Dos libros acaban de aparecer en España de Carl Jung: el décimo volumen
de sus obras completas Civilización en transición y Encuentros con
Jung, una recopilación de entrevistas publicadas en inglés en 1977 y
solamente ahora traducidas a nuestro idioma por Ramón Escohotado y
revisión técnica de Enrique Galán (Editorial Trotta). Seguramente, la
publicación no incluyó el encuentro que Miguel Serrano sostuvo con el
ilustre maestro y que nuestro diario publicó poco después de su muerte.
MIGUEL SERRANO
Son las seis de la mañana del día 8 de junio. Abro las puertas de mi
cuarto en Nueva Delhi, que da a una pequeña terracita blanca, que ya
refulge con el sol. El calor tremendo de junio comienza temprano. Estoy
semidesnudo y empezaré mis ejercicios yogis de adoración al sol, el
"Suryanamaskar". El verdor increíble de los árboles, aun en este
tiempo, el canto de infinidad de pájaros me saludan. Un sirviente
local, con turbante, se acerca con ese andar cadencioso de los indios y
me dice: "Salam, Sahib". Es su saludo respetuoso. Me extiende un papel.
Es un telegrama. Lo abro sin apuro, casi sin poner atención. Veo que
viene de Zurich y me extraña que así sea. Empiezo a leerlo y quedo
perplejo. El cable dice así: "El Dr. Jung murió ayer a mediodía,
apaciblemente. Recuerdos". Lo firman Beiley y Jaffe. La señorita
norteamericana que acompañaba al Dr. Jung, llevándole a su casa, una
mujer extraordinaria, y su secretaria privada, de nacionalidad suiza.
Una emoción grande me inmoviliza ahí, con los ojos húmedos, tal vez por
el sol tan intenso, o quizás no. Hace tan poco que he estado con el Dr.
Jung en su casa de Küsnacht, junto al lago de Zurich. Tal vez habré
sido el último amigo extranjero que le viera. Esta noticia me ha
llegado al alma. Mis relaciones con ese gran hombre, con ese genio
extraordinario, han sido en verdad únicas. (...) He tenido la suerte
enorme de ser prologado por Jung, siendo la primera vez y la última que
él diera un prólogo para una obra puramente literaria.
Recibí una carta suya cuando nuestros terremotos del año pasado. Me
decía: "Aunque los hombres de ciencia modernos no lo acepten, hay una
relación entre el alma y la Naturaleza. La Madre Naturaleza se pone
ahora a tono con nuestra civilización y empieza también a destruir. Por
desgracia le ha tocado a su país. ¡Cuánto he pensado en Chile
últimamente!".
El recuerdo vuela, veo su imagen, la tengo presente. Llegué hace muy
poco a su casa bajo una fina lluvia. La casa de Jung queda en las
afueras de Zurich, en Küsnacht. En el pórtico de la entrada se lee una
frase en latín, que dice, más o menos: "Piénsese o no en Dios. El está
siempre presente". Adentro hay cuadros y objetos bellos, grabados
antiguos, pinturas medievales. Me recibió la señorita Beiley, quien me
invitó a pasar a una salita en donde sirvió el té.
Hablamos del Dr. Jung. Ella me dijo que no había estado bien los
últimos días, sintiéndose muy cansado a causa de un trabajo intenso en
un ensayo de ochenta páginas que había escrito a mano, como siempre,
directamente en inglés, para una publicación norteamericana que
aparecerá próximamente con el título de El hombre y sus mitos. La
señorita Beiley está preocupada. Me cuenta que Jung le ha dicho: "Deseo
partir, pero usted me sujeta aquí". Ella no lo cree, pues piensa que el
Dr. Jung todavía siente atracción por la vida y la tierra: "Tiene aún
demasiado sentido del humor, dice, demasiado entusiasmo". (...) Acabo
de encontrarme en Montagnola, en la Suiza italiana, con Hermann Hesse y
le he preguntado sobre lo mismo. El me ha dicho que "morir es ir al
Inconsciente colectivo de Jung, para luego, desde ahí, volver a las
formas, a las formas...". Hesse también me ha dicho que "Jung es un
gigante, una montaña gigantesca de nuestro tiempo". Y me ha pedido que
le lleve sus saludos, "los saludos del Lobo Estepario", ha dicho.
Jung no ha estado bien, en verdad, pero no padece de enfermedad alguna.
Ese día se ha sentido mejor y se ha levantado para recibirme. La
señorita Beiley me pide que subamos, pero me recomienda que no me quede
mucho tiempo para no cansarle. Entramos a su cuarto de trabajo. Y allí
está Jung, sobre su silla, junto a la ventana que da al lago. Tiene
puesta una bata japonesa que le hace parecer un monje del budismo zen,
un samurai antiguo o un mago de otros tiempos. Le nimba una luz de
atardecer y le rodean grabados de la alquimia y un gran cuadro del dios
hindú Shiva, sobre la cima del Monte Kailash. (...)
El sonríe con ésa, su sonrisa, llena de malicia, de sabiduría y de
bondad. Estira su mano hacia su pipa, pero no la alcanza. Le digo: "Qué
bella bata japonesa". Es una bata ceremonial. Saco de mi bolsillo una
cajita de Cachemira, que le he traído de regalo. Él la mira y me dice:
"Es de turquesa". Y luego agrega: "No he estado nunca en Cachemira,
recorrí el sur de la India, Madora, todas esas zonas tan
"Interesantes"". Luego me habla de los hindúes y de los chinos, se
refiere a un libro de un maestro chino del budismo zen, cuyo nombre no
recuerdo ahora, y dice que es lo mejor que ha leído al respecto. Le doy
los saludos de Hermann Hesse y le cuento mi conversación sobre la
muerte con el escritor. Le explico que le he preguntado si hay
importancia en saber si existe algo más allá de la muerte. Jung medita
un rato y afirma que la pregunta ha sido mal hecha, que debí preguntar
"si hay alguna razón para creer que exista algo más allá de la muerte".
Yo le pregunto ahora al Dr. Jung: "¿Y qué cree usted, hay?". Me
responde: "Si la mente puede actuar al margen del cerebro, entonces
funciona al margen del espacio y del tiempo. Y si la mente funciona al
margen del espacio y del tiempo, es incorruptible".
- ¿Y qué cree usted, doctor, qué piensa?
"He visto hombres heridos a bala en el cerebro, durante la guerra, con
todas sus funciones cerebrales paralizadas y, sin embargo, tienen
sueños y los recuerdan después. ¿Qué es lo que sueñan? Hay niños
pequeños, que aún no tienen un yo definido, con su conciencia difusa,
repartido en el cuerpo, quienes tienen sueños personales y profundos
que les marcan para toda la vida. Ahí no hay yo. ¿Qué es eso otro que
sueñan?".
- ¿Cree usted, doctor, que exista algo asíí como un cuerpo sutil,
astral, el "Linga-Sarira", de la filosofía hindú, que se desprenda con
la muerte?
"No lo sé; pero he visto materializar objetos y a los mediums mover
objetos a distancia sin tocarlos con el cuerpo físico".
El doctor prosigue:
"Hace algún tiempo estuve muy enfermo, en estado casi de coma; todos
creían que moriría y tal vez pensaban que sufría mucho, porque en ese
estado a menudo el cuerpo hace creer que está sufriendo. Pero en
verdad, yo tenía la impresión de flotar y experimentaba una sensación
maravillosa de libertad. Después lo recordé.
El doctor Jung llevaba siempre en su mano izquierda un anillo con una
gema gnóstica. Egipcia. Hablamos del significado de ese anillo y él lo
explicó: "Todos estos símbolos, me dijo, están vivos en mí". Era
maravillosa su memoria, y su cultura increíble, aún a los 85 años.
Hablaba a veces como un poeta, como un mago, como un místico. Una vez
me dijo: "Mi mensaje no es entendido plenamente; sólo los poetas me
comprenden".
Ahora le pregunto:
- ¿Qué va a pasar con el hombre, en la suppercivilización técnica que se
avecina? ¿Cree usted que alguien volverá a preocuparse, dentro de
veinte años, del espíritu de los símbolos, en plena era de los viajes
interplanetarios con los "sputnik", los Gagarin y los Shepard? ¿No
llegará a aparecer el espíritu, "démodé"?
El doctor Jung sonríe maliciosamente, y afirma:
- Tarde o temprano el hombre tendrá que voolver a sí mismo, aunque desde
los astros. Todo esto que está pasando es una forma extrema de
escapismo porque es más fácil llegar a Marte que encontrarse a sí
mismo. Si el hombre no se encuentra a sí mismo, entonces corre el más
grande de todos los peligros: su aniquilación. También en los viajes al
espacio exterior hay un inconsciente intento de solucionar el más grave
de todos los problemas que el hombre deberá afrontar en el futuro: la
superpoblación.
El doctor Jung iba a seguir hablando sobre este tema importantísimo
cuando la señorita Beiley entró a decir que la hija y el yerno del
doctor Jung estaban esperando. Mi promesa de una conversación breve no
se había cumplido.
Pero ahora sé que no importa, pues mi entrevista iba a ser la última. Y
algo tal vez me lo indicaba de este modo, pues al llegar a la puerta me
detuve y volví la cabeza. Jung estaba ahí mirándome fijamente, con su
suave sonrisa y levantaba su mano para hacerme un gesto de despedida.
El último. Su mano con el anillo gnóstico. Me incliné respetuosamente.