Capítulo III

La crisis del Iluminismo y el colapso de las alternativas

“¿Por qué jamás se da un documento de la cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie?”

Walter Benjamin

 

 

¿A qué se debe la incompatibilidad entre el poder alcanzado por el hombre y su impotencia para comprender y vivir el mundo que su propio poder ha realizado? ¿Qué relación existe entre la razón y la brutalidad? ¿Por qué la paz se mantiene por el espectro de la guerra y la represión se esconde bajo el mito de la libertad? ¿Por qué, cuando el conocimiento alcanzado por el hombre podría desplegarse hasta límites no soñados; estando dadas todas las condiciones para crear una sociedad que satisfaciera las necesidades humanas nos encontramos en presencia de la creciente desventura del hombre y somos víctimas de la inminente amenaza de destrucción de la humanidad? ¿Por qué, en la cumbre de su desarrollo, la cultura occidental se ha vuelto terror? ¿Por qué, como se preguntaba Horkheimer, “el progreso amenaza aniquilar el fin que debe cumplir: la idea del hombre”?[1] ¿Por qué, como señalaba Walter Benjamin, “jamás se da un documento de la cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”?[2] ¿Acaso, como reflexionaba Marcuse en el prólogo de Cultura y Sociedad “no ha preparado la cultura intelectual su propia liquidación”?[3]

Estas fueron las preguntas que, en tono angustiado y doloroso, constituyeron la esencia de la reflexión de la Escuela de Frankfurt a lo largo de toda su trayectoria intelectual, y cuya vigencia actual es indudable. Tales preguntas asumían, en general, un carácter particularmente inquietante en al década de los treinta y los cuarenta para la gran mayoría de los intelectuales europeos, profundamente afectados por el fascismo y la guerra y obsesionados por comprende las causas de la debilidad de una razón que, en su impotencia para oponerse al empuje incontenible de la irracionalidad, llegaba a extremos de destrucción hasta entonces insospechados. La respuesta que dio la Escuela de Frankfurt al por qué de lo que Lukacs denominó “el asalto a la razón”[4] no se encerraba en los márgenes de una condenada liberal-humanista a la irracionalidad misma, sino que fue una respuesta mucho más compleja y violenta, cargada de la lucidez tensional y de la ruptura inmanente que siempre caracterizó a esta línea de pensamiento. Su respuesta fue, en el sentido más amplio, la condena de toda la concepción antropológico-filosófica del mundo burgués que, sintetizada en el Iluminismo –en sus formas históricas concretas y en sus instituciones sociales- había acompañado desde sus inicios al desarrollo del capitalismo.

Lo que la Escuela de Frankfurt condenaba era la historia de la cultura burguesa que, en su largo proceso de decadencia y colapso, había encontrado en el nazismo su más fatídica sepultura. Lo que se condenaba era todo el proyecto de modernidad para el cual “la muerte se ha hecho tan indiferente como sus miembros”[5], y que concluía en la más perfecta planificación científica del asesinato masivo. Lo que se condenaba era una historia que negaba la realización de lo que una vez habían sido los anhelos más optimistas con respecto al futuro del hombre. Lo que se condenaba también era la tradición espiritual, filosófica y artística del pensamiento burgués que, habiendo olvidado su contenido liberador y crítico, se subordinaba a circunstancias externas que reproducía –en y a través de ellas- las categorías sociales de la dominación. Se condenaba el mito del progreso de la historia, que había desembocado en el terror de las conciencias, y la naturaleza contradictoria de una realidad en la cual la capacidad del dominio del hombre sobre la naturaleza se había transformado en un enorme instrumento de poder, y en la que el progreso social y sus posibilidades de superación de las miserias humanas eran sólo ficción.

 

No tenemos ninguna duda... –escribían Adorno y Horkheimer en La dialéctica del Iluminismo- respecto a que la libertad de la sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero el concepto mismo de tal pensamiento implica ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier[6].

 

Lo que la Escuela de Frankfurt condenaba era la naturaleza de un pensamiento que se postulaba a sí mismo como verdad, y cuya verdad real era el ocultamiento a los ojos de hombre de la irracionalidad y su propia reconciliación con esa realidad destructiva. Se condenaba la crisis de horizontes que había llegado el mundo occidental, perdido entre límites de inhumanidad jamás imaginables, y aquel señalamiento filosófico que postulaba la convergencia entre razón y realidad evidenciando, en al extraña combinación de razón y locura de Auschwitz, su absurdo vacío.

 

Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de toda una tradición filosófica artística y científica ilustradora, encierra más contenido que el que el espíritu no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En esos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía, es precisamente donde radica la mentira[7].

 

Lo que la Escuela de Frankfurt juzgaba era la paradoja de que las esperanzas más promisorias gestadas por la humanidad hubiesen desembocado en catástrofe. Preguntarse por el carácter irracional de la realidad implicaba para la Teoría Crítica, preguntarse por el carácter mismo de un pensamiento que había posibilitado dicha irracionalidad. Criticar la naturaleza regresiva de una cultura que había permitido la resurrección de la barbarie significaba criticar a una razón que había sucumbido a la tentación de la complacencia con la realidad, renunciando a su esencia de denuncia de la injusticia, el poder y la explotación. Revelar cuál era “el espíritu objetivo de una época”[8] que había desembocado en una situación tal en que “la más acabada inhumanidad (era) la guerra sin odio”[9], era constatar la hipócrita negación del capitalismo con respecto a sus propios horrores. Denunciar la mentira de una cultura que llevó al hombre a un destino trágico era afirmar un fracaso. Defenderla era negar la necesidad de una ruptura con ella.

Crítica y autocrítica de la conciencia del mundo burgués, el pensamiento de la Escuela de Frankfurt surgía de las entrañas mismas del Iluminismo al que criticaba. En ardiente defensa del Iluminismo –y aún reconociendo “que la infame totalidad de la cual había brotado puede ser diferenciada del estado deseable”[10]- se valoraba en éste el haber abierto el espacio a la libertad como fundamento de la crítica, incluso aquella crítica que era posible ejercer contra el propio Iluminismo. No eran las ideas iluministas las cuestionadas, sino la sociedad burguesa que afirmaba ser su más cabal expresión. En la defensa del Iluminismo se condenaba a una realidad que no era sino el espacio del oscurantismo. En la lucha por preservarlo, se contribuía a la derrota de aquellas fuerzas que obstaculizaban su realización. En la oposición a todo ataque a la razón, se criticaba la identificación del hombre con la irracionalidad prevaleciente en el mundo. En la sensibilidad frente al destino del hombre, se recuperaba a la individualidad como último refugio posible frente al embate arrollador de una sociedad en la cual ya no cabía la negación.

Desde esta perspectiva, escribía Horkheimer:

Si por Ilustración y progreso espiritual entendemos la liberación de creencias y supersticiones en poderes malignos, en demonios y hadas, en fatalidad ciega –en pocas palabras, la emancipación de la angustia- entonces la denuncia de aquello que actualmente se llama razón constituye el servicio máximo que puede prestar la razón[11].

 

El juicio a la autotraición de los ideales iluministas se desenvolvías, en el pensamiento crítico, desde el espíritu mismo de los valores del Iluminismo, es decir desde el rezago del imperio de la razón, la libertad, la justicia y la moral olvidados en un mundo ignominioso. Profundamente inmersa en aquella cultura arrollada por los cataclismos históricos que habían desembocado en los campos de concentración, la crítica de la Escuela de Frankfurt vibraba con un grito de alerta para que esa cultura tomase conciencia de los límites a que podía llevarle su propia traición.

En este sentido, la reflexión de los integrantes de la Escuela de Frankfurt se desarrollaba desde una doble vertiente. Por una parte, desde el ángulo de la supervivencia ante la destrucción. Por la otra, desde el ángulo de la responsabilidad para que dicha destrucción no sucediera otra vez. Como intelectuales, eran supervivientes de una tradición filosófica, cuya confianza en que la razón triunfaría por sobre las depredaciones de la historia había demostrado su vulnerabilidad. Como judíos, eran supervivientes del infierno del Holocausto. Pero aunque

...sin duda –como escribía Hannah Arendt refiriéndose a la generación de intelectuales alemanes expulsados por el nazismo- la cuestión judía era de gran importancia para esta generación de escritores judíos.. y explica gran parte de la desesperación personal que tanto destacaba en casi todo lo que escribieran... los más clarividentes de ellos fueron empujados por sus conflictos personales a plantearse un problema mucho más general y radical, a saber, la pertinencia de la tradición occidental como un todo[12].

 

En este sentido, como europeos, eran sobrevivientes de una cultura que perecía por falta de porvenir. Pero fundamentalmente, y desde una perspectiva universal eran supervivientes de la humanidad toda que, como –“ejemplar de una especie”[13]- había muerto un poco en Auschwitz.

De allí emergía la responsabilidad de no olvidar a los muertos en aras de la absolutización del presente. De allí también surgía la responsabilidad de despertar al Iluminismo de su letargo para que la tragedia no se volviera a repetir.

 

Nosotros... los que hemos escapado de la muerte de los mártires bajo Hitler, tenemos una sola misión: la de colaborar para que este horror no vuelva y no se olvide, la unidad con aquéllos que murieron presos de indecibles tormentos. Nuestro pensamiento, nuestro trabajo, les pertenece a ellos; el azar de que hayamos escapado no debe tornar cuestionable la unidad, sino hacerla más cierta. Todo cuanto experimentemos de hallarse abajo el aspecto del horror, vigente tanto para nosotros como para ellos. Su muerte es la verdad de nuestra vida: estamos para expresar su desesperación y sus anhelos[14].

 

Pero de allí emergía también la responsabilidad de luchar en contra de la transformación de lo existente al servicio de los intereses del poder, de gritar en contra de todo silencio que posibilitara la acción de cualquier verdugo en cualquier lugar, de vivir con el espíritu abierto hacia el dolor de todo hombre que sufriese tras los muros de cualquier dominación. Asumida a sí misma como último bastión del Iluminismo declinante, la Escuela de Frankfurt representaba la voz que clamaba sensibilidad con respecto a la injusticia, persecución o muerte cometida contra todo ser humano. Ella expresaba la sublevación de la conciencia contra la agregación ejercida hacia la razón o la libertad del hombre. En la condena ética y moral a una lógica de la dominación que agudizaba la miseria –física o espiritual- del ser humano, la Teoría Crítica se orientaba, frente a las fuerzas destructivas del siglo, a restablecer la dignidad pisoteada en los campos de exterminio –símbolo, eje y nudo de los extremos de degradación posibles. Desde su propio desgarramiento crítico, se ponía del lado de aquél que, en las tinieblas o la luz, fuese víctima de la dominación total, es decir, de aquélla dominación que en palabras de Hannah Arendt: “no permite la libre iniciativa en ningún campo de la vida, en ninguna actividad que no sea enteramente previsible”[15].

Desde su propia marginalidad, la Teoría Crítica se solidariza con todo hombre desesperado en su impotencia, con todo hombre que resistiera a la adaptación, con todos los hombres “que han quedado al margen, los enfermos, los perseguidos, los condenados, los proscritos... cada cual es un individuo aislado, en el sentido dolorosamente desesperado”...[16]

Partiendo de un presente atravesado por experiencias profundamente traumáticas, la Escuela de Frankfurt buscaba las respuestas al por qué del caos del hoy a través de un recorrido sociológico-filosófico hacia el pasado, no para conservar el ayer sino para realizar sus esperanzas. Para esta corriente de pensamiento, a diferencia de la crítica cultural conservadora[17], la mirada hacia atrás era una mirada de fidelidad hacia aquellas utopías y esperanzas que alguna vez encarnaron los mejores anhelos de la humanidad. Pero era también una mirada que apuntaba hacia el futuro, pues en el pasado traicionado residían las señas del mañana posible. La actitud de nostalgia de la Escuela de Frankfurt, más que un éxtasis ante el resplandor del ayer, representaba la plataforma a partir de la cual se criticaban los padecimientos del presente de un mundo que ya no posee conciencia de sí mismo, y que en su oscuridad es incapaz de ofrecer respuesta a las grandes inquietudes de la existencia.

Para la Escuela de Frankfurt, la gran tragedia ha consistido en la crisis de horizontes a que ha llegado la historia de Occidente –fracasada en su trascendencia- y cuyo resultado ha sido el colapso de las alternativas y la configuración de universos cerrados que asimilan, reprimen y niegan toda fuerza de oposición, convirtiéndose en círculos cohesionados y afirmativos. En estos universos son definidos todos los valores e ideales, y son olvidados todos los anhelos posibles. En ellos, no existe negación de lo dado ni tensión hacia lo diverso. Como despliegue de absorción absoluta, en ellos se neutraliza toda denuncia sobre la verdad de la condición del hombre, y se pone a resguardo toda voz de espíritu crítico que proteste en contra de la hipnosis de la conciencia en nombre de la historia o de la liberación. De estos universos, que han sucumbido a la clausura de sí mismos y en los cuales toda contradicción es recuperada en total identidad con una lógica de dominación orientada hacia la locura, no parecería haber, en las condiciones actuales, escapatoria.

Fueron tres los principales universos hacia los cuales la Teoría Crítica enfiló sus dardos: el de la razón, clausurado con la irrupción de la “no-razón” como lógica ordenadora de la sociedad; el del hombre, clausurado cuando se apodera de él la necesidad social de administrar su alma; y el del arte y la estética, clausurado por la irrupción de la industria cultural.

La razón, principio fundamental del Iluminismo, fue por varios motivos, un eje rector importante en el pensamiento de la Escuela de Frankfurt para explicarse la crisis de la cultura burguesa. El concepto de razón (“categoría fundamental del pensamiento filosófico”)[18], asumido a sí mismo como principio inherente a la realidad, era la expresión de una vasta racionalidad que abarcaba todo lo existente, lo cual dotaba a los pensamientos y acciones del hombre de pautas de orientación válida para guiar su vida. Tal concepto de razón afirmaba su propia existencia contenida en el mundo objetivo a la vez que en la conciencia individual, frente a lo cual todo lo existente podía confrontarse de acuerdo a su armonía con dicha totalidad. En este sentido, la razón representaba la posibilidad de reconciliación del orden objetivo racional con la existencia humano-social[19], al mismo tiempo que se convertía en criterio de confrontación en relación al cual todo individuo y toda organización social debían sujetarse en tanto sus contradicciones no se hubiesen resuelto. Ello le otorgaba a la razón su dimensión crítica. Pero, fundamentalmente, el concepto de razón representaba la fuente de la cual han emanado los más altos ideales éticos, que, como criterios válidos universalmente, han dado un sentido a la existencia del hombre y a los esfuerzos orientados a conservar la vida social.

Escribía Horkheimer al respecto: “Las ideas de justicia, igualdad, felicidad, democracia, prosperidad, todas ellas debían estar en concordancia con la razón...”[20]

En la caducidad moral de una razón perdida a sí misma, traicionada en su promesa, incapacitada para mantenerse “vinculada al destino del hombre”[21], y despojada de su base ética, la Escuela de Frankfurt encontraba el fundamento para comprender el presente de un mundo amenazante y amenazado. En la razón convertida en horizonte de sí misma, transformaba al horizonte humano en irreductible a la razón, donde el pensamiento crítico hallaba la raíz de la inexistencia de ideales eternos proyectados más allá de la finitud del hombre. En la razón, vaciada de contenido y convertida en mero envoltorio formal, se encontraba la “no-razón” como eje impulsor del mundo actual. Caduca como criterio para seleccionar los más adecuados medios para lograr los mejores fines que guiasen la acción del hombre, la razón “formalizada”[22] traicionaba la realidad cuyos dolores debiera expresar. Inválida como fin, se dejaba manipular desde el exterior. Degradada en instrumento; ya no se reconocía en la realidad.

Afirmada como poder absoluto, la razón “formalizada” hace resurgir a la regresión que se creía superada. Como representación de la racionalidad del dominio, encierra en su lógica del terror a la potencialidad de la conciencia. Degradada en su instrumento, es impotente para responder a las interrogantes más importantes del ser humano, las cuales, reprimidas, son sujetas a un tabú. Convertida en abstracción, la racionalidad iluminística se expresa en irresponsabilidad general. Instrumentalizada, representa el triunfo del dogma. Traicionaba, anatematiza a lo diverso como maldito. Reducida a simulacro al destruir lo que se le opone, renuncia a la utopía. Colmada de contenidos elegidos con prescindencia de criterios de verdad o de ética, se transforma en ceguera, y su anhelo de emancipación se trastoca en sometimiento. Al despojar de su fundamento racional a todos los conceptos filosóficos orientados a guiar la vida humana y social, la razón “formalizada” reduce a éstos a un absurdo, en el cual razón y locura se confunden. La insanía de la “no-razón” se instala como contenido normal del mundo. Vida y muerte adquieren la misma tonalidad. Goce y sufrimiento se vuelven caras de la misma moneda. En la sujeción de la aspiración a la verdad al valor operativo de la razón, se relativizan los fines últimos de la acción humana. En la renuncia a la emancipación espiritual, se paga el precio de la humanidad en el pensar. En la afirmación de que ningún fin es mejor que otro, se absuelve de todo juicio crítico incluso a los más irracionales fenómenos de la vida política y social: “Puesto que los fines ya no se determinan a la luz de la razón, resulta también imposible afirmar que un sistema económico o político, por cruel o despótico que sea, es menos racional que otros”[23].

En la crisis de la razón ubicaba la Escuela de Frankfurt la atmósfera que configura la experiencia actual del hombre y que se introduce hasta los subterráneos de su alma. Esta es una experiencia de soledad en medio de la multitud y de silencio en medio del ruido, porque las palabras ya no significan nada, y el lenguaje ha perdido su capacidad de expresión para transformarse en un instrumento de transmisión de señales exclusivamente breves y precisas. Esta experiencia disfraza la guerra por obra de la propaganda, sutura de información para neutralizar la muerte, y oculta el conocimiento del dolor que causa la dominación. Es una experiencia de hombres similares a cosas, de estudiantes similares a fórmulas, y de mujeres similares a hombres unidos ambos en su esclavitud. Es una experiencia en la que la técnica configura la vida cotidiana, y las máquinas gobiernan a los hombres porque éstos existen en las exigencias antihistóricas de los aparatos de su creación:

 

Hoy soy aún el administrador independiente del poder que ha acumulado en mi casa, pero mañana seré su prisionero... –dice al respecto uno de los personajes de la novela de Joseph Roth A diestra y siniestra-. Oye usted hablar maravillas de un gran industrial, gerente de una poderosa empresa; va usted a su despacho, y en el acto lamenta todos sus preparativos y se encuentra usted ridículo. Se da usted cuenta de que todo el poder de aquel hombre está sostenido tan sólo por los cuatro clavos que sujetan la placa de cristal de su puesta y la puerta, la placa y los clavos le parecen a usted imponentes comparados con la personalidad a la que pertenecen. Créame, el gerente pertenece a su placa, a su tarjeta de visita, a su papel, a su posición, al miedo que infunde, a los sueldos que paga y a los despidos que acuerda, y no al contrario...[24]

 

Dicha experiencia es, desde la perspectiva de la Teoría Crítica, la de las utopías deformadas, la del anclaje del hombre en el presente tras una reproducción simplificada de la realidad que diluye la pasión, la aventura y la tragedia. Esta, la experiencia de la perennidad, que no permite la permanencia de nada, es la experiencia del olvido del pasado y de la incertidumbre del futuro, de la comprensión del tiempo y de la perversión de toda seguridad.

Joseph Roth en su novela La marcha de Radetzky, escribía:

 

En aquellos días anteriores a la Gran Guerra, cuando tuvieron lugar los acontecimientos narrados en este libro, todavía no se había vuelto un asunto indiferente el de si un hombre vivía o moría. Cuando alguien del mundo de vivos se extinguía, nadie tomaba su lugar inmediatamente con el fin de desplazarlo: existía un vacío donde él había estado, y los testigos cercanos y lejanos de su desaparición callaban cuando percibían este vacío. Cuando el fuego había destruido una casa en la hilera de casas de la calle, el espacio quemado permanecía largo tiempo vacío. Los albañiles trabajaban lenta y cautelosamente. Los vecinos cercanos y los transeúntes casuales sólo veían el espacio vacío, recordaban el aspecto y los muros de la casa desaparecida. Así es como eran las cosas. Todo lo que crecía tomaba su tiempo en crecer y todo lo que era de destruido tomaba largo tiempo en ser olvidado. Y todo lo que alguna vez había existido dejaba sus huellas, de tal manera que en aquellos días la gente vivía de recuerdos, tal como ahora viven de la capacidad de olvidar rápida y completamente[25].

 

Para la Escuela de Frankfurt, la experiencia humana del presenta era la del juego confuso entre las promesas ofrecidas y los anhelos insatisfechos; entre la violencia del dominio y la tolerancia de la aceptación; entre la apariencia de libertad y el engaño del conformismo. En ese juego, el hombre, como lo describía Kafka, “...trata de comprender con todas sus fuerzas las órdenes de la Dirección (dónde está y quiénes estaban, eso lo han ignorado y lo ignoran cuantos he interrogado) pero sólo hasta cierto punto; luego, deja de meditar”[26].

 

La experiencia del presente era la experiencia de la nivelación ficticia que no deja nada intacto, que disuelve la diversidad de contenidos bajo intolerancia genocida, que transforma a todo en sustituto, que despoja a lo peculiar de su contenido propio y que ubica en el exterior su propia responsabilidad.

Robert Musil escribía al respecto en El hombre sin atributos:

Actualmente, la responsabilidad tiene su punto de gravedad, no ya en el hombre, sino en la concatenación de las cosas. ¿No será que las experiencias se han independizado de los hombres? Han pasado al teatro, a los libros, a los informes de excavaciones y a viajes de investigación, a las comunidades religiosas que cultivan ciertas experiencias, pero no se encuentran precisamente en el trabajo, están suspendidas en el aire. Ha surgido un mundo sin hombres, de experiencias sin uno que las viva, como si el hombre ideal no pudiera vivir privadamente, como si el peso de la responsabilidad personal se disolviera en un sistema de posibles significados[27].

 

Pero la crisis de la razón se manifestaba también, para la Escuela de Frankfurt, en la crisis del hombre, y en este sentido, abordar dicha temática (ampliamente tratados en la gran novelística del siglo XX) amplicaba retomar, desde otro ángulo, la crítica a la cultura burguesa. La sensibilidad de la Teoría Crítica con respecto al destino del hombre contemporáneo fue uno de los rasgos definitorios de su pensamiento. Esto se debió a varios factores. En primer término, al recuperar la temática de la conciencia en una lectura renovadora del marxismo clásico –para el cual el problema de la subjetividad quedaba ausente o, en todo caso, oculto, tras la preponderancia de los factores económicos- la Teoría Crítica enfatizaba que en la psiquis los hombres vivían las experiencias internas más intensas, y la historia también se desarrollaba a través de la mediación de estas experiencias[28].

En segundo término, al ser una reflexión esencialmente filosófico-social, la Teoría Crítica no podía dejar de lado uno de los temas fundamentales de la filosofía: el tema del hombre.

 

Explicaba al respecto Horkheimer: “Dondequiera que en la actualidad los filósofos hablan del hombre, rara vez deja de señalarse que la cuestión fundamental de la filosofía, esto es, de la que se ocupa del ser como tal, no puede separarse de la que se ocupa del hombre”[29].

 

Pero por otra parte, si bien en la década de los treinta Horkheimer y Marcuse habían confiado en la capacidad revolucionaria del proletariado para detener la amenaza del nazismo (preocupación que virtualmente no entró en el ámbito reflexivo de Adorno)[30], después de la guerra, cuando las esperanzas revolucionarias y la ilusión en la experiencia soviética se vieron frustradas[31], y se hacía claro que el poder integrador de la industria cultural y la sociedad de masas creaba hombres en identidad total en la lógica de la dominación, la Escuela de Frankfurt rescataba a la conciencia de la propia individualidad como último refugio y última fuerza liberadora al empuje incontenible de la igualdad represiva.

De allí que, desde esta perspectiva, escribiese Horkheimer:

Los únicos individuos reales de nuestro tiempo son los mártires que han atravesado infiernos de padecimiento y degradación a causa de su resistencia contra el sometimiento y la opresión... Los mártires anónimos de los campos de concentración son los símbolos de una humanidad que aspira a nacer[32].

 

Finalmente, cabría señalar que, aunque nunca existió en los integrantes de la Escuela de Frankfurt un reconocimiento explícito de la influencia que en ellos jugaba su origen judío, la influencia del contenido ético-filosófico de la tradición humanista judía, que ubicaba el tema del hombre como eje rector de su visión de mundo fue fundamental en su pensamiento. A partir del principio de que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios y en ello radicaba el contenido y significado de la vida humana, preguntas tales como ¿qué lugar ocupa el hombre en el mundo? ¿Cuáles son sus necesidades? ¿Qué representa el hombre a sí mismo? ¿Cuál es la importancia de su vida y su conciencia?, etc., constituyeron la esencia del judaísmo, y reaparecerían ubicadas en una reflexión secular del destino del mundo contemporáneo en la Teoría Crítica.

Desde esta perspectiva, la crisis del hombre acompañaba a la autotraición del Iluminismo. El principio de intercambio presente en la Ilustración se reflejaba en la atomización social y personal del hombre moderno. La objetivización del mundo se reproducía en las relaciones humanas. La lógica de la racionalidad “formalizada” sólo podía darse en condiciones de total aislamiento de los hombres, de destrucción de sus vidas privadas y de ruptura de todos sus nexos de conexión. Para la dominación totalitaria, la individualidad era intolerable; de allí que propiciaba todas las condiciones para el aislamiento y el anonimato. Señalaba Hannah Arendt al respecto:

...la soledad, el terreno propio del terror... está estrechamente ligado con el desarraigamiento y la superfluidad... Estar desarraigado significa no tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo. El desarraigamiento puede ser la condición preliminar de la superfluidad, de la misma manera que el aislamiento puede ser ... la condición preliminar de la soledad[33].

 

Atomizándose, las relaciones sociales han transformado a los hombres en partículas aisladas, cuya consecuencia ha sido, no la igualdad democrática, sino la articulación de la pluralidad y diferencia de los seres humanos en torno a una identidad común. A semejanza de la producción en serie cuyo objetivo es sacar al mercado millones de artículos que en nada se diferencian entre sí, el objetivo de la igualdad represiva era homogeneizar a los hombres, haciéndolos igualmente idénticos, sustituibles y superfluos. La intolerancia por la diversidad era coherente con la carencia de significados propios y autónomos, y al mismo tiempo, implacable con todo aquello que no se plegara a sus demandas. Su expresión más extrema era, como escribía Adorno, el genocidio, es decir, “la integración absoluta, que crece en todas partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos... hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías del concepto de su nulidad total y absoluta”[34].

A la luz de la atmósfera de la formalización de la razón, también el hombre –espíritu dotado de autonomía y libertad para convertirse en dueño de su propio destino- se pierde en el camino de la ciega irracionalidad. Carente de referencias que orienten su existir, convierte a la adaptación en tónica social y a la complacencia en requisito de supervivencia. Administrada su alma por exigencias de la dominación total, transforma su interioridad en una partícula aislada, semejante a miles de partículas igualmente sustituibles y superfluas, articuladas en torno a una identidad común. Atomizado, es una marioneta más en un conjunto de marionetas similares que bailan al son de la conformidad. Anulada su decisión y su libre fantasía, su vida se encauza por los canales ya prefigurados de la coincidencia con la totalidad. Desarraigado, no posee un lugar reconocido. Aislado, reemplaza la mirada hacia la eternidad por la percepción fugaz del instante próximo. Sin identidad, se refugia en fuerza poderosas que lo reducen a una sombra. En su debilidad, magnífica todo aquello que se aparece como omnipotente. En su soledad, renuncia a sí mismo para salvarse de cualquier amenaza. En su terror frente a fuerzas que le son incomprensibles, busca protección en entes superiores que le den sentido a su existir.

Al respecto, escribía Adorno: “Cuanto más desaparece la esperanza racional de que el destino de la sociedad tome real y efectivamente otro giro, con tanto mayor fervor son invocados los antiguos lemas: la masa, la solidaridad, el partido, la lucha de clases”[35].

Pero para la Escuela de Frankfurt, la crisis del Iluminismo era también la crisis del arte y la estética[36]. En éste ámbito se manifestaban las “verdades olvidadas” en protesta frente a una realidad en la cual ya no tenía validez ni vigencia. El arte y la estética representaban el espacio de los anhelos utópicos de aquella “otra” sociedad en la que la felicidad del hombre sería posible.

Escribía Adorno: “En la fantasía está el deseo de la obra, que es también la de producir un mundo mejor”[37].

Desde esta perspectiva, la obra de arte entendida no solamente como objeto creado, sino como crítica del mundo existente para configurar una esperanza de belleza y felicidad que pudiera anular la fealdad de lo real. Su verdad residía en su capacidad de negación, y en tanto tal, no se agotaba en sí misma. De allí que, cuando el arte y la estética se objetivaban como parte de la “cultura afirmativa”[38], se transformaban, de práctica histórica efectiva íntimamente ligada a la vida misma, en “valores” subsumidos en la lógica de la dominación irracional. Negándose a sí mismo como nostalgia por un orden vital distinto, el arte pecaba contra su razón de ser, ocultaba el carácter real del mundo, convertía a la infelicidad del hombre en apariencia de realidad, y exaltaba apologéticamente al poder absoluto.

Escribía Horkheimer:

Antaño la aspiración del arte, la literatura y la filosofía consistía en expresar el sentido de las cosas y la vida, en ser la voz de todo lo que es el mundo, en prestar a la naturaleza un órgano para comunicar sus padecimientos o, como podríamos decir, en dar a la realidad su verdadero nombre. Hoy, la naturaleza se ve privada de su lenguaje[39].

 

Si otrora la obra de arte anhelaba confrontar al mundo consigo mismo, hoy se veía enteramente neutralizada. Si aspiraba a pronunciar juicios definitivos, hoy se volvía una recreación. Si representaba un potencial de esperanza y verdad profunda, hoy había perdido su fuerza de resistencia social. Si alguna vez había sido aquella “otra” dimensión de la realidad, hoy había perdido su capacidad de su oposición, contradicción y trascendencia. Si había encarnado la denuncia de la condición humana, hoy se degradaba en vehículo al servicio de la unificación de las conciencias. Convertida en objeto, excluía del mundo a la belleza. Insensibilizada a la sensibilidad estética, anulaba a la auténtica crítica cultural; cerrándose a sí misma, se convertía en objeto producido por la industria cultural. ¿Cómo –se preguntaba la Escuela de Frankfurt- la cultura, “aquel momento de crítica frente a todo lo existente... (esa) protesta contra la integración que sobreviene por todas partes con brutalidad a lo cualitativamente de frente”[40], puede ser creada por una organización productiva cuya razón de ser esté ligada a los fines de la dominación? Pero este es justamente el rasgo definitorio de la industria cultural: negar la discrepancia entre el cuestionamiento oposicional y la realidad fundada en la explotación y la injusticia.

La industria cultural reintegraba al hombre al orden existente. Presentaba utopías deformadas, que inducían a la apatía. Reemplazaba las emociones profundas (cuya descarga es una liberación), y los destinos trágicos, (que han expresado la oposición del hombre a una sociedad no aceptada) por imitaciones ligeras que trivializan la fuerza y el impacto de los sentimientos.

Escribían Adorno y Horkheimer al respecto: “Hoy lo trágico se ha disuelto en la nada de la falsa totalidad de sociedad e individuo, cuyo horror brilla aún fugazmente en la vana apariencia de aquél”[41].

 

La industria cultural realizaba de manera perfecta, la “igualdad represiva”, fundamento del totalitarismo. Aparentemente democrática, unificaba bajo un denominador común –la identidad del consumo- toda la diversidad de contenidos posibles. Más que humanizar la vida del hombre, agotaba las posibilidades de su deshumanización. La tendencia a la homogeneización olvidaba y difería, mediante la reproducción tecnológica, lo que Walter Benjamin denominó el “aura” de la obra de arte, “el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”[42], es decir, el halo especial que la rodea y le otorga su carácter de especifidad. La industria cultural reproducía -reforzando en su conformidad- a una sociedad en la que nada es diferente a ella, en la que nada cambia a pesar del incesante movimiento, en la que la repetición es el reverso de la última resistencia del pensamiento. Como armadura conceptual del sistema en tanto encarnación cultural de la razón formalizada, la industria de la cultura convertía a su creación en un objeto que intensificaba la pasividad. Al reproducir la violencia social, creaba en el hombre una frustración permanente y lo sujetaba al presente, imposibilitando su resistencia. Al extender ampliamente su ámbito y apoderarse de las conciencias, el mundo entero pasaba por su óptica.

 

Afirmaba Horkheimer:

 

...en el hecho de que los hombres sean capaces de utilizar su dominio sobre la naturaleza para fines sensatos, y de que, al contrario, se vean forzados a abandonarse al ciego egoísmo individual y nacional, se descubre la causa secreta de la desintegración cultural y de entretenimiento, incluidas las ciencias del espíritu, genere convirtiéndose en una empresa nueva, y de que todos se dediquen a la búsqueda de un sentido. Ese aparato cultural ha perdido su rumbo y en una agitación sin descanso sólo se sirve a sí mismo, en lugar de servir a los hombres[43].

 

La crisis de la razón, la libertad, el hombre y el arte confluían, así, en la configuración de un santuario autoclausurado en el cual todas las alternativas se colapsaban y todo lo diferente se excluía. Con ello quedaba sembrado el germen de la sumisión y el conformismo, lo cual abría el camino para la intolerancia y el fanatismo, y para la invocación a lemas o figuras carismáticas que representasen la salvación frente al poderío amenazante de lo desconocido.

 

La reflexión de la Escuela de Frankfurt fue el más vigoroso cuestionamiento sobre el precio que Occidente ha pagado por su progreso. Desde esta perspectiva teórica, no asumir que el pensamiento iluminista era un camino de libertad para el hombre, implicaba negar su relación con la verdad. Pero no reconocer su regresión, significaba reconocer su miedo a ella. Ese fue el sentido de la Teoría Crítica: esclarecer que la culpa del horror del presente no era la racionalización del mundo sino la irracionalidad de esta racionalización. Al promover la toma de conciencia del espíritu iluminista con respecto a su propia tendencia a la autodestrucción, la Escuela de Frankfurt desmistificaba la tragedia de la realidad del hoy para abrir el camino hacia la construcción de una sociedad más digna, racional y humana. Desde el ángulo de un presente amenazado por el agotamiento de toda posibilidad de pensar sobre sí mismo, la Escuela de Frankfurt representaba el vínculo con los anhelos no realizados del pasado, pero también el arco apuntado hacia un futuro en el que quizá el mundo podría convertirse en un paraíso.

 

Escribía Horkheimer: “Los revolucionarios tienen su raison d’être en que lo existente está superado y ya es tiempo de otra cosa. Los señores del ayer la hallaban en haber creado y conservado lo que ahora debe desaparecer. No conocemos aún a los que han de conservar el futuro”[44].

 

 

Capítulo IV

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[1] Horkheimer, Max: prefacio a Crítica de la razón instrumental, p. 12.

[2] Benjamin, Walter: “Tesis de filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos, p. 182.

[3] Marcuse, Herbert: Cultura y sociedad, p. 9.

[4] Cfr. Luckacs, Gyorgy. El asalto a la razón, (1962) Barcelona, Ed. Grijalbo, 1968.

[5] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 248.

[6] Adorno, T. W. y M. Horkheimer. La dialéctica del Iluminismo, p. 9.

[7] Adorno, T. W. Dialéctica negativa, pp. 366-367.

[8] Adorno, T. W. y M. Horkheimer. Sociológica, (1962) Madrid, Ed. Taurus, 1969, p. 53.

[9] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 61.

[10] Horkheimer, Max. Sobre el concepto de hombre y otros ensayos, B. Aires, Ed. Sur, 1970, p. 184.

[11] Horkheimer, Max. “A propósito del concepto de filosofía”, Crítica de la Razón instrumental, p. 195.

[12] Arendt, Hannah, op. cit., p. 52.

[13] Adorno, T. W. Dialéctica negativa, p. 362.

[14] Horkheimer, Max. Apuntes, 1950-1969, (1974) Venezuela, Monte Ávila Ed., 1976, p. 252.

[15] Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo, (1951) Madrid, Ed. Taurus, 1974, p. 422.

[16] Horkheimer, Max. Apuntes, p. 236.

[17] Véase de Stern, Fritz. The politics of cultural despair, University of California Press, Berkeley and Los Angeles, California, 1961.

[18] Marcuse, Herbert. “Filosofía y teoría crítica”, Cultura y Sociedad, p. 80.

[19] “Bajo el nombre de razón la filosofía concibió la idea de un Ser auténtico en el cual, todas las antítesis importantes (de sujeto y objeto, esencia y apariencia, pensamiento y ser) se reconciliarían”. Cfr. Marcuse, Herbert. Cultura y Sociedad, p. 80.

[20] Horkheimer, Max. “Medios y fines”, Crítica de la razón instrumental, p. 31.

[21] Marcuse, Herbert. Cultura y Sociedad, p. 80.

[22] Cfr. Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental, p. 34.

[23] Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental, p. 42.

[24] Roth, Joseph. A diestra y siniestra, (1929) Barcelona, Ed. Anagrama, 1982, p. 163.

[25] Roth, Joseph. The Radetzky march, (1932) New York, The Overlook Press, 1974, p. 107.

[26] Kafka, Franz. “La edificación de la muralla china”, en La metamorfosis, B. Aires, Ed. Losada, 1943, p. 86.

[27] Musil, Robert. El hombre sin atributos, Barcelona, Edit. Seix Barral, 1969, Tomo I, p. 183.

[28] Cfr. Horkheimer, Max. “Historia y psicología”, Teoría Crítica, pp. 22-42.

[29] Horkheimer, Max. Sobre el concepto de hombre y otros ensayos, p. 7.

[30] Cfr. Buck-Morss, Susan, op. cit.

[31] Marcuse resumía esta frustración en el prólogo de Cultura y Sociedad, de la siguiente manera: “...en los años treinta... las fuerzas sociales, en las que se unían libertad y revolución, fueron precisamente entonces entregadas, vencidas o traicionadas a las fuerzas dominantes. En los campos de muerte y de batalla de la Guerra Civil Española se peleó por última vez con sentido revolucionario por la libertad, la solidaridad y la humanidad...” Cfr. Marcuse, Herbert. Cultura y Sociedad, p. 10.

[32] Horkheimer, Max. “A propósito del concepto de filosofía”, Crítica de la Razón instrumental, p. 170.

[33] Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo, p. 576.

[34] Adorno, T. W. Dialéctica negativa, p. 352.

[35] Adorno, T. W. Mínima Moralia, p. 128.

[36] La importancia atribuida a este tema fue de extraordinaria importancia en el pensamiento crítico. La inclinación musical de T. W. Adorno tamizó toda su reflexión sobre la cultura contemporánea; Leo Löwenthal se dedicó fundamentalmente a la Sociología de la literatura. (Cfr. su obra más relevante: Literature and the image of man, Boston, Beacon Hill, The Beacon Press, 1975). En Marcuse, la inquietud por los temas sobre arte y necesidad de recuperar la sensibilidad estética fue permanente. Cfr. Cultura y Sociedad. Un ensayo sobre la liberación, (1969) México, Ed. Joaquín Mortiz, 1969.

[37] Adorno, T. W. Teoría estética, (1970) Madrid, Ed. Taurus, 1971, p. 20.

[38] Cfr. Marcuse, Herbert. “Acerca del carácter afirmativo de la cultura”, Cultura y Sociedad, pp. 45-78.

[39] Horkheimer, Max. “La rebelión de la naturaleza”, Crítica de la Razón instrumental, p. 111.

[40] Adorno, T. W. y M. Horkheimer. Sociológica, pp. 60-61.

[41] Adorno, T. W. y M. Horkheimer. La dialéctica del Iluminismo, p. 185.

[42] Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”, Discursos interrumpidos, p. 20.

[43] Horkheimer, Max. Sobre el concepto de hombre y otros ensayos, p. 31.

[44] Horkheimer, Max. Apuntes, p. 42.

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