A 384 400 km de la Tierra gira un astro de tamaño considerable (3 476 km) al que hemos dado en llamar Luna. Físicamente es un satélite de características bastante parecidas a los demás cuerpos del Sistema Solar que tienen proporciones similares. Se desplaza en torno a nuestro planeta a la velocidad media de 1,02 km por segundo, empleando 27 días, 7 horas 43 minutos y 12 segundos en cada vuelta.

A la distancia que está de nosotros (oscilante entre 356 430 km y 406 720 km), su tamaño aparente resulta muy grande, prácticamente igual al solar (medio grado), dependiendo del punto de la órbita donde se encuentren para que sea ligeramente mayor o menor. La Luna mide, exactamente, 29’ 20” cuando se halla a la máxima distancia, y 33’ 36” cuando está a la mínima.

Adviértase que la diferencia entre estos dos valores es de sólo 4’, ángulo difícil de notar a simple vista, de lo cual se deduce que el gigantesco tamaño que parecen tener la Luna y el Sol en algunos crepúsculos no es más que una ilusión óptica y que no constituye ningún fenómeno real. La explicación del fenómeno óptico es bien sencilla: cuando la Luna está en lo alto del cielo, no tenemos objetos –paisaje, casas, árboles, etcétera- con que compararla y da la sensación de ser más pequeña que cuando se encuentra junto al horizonte. Además, la extinción atmosférica, debida a la mayor densidad de las capas cercanas al horizonte, le resta luminosidad y le da una tonalidad rojiza que contribuye a incrementar el efecto comentado.

Mirando el disco lunar a simple vista, cuando está en fase de llena, se dice que tiene aspecto de rostro femenino. Unas zonas sombreadas dan la apariencia de los ojos, la nariz y la boca, y han sido el motivo por el cual desde tiempos inmemoriales el hombre exprese gráficamente la imagen lunar con un rostro. Por similitud, el Sol también se ha venido representando con una cara masculina, aunque tal costumbre podría tener sus orígenes en las deidades que le fueron atribuidas por las distintas civilizaciones antiguas.

Las sombras que configuran la faz lunar corresponden a los mares, regiones literalmente desérticas que en tiempos fueron depresiones inundadas por las coladas de lava desprendidas de los puntos vulcanológicamente activos. Estas regiones tienen un poder reflectante de la luz menor que las montañosas, lo cual llevó a Galileo Galilei, en 1610, a confundirlas con mares de agua cuando dirigió por primera vez a la Luna su rudimentario catalejo.

La atracción gravitatoria ejercida por la Tierra sobre la Luna ha hecho que está siempre nos muestre –independientemente del factor de iluminación de cada fase- la misma cara, ya que su órbita es sincrónica. Dicho de otro modo, la rotación de la Luna sobre su eje y su periodo de revolución alrededor de la Tierra duran lo mismo, mientras que ésta rota sobre su propio eje en 24 horas y tarda un año en completar su traslación en torno al Sol. En consecuencia, sin movernos de la Tierra no nos es posible ver su “cara oculta”, salvo en una estrecha zona circundante que denominamos zona de libración, y a la que podemos acceder en virtud de unos movimientos pendulares aparentes debidos a la excentricidad de la órbita lunar y al efecto de paralaje por el considerable diámetro de la Tierra.

Hasta 1959 no se supo nada de la cara oculta de la Luna. Ese año la sonda rusa Luna III consiguió las primeras imágenes de las zonas lunares invisibles para los observatorios terrestres y se pudo comprobar que son mucho más abruptas y accidentadas que las del hemisferio visible. Lógicamente, una parte del bombardeo meteorítico que en teoría debía haber sufrido la Luna ha sido detenido, durante millones de años, por la Tierra, que se halla delante de ella, precisamente en la trayectoria del hemisferio visible. En cambio, la cara oculta de la Luna carece de esa defensa natural, porque nunca tiene delante a nuestro planeta, y recibe un mayor castigo como producto de la caída de los meteoritos.

Las circunstancias que concurren en la iluminación de la Luna por el Sol no son las mismas que para los planetas interiores Mercurio y Venus, aunque ambos ofrezcan también fases. En ellos, cuando la luz incide perpendicularmente, es cuando están más lejos de nosotros, situados “detrás” del Sol; por el contrario, la Luna es “llena” o se encuentra más iluminada, cuando está en oposición al Sol, es decir, en dirección contraria, con la Tierra en medio. Respecto al resto de fases se muestra como Luna nueva, cuando en su órbita en torno a la Tierra está delante del Sol; creciente, cuando se separa lo suficiente del Sol como para mostrarnos iluminada la mitad de su hemisferio visible; y menguante a raíz de haber alcanzado la fase de mayor visibilidad. De esta forma se completa una lunación que dura cuatro semanas o más exactamente 29 días, 12 horas y 44 minutos.

La observación de la Luna mediante telescopio es muy fácil. Tanto es así, que se recomienda muy encarecidamente este astro a los aficionados noveles, aquellos que acaban de adquirir un telescopio o que miran a través de él por vez primera. La elevada luminosidad, su gran tamaño aparente y el fuerte contraste de los accidentes superficiales constituyen argumentos más que sobrados para que el principiante ensaye con ánimo de adquirir aquella experiencia observacional que le exigirán otros astros más difíciles.

Contra la creencia general, la fase llena no es la más idónea para observar telescópicamente los accidentes geográficos de nuestro satélite. Si bien es cierto que en esos momentos su disco está totalmente iluminado, no es menos cierto que la imagen que se obtiene resulta totalmente plana, sin relieve, al no haber sombras. Y el mejor modo de ver las montañas y los cráteres, tanto grandes como pequeños, es aprovechando los momentos en que reciben iluminación tangencial. Nótese que el relieve lunar siempre se ve mejor en las zonas del terminador (linea divisoria entre la parte iluminada y la oscura) que donde la luz incide plenamente; esto puede comprobarse sobre cualquier fotografía, sin necesidad de telescopio.

Por el contrario, los momentos de la fase llena son adecuados para estudiar las distintas tonalidades del suelo lunar, dependientes del tipo de minerales que lo recubren. Son particularmente visibles, en estas condiciones, las radiaciones que parten de muchos cráteres y que parecen aureolas luminosas con estrías radiales, vestigios de las fabulosas explosiones que dieron lugar a la orografía crateriforme.

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