Partiendo desde esa posición única, se producen una serie
determinada de giros, a derecha o izquierda, en una determinada secuencia y
graduación, similar a la combinación de una caja fuerte, que va dando las
partes del total capaz de abrir la "Puerta".
Todo ello exige un momento especial, concreto en el espacio
tiempo.
Y la apertura, una vez arrancado el mecanismo, se produce
de forma automática, exista o no la voluntad externa que la provoque.
Los testigos del hecho quedan informados, y autorizados.
La idea del doctor es forzar la secuencia, el arranque,
fuera de plazo, para adelantarnos al próximo solsticio, en previsión de
alguna situación desafortunada que no concretó, pero que podíamos por
experiencia imaginar.
Mediante el cálculo teórico de las posiciones celestes
que se darán y haciendo uso de un complejo simulador, se reproduce de forma
virtual el instante, siendo entonces nosotros capaces de forzar la secuencia
desviando el rebote sobre la superficie de la torre del rayo infrarrojo,
invisible, con una pequeña lente fabricada ex profeso con antelación en la
universidad Autónoma, que debía situarse a una hora y en una posición
exactamente determinada y de la que conocíamos todos los detalles, de forma
que la refracción en un pequeño grado del haz lumínico lo condujera
justamente hacia donde llegará dos días después.
Esto pondrá en marcha el mecanismo a voluntad, con la
antelación buscada.
Con este mismo objetivo, el doctor sopesó la posibilidad
de usar la máquina del tiempo que ya conocíamos para, en un corto viaje de
ida y vuelta, recoger los datos geográficos necesarios y retroceder: Máquina
del tiempo, Anneau-Tournant, máquina,... 22 de junio, 24 de junio, 22 de
junio,...
Pero eso equivalía a exponernos a un peligro cierto, que
no había motivo para correr.
Era mucho mejor idea probar el adelanto virtual.
A ninguno nos apetecía volver bajo el regajal, aún
sabiendo que ya no existía peligro alguno.
Así que el doctor y su desconocido equipo universitario se
centraron en el cálculo.
Según él, y a juzgar por los datos que veníamos
manejando, casi podía adivinar el resultado, lo que resultaba indudablemente
ventajoso.
Nuestra situación geográfica al pie de la fuente ya
estaba exactamente definida.
Aunque no era nuestro destino final, resultaba un buen
punto de partida.
(...)
Con la lección bien aprendida, elegimos una hora tardía.
Era preciso permanecer dentro del jardín después de la
hora de cierre. Pero Eugène aseguró que esto no sería problemático, aunque
no explicó sus planes.
Como de costumbre, reprimí mi deseo de preguntar.
Pero permanecer escondidos dentro del jardín mientras los
guardias hacían la última ronda antes de cerrar las puertas de hierro no me
parecía una misión complicada.
Ni siquiera, por lo que había podido observar, hubiera
sido dificultoso entrar o salir del jardín fuera de las horas permitidas,
utilizando para ello cualquiera de las puertas que sobre pequeños puentes
cruzan la ría, que no se abrían nunca y que por ello estaban siempre
descuidadas de vigilancia.
Otra cosa sería pasar desapercibidos ante los circuitos
cerrados de televisión que ofrecían a la central de vigilancia barridos de
imágenes desde posiciones estratégicas.
De todas formas, como de costumbre, no me quise preocupar
de esos detalles, yendo con Eugène...
Como vulgares turistas curiosos, entramos al parterre por
la puerta principal, con bastante tiempo por delante, y paseamos bajo los
magnolios siguiendo la verja de la ribera del río, camino del puente que
comunicaba el parterre y el palacio con la isla.
Nos detuvimos a ver cómo unos niños alimentaban con migas
de pan a los haítos patos que deambulaban abajo, en un remanso del río tras
la presa, porque nos sobraba tiempo y era agradable ver discurrir el agua
verde, tempestuosa sobre la cascada, calmada un poco más abajo.
Después, tras rodear a Hércules, enfilamos el largo
corredor de fuentes que desembocaba en la de Baco, atravesando muchas otras,
entre las que se encontraba nuestro objetivo.
En un rato estábamos sentados, hipnotizados por las
piruetas acuáticas y las borboteantes composiciones musicales del único
chorro de agua que se eleva sobre la sencilla pileta del Anneau-Tournant.
Nuestro silencio, respetuoso con el ingenio artístico, no
fue de momento roto, por tácita decisión. Simplemente, dejábamos que el
tiempo discurriera, como el agua.
Eugène había tomado mi mano con la suya izquierda, como
otras veces, como en forma casual.
Un leve cosquilleo, un leve escalofrío que atribuí a mi
melancolía, parecía alcanzarme a su través.
Su mano se notaba fría, pero en absoluto desagradable.
Cuando observamos que los paseantes se iban dirigiendo sin
prisa hacia la salida, porque varios avisos en forma de toques de corneta
desafinada, a nuestra espalda, advertían del inminente cierre, hice amago de
levantarme, al observar a nuestra espalda que el guardia uniformado, con la
corneta en la mano, cerraba la lenta procesión.
Pero Eugène aumentó un poco más la presión sobre mi
mano, en muda señal de que permaneciéramos inmóviles, sentados sobre la
fresca piedra del banco.
Cuando el guardia llegó a nuestra altura, dirigió su
mirada al banco vacío de su izquierda. Luego al de su derecha, donde nosotros
encaramos sus negras gafas de sol.
Sin hablar, volvió la mirada al frente, hacia la fuente,
para rodearla, justo por delante nuestro, al tiempo que volvía a embocar la
corneta, emitiendo, un poco más adelante, otro monótono y desafinado aviso.
Al poco, desapareció bajo las sombras de los árboles del
largo paseo.
Cuando se hizo evidente que el último turista, seguido del
último guardia, habían abandonado el jardín, Eugène acarició un momento
mi mano sudorosa, antes de soltarla.
He de confesar mi perplejidad, en primera instancia.
Contemplando al guardia alejarse, con la boca un tanto más
abierta de lo normal -la mía, quiero decir-, me preguntaba si el vigilante
pudiera formar parte del complot de amigos de Eugène y el doctor, lo que ya
no me resultaba tan descabellado; pero me pareció improbable, porque la clara
impresión que me produjo su mirada y su actitud tras los negros cristales no
era de complicidad, como hubiera sido el caso, sino de que, en realidad, no
nos había visto.
Lo cual era, a todas luces, impensable.
A mi memoria acudieron las aventuras que a medias me había
contado Eugène, aquellas exploraciones donde no se explicaba de qué forma
había ella podido frecuentar ciertos lugares a la vista de todo el mundo sin
tener problemas...
Cuando soltó mi mano, que me restregué sorprendido, le
pregunté directamente por ello.
Me resistía a sorprenderme más, aunque mi boca, aún
abierta, me delataba sin duda, al tiempo que ella sonreía.
No me explico por qué, su sonrisa me tranquilizó, contra
toda racionalidad.
Pero es que llevaba tiempo sin sonreír.
-¿Le conoces? –inquirí por fin.
-¿A quién?¿A ese? No.
-Me lo temía ¿No nos ha visto?
-No. Ha visto el banco vacío, como debía de estar.
-¿Porqué?¿Cómo?
-Nuestros átomos no estaban allí cuando él miró.
-¿Y dónde estaban? –quería ganar tiempo, recapacitar.
-Estaban disueltos en la piedra, en el aire, en el agua, en
la vegetación. Él ha visto el banco de piedra, la fuente, los árboles...
-¿Qué? ¡Yo no he notado nada!
-¿Y qué querías notar?
En el fondo, me gustaba que ella disfrutara de tan extraña
broma, tras tan largo autismo. Salvando mis dudas, le seguí la corriente:
-Pero yo te veía.
-¿Seguro?¡Tú estabas mirando al guardia! Ni siquiera te
has visto a ti mismo.
-No entiendo nada.
-Si lo quieres saber, se trata de Alquimia aplicada.
-¿Qué?
-Lo aprendí en París. Se trata de interpretar
correctamente los textos de, por ejemplo, Nicolás Flamel. Contando con un
buen maestro, claro. Yo conocí a Fulcanelli.
-¿Es sencillo de hacer?
-No. Requiere mucho estudio y entrenamiento. En ese punto
los alquimistas no engañan: El proceso es largo, aunque gratificante a largo
plazo.
-¿Tú eres alquimista?
-Tengo un grado bastante alto en el Magisterio.
-¿Y el oro? –¡La majadería esperada, pensé nada más
formular la pregunta!
-El oro, como ya habrás intuido, es un símbolo. Aunque
ciertamente se da por añadidura, como indican las Escrituras. Digamos que no
tengo problemas financieros, aparte de los cheques que me envía regularmente
mi padre ¿He satisfecho tu curiosidad?
-No. Pero sé que no me vas a contar mucho más.
-Tienes razón. Pero deberías intentar adivinar...
-Dudo mucho que pudiera. Además, estoy muy cansado. Más
bien harto.
No era ese mi sentimiento real, pero me apetecía que lo
pareciera, al menos.
-No confías mucho en ti mismo –concluyó ella al fin.
-Tú, en cambio, sí confías en ti misma...
-Eso parece. No es cierto.
Apartó su vista de mis ojos, para dirigirla vagamente al
paisaje, que caminaba hacia la penumbra, aunque no soltó mis manos, que
sostenía juntas, y ahora presionó levemente.
Me pareció que estaba dispuesta a la confidencia. El
atardecer lo solicitaba de cualquier persona sensible. Y yo quería ganar
ascendiente, así que, imprudentemente, pretendí aprovechar su instante de
debilidad:
-Debe ser duro mantenerse distante y calculadora
constantemente.
-Sí. Sobretodo cuando te involucras de forma personal.
Sabes que, en cuanto a la distancia, física, no dices la verdad.
Lo que parecía una broma, se convirtió en algo diferente.
Ahora, en lugar de al paisaje, ya casi inexistente, miraba, pero con los ojos
cerrados, las negras pestañas perfectamente onduladas, hacia nuestras manos
unidas. Su expresión era dulce, aunque seguía siendo seria.
Algo, no sólo anímico, me impidió nombrar a Mila.
Aunque pensé que era muy probable que fuera su imagen la
que rondara su mente en ese instante. Intelectualmente, nunca las comprendí a
ellas.
De alguna manera, había llegado a sentir lo que de forma
vulgar llamamos amor, por Eugène; en eso, a mi pesar, no me podía engañar.
Mila era otra cosa.
Además, sentía con dolor cómo ella iba desapareciendo de
mi memoria, cómo su imagen se iba haciendo imprecisa día a día.
Ya era casi tan sólo un nombre que difícilmente se
asociaba a una imagen.
Creo que a Eugène le sucedía lo mismo. Y que su dolor era
mucho más profundo que el mío.
(...)
La situación resultaba extraña. Justo cuando estábamos a
punto de culminar la operación, parecían aflorar las dudas que no habíamos
sufrido antes.
Por mi parte, no podía decir que sintiera miedo
exactamente. Quizá una lógica prevención contenida. Mi ignorancia y mi
injustificada confianza en Eugène me hacían de escudo hasta el momento.
Sin embargo, ahora me parecía verla dudar. No de su
capacidad, sino de la necesidad global de la "misión".
Mientras se había mantenido la tensión, no había habido
tiempo para reflexionar. Ahora, que tan sólo quedaba actuar, sin reflexión,
en la espera inútil aparecían las dudas.
Sin embargo, pareciera que tuviéramos los papeles
cambiados.
Eugène daba síntomas de melancólica depresión.
Me hubiera gustado -quería creer- que yo tenía algo que
ver con ello. Que ella me iba a echar de menos, un poco al menos, al acabar la
operación.
Como fuera, intenté actuar de confidente, en gran medida
por interés privado, aunque también en forma desinteresada por una cierta
compasión que me inspiraba su estado de ánimo.
A pesar de mis nobles intenciones, no puedo decir que
tuviera mucho éxito.
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