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Los rusos, hoy villanos de la izquierda gringa, ayer eran los héroes
Cómo fue que súbitamente Vladimir Putin y sus hackers pasaron a ser los chicos malos del momento para los demócratas y los progres norteamericanos, cuando por décadas les virtieron miel y justificaron toda sus trapacerías
FEBRERO, 2017. Hace exactamente tres
décadas un conocido senador, hermano de un presidente y de un
precandidato arteramente asesinados, viajó a la entonces Unión
Soviética, no precisamente para criticar a Mijail Gorbachov, sino para
pedir, a él y al pueblo ruso, que no apoyaran la posibilidad de una
reelección para Ronald Reagan. Lejos de censurar al senador, de nombre
Edward Kennedy, sus correligionarios demócratas lo aplaudieron al
regresar sin que nadie cuestionara cómo es que había ido a otro país
para que interviniera en el proceso electoral de Estados Unidos.
Durante décadas --e incluso en algunos años de Vladimir Putin-- la
izquierda norteamericana celebraba con fruición todo aquello que
proviniera de la Madre Rusia. Cuando Nikita Kruschev visitó el país y
dijo que "sus nietos vivirán bajo el comunismo", los progres le
crearon un comité de bienvenida al calvo sátrapa. Igual con la visita de
Brezhnev años después, en los años de Nixon y donde éste último,
naturalmente, era considerado el malo de la historia.
Ya en los setenta y ochenta, la izquierda solía tomar como modelo a
seguir a los rusos, de paso justificando todas sus trapacerías, entre
ellas la invasión soviética a Afganistán, en 1978, la cual no mereció
crítica alguna por parte de esos medios como The New York Times
que hoy acusan a Rusia de ser artífice de la derrota de Hillary Clinton
(y ya en serio: ¿cuándo comprenderán los progres que su candidata perdió
por las corruptelas que cargaba a cuestas?). Cuando un misil soviético
derribó un avión de Korean Airlines, ningún académico, periodista o
analista adorador del Kremlin se atrevió a censurar el asesinato de los
cientos de pasajeros inocentes que viajaban a bordo.
Al ocurrir el accidente de Chernobyl, en 1986, ninguna voz "progresista"
norteamericana, ya fuera ecologista o académica, levantó indignada la
voz ni organizó protesta alguna como sí se hicieron, con miles de
asistentes, para repudiar la fuga del reactor Three Mile Island
registrada siete años antes.
En 1983, Samantha Smith, hija de un matrimonio izquierdista, escribió
una carta al entonces dictador soviético Yuri Andropov pidiéndole que
cooperara en la paz mundial, y para su sorpresa, Andropov no solo
respondió su misiva sino que la invitó, con todos los gastos pagados,
para que visitara la Unión Soviético. Lo que vino fue un circo mediático
donde se insistía en que ¿ya ven? los rusos no son tan malos como los
pintan.
La cobertura de los medios norteamericanos alcanzó niveles de orgasmo
tales que cuando la niña falleció dos años después en un accidente
aéreo, se culpó a la CIA y al gobierno del presidente Reagan.
Cuando el matrimonio Gorbachov visitó Washington por primera vez, los
progres norteamericanos procuraron darle una bienvenida de rock
stars a la pareja.
En los años de Barack Obama el embelesamiento continuó durante los
primeros años. ¿Ya olvidaron los progres gringos cuando Hillary
Clinton entregó a Moscú el "botón de reinicio" de la relación con
Estados Unidos? Cuando Obama se reunió con el entonces presidente ruso
Dmitry Medvedev, el primero le pidió "tiempo, después de la reelección
tendré más margen de maniobra", esto es, ya no tendría que pensar en las
consecuencias electorales. Aquél fue un desliz del cual la izquierda
norteamericana jamás refirió que se estaban dando concesiones a un
gobierno extranjero; en aquel entonces todavía de trataba de "nuestros
amigos los rusos".
Asimismo, la izquierda norteamericana se sorprende e indigna de que los
rusos interfieran en la vida política de Estados Unidos, algo que han
hecho impunemente desde el triunfo de la revolución soviética en 1917;
durante décadas los rusos obtuvieron toneladas de información procedente
de Estados Unidos cortesía de sus espías los cuales, al verse
descubiertos, eran defendidos como inocentes palomitas, como fue el
célebre caso del matrimonio Rosenberg.
Los hackers rusos se meten sin problema alguno en las redes
norteamericanas todos los días. Pero en vez de criticar la estupidez
--no hay otro término para describirlo mejor-- por parte de Hillary
Clinton el enviar miles de mails clasificados a través de sus correos
personales, resulta que esos hackers, al igual que su jefe Vladimir
Putin, poseen capacidades desconocidas para el resto de la humanidad
capaces incluso de cambiar el curso de una elección mediante
triquiñuelas manipuladoras en la red y balconeos a la candidata.
A esa izquierda norteamericana que hoy acusa "intervencionismo" jamás le
molestó que los rusos financiaran directamente al Partido Comunista de
Estados Unidos, o que sus simpatizantes prorusos obtuvieran puestos
claves en sindicatos, escuelas, medios de comunicación y el gobierno
federal. Hasta hace unos años, como indica el ya referido caso del ya
fallecido senador Kennedy, darle por su lado a los rusos y festejar sus
puntadas era parte del ideario progre norteamericano.
Cerremos este teatro de absoluta incongruencia con lo que dijo Barack
Obama el 12 de diciembre en The Daily Show:
"El que Rusia trate de influenciar nuestras elecciones se remonta a los
días de la Unión Soviética. Lo que ellos hicieron aquí al hackear y
difundir algunos mails no es necesariamente un caso de espionaje o
propaganda. La verdad, nos preocupaba más el desarrollo de la elección
que cualquier manipulación del voto, algo de lo que no tenemos
evidencia". Días después el mismo Obama acusaba a Rusia y a Putin de
haber influido en el resultado final de las elecciones en Estados
Unidos.
Una de dos: Obama mintió flagrantemente y sin consecuencias como lo hizo
en buena parte de su gobierno, o los servicios de inteligencia
norteamericanos están conformados por idiotas.
Por muchos años la izquierda se burlaba de los grupos conservadores que
advertían "ahí vienen los rusos", acusándolos de paranoicos, exagerados
y aun débiles mentales. Paradójicamente, los progres
norteamericanos se encuentran en idéntica posición. Todo ello ante su
imposibilidad para asumir con madurez que, ni modo, perdió Hillary
Clinton.
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