Capítulo IV

Utopía y esperanza: la respuesta encadenada

“Es la esperanza, al sustraerse de una realidad a la que niega, la única forma en que se manifiesta la verdad”.

T. W. Adorno

 

 

En contrapunto a la crítica despiadada y desolada a un mundo que había traicionado su propia conciencia de humanidad, en la Escuela de Frankfurt vibraba la anticipación utópica de una realidad diversa que contuviera en sí la negación de los horizontes trágicos a que había conducido dicha traición. Fiel a la lógica de la dialéctica negativa, el pensamiento crítico se desplegaba desde la ruptura con toda limitación impuesta a la libertad para dirigirse hacia la configuración de lo posible, cuya realización nadie podía asegurar, pero sin cuya imaginación la historia reproduciría las cadenas de la represión. Afirmada en su autonomía con respecto a lo existente, la Teoría Crítica, como tal, representaba el esfuerzo incesante hacia lo que “aún no es”, como única alternativa posible para no sucumbir a la integración apologética con la enajenación de lo real. Desde la negación de lo mezquino que llena la tierra, alzaba la voz para afirmar la necesidad de un ideal de renovación del mundo. Desde la afirmación de que “dentro de la vida falsa no puede albergarse la vida justa”[1], negaba toda complicidad con la opresión. Desde las infinitas posibilidades de lo cualitativamente diferente, esclarecía críticamente un presente que asimilaba la vida a la muerte y convertía a la primera en apariencia y a la segunda en contenido normal de la realidad. Para la Escuela de Frankfurt, la mirada dirigida al futuro cuestionaba perpetuamente a lo existente en nombre de lo posible que ésta rehusaba olvidar. Antítesis de lo dado, la utopía rompía los velos de la trama que ocultaba la verdad de lo real; rebeldía abierta en contra de todo lo indispensable del tiempo presente, en la utopía latía el impulso transformador hacia un mañana en el cual pudieran brillar los colores de lo deseado. La utopía –como imaginación de lo ausente- desafiaba en su negatividad toda certeza (irracional) sobre la verdad de lo existente, sacudía la lógica (mortífera) de la racionalidad del poder y se enfrentaba al narcismo (vacío) de la realidad.

 

En la reflexión de la Escuela de Frankfurt, la mirada dirigida hacia el mañana extraía su fuerza de la mirada dirigida al ayer. Era la nostalgia del pasado irrealizado lo que se convertía en utopía, y ambas convergían en la iluminación crítica de un presente que, desvaneciendo la memoria histórica y anulando la perspectiva del futuro, universalizaba las consignas totalitarias que entronizaban el espíritu de la razón instrumental.

 

Lloro la desaparición de la superstición del más allá –escribía Horkheimer- porque la sociedad que se las compone sin ella, a cada paso con el que se aproxima al paraíso terrenal, se va alejando del sueño que hace tolerable la tierra. En el goce... aún se hallaba presente el recuerdo del paraíso[2].

 

En contraposición a toda filosofía de la historia –y en particular, al marxismo- que veía a la historia hacia adelante ubicando exclusivamente la esperanza en el futuro, la Teoría Crítica hablaba también por el pasado “Lo que debe ser no puede prescindir del recuerdo”[3], señalaba Horkheimer, y en ese sentido, era precisamente la preocupación por el futuro lo que transformaba al pasado en fundamental. Para la Escuela de Frankfurt sólo en la recapitulación de la memoria se abría el horizonte de la libertad futura; sólo con la restitución del pasado resurgirían aquellos contenidos que el iluminismo, en su autotraición, había olvidado. Desde esta perspectiva, en el olvido de los sufrimientos pasados subyacía la renuencia a vencer las causas que los había ocasionado. En su anulación, radicaba la renuencia a rescatar las verdades con las que el saber del pasado había iluminado a la humanidad. En el acto de borrarlos de la memoria, se sucumbía a la sumisión y se glorificaba a la angustia y a la amenaza como único futuro posible para la humanidad.

 

Al respecto, en uno de los más dramáticos aforismos de La dialéctica del Iluminismo, escribían T. W. Adorno y Max Horkheimer: “Sólo el horror de la aniquilación, vuelto por completo consciente, es la relación justa con los muertos; la unidad con ellos, dado que nosotros somos, como ellos, víctimas del mismo estado y de la misma desilusionada esperanza”[4].

 

En el arco en el cual la restitución del pasado se orientaba hacia la expectativa de un futuro utópico, se conjugaba, a la vez, con un arco en el cual la angustia y el desencanto abrían paso a la esperanza y la ilusión. En la tensión entre el pasado y el futuro, entre lo real y lo posible, la reflexión de la Escuela de Frankfurt expresaba, no el regocijo ante la decadencia o el ensimismamiento en el pesimismo, sino la confianza en la ampliación de los horizontes y en la configuración de una sociedad racional. Si “en aquellos que no encuentran salida a la decadencia, se manifiesta entonces el miedo a la esperanza y contra la esperanza[5], el pensamiento crítico, al llevar al máximo la desesperación, ubicaba en el otro extremo la seguridad en la victoria final. Desde el fondo de la desesperanza, la esperanza se rescataba a sí misma. Desde la desmitificación de todo falso optimismo, la Escuela de Frankfurt reafirmaba la fe en la capacidad del hombre para afrontar, desde los límites de la desolación, la posibilidad de la auténtica libertad[6]. Imbuido de melancolía y desencanto, el pensamiento crítico encontraba en la utopía, no la resignación frente al sufrimiento, sino el impulso orientador hacia la transformación radical del mundo. De la firmeza del pesimismo, nacía la fuerza del optimismo para superar a un presente recorrido por la aflicción.

 

Escribía Horkheimer al respecto:

Pesimista es, en realidad, mi idea sobre la culpa del género humano, pesimista en relación con la idea de hacia dónde corre la historia... Pero, ¿en qué consiste el pesimismo? Consiste, a pesar de todo ello, en intentar realizar aquello que se considera como verdadero y bueno. Y así, nuestro lema fue: ser pesimistas teóricos y optimistas prácticos”[7].

 

La conjugación entre olvido y futuro, traducido en la transmutación del dolor en esperanza, encontraba en la Escuela de Frankfurt un sustrato teológico, cuya huella se manifestaba también en autores como Ernst Bloch[8] y Walter Benjamin[9] quienes influyeron notablemente sobre la Teoría Crítica[10]. La fuente de la cual brotaba la eterna tensión entre lo cercano y lo lejano, entre el presente que debería ser futuro y el futuro que desea ser presente, fue una de las fuentes más ricas e importantes, aunque subterránea y no explicitada, que nutrió, en este sentido, a la Escuela de Frankfurt. Nos referimos a la esperanza mesiánica[11], aquella fuerza vital siempre presente en el pensamiento y la historia de un pueblo en cuyo seno, como escribía Horkheimer, “el sufrimiento y la esperanza se han vuelto inseparables”[12] y con el cual, por esa misma razón, la Escuela de Frankfurt no podía sino identificarse.

 

La esperanza mesiánica, respuesta vital “cuya influencia ha sido ejercida casi exclusivamente bajo las condiciones del exilio como la realidad fundamental en la vida y la historia judía[13] (subrayado nuestro) representaba la culminación de todas las tensiones y paradojas que atravesaron siempre a la piedad judía[14]: el contraste entre la ansiedad por la lejanía de Dios y el anhelo de su proximidad, entre el ideal de vida eterna y lo concreto de la existencia terrenal, entre las exigencias hechas al hombre y la inaccesibilidad de la perfección, etc. En la convicción mesiánica se reconciliaban el sufrimiento y el consuelo, las lágrimas por los que sufren y la esperanza de la redención. La confianza en un Mesías que algún día llegará a restablecer el Paraíso en la tierra afirmaba la oposición a la existente, y perturbaba en la complacencia con un mundo preñado por la maldad. La esperanza mesiánica, culminada en la redención, otorgaba un aliento de optimismo al lamento por una historia que reiteraba la persistencia de la injusticia, y vibraba con la fuerza de una voluntad que se rehusaba a sucumbir a la indiferencia o la resignación.

 

Para el mesianismo judío, sin la redención, es decir, sin la transformación sagrada del mundo en un modelo de humanidad renovada, la historia seguiría en un limbo profano, tocado por un elemento de horror. En el mundo redimido, la eternidad descendería sobre la tierra a fin de revelarse y convertirse en futuro. Lo finito y lo infinito, lo que es y lo que debe ser se reconciliarán en la realización de los más altos ideales (justicia, igualdad, etc.) como ética de la historia para el conjunto de la humanidad. La redención simbolizaría, así, la poesía de la paz en la que todo se transfigura y se unifica en un cuadro de armonía, que culmina en la imagen bíblica: “Habitará el lobo justamente con el cordero; y el tigre estará echado junto al cabrito; el becerro, el león y la oveja andarán juntos, y un niño será su pastor”. Isaías, XI, 6.

 

En la voz de la Escuela de Frankfurt, la esperanza mesiánica reaparecería, secularizada, en toda su grandeza y limitación. La Teoría Crítica podía pensar al mundo desde la perspectiva de lo sagrado, y visualizar el ayer a través del prisma de la redención. Pero así como el nombre de Dios es impronunciable, la naturaleza del ámbito redimido de lo transmesiánico tampoco se podía revelar[15].

 

Escribía Horkheimer: “La utopía, en efecto, tiene dos caras. Es la crítica de lo que es y la descripción de lo que debe ser. Su importancia radica, esencialmente, en el primer momento”[16].

Y agregaba posteriormente: “La sociedad correcta no puede determinarse de antemano”[17].

 

Así como la tarea del Mesías consistía en mover el mundo desde lo profano hacia lo sagrado, la tarea del pensamiento crítico consistía en abrir, desde el umbral de la filosofía, el portal mesiánico que conducía al espacio sagrado del tiempo redimido. En este tiempo redimido, la razón se reconstruiría en conciliación con una realidad liberada en lo cual la propia razón se podría reconocer[18]. En la reconciliación de los opuestos, el postrer Día del Señor, se restablecerían “la razón, el espíritu, la moralidad, el conocimiento y la felicidad, no sólo (como) categorías de la filosofía burguesa, sino también (como) asuntos de la humanidad”[19]. El tiempo sagrado no era el del rechazo a la razón, sino el del renacer de una nueva racionalidad; no era el de la detención del progreso, sino el de la liberación del sometimiento al progreso. El mañana de la redención representaba la reconciliación entre los intereses individuales y sociales, la disolución de las relaciones cosificadas, la coincidencia entre placer y trabajo, belleza y libertad, razón y satisfacción, técnica y arte, trabajo y juego. Ese mañana era el espacio del despliegue total de la razón y la imaginación como fuerzas de transformación –incluso estéticas- del universo natural y social.

 

Señalaba Horkheimer: “...la idea de una sociedad futura como comunidad de hombres libres, tal como ella será posible... tiene un contenido al que es preciso mantenerse fiel... en cuanto es la comprensión del mundo en que el desmembramiento y la irracionalidad puedan ser eliminadas”[20].

 

Desde el umbral que se abría al orden de la razón en el cual hombres y cosas estarían en su justo lugar, el pensamiento dejaba atrás la soledad del exilio. En la configuración de una “edad de oro, en el cual la piedra volvería a convertirse en oro, edad que es al mismo tiempo la de la tierra y el cielo... la futura reunión de lo divino con lo humano”[21], la negación se negaba finalmente a sí misma. En la reconciliación entre razón y realidad culminaba la tarea de la filosofía como crítica, como memoria y conciencia moral de una humanidad en la que había prevalecido la violencia y la falta de libertad.

 

La filosofía, tal como cabe responsabilizarla a la vista de la desesperación –escribía T. W. Adorno, en el párrafo final de Mínima Moralia- vendría a ser la tentativa de considerar las todas cosas según se presenten desde el punto de vista de la liberación. El conocimiento no sabe de otra luz como no sea la que resplandece desde la liberación misma... Habría que establecer perspectivas en las cuales el mundo cambiase de lugar, se enajenase, revelase sus grietas y precipicios, tal como alguna vez habrá de aparecer, monstruoso y desfigurado, bajo la luz mesiánica. Alcanzar esas perspectivas, sin arbitrariedad ni violencia, libre del contacto con los objetos, sólo le es dado al pensamiento[22].

 

Pero ¿era ello posible? No, pues la esperanza mesiánica contenía en sí su propia debilidad. La amplitud del anhelo de una humanidad renovada en la que la existencia humana y social fuese cualitativamente diferente, se pagaba al precio de la imposibilidad de su realización[23]. La grandiosidad de la esperanza era, al mismo tiempo, el signo de su irrealidad. Porque ¿cómo podrán los no-redimidos redimir a la humanidad?

 

Para el mesianismo judío, la historia, como ámbito de la necesidad era por naturaleza, profana. Para entrar al ámbito de la libertad –espacio de los sagrado en cuanto representa lo verdaderamente humano- el hombre debía romper con la historia. La redención no podría ser jamás resultado de la historia previa ni de la transición continua del presenta hacia el futuro mesiánico. La redención, hecho apocalíptico que transtorna cataclísmicamente el mundo, representaba, para la idea mesiánica:

 

...la trascendencia irrumpiendo en la historia, una intrusión en la cual la misma historia perece, transformada en una ruina porque es tocada por un rayo de luz brillante que llega a ella de una fuente externa... Si algo merece la historia, es morir[24].

 

En la voz secularizada de la Teoría Crítica, la ruptura del puente entre el pasado y el presente definía su negatividad[25]. La ruptura histórica sólo podría ser la ruptura con el hoy de la barbarie, con la ficción hecha vida y la apariencia devenida en verdad, con la unificación indistinguible entre placer y penuria, horror y civilización, ciencia y mito, etc. La ruptura sólo podría consistir en la ruptura con la realidad, no definida en términos de la enajenación del trabajo o de la lucha de clases entre burguesía y proletariado, sino en términos de la “dialéctica de la represión” entre individuo y sociedad, según la cual la amalgama de tecnología-economía-política-cultura controlaba la conciencia del hombre, y ésta a su vez, reproducía el universo cerrado de la dominación. La ruptura histórica era la ruptura con la realidad sustentada en la contracción entre la sumisión de un individuo liberado del peso de su autonomía –pero inerme- y la reificación de un orden social autoritario e irracional. La ruptura histórica era la ruptura con una realidad de máxima capacidad de producción y a la vez ilimitada capacidad de destrucción. Era la ruptura con una realidad que había invadido hasta las raíces más profundas de la existencia del hombre, asimilando su inconsciente a la lógica de la racionalidad del dominio. Era la ruptura con la unidad indisoluble, y a la vez paradójica y contradictoria, entre la apariencia de libertad dentro de la represión, de felicidad dentro del dolor, de paz dentro de la violencia. La ruptura histórica lo era con las experiencias conocidas del mundo. Expresaba la separación de la conciencia con respecto a una historia que había podido dar a luz los campos de concentración, e implicaba la superación de una realidad que antagonizaba la libertad con el progreso y la fantasía con la manipulación de la imaginación. Para la Escuela de Frankfurt, pensar en la luz de un futuro promisorio significaba oponerse a la terrible opacidad de la realidad. Imaginar un futuro utópico suponía someter a severo análisis la trágica inadecuación de lo real. Anhelar lo ausente, implicaba desplegar la libertad de la fantasía en oposición a la univocidad de la racionalidad de la dominación. Para la Teoría Crítica, imaginar la esperanza a través de la trascendencia del pensamiento era, en sí, un acto de rebelión. Peor al mismo tiempo, quienes tenían, como afirmaba Adorno, “la vida dañada”, se preguntaban: ¿cómo escapar a la bestialidad de una sociedad que paradójicamente, negaba la existencia al dolor?, ¿cómo romper con un mundo en el cual “es cosa barbárica escribir un poema”?[26] ¿Cómo pensar en el amanecer de una nueva historia si cada día de la historia hasta ahora conocida acentuaba la violencia, la miseria, la represión y la explotación?

 

Escribía Adorno en 1945 en Mínima Moralia citando a Walter Benjamin: “Mientras haya un mendigo... seguirá existiendo el mito; sólo con la desaparición del último mendigo será conciliado el mito”[27].

Y Marcuse, en 1969, agregaba de forma esclarecedora:

“Aquí está el círculo vicioso: la ruptura con el conservador continuum autopropulsor de las necesidades debe preceder a la revolución que ha de desembocar en una sociedad libre, pero tal ruptura sólo puede concebirse en una revolución”[28].

 

Este doble ámbito de mutua oposición definió la reflexión tensional en la que siempre se ubicó el pensamiento de la Escuela de Frankfurt: mientras persistiese la realidad de la opresión, el potencial de la liberación será un mito; sólo cuando aquélla fuese un fantasma muerto del pasado, la posibilidad de los ideales del hombre no será un sueño. Pero ¿cómo podrán, quienes están imbuidos del terror y la muerte del presente, romper las cadenas de la opresión? y si éstas no se rompen, ¿cómo podrá desaparecer el “último mendigo” del que hablaba Benjamin?

 

Así, mientras se afirmaba, por una parte, la necesidad de conservar la esperanza para evitar la caída final en la barbarie, se sostenía al mismo la dificultad de que dicha esperanza se pudiese realizar por quienes aún no estaban redimidos. La esperanza mesiánica de la Escuela de Frankfurt –como la esperanza mesiánica del judaísmo- se movía entre el futuro deseado y la irrealidad de su realización, entre el anhelo inalcanzable pero a la vez irrenunciable, cuyo precio era la certeza de su incumplimiento en este mundo terrenal.

 

Alcanzar las perspectivas (de lo mesiánico) sólo le es dado al pensamiento –escribía Adorno-. Ello es lo más simple del mundo porque la situación inevitablemente clama por ese tipo de conocimiento, y porque la negatividad perfecta, una vez contemplada, discurre hacia la escritura reflejo de su antítesis. Pero ello es a la vez lo acabadamente imposible porque presupone una posición arrancada del hechizo de la existencia... El pensamiento está obligado a asumir su propia imposibilidad en nombre de la posibilidad. Pero frente a la exigencia que por ello mismo influye sobre él, la pregunta por la realidad o no realidad de la liberación misma resulta menos que indiferente[29].

 

De allí que la tensión de lo irresoluble fuese el contenido fundamental de un pensamiento jamás dispuesto a pactar con lo real, pero tampoco dispuesto a dejar de soñar con un futuro libre para la humanidad. El pensamiento crítico sólo podía ejercerse desde la negatividad, la soledad y la marginación. El exilio era interminable.

 

Conclusiones

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[1] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 40.

[2] Horkheimer, Max. Apuntes, p. 226.

[3] Horkheimer, Max. Sobre el concepto de hombre y otros ensayos, p. 148.

[4] Adorno, T. W. y M. Horkheimer. La dialéctica del Iluminismo, p. 256.

[5] Bloch, Ernst. El principio esperanza, (1959) Madrid, Ed. Aguilar, 1977, p. XII.

[6] “El método de la negación, la denuncia de todo aquello que mutila a la humanidad y es obstáculo para su libre desarrollo, se funda en la confianza en el hombre”. Cfr. Horkheimer, Max. A propósito del concepto de filosofía, Crítica de la razón instrumental, p. 194.

[7] Horkheimer, Max. Sociedad en transición. Estudios de filosofía social. (1972) Barcelona, Ed. Península, 1976, p. 70.

[8] Bloch, Ernst. op. cit.

[9] Benjamin, Walter. “Tesis sobre filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos I, pp. 177-191.

[10] Véase al respecto: Buck-Morss, Susan, op. cit., especialmente los caps. I, IX, X, XI.

[11] Cfr. al respecto: Scholem, Gershom, The messianic idea in judaism, New York, Schocken Books, 1971.

[12] Horkheimer, Max. Sobre el concepto de hombre y otros ensayos, p. 168.

[13] Scholem, Gershom, op. cit., p. 2.

[14] Cfr. al respecto: Leo Baeck. La esencia del judaísmo, (1948) Buenos Aires, Ed. Paidós, 1964.

[15] De las figuras más importantes de la Escuela de Frankfurt, sólo Marcuse, en sus obras finales –cuando ya había cortado prácticamente todo lazo con el Instituto- se aproximó con más detalle a una visión del futuro posible y a sus posibilidades de realización. Cfr. al respecto: Eros y civilización, (1955) México, Ed. Joaquín Mortiz, (1967). Un ensayo sobre la liberación, (1969) México, Ed. Joaquín Mortiz, (1969). Contrarrevolución y revuelta, (1972) México, Ed. Joaquín Mortiz, (1973).

[16] Horkheimer, Max. Historia, metafísica y escepticismo, p. 91.

[17] Horkheimer, Max. Sociedad en transición: estudios de filosofía social. (1972), Ed. Península, 1976, p. 58.

[18] “La problemática coincidencia entre pensar y ser, entendimiento y sentidos, necesidades humanas y su satisfacción dentro de la caótica economía de hoy... debe dejar paso a la relación entre propósito racional y realización”. Cfr. Horkheimer, Max. Teoría Crítica, p. 249.

[19] Marcuse, Herbert. “Filosofía y teoría crítica”, Cultura y Sociedad, p. 88.

[20] Horkheimer, Max. Teoría Crítica, p. 249.

[21] Broch, Hermann. La muerte de Virgilio, (1958) Madrid, Alianza Ed., 1979, p. 360.

[22] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 265.

[23] “En la idea mesiánica nada puede ser realizado definitivamente, nada puede ser logrado irrevocablemente...”, Cfr. Scholem, G., op. cit., p. 35.

[24] Scholem, G., op. cit., p. 10.

[25] “La transformación que trata de obrar la Teoría Crítica no es algo que se imponga paulatinamente, de modo que su éxito, aunque lento, fuese constante”. Cfr. Horkheimer, Max. Teoría Crítica, p. 250.

[26] Adorno, T. W. “La crítica de la cultura y la sociedad”, Crítica cultural y sociedad, p. 230.

[27] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 218.

[28] Marcuse, Herbert. Un ensayo sobre la liberación, (1969) México, Ed. Joaquín Mortiz, 1969, p. 266.

[29] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 266.

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