Las constelaciones fueron una creación de la antigüedad en la que astrónomos como Claudio Ptolomeo simbolizaron figuras de personajes mitológicos, animales y cosas que la disposición de las estrellas les sugería, de ahí los nombres: Andrómeda, Leo (León), Hércules, Eridanus (Eridano, el río), Taurus... En el siglo II Ptolomeo agrupó las estrellas en 48 constelaciones, pero el paso del tiempo añadió otras 40 y en la actualidad, con el beneplácito de la Unión Astronómica Internacional (IAU), el cielo ha quedado dividido en un total de 88 constelaciones, con sus correspondientes límites para separar los objetos celestes (estrellas, galaxias, cúmulos y nebulosas) que quedan dentro de ellas. Por ejemplo, la galaxia de Andrómeda, que el francés Charles Messier incluyó en el siglo XVIII como M 31 en su catálogo de objetos difusos, se halla visualmente dentro de la constelación del mismo nombre, pero en realidad no tiene nada que ver con ella, ya que está mucho más lejos. Las estrellas que forman la constelación de Andrómeda pertenecen a la Vía Láctea, nuestra galaxia, y M 31 es otra galaxia que se halla a casi 2,3 millones de años-luz.

En la bóveda del cielo nocturno hay que distinguir fundamentalmente dos clases de astros: los que se mueven y los que no (aunque, en realidad, no hay nada quieto). Esta distinción la hacemos prescindiendo del movimiento global de toda la bóveda en virtud de la rotación y traslación de la Tierra. Tenemos, por lo tanto, unas estrellas, cúmulos, nebulosas, galaxias, etc, que guardan entre sí unas posiciones a los que podemos calificar de fijas. Y, moviéndose por delante de ellas, es decir, en primer término, otros astros que van desplazándose independientemente del fondo más o menos fijo. Son los astros de nuestro sistema (Sol, planetas, satélites, asteroides, cometas, etc), algunos de los cuales tienen movimientos aparentes muy rápidos.

Hace ya muchos milenios que el hombre aprendió a distinguir las diferentes clases de astros haciendo, precisamente, esta división que comentamos. Con ello inventó un sistema de identificación y comparación que aún hoy día sigue estando vigente y que es muy útil al aficionado. Es la clasificación de los astros “fijos” en constelaciones, totalmente subjetiva pero eficaz.

La división del firmamento en constelaciones equivale, simplemente, a una parcelación; una división en regiones estrictamente delimitadas, con unos nombres propios y un sistema de designación individualizada de las principales estrellas de cada grupo. Dentro de cada “parcela” se suelen destacar las estrellas más brillantes mediante grafismos lineales con formas más o menos identificatorias del nombre. Son esas figuras típicas con denominaciones extraídas de la mitología, de personajes o de animales legendarios que en los mapas antiguos vienen representados con todo lujo de detalles, casi convirtiendo el firmamento en un parque zoológico o en un muestrario de locos.

Lo cierto es que al aficionado le resulta muy práctico memorizar los principales astros con referencia a estas figuras o constelaciones, hasta el punto de que sin su buen conocimiento le sería difícil iniciarse en la observación. Es algo que resaltamos porque un debutante debe empezar por ahí.

A la esfera celeste vamos a tratarla como se trata al globo terráqueo, ya que el sistema de divisiones, de determinaciones de posición, de orientación, etc., es equivalente o parecido.

Para comenzar, digamos que la bóveda del cielo tiene el movimiento de rotación que todos percibimos por el desplazamiento de los astros de este a oeste, incluido el Sol de día. En realidad, es nuestro planeta el que gira de oeste a este. Tal movimiento ya nos señala que la bóveda tiene un eje de rotación y dos polos que son la proyección del eje de la Tierra y de sus correspondientes polos. Así tenemos también en el cielo un norte, un sur y un ecuador que es, lógicamente, la proyección al firmamento del ecuador terrestre si pudiéramos trazar por este un plano que pasara por el centro de la Tierra. Un habitante de la zona polar norte (Ártico) tiene el polo Norte celeste exactamente encima de su cabeza y el ecuador celeste en el horizonte. Los habitantes de Colombia, de Ecuador o de Kenya, tienen el ecuador celeste sobre su cabeza y los polos en el horizonte. Y un habitante de la Antártida tiene el polo Sur celeste en lo más alto del cielo. En consecuencia, los europeos o los hispanoamericanos sureños, por ejemplo, que estamos en zonas intermedias, vemos el ecuador celeste “a medio aire” y al polo respectivo a una altura angular sobre el horizonte equivalente al ángulo de nuestra latitud geográfica.

Cada 23 horas 56 minutos y 4 segundos la Tierra da una vuelta sobre su eje. Por lo tanto, con el mismo periodo desfila ante nosotros toda la bóveda celeste que resulta visible desde la latitud en que estemos. Pero, como contamos los días de 24 horas, sobran casi cuatro minutos diarios que van acumulándose a lo largo del año y que son la causa de que en invierno tengamos por la noche el cielo que hay en verano al mediodía y viceversa. Dicho de otro modo: la esfera celeste, aparte de su rotación diaria, da una vuelta completa cada año; en este caso, realmente, es la Tierra la que ha completado un recorrido alrededor del Sol. Si una persona mira el cielo cada noche a la misma hora y en la misma dirección, verá pasar a todas las estrellas en el transcurso de un año porque cada noche se desplazan ligeramente hacia el oeste. Como sea que la mayoría de aficionados sacan sus telescopios a la luz de las estrellas a primeras horas de la noche, se ha hecho familiar el aspecto que presenta el cielo cada mes o cada estación del año, pero siempre referido a estas primeras horas (entre las 21 h y las 24 h).

La nomenclatura que se emplea para designar las constelaciones está unificada en latín de modo oficial; de esta forma, aunque los mapas celestes sean ingleses, españoles o rusos, los nombres siempre se escriben en latín. Para cada nombre de constelación se utilizan las dos primeras formas de las declinaciones (nominativo y genitivo), de modo que la primera es el nombre propio de la constelación (por ejemplo, Perseus) y la segunda sirve para designar la pertenencia de una estrella a la constelación (por ejemplo, Alfa Persei). Más ejemplos: la estrella Beta Canis Majoris pertenece a la constelación Canis Major. Se emplean también abreviaturas o siglas de tres letras (Per= Perseus; Cma= Canis Majoris).

Dentro de las constelaciones existen sistemas de nomenclatura diferentes para cada tipo de astro. Algunas estrellas brillantes tienen nombres propios, utilizados comúnmente por los aficionados, pero muy poco por los científicos. Por ejemplo: Polaris (Polar), Aldebarán, Canopus, Sirius, Rigel, Bellatrix, Cástor, Antares, Betelgeuse, Régulo y varias decenas. Independientemente de estos patronímicos, a las estrellas más luminosas de cada constelación se las designa con las letras minúsculas del alfabeto griego. Generalmente la estrella más brillante es a (alfa); luego sigue b (beta), etc., aunque este orden no es absolutamente riguroso porque las estrellas pueden haber variado su intensidad luminosa desde que Bayer implantó el sistema en 1603. Este es el caso de Betelgeuse, la estrella que Bayer llamó Alfa (a) Orionis, y cuyo brillo es inferior, dentro de la misma constelación de Orión, al de Rigel, a la que él identificó como Beta (b) Orionis.

Pero el alfabeto griego sólo tiene 24 letras y en una constelación hay bastantes más estrellas (¿miles, millones, centenares de millones?). El propio Bayer continuó con el alfabeto latino que, naturalmente, también quedó corto. Y Flamsteed, en 1725, completo el sistema numerando a las estrellas que quedaban, dentro de los límites de cada constelación, en orden correlativo de oeste a este. Sin embargo, esta numeración acaba con las estrellas visibles a simple vista.

Lógicamente los astrónomos precisaban designar a todas las estrellas o al mayor número de ellas. Surgieron los catálogos en los que se inscriben las características de cada astro siguiendo un determinado orden correlativo, de modo que su numeración sirve de designación oficial. Así encontramos en el cielo una estrella llamada SAO 216.401, lo cual, con detalle, significa: estrella número 216.401 del “Smithsonian Astrophysical Observatory Cataloque”. A la misma estrella también puede llamársela BD-47 365, porque es el número –47 365 del “Bonner Durchmusterung”. O puede utilizarse otro procedimiento “más universal” porque sirve para cualquier astro, esté o no esté catalogado: AR 3h 34m 39s, Decl. –47º 21’ 55”. Esto son las coordenadas que definen en el firmamento la exacta posición de la estrella en cuestión. Como sea que en este punto sólo cabe una estrella, está claro que las coordenadas pueden utilizarse como sistema identificatorio. Y así se hace, en especial, en  los medios científicos.

Las galaxias, los cuásares, los púlsares, los cúmulos, las nebulosas, así como las estrellas dobles, variables, etc., tienen también sus catálogos particulares que les dan nombre. Generalmente el aficionado se familiariza con los catálogos M (“Messier”) y NGC (“New General Catalogue of Nebulae and Clusters of Stars”), que comprenden las nebulosas, cúmulos y galaxias más brillantes. La célebre galaxia de Andrómeda (llamada así por hallarse en la constelación de Andrómeda) es M 31, o bien NGC 224, aunque, como las estrellas, también podemos identificarla diciendo que es la galaxia situada en AR 0h 40m, Decl. +41º 00’.

Hasta aquí nos referimos sólo a aquellos cuerpos que mantienen una posición más o menos fija en la bóveda del cielo. Los planetas, satélites, asteroides, cometas, etc., tienen movimientos completamente independientes del conjunto de estrellas y, por tanto, no pueden referenciarse en los mapas del cielo más que para un momento determinado. Su localización debe hacerse conociendo exactamente las posiciones que ocupan en el momento de la observación, posiciones que el aficionado obtiene habitualmente a través de publicaciones especializadas, de los boletines de las asociaciones o de programas informáticos de simulación del firmamento.

Hay en todo el firmamento (hemisferios norte y sur) 22 estrellas de primera magnitud, 50 de segunda magnitud, 150 de tercera, 500 de cuarta, 1 500 de quinta y 4 000 de sexta. Los astros de cada magnitud son 2,5 veces más débiles que los de la anterior y por ello su número se incrementa enormemente cuando se alcanzan magnitudes muy débiles. Con ello, a simple vista, pueden verse aproximadamente 6 500 estrellas.

La bóveda del cielo la hemos comparado con el globo terráqueo cuando tratábamos de las divisiones “territoriales” que denominamos constelaciones y que guardan un cierto paralelismo con los países, con sus líneas fronterizas. Llegado el momento de tratar sobre los métodos de localización de los astros podemos igualmente establecer referencias con nuestro planeta, ya que el sistema de coordenadas que se emplea en astronomía es muy similar al terrestre. Aquí, para dar la posición de un punto, en tierra o en mar, damos un ángulo en latitud (norte o sur, según sea a un lado u otro del ecuador) y otro en longitud (este u oeste, según su relación con el meridiano cero o de Greenwich). En el firmamento ocurre de modo similar, aunque con distintos nombres.

La posición de una estrella en “latitud” se denomina declinación (suele abreviarse Decl, D, o d) y también es norte o sur, positiva (+) o negativa (-), respectivamente. Al igual que en la Tierra, se mide en ángulos que van de 0º en el ecuador a 90º en el polo; cada grado puede subdividirse en 60’ y estos, a su vez, en 60”. Como ejemplo, la declinación de la brillante estrella Vega (a Lyrae) es +38º; el signo + indica que pertenece al hemisferio Norte. Y la declinación de la célebre estrella Polar (a Ursa Minoris) es +89º 01’ 44”, casi 90º, porque se halla muy cerca del polo.

La posición en “longitud” se denomina ascensión recta (se abrevia AR, o a) y se establece dividiendo el ecuador celeste en 24 horas, con subdivisiones en minutos y segundos, en vez de los 360º que comúnmente se emplean en la tierra. Además, el sentido de contabilización en el firmamento siempre es el mismo (de occidente a oriente), lo cual simplifica la operación porque no hay que considerar si los datos están referidos al este o al oeste del meridiano cero.

El meridiano cero astronómico se acordó que fuera uno de los dos puntos donde el ecuador celeste se cruza con la elíptica, que en su momento estaba en la constelación de Aries pero que ahora está en Piscis. Este es el “Greenwich” celeste. A partir de ahí cada 15º hacia el este se contabiliza 1 hora en ascensión recta hasta completar los 360º, que equivalen a las 24 horas. Estas divisiones, por lo tanto, no guardan ninguna relación con las 24 horas de tiempo que utilizamos en la Tierra para medir el día y con las cuales no deben confundirse.

Siguiendo con los ejemplos anteriores, la estrella Vega está a 18h 36m 14s de ascensión recta y la Polar está a 1h 48m 48s5. Adviértase que en las declinaciones los minutos y los segundos son de arco (‘,”), mientras en las ascensiones rectas son de tiempo (m, s).

Contrariamente a lo que sucede en la Tierra, la estructura general de la red de coordenadas astronómicas no es absolutamente fija con relación a las estrellas. En nuestro planeta el meridiano cero pasa y pasará siempre por Greenwich; sin embargo, en el firmamento interviene el fenómeno de la precesión de los equinoccios, dependiente de un movimiento rotacional cónico que hace el eje de la Tierra con un periodo de una vuelta cada 26 mil años. Este movimiento originará un desplazamiento lento del polo celeste y de toda la red de coordenadas (la estrella Polar se encuentra ahora casualmente junto al polo; dentro de 12 000 años será la estrella Vega la más próxima).

Como resultaría muy complejo referenciar las posiciones de los astros según una red de coordenadas constantemente variable, la Unión Astronómica Internacional tiene acordado considerarlas fijas y sólo una vez cada medio siglo realiza una corrección global. De este modo las coordenadas y mapas que se utilizaban hace unos años venían referidos al equinoccio 1950,0 (es decir, tal como estaban en el año 1950), pero en enero de 1984 entró oficialmente en vigor el equinoccio 2000,0, o sea que ahora todos los atlas y cartas tiene la red correspondiente a la posición del año 2000.

Como ya se ha mencionado en líneas anteriores, en una noche oscura brillan aproximadamente 3 000 estrellas ante nuestros ojos. En el espacio veríamos otras 3000 más, porque el horizonte no nos taparía el resto del cielo, como ocurre en la superficie terrestre, desde la que un observador situado en Europa continental o Norteamérica no ve las mismas constelaciones que pueden contemplarse desde Australia, África o América del Sur. El azar ha dispuesto las estrellas de tal forma que el firmamento boreal es más fácil de identificar hasta el punto de que un astrónomo neófito puede conocer en una sola noche las estrellas principales; en dos, las constelaciones más importantes, y en una semana recorrer la bóveda celeste sin perderse por el camino.

La constelación de la Osa Mayor no es sólo una de las más populares y conocidas, sino también una de las más recomendables para abrirse camino en el cielo, porque es visible en el hemisferio boreal en cualquier época del año mirando hacia el norte. Aunque su nombre procede de la mitología griega, lo cierto es que la imagen que componen sus siete estrellas principales se asemeja más a la de un carro –los chinos la denominan el Carro Celeste- que a la de una osa, y por ello también se le denomina el Carro Mayor o Gran Carro. Aunque es aconsejable comenzar el recorrido con una carta estelar, el tamaño y espectacularidad de la Osa Mayor, la hacen fácilmente localizable incluso sin ella: Alkaid es la estrella que se halla en el extremo del brazo del carro, al lado de ella esta Mizar, y junto a esta, Alioth. Megrez, Pechda, Dubhe y Merak forman el cuadrado del carro una octava estrella cuyo nombre es Alcor, se halla muy próxima a Mizar y los observadores con buena vista no tienen problemas en localizarla sin ayuda óptica.

Una vez identificada la constelación nos servirá de punto de partida hacia el resto del cielo. Tomemos como ejemplo una noche diáfana y sin Luna del mes de agosto: el Gran Carro aparece tras la medianoche en posición casi horizontal, descansando sobre el horizonte norte. La línea imaginaria que une Merak y Dhube (en el extremo derecho) apunta hacia la estrella Polar; hay que prolongar cinco veces en línea recta la distancia entre estas dos estrellas del Carro Mayor para dar con Polaris, también conocida como Alfa (a) Ursae Minoris, en torno a la cual giran las demás en sentido contrario al de las agujas del reloj, aunque su posición exacta no es la del polo norte astronómico, como ya se ha dicho.

Si seguimos nuestro camino por el cielo observaremos que la Polaris se encuentra, a su vez, en el extremo del brazo de la Osa menor o Carro Menor, bastante más pequeña y menos brillante que la Osa Mayor. La Osa Menor está rodeada, casi envuelta, por otra constelación más tenue, la del Dragón, cuyo escaso brillo la hace casi invisible desde las ciudades.

Próxima a Polaris en dirección hacia el cenit –el punto más alto del cielo- se halla la constelación de Cefeo, y al este de ella la famosa Cassiopeia, con su característica forma de W. Más al este nos encontramos con la débil constelación de Andrómeda, y en ella a M 31 (NGC 224), la única galaxia visible claramente a ojo en el hemisferio boreal. La larga línea central que forman las estrellas de Andrómeda está unida visualmente al gran cuadrado de la constelación de Pegaso, muy fácil de reconocer por su gran tamaño que triplica el del cuadrado del Gran Carro. Si regresamos a la Osa Mayor para tomarla de nuevo como punto de partida, comprobaremos que el leve arco que forma el brazo del carro, con la estrella Alkaid en el extremo apunta en dirección oeste hacia una estrella muy brillante de color anaranjado. Es Arturo o Alfa (a) Bootis, la estrella principal de la constelación del Boyero (Bootes) y la tercera en brillo del cielo boreal. Desde aquí si elevamos paulatinamente la mirada hacia el cenit (el punto más alto del cielo) nos encontraremos con las constelaciones de la Corona Borealis, Hércules y Lyra, en la que destaca la estrella Vega, una de las más brillantes del hemisferio norte. Se encuentra a una distancia de 26 años luz de nosotros, en un lugar de la Vía Láctea que se denomina ápex, porque es el punto hacia el que se desplaza el Sol arrastrando a la Tierra y los demás planetas en su viaje por el espacio.

Vega, Alfa (a) Lyrae, es una de las tres estrellas que forman el llamado Triángulo estival, que corona el firmamento en las noches de verano. Las otras dos estrellas de este triángulo son Deneb (Alfa Cygni) y Altair (Alfa Aquilae), también muy brillantes. Todo el conjunto se halla atravesado por el gran manchón blanquecino de la Vía Láctea, que en torno a la medianoche de los días de verano cruza el cielo de noreste a suroeste, cambiando su orientación a medida que avanza la madrugada. Al final de ella, la Vía Láctea, se dispone en sentido este-oeste, y por ello desde tiempos inmemoriales fue denominada en España “El camino de Santiago”, puesto que servía a los peregrinos que se dirigían hacia Santiago de Compostela para saber la dirección correcta.

Dentro del Triangulo Estival, para el observador del hemisferio norte, la estrella Altair es una de las más adecuadas para seguir el recorrido por el cielo hacia el horizonte sur tomando como hilo conductor la Vía Láctea, cuyas zonas más densas nos dirigirán hacia la constelación de Sagitario, repleta de cúmulos de estrellas y de nebulosas. Justo al suroeste de ella encontraremos a la brillante estrella Antares, en la tortuosa constelación del Escorpión. En ella el horizonte marca el límite de visibilidad para las latitudes medias del hemisferio norte, de forma que para los observadores que se encuentran por encima del paralelo 40 las estrellas y constelaciones existentes más al sur permanecen ocultas.

Aunque la Osa Mayor es una excelente referencia para el primer recorrido visual por el firmamento, durante el invierno también lo es la constelación de Orión. Durante el solsticio de verano, Orión es invisible porque el Sol está delante de ella. La Tierra, en su viaje de un año alrededor de la estrella que le da vida, cambia de posición progresivamente, y ello origina que las estrellas y constelaciones que se hallan en el mismo plano de la órbita desaparezcan de nuestra vista durante algún tiempo, porque el resplandor solar nos la oculta. Para Orión esto ocurre al principio del verano boreal, pero durante el invierno se halla en la dirección opuesta a la del Sol y es el principal protagonista del cielo. Es incluso más fácil de localizar que la Osa Mayor; sólo hay que mirar hacia el sur, en lugar de hacia el norte, en los meses de diciembre o enero en las horas previas a la medianoche. Ninguna otra figura celeste gana en belleza a la del Gran Cazador que representa Orión en la mitología de las constelaciones, y tampoco existen muchas regiones del cielo que deparen tantas maravillas para la astronomía: el observador encontrará aquí M 42, la más famosa de las nebulosas, y algunas de las estrellas más hermosas de todo el firmamento, como Betelgeuse, Rigel y Trapecio, una mágica formación cuádruple de soles. Esta zona del espacio tiene un especial interés porque de sus nebulosas están naciendo continuamente nuevas estrellas, algo así como si Orión fuera uno de los criaderos estelares más importantes de la Vía Láctea. En el centro de la constelación hay tres estrellas muy próximas y semejantes en brillo: Alnitak, Alnilam, y Mintaka. Su disposición inconfundible siempre despierta la admiración del observador, y desde la antigüedad se las llama “Las tres marías”. Forman el asterismo conocido como Cinturón de Orión.

Abajo, a la izquierda de Orión, aparece la constelación del Can Mayor, que encontraremos gracias a que en ella está Sirius, la estrella más brillante del firmamento nocturno. Si unimos con una línea recta imaginaria Sirius con “Las tres marías”, la prolongación de la misma nos llevará directamente al cúmulo estelar de la Híades, en la constelación de Tauro, cuyo mayor exponente es la brillante y anaranjada Aldebarán. Desde aquí, la misma línea que trazamos desde Sirio nos conduce hasta las Pléyades (M 45), que forman el cúmulo de estrellas más bonito del firmamento y que han sido llamadas de mil formas diferentes (“Las siete cabrillas”, “Las siete hermanas”...) en cada región del planeta. Para una persona con buena vista que las contemple desde una zona con cielos oscuros es fácil apreciar siete o incluso ocho de los componentes del cúmulo, pero unos buenos prismáticos o un telescopio pequeño nos mostrará decenas y podremos recorrer las Pléyades estrella por estrella. Por esa misma razón, las Pléyades constituyen una de las mejores invitaciones al observador para que profundice en el estudio del firmamento, porque si para conocer las constelaciones y sus estrellas principales nuestros ojos son el mejor instrumento, la presencia de cúmulos tan bellos como éste nos induce a recurrir a algún tipo de ayuda óptica, como los prismáticos o el telescopio, para poder apreciar todas las sorpresas que guarda.

En fin, una vez hecho este recorrido pasemos a analizar las constelaciones más importantes que se pueden apreciar desde ambos hemisferios.

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