar!