El cielo nocturno que vemos hoy es prácticamente el mismo que estudió Ptolomeo, pero su observación ha requerido dieciocho siglos para revelar que el planeta en el que vivimos no es mas que un diminuto mundo que gira en torno a una estrella enana a la que llamamos Sol, que pertenece a la familia de 150 000 millones de estrellas que es la Vía Láctea, que a su vez forma parte de un cúmulo (El Grupo Local) integrado por apenas tres docenas de los miles de millones de galaxias que salpican el espacio conocido.

Aunque en la Grecia Antigua Aristarco de Samos (310-250 a.C) fue el primer defensor de un modelo cosmológico en el que el Sol, y no la Tierra, ocupaba el centro, la astronomía no empezó a poner las cosas en su sitio hasta que en los siglos XVI y XVII, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei y Johannes Kepler derrumbaron el sistema aristotélico-ptolemaico con datos irrefutables sobre las órbitas planetarias. El Sol destronó a la Tierra como rey del universo, pero hubo que esperar hasta la segunda década del siglo XX para que el hombre entendiera que su lugar en el Cosmos era todavía mucho más pequeño de lo que admitió Galileo tras convertirse en el primer hombre que veía, gracias al telescopio, la danza de Europa, Io, Ganímedes y Calisto en torno a Júpiter. Su rudimentario anteojo fue suficiente para observar que los cuatro satélites de Júpiter hacían lo mismo que la Luna en torno a la Tierra, que dejó de ser el único planeta en torno al cual giraban los astros.

En sólo unas décadas el alemán Johannes Kepler, que fue contemporáneo de Galileo, gestó los trabajos que darían pie a sus tres famosas leyes sobre los movimientos planetarios en torno al Sol, en las que caracterizaba las órbitas de Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno, los seis planetas conocidos en el siglo XVII. Si con su libro De revolitionibus orbium celestium el clérigo polaco Nicolás Copérnico echó por tierra la visión geocéntrica del Universo que había permanecido vigente más de 1 400 años, Kepler consiguió en sólo unos años definir las claves de la mecánica celeste dentro del Sistema Solar, para lo cual se sirvió de una gran parte de los trabajos realizados anteriormente por otro gran astrónomo europeo, el danés Tycho Brahe.

Isaac Newton, considerado uno de los mayores genios de la historia de la ciencia, basó sus trabajos en el legado de Kepler para definir las leyes que rigen los movimientos gravitatorios de los cuerpos celestes. Plasmó sus conocimientos en los Principia matemática, su universal obra que fue publicada gracias al apoyo, entre otros, de Edmund Halley, descubridor del famoso cometa que lleva su nombre. Pocos saben, que Newton tuvo que aguardar más de una década para publicar su trabajo porque todo ese tiempo es el que empleó en encontrar un libro imprescindible: Mesure de la Terre, del francés Jean Picard. En él se plasmaban los primeros datos conocidos sobre las medidas de la Tierra, indispensables para que Newton pudiera hacer sus cálculos. Del libro de Picard apenas quedan hoy unos cuantos ejemplares repartidos por Europa, pero tuvo un papel clave en la historia de la ciencia.

A pesar de las revolucionarias contribuciones que hicieron todos ellos, lo cierto es que hasta hace muy poco la astronomía ha sido una ciencia conservadora, reacia a admitir los descubrimientos que han agrandado paulatinamente el tamaño del Universo. En realidad, hace tan solo siete decenios que sabemos con certeza la existencia de galaxias; hasta los años veinte se hablaba de la Galaxia, en referencia a la Vía Láctea, que era entendida como la única que aglutinaba todos los objetos celestes conocidos, desde el Sol a las nebulosas más tenues que alcanzaban los telescopios. Muchos astrónomos de la época pensaban, que el cosmos traspasaba claramente esos límites y decidieron trabajar en la obtención de pruebas que lo demostraran. El primero en conseguirlo fue el norteamericano Edwin Powell Hubble –el mismo con cuyo nombre ha sido bautizado el telescopio espacial-, quién en 1924 logró desgranar varias estrellas de la galaxia de Andrómeda (M 31), que hasta entonces había sido conocida con el término nebulosa porque se creía que estaba dentro de la Vía Láctea.

Los estudios posteriores extendieron la naturaleza extragaláctica a miles de objetos que estaban siendo catalogados como nebulosas y que no eran tales, sino galaxias diferentes y lejanas a la Vía Láctea, tanto que hubo que empezar a medir su distancia en millones de años-luz. El hallazgo de Hubble puso la primera piedra para la construcción del modelo cosmológico que en la actualidad defiende la mayor parte de los astrónomos y sintetizado en el Big Bang, el gran estallido que hace unos 12 000 0 15 000 millones de años dio origen al universo actual, que parece expandirse en todas direcciones.

Todos estos secretos están ahí, en el firmamento. Además de sus contribuciones fundamentales al conocimiento científico, el atributo más fascinante de la cosmología es que nos permite saber bastantes cosas acerca de la naturaleza de lo que observamos en el cielo. Charles Messier (1730-1817) decidió elaborar su famoso catálogo de objetos difusos, el primero de la historia, para evitar confundirlos con los cometas que intentaba descubrir diariamente entre las estrellas, pero nunca supo que la nebulosa del Cangrejo, que él anotó en primer lugar en su lista con la denominación M 1, eran los restos de una catástrofe cósmica protagonizada en el año 1054 por una estrella que se convirtió en supernova y, al explotar, alcanzó tal luminosidad que superó en brillo al planeta Venus. La nebulosa, que se encuentra en la constelación de Taurus es perfectamente visible en al actualidad con el telescopio, y las fotografías que existen de ella muestran con nitidez los restos de una estrella difunta tras su violenta destrucción.

Los más de 100 objetos que figuran en el catálogo Messier son una buena muestra de la diversidad del firmamento, ya que en él hay decenas de galaxias, nebulosas galácticas y planetarias, y cúmulos de estrellas, entre ellos el más famoso de todos: las Pléyades, clasificadas como M 45, cuya visión es uno de los espectáculos que más sorprende a quienes se internan por primera vez en el cielo estrellado con unos prismáticos o un telescopio con pocos aumentos. Éste es uno de los primeros regalos del cielo, que ofrece la observación astronómica: el Sistema Solar, al que pertenecen todos los planetas, los asteroides, los cometas y las estrellas fugaces (meteoros), y el cielo profundo, que abarca todo lo demás: las estrellas y constelaciones, los cúmulos estelares, las nebulosas y las galaxias.

Menu Principal
Página Siguiente
Hosted by www.Geocities.ws

1