Fue un sueño, y soñé que seríamos una veintena de personas las reunidas en aquel amplio salón de las ventanas abiertas.

Entre nosotros había, mujeres, niños, y viejos. Charlábamos de no se qué asunto sobradamente conocido por todos, y charlábamos ruidosa y confusamente.

De pronto entró volando en la sala, con ruido seco de carraca, cierto enorme insecto, de unas dos pulgadas de largo. Revoloteó algún tiempo y se paró en la pared; parecía una gigantesca mosca o un tábano.

El cuerpo, de color rojo sucio; las alas, aplastadas y córneas; las patas, esparrancadas y peludas; la cabeza, angulosa y gorda, de un rojo vivo que, como el de los cabos de las patas, dijérase teñido en sangre.

El Extraño insecto movía sin cesar la cabeza de arriba a abajo, de derecha a izquierda, frotándose las patas. Tan pronto se desprendía de la pared, girando por el cuarto, como de nuevo se detenía y sin cambiar de sitio continuaba en aquel congojoso movimiento.

En todos nosotros despertaba asco, miedo, hasta pavor. Ninguno había visto nada parecido. Nadie se atrevía a acercarse; cuando el insecto levantaba el vuelo todos se apartaban.

Solo uno de los reunidos, joven, de cara pálida, nos miraba atónito y encogido de hombros. No entendía nuestra inquietud, porque ni veía al insecto ni oía el ruido de sus alas. De pronto, el insecto se lanzó sobre él y le clavó en la frente su aguijón, algo más arriba de los ojos.

El joven apenas respiró y cayó muerto.

Inmediatamente voló la horrible mosca, y sólo entonces tuvimos idea de quién había sido nuestra huésped.