DESCONFIANZAS

En Cacahual, una comunidad sobre el río Atabapo, hicimos una reunión. Gabriel Tirado Muñoz, el delegado de la red, y yo, nos reunimos en su escuela con los capitanes de las comunidades del río. Gabriel les contó en qué consistía la red, los dineros que podrían recibir por ella y la legislación indígena. Yo me limité a consignar notas para el acta. Al día siguiente, cuando iba a acabar la reunión, la leí toda. Tirado de vez en cuando se reía y se quejaba de que lo iban a echar por eso que yo había escrito. Pero yo lo había escrito todo casi al pie de la letra, y era muy monótono. "La audiencia se le duerme", me dijo él mismo. Las notas las leí todas en el mismo tono y parecían un arrullo. El caso es que después Tirado me pidió que lo resumiera y le quitara "cositas" que no le convenían. Tuve que discutir con él para no mentir en el acta. Me limité a sintetizar todo, de modo que pudiera obviar las indirectas y directas del delegado hacia sus superiores. Ahí mismo en Cacahual intenté mostrarles a los capitanes que podían usar una grabadora para sus reuniones, para no tener que escribirlo todo. Pero ellos desconfiaban de mí. Las presentaciones en público nunca han sido mi fuerte y ya los había adormilado con la lectura del acta.

Gabriel, rubio, de ojos claros y paisa, era mi jefe directo en el Guainía. Lo había escogido como delegado Adalgiza Laverde, directora del PNR, porque era un viejo conocido. El había estudiado en la UNAM y en Alemania. Desgarbado y de buen humor, hablaba de todo, como buen sociólogo. Era muy bueno para la carreta. Su ánimo de esconder ciertas cosas (su desacuerdo con sus superiores), las discusiones filosóficas que teníamos al respecto cuando yo lo contradecía en público, me preocupaban. Me hacían sentir al borde de la legalidad. La posibilidad de quedarme atrapado en una maraña de cosas no del todo honestas fue una de las principales razones para dejar el Guainía. El mismo delegado insistió en que decidiera si me iba a quedar por un semestre más o no, hasta que yo decidí que no. Trabajar en una oficina, haciendo papeleo, persiguiendo a los de la UMATA para que terminaran los proyectos, persiguiendo a los de la UDECO para que persiguieran a los de la UMATA, azarar al alcalde, a las instituciones para que acabaran los de ellos, no era el horizonte profesional que me imaginaba. El Guainía, un departamento de selvas, de comunidades indígenas afuera de la puerta, y yo trabajando en burocracia para los colonos. La misma Opción Colombia podía ser usada por el estado para rebajar la mano de obra profesional. Los contratadores podrían decir "¡Ah! ¿Qué usted quiere que le paguemos más? ¡pues acepte lo que le ofrecemos, porque tenemos 20 estudiantes ansiosos de ocupar su lugar!" Decidí irme. La visita de la congresista conservadora fue el broche de oro. Ella exigía la construcción de la carretera al río Guainía para que entraran los mineros, con argumentos que hacían sentir el Guainía como su finca privada.

Los empleados públicos por cuotas políticas eran comunes. Uno que otro se extrañaba al ver que nosotros no teníamos patrones políticos. Los arrendadores del cuarto donde yo vivía también eran políticos. Ahí vivían y echaban línea a gente de los barrios que venían a pedir consejo. Un enredo de intereses ocultos y manifiestos, en donde nada parece ser desinteresado, se cirnió a mi alrededor en mi estadía. Los profesores y la gente del común, me trataban de "doctor" y esa vaina no me gustaba. Cada vez que en el barrio Los Libertadores explicaba la red, veía rostros amables tornarse en desconfiados. Les mostraba las políticas del estado o los motivos que nos daban para aplazar las ejecuciones o para escoger a tal persona y no a tal otra para el programa de vivienda, se daban otra vez los rostros desconfiados. Contrastaban con los concejales del barrio, con su habladito, a ratos excesivamente amables, que parecía que te estuvieran escondiendo algo. Los líderes comunales, no tenían tiempo para visitar a la gente; ellos sí eran humanos, tenían que trabajar. A pesar de sus intereses personales mostraban ánimo, ganas de ayudar. El pueblo desconfía de todo lo que huela a político, se cansa de tanta reunidera, de que le cambien los requerimientos de la noche a la mañana, de que las cosas no se vean; y aún así, siempre vuelve...

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La mesa secreta y "tranquilo que nosotros no lo matamos"

Durante nuestra primera estadía en Inírida tomábamos las decisiones inmediatas con total autonomía. Esas tenían que ver con nuestra alimentación, nuestra vivienda y el transporte. Las más claves había que consultarlas con Bogotá, pero de todos modos no teníamos jefe distinto a la encargada de Opción en la red, Margarita, y Dairo, de la COC, ambos en la capital. Sólo que en la mesa departamental se necesitaba una coordinación y una claridad que nosotros no teníamos. Además, como iba a venir Díaz Uribe, funcionarios de todos los fondos y periodistas de los diarios nacionales, no se podía salir con un chorro de babas. Así que por vía aérea llegaron Adalgiza Laverde, directora del PNR, Enrique Sandoval, economista asesor del PNUD, y María Consuelo Ramírez, la representante del Guainía ante la red en la casa republicana, justo en frente del palacio de Nariño. Ellos nos ayudaron a que las mesas sectoriales llegaran a un acuerdo; sobre todo en seleccionar los lugares a donde debían dirigirse los recursos para cada programa.

Adalgiza y Enrique eran muy efectivos, se conocían las reglamentaciones al derecho y al revés; eso ayudaba mucho a la hora de definirse con la comunidad. María Consuelo guardaba silencio en casi todas las reuniones y dejaba que ellos hicieran. La verdad no sé el sentido real de su puesto, pues su paso por el Guainía fue muy silencioso. Sólo puedo decir que me dió una pequeña orientación con respecto a los componentes de cada proyecto. El caso es que los tres estuvieron con nosotros en las cuatro mesas y ajustaron al dedillo la toma de las más importantes decisiones.

Con ellos hubo una mesa en la oficina contigua al despacho del gobernador. Estaban casi todos los empleados de la secretaría de planeación departamental, el gobernador encargado, Rojas Tomedes, el alcalde encargado, ellos tres y nosotros. Se discutía sobre los recursos reales que se tenían para el Guainía y los que se podrían utilizar para la realización de la mesa departamental. Los desplazamientos de los representantes rurales, su alimentación y los refrigerios salían muy costosos, sobre todo teniendo en cuenta los precios que tenía que pagar la gobernación por la gasolina. Cómo el estado paga con tres meses de retraso, oficialmente no se compra a precio del mercado, sino mucho más caro. Había pues que negociar con los recursos que podían conseguirse en Bogotá y los que tenía la gobernación para salir del impase. El caso es que Sandoval sacó unos fajos de formas continuas de líneas verdes y dijo "esto para que no salga de entre nosotros..." y explicó que esos datos que tenía eran recursos del presupuesto nacional que venían por Findeter. Indicaban partidas asignadas por los congresistas locales para proyectos a realizar en el Guainía. Una pavimentación de la vía al aeropuerto paralela, programas de empleo en el Guaviare, pistas de aterrizaje para el nivel rural y cosas así. El problema era que todos ellos eran recursos asignados sin proyecto, una violación clara de la legislación vigente. Adalgiza y el economista los reconocieron como rentas de destinación específica y se sentían indignados, pero también reconocían la necesidad de hacer uso de ellos, pues se trataba de necesidades más que reconocidas en el departamento.

La vaina era que no tenían proyecto. La UDECO y las secretarías no tenían la capacidad técnica para realizarlos, capacitaciones relámpago costarían lo mismo que los proyectos, así que tenían que arreglárselas como pudieran. No sé en que quedaron esos proyectos, si se realizaron o no, si siquiera llegaron los dineros, pero eran auxilios parlamentarios en vivo y en directo y eran (son) la práctica común en el congreso, con la venia de los fondos de cofinaciación. Todos los que manejan recursos del estado lo saben y están demasiado comprometidos como para hacer algo. Un cambio de constitución no convierte a los congresistas de la noche a la mañana en opositores del sistema de los auxilios (léase clientelismo). Los constituyentes podían oponerse, pero el aparato que los generaba (genera) siguió como si nada, con todo y edificios llenos de técnicos acostumbrados a gestionarlos como lo más común del mundo.

Los pueblos que generan los recursos no saben qué se hace con ellos, no saben con claridad cuándo se los sacan, pero entienden que no van a dar justamente donde ellos lo necesitan. Donde lo necesitan los políticos sí. Ellos los manejan, no nosotros. Esos recursos fueron aprobados por la presidencia, para controlar los políticos acostumbrados a ese tipo de cosas, como si fueran folklore. "¡No podrán quitárnoslos!" nos dijo "doña Graciela Ortíz de Mora", y ahí están vivitos y coleando...

Eso no es nada, si lo comparamos con la situación de derechos humanos de los detenidos en el Guainía. Para ellos no existía el Habeas Corpus, pues en todo el departamento no había Defensor del Pueblo hasta mayo del 95 y a la personera le tocaba "doblarse". Como sólo hay un municipio inmenso, no se daba abasto; a duras penas alcanzaba para el casco urbano.

La situación de los presos se debe al centralismo, pues sus casos los manejan todos desde Villavicencio, a telepatía supongo. Allá está todo: los directorios políticos, las regionales de Policía, ejército, los fondos de cofinaciación, Caja Agraria y así. Las instituciones que hay en el Guainía son todas dependencias. Tal vez el ICBF tenga un grado más alto de descentralización, pero lo dudo. Los recursos que llegan son escasos, toca hacer malabares para llegar a los poquitos niños que cubre. A eso se añade que las madres comunitarias desertan apenas tiene el subsidio de vivienda y toca pasar de la una a la otra. ¡Si ni siquiera los recursos asignados y las fechas límites se cumplen! Bogotá mismo las pone y Bogotá mismo las rompe.

La plata no llega. Estuve tres meses con las esperanza de ver ejecuciones, pero nada. Las fechas límites eran al 31 de junio, pero en julio ya se hablaba de que en agosto, cuando se hubiera acabado el invierno, y me comentaban que si estaban de buenas la fecha real iba a ser en noviembre. Llegué no más a la identificación de beneficiarios, en seis meses. Seis meses en los que el nivel central "pensaba" organizarse en lo que correspondía al nivel rural. Seis meses en los que se reunía a la gente, se le explicaba, se volvía a reunir una y otra y otra vez. Los proyectos no se pueden elaborar en 2 días, pero antes es que la gente responde, después de saber lo que es una promesa de político.

Los campesinos colombianos, los indígenas y hasta nosotros nos hemos vuelto profesionales en esperar lo que no llega. Con los presupuestos que se le adjudican a la salud, la educación y la vivienda no alcanza para más. Se los comen la burocracia, los “lagartos”, el transporte y otros "ítems". Lo que llega no es ni la décima parte y llega muy muy tarde. Había esperanzas de que hubiera una ejecución en el barrio Los Libertadores de Inírida, pero del programa de un alcalde iniciado en el 92. No he vuelto al Guainía y lo más probable es que todavía estén esperando.

Una vez estaba en el restaurante en donde almorzaba todos los días, conversando con el director del SISBEN. En esas llegó el director de la caja de compensación, todo azarado y enojado. Decía que no le gustaba tener encima a los fiscalizadores, que así no se podía trabajar, que eso no servía para nada, que no sabía que hacer para quitárselos de encima. Yo le recordé que yo también fiscalizaba y el dijo que no, que eso era diferente y añadió " pero tranquilo, que nosotros no lo matamos". Lo dijo como entre chanza y en serio, pero me hizo recordar el caso de Giraldo, en el Valle. Este tipo se metió a seguir todos y cada uno de los casos de corrupción en el departamento, y lo amenazaron. Tuvo que cambiar las hijas de colegio, le metieron dos granadas a la casa con todo y protección policial, no podía salir a la calle porque de pronto lo mataban y parece que murió de un ataque cardíaco cuando intentaban sacarlo por Venezuela. Casi gritaba que el gobierno de Gaviria tenía que garantizar el derecho a la vida, que él tenía derecho a vivir en territorio colombiano y por eso rechazaba las ofertas de irse a vivir en el exterior. El mismo decía que la mafia de la corrupción era más grande que la del narcotráfico y no era sólo nacional, funcionaba internacionalmente y se metía por donde quiera encontrara funcionarios igualmente corruptos.

En Corea, en Bélgica, en España, en Alemania, en Japón... En todas partes se ha visto, y es justamente la mafia que está en el poder. La ONU no más es una legalización de ella: Las armas atómicas están prohibidas para todo el mundo, excepto para E.U., Rusia, Francia, Inglaterra y China, que son los que más tienen. Ellos son los garantes de la paz en el mundo y manejan el consejo de seguridad a voluntad. La asamblea general debe callar ante el consejo de seguridad y acatar sus resoluciones. Un diplomático brasileño decía que la carta de San Francisco no era sino un premio para los que se armaron primero. Si Irán, Argentina, Pakistán o cualquier otro decide fabricar una bomba atómica, es inmediatamente condenado. Si lo hacen los miembros permanentes del consejo de seguridad, no pasa nada. Después de todo, ellos tienen un arsenal como para borrarnos a todos del mapa. Otra bombita no es nada comparado con eso.

¡Ven al campo, amigo mío! Escucha a gente desconfiada que no tiene afán, que conversa y discute. Trabajar la tierra, dar de comer después de ver crecer la planta te hace distinto. Tu sudor físico, tu mente sencilla hace más fácil la felicidad. Porque Foucault puede encontrar relaciones de poder en medio del amor, pero el campesino no es Foucault. Porque caminar por la vida no es lo mismo que sentarse en ella.

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El petroglifo del Coco, el dolor

Plinio Yavinape, un líder indígena, me invitó a conocer Coco Viejo. Es una pequeña población de etnia curripaco y queda al oriente del casco urbano, a unos pocos kilómetros por carretera destapada.

Una vez fui a pie a El Coco y conocí de cerca la zona que lo separa de Inírida. Ahí parece que hubiera ocurrido un holocausto atómico: Son hectáreas enteras donde sólo se ven árboles muertos, cepos y pasto quemado. Antes había pura selva, hoy eso es lo único que queda. Fue ahí donde aprendí lo que es sentir vergüenza de ser humano.

También conocí Coco Nuevo o El Coco, una comunidad de colonos a la orilla del río Guaviare. Recorrí sus 4 o5 cuadras, me bañé en el río y vi uno que otro partido de fútbol. Es una inspección de policía, lo más importante que tiene es el internado donde estudian los pelados, y su más grande atracción es el torneo de fútbol de barrios y comunidades. Apenas si está naciendo como poblado. En cambio Coco Viejo estaba antes que Inírida. En el texto de Mariano Useche22 figura como centro de intercambio entre chibchas y caribes. Los primeros traían sal, los segundos oro desde mucho antes de la colonia. De ahí salieron las materias primas para las ceremonias que fascinaron a los españoles en el lago Guatavita, y ayudaron a crear la leyenda del Dorado.

La primera vez que pasé por El Coco lo hice en microbús y me pareció chiquitica. Apenas la vi pasar por la ventanilla. Sus casas eran blancas y su iglesia lo más grande. Le conté a Yavinape lo que había leído de historia y él me contó que tenía familiares ahí y que podíamos ir cualquier domingo, cuando tuviera tiempo. También tenía curiosidad por conocer "los petroglifos" que me habían dicho se encontraba cerca a esa comunidad, y le manifesté mi interés por aprender lenguas indígenas.

El día señalado nos levantamos temprano y cogimos el microbús. Recorrimos el trecho entre Inírida y El Coco, y volví a ver el esperpento de hectáreas quemadas y taladas a lado y lado. Como estábamos en invierno, ya se veían zonas inundadas hasta el borde mismo de la carretera. El Guaviare se metía en medio de los potreros y mojaba tierras que en verano quedaban lejos de la orilla.

Llegamos a la comunidad y ahí él me presentó a su suegro, un viejo artesano que hacía hornos especiales para hacer casabe y mañoco. También conocí a su hermano y a su cuñada, que vivían a unas cuantas casas. Tenían en la parte de atrás un entechado donde colgaban sus hamacas y pasaban la tarde, con sus hijos. Plinio se puso a conversar con ellos en curripaco y, claro, yo no entendía nada. Al rato su familiar se metió en la casa y nos sirvió yucuta de seje con bananitos. Estaba en una olla y lo tomamos con una totuma. Se rieron un poco a mis expensas porque yo no sabía lo que ellos decían y Yavinape me tradujo una que otra palabrita. Todos hablaban español, pero el conocido era Plinio. Les comenté sobre mi preocupación porque los documentos no se escribieran en su lengua y me respondieron que ellos no necesitaban documentos, a excepción de la cédula y el pasado judicial. Les dije que esos también se podían publicar en su lengua, pero no pude explicarles el concepto oficial de pasado. «Pasado es lo que ya pasó, lo que quedó atrás» les dije. Ellos guardaron silencio. En ese momento yo no sabía que para la mayoría de las culturas indígenas el futuro es el que queda atrás, y las decisiones se toman mirando hacia el pasado.

Mi vergüenza y mi afán por conocer nos hicieron salir de la comunidad. Cogimos directo por una carreterita embarrada que llevaba directo al río, en su costado estaba el petroglifo. Desde la vía a Coco Nuevo se alcanza a ver la roca, pero no en detalle. Cuando la vi de cerca me sentí indignado. El deterioro era evidente. No habían hecho nada por conservarla y hasta le habían metido candela. Otros habían cavado al lado, en un intento por mover la roca. Yavinape me explicó que muchos creían que había oro debajo. Para mí, que las solas quemas eran ya una tragedia, esto era demasiado. Buscando oro estaban destruyendo algo todavía más valioso.

La roca tenía símbolos extraños, pero era como verlos a través de un vidrio opaco, ya no se entendía la esencia del dibujo. Le pregunté a Plinio por los otros petroglifos, pero me dijo que no habían más, que desde que él vivía por ahí sólo había sabido de uno. Reconoció que en realidad nunca le habían interesado mucho y que era probable que hubieran más. Buscamos en las rocas de la playa, y entre los árboles cercanos, pero no encontramos nada. Nos engarzamos en una discusión sobre la importancia de la historia y la cultura. Yavinape me dijo que «todo eso era muy bonito, pero no daba de comer». Le hablé de las posibilidades del turismo, de la riqueza que estaban volviendo humo. El me comentó que el indio se sentía menos, que «en realidad ellos estaban muy atrasados» y le parecía muy difícil sentir orgullo por su pasado indígena. El turismo para él sólo era otro motivo para el escepticismo. Sabía que se necesitaban hacer muchas cosas para que llegara en forma y en el Guainía estaban cansados de esperar.

Nos bañamos en el Guaviare y regresamos a Coco Viejo, a esperar el busecito. Ahí en frente de la vía, al lado de la iglesia estaba su suegro, sentado en una banca con una jovencita. El se puso de pie para saludarnos, dijo algo en curripaco mientras señalaba a la joven y al niño, que en ese momento ella amamantaba. El anciano vio que no le entendí y repitió en español «esta es mi mujer, este es mi hijo, bienvenidos a mi casa». Lo dijo con una amabilidad tan grande, que me impresionó. Yo intenté responderle de la misma manera, pero no sabía cómo. Yavinape exclamó irónicamente «¡Eso, conversemos con el viejo, a ver que saber le podemos sacar!». Me sentí confundido. Yavinape malinterpretaba mi gesto, mientras en mi mente me costaba trabajo asimilar la idea de una mujer tan joven casada con un anciano.

Ella era casi una niña. Tendría unos 16 años. Como todas en el departamento, colonas e indígenas, no sentía el más mínimo pudor al mostrar el seno al dar leche. En ese momento ya no me parecía nada extraño. Después, en Bogotá y en Cali, me reía al ver todas las maromas que tenían que hacer las mujeres para esconder "sus vergüenzas". Era algo muy raro ver en sus rostros la preocupación por que nadie las viera.

El suegro de Yavinape tendría unos 60 años o más. Me costaba mucho trabajo identificar su edad por su físico. Su cuerpo era pequeño pero musculoso y firme como el de un adolescente. Pero su cara y sus manos reflejaban años de experiencia y remo. Así me pasaba con casi todos los indígenas. Por detrás se confundía fácilmente con cualquier joven, pero no en su rostro. Toda una vida en un amable ambiente de comunidad, unida a su alimentación siempre natural los volvía lozanos. Su trabajo continuo de remar, levantar la pala y el machete, cargar los frutos de la tierra completaban un cuadro saludable para cualquiera.

En esos instantes sentía la proximidad de mi partida, y me pesaba no haber venido antes. Había tenido la oportunidad, pero no lo había descubierto. Ahora ya no tenía tiempo para aprender, volver otro día y conversar. Debía escoger entre Cali e Inírida, y sabía que sin importar cúal escogiera, extrañaría terriblemente a la otra. Eso pensaba cuando llegó el microbús e interrumpió mis pensamientos.



NOTA

22  P.f. ver la nota No. 13.  Ý

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