Chorro Bocón: raudales e indígenas, pilotos y estrellas

La comunidad de Chorro Bocón es la más populosa en las orillas del río Inírida. Con cerca de 800 habitantes, se encuentra a medio camino entre el nacimiento y la desembocadura. Un viaje hasta allá es de los "más sufridos" para los que no conocen la vida en los ríos.

A diferencia del viaje a Mavicure, este era de trabajo. Iba a una reunión de representantes de todas las comunidades del río Inírida. Argemiro, el antropólogo de Asuntos Indígenas, me invitó para que hiciera una introducción de lo que serían los programas de la red en el río. En nuestro viaje la personalidad principal era Trespalacios, un especialista en leyes, que iba a explicar la legislación indígena. También asistían por aparte el alcalde, representantes de la secretaría departamental de agricultura, de gobierno y, por supuesto, de Asuntos Indígenas.

Viajamos en la lancha de la DAI, porque un viaje en bongo sería demasiado demorado y no hay quién pueda cargarlo en los raudales. En Inírida le dicen "voladoras" a las lanchas, porque parece que no tocaran el agua, de lo rápido que van. Con un escasísimo equipaje para dos días, escogí no llevar la cámara, pues se necesitaba espacio para viajar cinco en una lancha para cuatro, además de los fules de la gasolina de ida y regreso.

En menos de una hora estuvimos en los cerros y el raudal de Mavicure. Ahí nos bajamos y permitimos que la lancha pasara bordeando la orilla, arrastrada por el piloto. El mismo no confiaba en el motor porque estaba fallando; si llegara a apagarse en mitad del raudal, nos tragaría el río con todo y lancha. Eran como las diez de la mañana y el sol estaba alto, sin nubes. Pudimos ver los cerros inmensos. Tocamos las playas de roca y las sentimos calientes como ellas solas. En las bases de los tres se podían leer grafitis políticos: “Vote por tal, # tatatá”, “movimiento yo no sé cual, # tal”, etc. Los políticos no respetaban ni el mismísimo símbolo del Guainía.

Le compramos pan a un colono que tiene una carpa grande, a la orilla del río, llena de sus cosas, un horno, un tronco para sentarse y hasta un televisor. Cobra carísimo, pues le vende a los buzos. Nos encontramos con que gente del Noticiero Nacional estaba entrevistando a los mineros de las dragas y estaban grabando tomas de los cerros. Habían estado en el pueblo haciendo preguntas y se recorrieron todo el río desde Remanso hasta Amanavén, en la desembocadura del Guaviare. Después, casi a los 15 días de regresar, salió la nota, cortitica. Hablaba de los militares que estaban llegando para patrullar el río, con todo y sus lanchas artilladas, y del abandono de la base de la armada en el Atabapo y de la inspección de Amanavén. Tantas tomas, tanto recorrido, para casi nada. Por lo menos mostraron el armamentismo como un problema. Pero si uno ve la nota se imagina que Guainía es casi un desierto, que Inírida a duras penas existe, y eso es una exageración. Supimos también que había en los cerros gente de "las aventuras del profesor Yarumo" y que ellos sí se pasaban más tiempo, preguntaban más cosas, no tenían tanto afán.

Continuamos haciendo escala en la comunidad de Venado, la que los concejales de Inírida comentaban como la más próspera y mejor administrada. Hablamos con el capitán que era el mismo pastor, y él nos comentó en poquísimas palabras que los recursos del oro se habían utilizado en construir casas nuevas, hacer mejoramiento de algunos techos y en losas de cemento para el piso.

Cuando continuamos río arriba, los tres cerros se reflejaban sobre la superficie oscura del río, como en un espejo. Justo cuando no traía la cámara, la naturaleza mostraba toda su belleza. El sol les daba un color rojizo oscuro y la base de selva verde brillaba, con algunas nubecitas, como si saliera una niebla de entre las matas. No había traído la cámara porque de pronto llovía y hoy todavía me arrepiento.

El camino seguía, cada curva parecida a la otra: Selva, selva y río. Meses después, en una conversación, el epidemiólogo de la secretaría departamental de salud, me comentaba que la gente del Guainía tenía que saber meditar muy bien. «Vea: Ellos andan casi siempre en lancha o en bongo. Ahí usted los primeros 30 minutos los dedica a tratar de conversar, pero el ruido del motor no lo deja. Después usted se pone a ver el paisaje, pero como el paisaje es siempre el mismo, usted se aburre y comienza a pensar. A pensar y pensar. ¡Esta gente tiene que pensar mucho!» A mí me parecieron bastante acertados los pensamientos del epidemiólogo.

La monotonía la rompió otro cerro que apareció en el camino, cerro Nariz. Me decían que ahí había tigres. Me contaron que un colono había traído vacas para criarlas cerca al cerro y los animales se las habían comido casi todas. En un libro sobre la colonización en la sierra de la Macarena, Alfredo Molano recoge un dicho colono que dice "donde hay ganado, hay tigres", y revela testimonios en que los colonos le dicen "¡Qué va, los tigres no se están acabando! ¡Tigres es lo que hay!". Ojalá no les pase lo mismo que con las tierras.

En Inírida es muy común encontrar pieles colgadas en las paredes. Vi pieles raras, parecidas a la de leopardo o de conejo. En un restaurante pregunté por una colgada, convencido de que era de conejo doméstico. El dueño me dijo que no, que era un conejo cazado en la selva. He oído de conejos en las praderas, pero ¿en la selva? Me late que pasa igual que con los "tigres".

Hasta donde mi conocimiento alcanza, en la selva sólo se da el Jaguar, el felino más grande que se encuentra en Suramérica. A veces tienen pieles negras y se llaman panteras, pero tigres propiamente sólo los hay en la india y en el Himalaya, y se están acabando. Pero los colonos insistían que no, que eran tigres, que había más de una especie. «Por aquí hay uno que tiene la cara así como peluda, y es negro y como cafecito, y otro que no tiene tanto pelo en la cara y es de un sólo color» me dijo uno en Inírida. Me dejó intrigado, porque, o me mintió como un condenado, o hay más de una especie grande de felino en la amazonia.

Muchas curvas del río después, llegamos al raudal de Samuro, el más alto en el río Inírida. Se veía como una cascada, sólo que el río traía tanta agua que el chorro era gruesísimo. Era como de unos tres metros de altura, formado por las rocas de lado y lado. La erosión de cientos de años todavía no las vencía y hacían que el río se volviera un caudal tremendo, bramando y echando espuma. Nos bajamos de la lancha y la amarramos al lado de la del alcalde, que ya debería estar llegando a Chorro Bocón.

El procedimiento normal era dejar la embarcación en la que uno venía y acordar antes por radio para que vinieran por uno en una embarcación del otro lado. Subir una lancha por el raudal implicaba un esfuerzo ni el verraco y cargarla a mano sobre la roca necesitaría más de diez hombres. El antropólogo había acordado que nos recibirían en la parte de arriba del raudal, así que esperamos. Pero la gente no llegó. La espera se hacía muy larga y se decidió pedirle al primero que pasara que nos llevara. Y los primeros que pasaron fueron los representantes de las comunidades del bajo Inírida. Ellos eran como unos 12 y traían una lancha de aluminio, grande y delgada. Entre todos la ayudamos a cargar por encima de la roca, agarrándola a mano y caminando así un trecho de unos 15 metros. Entre tanta gente fue más fácil. La soltamos al otro lado del raudal y la probamos con todo el gentío, para ver si no se hundía. La voladora era un poco más grande que la que habíamos utilizado en la venida. Pero esta no tenía cubierta de fibra de vidrio y dejaba más espacio. Nos sentamos hombro con hombro y cupimos. Me asombraba la facilidad con que los indígenas cargaban el motor fuera borda en el hombro. Lo levantaban del piso entre dos, uno se iba con él los 15 metros del raudal y luego lo bajaban otra vez entre los dos. Intenté hacerlo yo y no pude levantarlo del suelo ni diez centímetros.

Seguimos durante un trecho, en medio de rocas que salían de improviso o de algunas que apenas se escondían unos pocos centímetros por debajo de la superficie. Teníamos roca a un lado y al otro. Los pilotos mostraban la pericia que pude ver cada vez que viajé por el río. Ellos se conocen las orillas, las rocas, donde suelen aparecer los bancos de arena, por donde coger cuando la corriente se bifurca y así. Cualquier equivocación puede costar el casco de la lancha. Si va a toda velocidad y no puede esquivar la roca, el golpe es tenaz. Así no se dañe la embarcación, la sensación no es nada agradable. Cuando estábamos en Venado, una lancha se estrelló con una roca y se oyó como en un kilómetro a la redonda. El piloto que venía con nosotros bromeaba sobre los "tortugazos". Sonreía ante los cuentos que inventaban algunos para esconder su error. Al no coger el camino correcto, decían que le habían dado a una tortuga grande que nadaba por ahí, no a una roca. Naturalmente, a los dueños de las lanchas no les causaba ninguna gracia.

De todos modos, los estrellones eran cosa muy rara. Sólo los pilotos bisoños se azotaban de esa manera, y eso si no le hacían caso a uno más experto. Lo normal era que uno experimentado le soltara el timón al aprendiz cuando él estaba en el mismo viaje, y le iba explicando por donde coger, donde acelerar, donde mermar velocidad. Los aprendices tienen que navegar el río en todas las épocas, durante largos periodos para aprendérselo todo de memoria.

El viaje era un bamboleo constante. La voladora se inclinaba un poco en cada curva a la izquierda y luego a la derecha, justo como para arrullarlo a uno con el ruido del motor. Menos mal, llegamos al segundo raudal, el de Sapuara, en unos pocos minutos. Este era un poco más tranquilo, similar al de Mavicure. Llegamos hasta el borde de las rocas y nos bajamos uno por uno. Bajamos las maletas y ¡otra vez a cargar la lancha! La llevamos durante unos pocos metros por la playa de roca y la pusimos al otro lado del raudal. En este trecho pude observar agujeros redondos, como de unos 10 cm. de diámetro, cavados en el piso. Eran demasiado perfectos para ser naturales y tenían una profundidad como de 30 cm. o más. A uno lo habían llenado con un material parecido al cemento. Un capitán me dijo que los hacían los peces en invierno. Hacían los agujeros en la roca con su pico, daban vueltas para hacer un nido y meter ahí los huevos; por eso quedaban tan redonditos. ¡Qué paciencia y qué pico los de esos peces! Otros, colonos, me dijeron que eran el rastro que habían dejado unas máquinas, en el último proyecto de micro-hidroeléctrica que se había llevado el río. Me late que ambas versiones eran verdaderas, pues había unos huecos alineados y no se les veía el fondo, otros lo tenían curvo y no eran tan profundos.

Cuando llegamos al lado de arriba del raudal, estaba amarrado un bongo y decían que era del municipio. Los capitanes de las comunidades hicieron corrillo alrededor del motor fuera borda, que se notaba recién estrenado. Comentaban algo, pero yo no entendía nada, pues hablaban en puinave. Alcancé a entender una palabra que repetían entre las muchas desconocidas: "Yamaha". El más joven de todos se me acercó y me preguntó que quería decir Yamaha. Yo le contesté que era una ciudad de Japón donde quedaba la fábrica de los motores, y que la empresa que los fabricaba había tomado el nombre de la ciudad. El les tradujo a los demás mi respuesta y de nuevo comentaron en su idioma, pero esta vez asintiendo ante la palabra "Japón", como quien hace con una palabra conocida, como diciendo un "¡ah, sí! ¡Japón!".

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En la comunidad

Seguimos en la lancha más liviana y poco después llegamos a un lugar donde el río se hacía más amplio, como en una bahía. En una orilla la roca formaba un semicírculo irregular y arriba, en terreno más alto, se veía una casita. "¡Llegamos!" dijo alguien y todo el mundo comenzó a bajarse. Si no me lo dicen no me habría dado cuenta. No se veía comunidad por ningún lado y sólo al subir por un camino que llegaba a una roca, podían verse casas, andenes y un edificio grande, con techo de palma. Las casas eran todas en bahareque, pintadas de blanco, de una sola habitación, con techo de paja y puertas bajas, como en el museo de La Merced.

A los no indígenas nos dirigieron hacia una edificación redonda, con amplias ventanas cubiertas con rejilla y dibujos de personajes de Walt Disney de colores en las paredes. Nos dijeron que se trataba del salón de preescolar, pero como los niños no estaban estudiando en esa época, podíamos dejar nuestras maletas ahí. Caminamos un poco, atravesamos una línea de casas y llegamos a la plaza, como de unos 30 x 50 metros. Ahí nos esperaba Isael Sáenz, del CRIGUA, y Pablo, el representante del río. Ellos nos llevaron a la casa del capitán Isaías, donde le conocimos, junto a su esposa y sus hijos. Allí nos dieron yucuta de seje20 con bananitos, sancocho y algo de casabe. Fue un almuerzo delicioso como pocos.

La maloca de Chorro Bocón, con sus típicos 20 x 40 m, su techo de palma y sus paredes de bahareque, fue algo más grande de lo que yo esperaba encontrar en una comunidad. Debería tener unos 17 metros de alto, desde el piso hasta la última guadua. Las estructuras de guaduas atadas y clavadas comenzaban como a unos 5 metros por encima del piso. Debió haber sido un trabajo el tenaz, entre todos los miembros de la comunidad, porque lo normal es que el dinero para sus construcciones comunales lo ponga el estado y/o el resguardo; la gente siempre pone la mano de obra. El piso era una losa de cemento, alisada minuciosamente. Una cuarta parte, la de atrás, hacia las veces de comedor comunal, sólo una baranda de madera la separaba de la otra. La parte principal tenía gran número de bancas dirigidas hacia una pequeña elevación junto al muro de adelante y los asientos que había enfrente de él. Sobre el mismo muro habían pegado una infinidad de afiches religiosos de las "iglesias bíblicas unidas" que explicaban las escrituras, la relación entre el bien y el mal, lo que pasaría en el Apocalipsis, cómo resistir las tentaciones, y así. En un borde de la elevación se veía un podio, como los que usa siempre en sus alocuciones el presidente de los E.U., o los curas al leer el evangelio, pero era evidente que en esta ocasión estaba reservado para el pastor.

La maloca estaba ubicada en el centro de una de las aristas de la plaza, a la vista de la mayoría de las casas de la comunidad, sólo las que quedaban detrás de las otras casas no podían verla. A la maloca llegamos el alcalde, la secretaria departamental de agricultura, el indigenista del departamento, el indigenista municipal, el representante del CRIGUA, el abogado-profesor enviado por el ministerio de gobierno, y yo. Nos sentamos en frente de las bancas y vimos como la edificación se fue llenando de gente. Las bancas estaban separadas por un pasillo en dos grupos, en uno se sentaron las mujeres y en el otro los hombres. Se leyó el orden del día y cada uno de los funcionarios explicó lo que su oficina había hecho por las comunidades cuando le llegó su turno. Yo expliqué lo poco que sabía les podía llegar a través de la red y lo que se había discutido en las mesas sectoriales. Nos tocaba hablar por un minuto más o menos, y dejar que Pablo tradujera al puinave lo que se había dicho. Naturalmente, la traducción no era muy fidedigna, pues algunos se alargaban mucho y Pablo traducía en sus propias palabras, en lo que su memoria alcanzaba a almacenar. Como siempre pasa, él le daba mayor énfasis a los temas que más le habían llamado la atención.

La intervención que más pareció gustarles fue la de Isael, del CRIGUA, pues fue enteramente en puinave y de vez en cuando hacía bromas a nuestras expensas y todo el mundo se reía; a excepción de los que no entendíamos ni una palabra del puinave, por supuesto. El alcalde bromeaba con nuestro traductor porque repetía mucho la palabra "uncajé" y esa era la única palabra que él conocía, y decía: "¿Si ve? Poco a poco uno va aprendiendo". Después, intrigado, le pregunté que significaba esa palabra, él me respondió que quería decir "cierto" y que la recordaba mucho porque parecía que estaba pidiendo un tinto: "¡un café! ¡un café!".

Después de los "discursos" se abrió una ronda de preguntas. Naturalmente, los que más participaban eran los líderes, Pablo e Isaías. Los demás hacían preguntas muy puntuales y muy sencillas, pero la gran mayoría no participó. Los que más hablaban eran los capitanes jóvenes, unos. Los miembros de la comunidad de Chorro Bocón estaban casi todos ahí sentados, pero nada dijeron. Algunos estaban parados mirando desde la puerta o desde las ventanas, pues casi todas las bancas estaban ocupadas. Mientras los de adelante hablaban, se pasaron dos ollas de yucuta por en medio del público, y cada cual tomaba un pocillo de plástico y con él bebía. El que no tomó fue porque no quiso, pero cada que levantaba la mirada veía a alguien diferente tomando. Lo normal es que en las reuniones se ofrezca siempre algo de comer, sino, el ausentismo aumenta considerablemente. Hasta los secretarios sacaron cerca al final sus chuspas de galletas "Gloria", bananas rellenas y chocolatincitos, que repartieron entre la concurrencia.

La participación de Isaías fue la más larga. Tenía más confianza que el resto, como anfitrión estaba en su ambiente, y le encantaba la idea de fusionar tres resguardos del río en uno. Propuso la unión para ser más fuertes a la hora de hacer exigencias ante el gobierno y hacer más fácil los trámites. El alcalde había expuesto el problema de un proyecto de mejoramiento de vivienda para todo el río, que se aprobó pero no funcionó porque la gente recibió los bultos de cemento, pero no los utilizó. Varios de esos bultos se mojaron en invierno y se volvieron roca, otros estaban a punto de perderse. Isaías adjudicaba la responsabilidad de ese fallo a las autoridades, que no coordinaban bien con las comunidades y hasta se negaban a llevar a cabo los proyectos que los indígenas mismos habían propuesto, como la construcción de los techos en zinc. También dejaba entender que si el alcalde no cumplía sus promesas, tenía que recordar que estaba entre indígenas y que ellos cambiaban a sus capitanes cuando no les funcionaban. De una manera espontánea, estaba hablando de la revocatoria del mandato y del derecho de las comunidades a determinar la manera como asumen el progreso. Dió quejas sobre los mineros, sus borracheras y las prostitutas y muy amablemente exigió una solución.

El alcalde sintió que le estaban tirando duro y respondió con una larga explicación sobre los motivos por los que no había podido cumplir con ese y otros proyectos, que tenían que ver con el transporte, con que la gasolina para el municipio era más cara porque el estado paga tres meses después y con las dificultades para que las oficinas centrales giraran los dineros. En ese entonces acababan de reunirse los alcaldes de todo el país para discutir sobre una providencia de la corte constitucional, que prohibía usar los dineros del estado para el funcionamiento de los municipios; una movida así destinaba a muchos a la quiebra o les hacía imposible pagar sus deudas.

Pero al que más le tiraron fue al indigenista del municipio, pues decían que no hacía sino pasear, que no atendía a la gente que lo iba a buscar o se la pasaba dando vueltas en el pueblo. El se defendió argumentando que le tocaba estar en cinco partes al mismo tiempo, pues debía resolver problemas de educación con el FER y al mismo tiempo con el municipio, que están en edificios diferentes; que no podía quedarse en la oficina justamente porque tenía que ir a tal o cual comunidad y no quedaban cerca. A la gente no le gustaba el trato que les daba, pero tampoco daba abasto. Quién sabe si a estas horas estará el mismo indigenista. Me late que no, pues le habían puesto la queja hasta al ministerio de gobierno.

Cuando llegó la noche, me prestaron un chinchorro y nos permitieron guindar en la casa del piloto de la comunidad. Ahí hice mis primeros intentos con los nudos de la hamaca y por primera vez dormí bamboliándome con cualquier movimiento. Era una sensación extraña, como la de dormir en un barco. En Inírida conocí a un profesor universitario, de diseño industrial. El en sus primeros viajes odiaba las hamacas y no podía dormir en ellas. Pero, como cosas de la vida, le tocó dormir meses enteros sobre ellas, mientras recorría la amazonia. Al final, en el hotel-refugio donde lo conocí, no resistía dormir en una cama común y corriente, y tenía que levantarse en la noche a guindar. "Ya no puedo dormir sin ellas" me dijo. Yo no tuve ningún problema y descubrí algo muy agradable: En los poblaciones cercanas al río Inírida casi no hay zancudos y no necesité de toldillo. También descubrí que cuando se guindan varias hamacas en una sola viga, el sueño se vuelve comunal. El de la hamaca de la esquina se voltea para dormir y todos nos bamboleamos. Si yo me bajo a medianoche a orinar, todo el mundo se mece un poquito. De todos modos, uno se bambolea como unos diez minutos después de subirse. A veces me hacía recordar esas cunas que tienen algunas madres, que se pueden mecer para hacer dormir al niño; ahora sé lo que sienten esos pequeños.

Para el indígena amazónico la hamaca o el chinchorro es algo imprescindible, tanto como su embarcación para pescar. Es la "cama" precisa para la amazonia: Se enrolla y se mete en cualquier parte, no pesa mucho, sólo necesita de dos palos para ser usada y tampoco cuesta mucho. Entre las comunidades siempre hay quien sepa tejerlas y espacio en las canoas para meterlas enrolladas. Nuestros muebles, comparados con ellas, son todo un cañengo.

Al día siguiente llegaron más representantes, de las comunidades que no habían podido llegar. Se presentaron y manifestaron sus necesidades, se continuó con la exposición de Trespalacios sobre la legislación indígena y con la discusión. La gente que vino del mismo Chorro Bocón también aumentó. Pude conocer un poco más de la comunidad, pude ver que su escuela estaba desmoronada, que los niños estaban en vacaciones y veían películas en videograbadora. Pude ver cómo llegaban a la casa del capitán varias mujeres, cargando ollas repletas de la comida que todos íbamos a comer.

Ese día el almuerzo se repartió como se hacía normalmente en la comunidad: La parte de atrás de la maloca, el comedor, tenía una mesa grande en el centro, rodeada de bancas arrimadas a las paredes. En ella se pusieron las ollas con yucuta de seje, arroz sudado, sopa de danta con hueso carnudo, y un plato con hojas de casabe. Al lado se pusieron los platos, los vasos y las cucharas. No había loza, toda la "vajilla" era de plástico o de metal pintado. Toda la gente de la comunidad hacía fila y el capitán le iba sirviendo a cada uno con cubiertos más grandes, dosificando para que alcanzara. Pero uno de los colonos que venían con nosotros, no aguantó, decidió tomar una cuchara y servirse él sólo. Un grupo pequeño de colonos e indígenas siguió automáticamente el ejemplo y pronto hubo un pequeño tumulto multicultural sacando (o mejor saqueando) las ollas. Las "personalidades" comimos de primero, pero varios que vinieron después del tumulto se quedaron sin comida. A mí toda la situación me parecía una caricatura de lo que hace nuestra "cultura", al adentrarse en territorio indígena y romper el orden comunal. Eso era lo que pasaba cuando se enfrentaban a la "iniciativa individual". Las pequeñas comunidades tienen entre sí vínculos fraternales, los nuestros son comerciales. El colono está acostumbrado a ver por sí mismo y los demás verán qué hacen. La misma situación evidencia nuestro terrible afán y la desconfianza que tenemos para con nuestros dirigentes.

Recorrí la plaza sobre la que giraba el movimiento de la comunidad y pude ver algunos colonos sentados entre las familias indígenas, sus familias. Eran integrantes de la comunidad, como cualquier otro. Como en la colonia, los que preferían vivir en medio de los nativos eran menos, pero adoptaban la cultura y la lengua locales casi por completo. ¡! ¡Lástima que hayan sido y sean tan pocos! ¡Si el choque de nuestras dos culturas hubiera estado mediado más por el amor que por la ambición, si para los nuestros el mestizaje hubiera sido una virtud y no una vergüenza..!

En el momento de la despedida, al interior de la maloca, los funcionarios estrecharon la mano de todos y cada uno de los capitanes, en una despedida jovial. Un anciano llegó y nos dijo unas palabras en puinave, que hoy no recuerdo, y que tradujo él mismo como "bienvenidos al Guainía, bienvenidos a Chorro Bocón". Isaías aprovechó la despedida para pedirme instrucción sobre la elaboración de proyectos, una carencia que noté en todas las comunidades que visité. Pero mi instrucción era tan precaria que poco pude hacer al respecto.

La gente toda salía de sus casas a vernos y a saludar a los conocidos. Vi a varios adelantarse por el camino hacia el río y cuando llegamos a los bongos, toda la comunidad estaba ahí, mirándonos partir. Yo pensé que era para despedirnos y levanté la mano para decir adiós, pero nadie me respondió. Había en sus rostros una extraña melancolía, a ratos me parecía que estaban más mirando al río que a nosotros. ¡Era tan raro! Toda la comunidad mirándonos como quien mira televisión, como el corrillo que ve un accidente de tránsito y le hace ruedo, pero no dice nada.

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El regreso

El viaje de vuelta fue un sufrimiento, porque a los pocos kilómetros se nos dañó el motor y éramos los últimos. El piloto sabía cómo repararlo, pero las herramientas que tenía eran muy pequeñas para el arreglo que necesitaba hacer. Tuvimos que esperar como tres horas, hasta que alguien pasó y nos señaló el camino a una tiendita que había cerca, donde nos prestaron la dichosa herramienta. De ahí en adelante fue más fácil, pues la embarcación va más rápido si va río abajo. Cruzamos los raudales cargando la barca y así llegamos hasta Samuro. Ahí recogimos la lancha que habíamos dejado el día anterior y reanudamos el camino, a toda marcha. Tomás, el piloto, estaba preocupado porque él no conocía muy bien esa parte del río y, como íbamos retrasados, lo más probable era que nos cogiera la noche. Así que paramos donde un piloto indígena lugareño que era su amigo y también necesitaba llegar a Inírida, para que nos auxiliara.

Cuando reanudamos la marcha, y el lugareño tomó el timón, se sintió la diferencia. El andaba mucho más rápido, sabía por donde coger y tomaba las curvas sin temer a estrellarse con las rocas. El viaje fue mucho más suave, pero el tiempo no daba chance. Cuando llegamos a Mavicure, ya la noche estaba cayendo. El viento se nos estrellaba en la cara y comenzaron a salir las estrellas, en su fondo negro, inmenso. Los cuatro pasajeros que íbamos adelante apenas nos movíamos, teníamos el cansancio del viaje y el viento y el motor hacían muy difícil hablar. Tomás sacó una linterna grande de entre la lancha y le iluminó el camino al piloto, para que no se nos apareciera un tronco de improviso o alguna canoa sin motor.

Ibamos sentados cuatro mestizos, mientras Tomás y el piloto iban de pie. Esa imagen, de los dos indígenas manejando, vistos desde abajo y con el cielo negro lleno de estrellas está entre las que nunca podré olvidar. Me hacía recordar los murales míticos, como los de Diego Rivera, donde se representa al indígena con brazos como columnas, con una naturaleza boyante a sus espaldas. Ellos dos de pie se veían así, peinados por el viento hacia atrás, mirando hacia adelante, el uno sosteniendo la luz de la lámpara y al lado el otro tomando el timón con fuerza, para que no se desviara.

En esa misma lancha entendí por qué los indígenas amazónicos sabían tanto o más de astronomía que los andinos. La noche oscura dejaba ver las estrellas en todo su fulgor. Pude ver a Marte, rojo, justo encima de nosotros. Reconocí la Cruz del Sur, la misma que determina el inicio dela cosecha para algunas plantas y el fin de la misma para otras.

No recuerdo los nombres en lengua indígena, pero en una cartilla que leí en el CEP, pude ver que las comunidades conocían varias constelaciones y reconocían estrellas específicas. La cartilla no profundizaba mucho, se notaba que había sido realizada con escasez de recursos; pero dejaba ver algo, poquito, del universo indígena. Había dibujos hechos por profesores (no dibujantes) de animales que no reconocía, con su nombre en tucano, curripaco o en puinave. Busqué en mi mente si los conocía en español, pero nada. Caí en cuenta de que muy probablemente sólo ellos los conocían y que algunos ya estarían extinguidos. Las lenguas o idiomas precolombinos que hoy sobreviven están retrocediendo, al igual que la selva. Esas lenguas describían con lujo de detalles toda clase de plantas y animales que ya no existen. ¿Cómo se le puede pedir a un joven indígena que las aprenda si su mundo ya no existe? Ahora mismo estoy escribiendo en Microsoft Word para Windows en un Compaq Pro, que no lee los drive y se come los diskettes. Si ni siquiera puedo hablar en español ¿cómo puedo pedirles que no abandonen su mundo y conserven el vehículo de su pensamiento?

Algo de todo eso pasó por mi mente en la oscuridad del río y las selvas de sus bordes, cuando vi dos luces rojas flotando en el aire. Iba a decirle a todo el mundo que estaba viendo Ovnis, pero recordé que eran las luces de la antena de radio de la comunidad de Caranacoa, que es bastante alta. Pasamos varias curvas y vi un resplandor en el cielo, como si hubiera una gran luz en medio de la selva, reflejada en las nubes que comenzaban a levantarse. Pregunté a los que venían conmigo de donde salía, que si era una quema. Ellos me dijeron que no, que esa era la luz de Inírida. Todavía faltaba un buen trecho y ya se veía. Recordé que Cali también tenía su resplandor y se veía desde mucho antes de llegar al km. 18, cuando uno viene de Buenaventura. Ese es el mismo resplandor que no nos deja ver las estrellas, que las hace ver opacas y distantes.

Justo antes de llegar, al pasar la última curva, pensé que habíamos encontrado un barco lleno de lucecitas, como un crucero, pero era el puerto. Las lucecitas de las balsas y de las lanchas que pasaban a toda velocidad le daban un aire fantástico a la capital del Guainía en medio de la noche. Más de cerca reconocí los planchones-fuente-de-soda, iluminados como cualquier bar. Un amigo costeño me contó que él también había llegado de noche y lo único que había visto era un pueblucho ahí, que no tiene ni para iluminar su puerto. No lo sé, puede que yo sea un iluso o él esté ciego, pero Inírida tiene un privilegio que miles de ciudades del mundo envidiarían.



NOTA
 
20 La yucuta es una bebida que consiste en mañoco sumergido durante un tiempo en un líquido, puede ser jugo de fruta, leche o agua. Esta última es la de uso más común. La que bebí en Chorro Bocón, de seje, es un poco más complicada. El seje es un fruto de la palma del mismo nombre, un poquito más grande que el maní y duro como el chontaduro recién cosechado. Hay que hervirlo durante un tiempo, rasparlo, exprimirlo y colarlo antes de hacer la yucuta.  Ý 
 
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