Segundo Sermón

El Seminario de los Frailes

FLAVIO COCHO GIL y GERMINAL COCHO GIL

(Segunda de Siete Partes)

27 de octubre de 1999, Excélsior

 

¿P

ARA qué quiero vivir? Tarde o temprano, en alguna etapa de la vida, los humanos se hacen la pregunta, inducidos a veces por crisis existenciales personales y en otras ocasiones como consecuencia de convulsiones sociales que, al trastocar todo, aun afectan al individuo uno a uno.

¿Para qué quiero vivir? ¡Pues para ser feliz!, respuesta estereotipada con lo que nada se ha dicho. Valga el ejemplo, esa “Biblia” de escritores que es el Diccionario ideológico de la lengua española de Casares ofrece 152 versiones de la palabra felicidad, bastantes de ellas contradictorias entre sí.

 

¿Por qué? Porque en esa larga lista de equivalencias se reflejan concepciones sociales que han cambiado a lo largo de la historia al variar el ideal del ser humano al que había que tenderse. Para la China milenaria el ideal era el bondadoso, aun si para ello había que soslayar la corrupción, atrincherándose en un respeto formal y reglamentado a los amos sociales.[1] Para la también milenaria India, desde que fue invadida por los arios hace más de 3,000 años y se impuso hasta hoy la civilización de castas, el ideal era y en mucho sigue siendo la santidad en un entenderla como aceptar sin chistar mil opresiones sociales, pues a ese precio está lograr reencarnar después de la muerte en un nivel social más elevado; santidad justificando el ser sordo, mudo y ciego ante las injusticias de todo tipo[2]. Los hebreos, en ese fundamentalismo suyo que identifica como nación el Antiguo Testamento y como pasaporte 1las leyes de Moisés[3],[4] consideraban que el ideal es la rectitud en cuyo altar intransigente se puede admitir la crueldad. Los griegos rindieron culto como ideal a “la razón”, pero en aras de ello, haciendo caso omiso de las injusticias sociales, Platón hace la alabanza[5] de la “república de los sabios”, aun si más abajo yacen los sometidos y los esclavos... claro que estos sabios, “diagogos” (se traduce como “los que reflexionan descansando”, que abundan en el mundo de hoy), tenían también sus defectos muy corruptos y sensuales, “dionisiacos” los llamó Federico Nietzsche[6].

 

Después llegaron al viejo continente siglos de cristianismo medieval que ocultaron al pueblo los Evangelios, pues si bien preconizaban la mansedumbre ante amos sociales, también hablaban un lenguaje demasiado igualitario y el ideal de ser humano que preconizaban los amos para los humildes y siervos fue una humildad edificada sobre la ignorancia que debía ser la llave de una vida venturosa después de la muerte[7]. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos”, con el consuelo de que si lo son, ese reino ya lo llevarían dentro[8].

 

Con el Renacimiento, el mundo medieval se derrumba; crisis de civilización[9], pues todas las valoraciones existenciales cambian, y en lo que concierne al ser humano, surge el ideal del Humanismo -¡con mil contradicciones, pues siempre las hay en las crisis de civilización!-, con la idea clara, como defendieron Moro, Campanella y Bacon[10], de que sólo si desaparece el egoísmo social llamado propiedad privada, todos y cada uno de los seres humanos podrían realizar sus ilusiones individuales, tener acceso al conocimiento sin dogmas, y crear, en fin, la felicidad que concebían aquellos humanistas idos. Ciencia, libre albedrío, derecho a la vida plena de cada uno; muerte de los dogmas y, sobre todo, extinción de ese egoísmo que reza con “lo mío es mío y lo tuyo también ha de ser mío”. Pero a partir del Renacimiento, e independientemente de caretas políticas, fueran “monárquicas” o “republicanas”, amaneció la burguesía como clase social dominante con su dogma existencial, que aún le acompaña, de que “el hombre ha de ser un triunfador, explotando todo lo que le rodee, sean seres humanos o la naturaleza”, esta ética nunca estuvo mejor simbolizada en el siglo XVIII, como la señaló la crítica[11], que en el Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, en donde se ensalza al triunfador que se hace a sí mismo explotando las riquezas naturales de una isla y hasta con esclavo indígena a su servicio, Viernes.

 

La emprendedora burguesía, que se autoproclama “liberal” en el siglo XIX y hoy “neoliberal”, pretendía y pretende que el auténtico hombre es el que practica la libertad, pero entendida como el triunfo sobre otros, su lema existencial es “si tienes, eres; si no, ni aun existes”. En eso estamos hoy.

 

Diversos tiempos, lugares y civilizaciones hemos recorrido rápidamente y el paradigma de ser humano fue cambiado: en China, bondadoso pero corrupto y acatador de jerarquías; en la India, ser santo interpretado esto como aceptación de las castas sociales, cerrando los ojos a la injusticia; en los hebreos era ser recto, aun al precio de la crueldad; la llamada Gracia Clásica proclamó como ideal “la Razón”, pero de las élites, soslayando la corrupción que había y las injusticias sociales; en el mundo feudal del cristianismo medieval se inculcaba la mansedumbre y la ignorancia como sustento del despótico e ilimitado poder de una minoría de condes, duques, reyes y príncipes de la Iglesia. Pero hubo un Renacimiento y ahí el Humanismo proclama que el ser humano debía ser individualmente libre en lo material y en su conciencia, lo que sólo era posible en una sociedad igualitaria, en donde por ello mismo no existiera la propiedad privada. Pero eso duró muy poco, pues con el advenimiento de la burguesía como clase social dominante –lo que hoy vivimos- y la imposición de su pragmática y egoísta civilización, el ideal de ser humano es el de “éxito dado al que tiene, que el que no tiene simplemente no es”.

 

Ante el tétrico panorama histórico anterior, en donde el ideal de ser humano tuvo muchos más aspectos negativos que positivos, ¿cómo se puede hablar, como se pontifica hoy, de “defensa de los derechos humanos”?, ¿cómo defender lo que nunca existió? En todo caso lo primero que hay que hacer es darles existencia.

 

¿“Darles existencia”?, ¿no se ha intentado históricamente hacerlo? Sí, pero fueron intentos abortados por internamente contradictorios. Nos explicamos: la progenitora de todas las variantes de declaraciones de los derechos humanos actuales es la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional de Versalles entre el 20 y el 26 de agosto de 1789, en los inicios, léase preámbulo, de la Revolución Francesa[12]. La firmaron burgueses ilustrados y hasta un obispo y un abad el 30 de septiembre de 1789, todos monárquicos liberales. Se proclaman allí todas las libertades civiles que hoy se conocen constitucionalmente en las actuales llamadas democracias, pero con dos señalamientos: el primero, el respeto irrestricto al Estado y sus leyes y, el segundo, en el artículo 17 y último se afirma el derecho inviolable y sagrado de la propiedad privada, por decirlo de alguna manera, es el acta de nacimiento de los derechos civiles que concede la burguesía al individuo en tanto no se ponga en tela de juicio socialmente a la civilización capitalista. En realidad, son derechos civiles individuales inversamente proporcionales a la miseria. Quizás esta situación nunca fue mejor descrita que en la literatura, por un Dickens[13], por un Balzac[14], por un Zolá[15] y, obviamente, por Víctor Hugo[16]. Grandes avances y desarrollos materiales vivimos hoy día, pero lo anterior no ha cambiado[17], estamos inmersos en una civilización violenta ante la cual hablar de que se defienden los derechos humanos es demagogia, engañador discurso de leguleyos que en un servir a amos para “subir” jamás se empaparon de pueblo. No lo conocen, sólo lo pisan a golpes de reglamento, leyes y códigos, la “norma legal” es su dios supremo y la sensibilidad humana no cuenta, no existen en ellos, no la conocen.

 

El culto al éxito como sinónimo de posesión de riquezas, pues ello proporciona Poder y el Ser, derechos civiles concedidos individualmente únicamente a aquel que entra en la categoría anterior, normatividades y leyes descarnadas e insensibles que sacralizan lo anterior tratando de volverlo filosofía del “sentido común”, es una ética diabólica que, como bien señalara Giovanni Papini[18], caracteriza a la civilización actual. La antípoda de los verdaderos derechos humanos.

 

En última instancia lo que define a una civilización es la actividad humana, que es tanto hacer como saber, siendo ambas cosas al unísono un mensaje para todos. Y por lo que llevamos dicho, en el mundo de hoy lo dominante es un saber insensible que conduce a un hacer egoísta desembocando todo en un mensaje agresivo, violento en el que el Yo individual lucha y se confronta con los Otros... que es lo que llaman éxito y “ser un triunfador”, si ese Yo vence a los otros.

 

Los ideales del Humanismo del Renacimiento, la armonía entre el individuo y lo colectivo en una concepción igualitaria, han sido borrados casi enteramente...

No va lo anterior sin la manipulación de la academia, de las escuelas y universidades porque en ellas se generan y transmiten los valores culturales que se vuelven “el sentido común” de una civilización. Se dice que “la universidad es la conciencia crítica de un pueblo”; pero como están las cosas, las estructuras de poder y jerarquías que la dominan insisten en transformarla en una caja de resonancia propagadora de la antiética de la civilización que sufrimos; el culto al éxito, al individualismo, a subir socialmente y ser un triunfador, caiga quien caiga al lado, permean el “alma universitaria” de los que, en las alturas, la controlan. Y como hay sectores que a ello se oponen, hay conflictos universitarios por doquier. Básicamente son estudiantes, pues cuando se es joven se es inexperto, pero tan pocos años se tienen que la sociedad imperante aún no ha tenido tiempo de hacerles perder la vergüenza ni obligarlos a comulgar con intereses creados egoístas. Quizás el ejemplo más significativo de lo anterior es la “Universidad Crítica” de Berlín, la contra-universidad que establecieron los estudiantes berlineses de 1966, una utopía efímera hasta hoy nunca superada por la profundidad de sus planteamientos académicos y culturales[19]. Fue un proclamar la libertad de la crítica, la libertad del conocimiento para todos, defendiendo su derecho a la creatividad haciendo caso omiso de intereses creados dominantes, todo ello volviéndose una redefinición de la ciencia, del humanismo, de las letras y el arte, en fin, de toda la cultura, incluyendo los mecanismos de su generación y transmisión. Una verdadera valoración de los derechos humanos, pero esta vez en el ámbito universitario. ¿Fue “el sueño de una noche de verano”? Sí, pero sin sueños utópicos nunca se construirá una nueva y mejor civilización y, además, ahí queda el ejemplo, aun cuando lo quiera soslayar la memoria oficial, del cómo se puede hacer y de que hay que luchar por ello... pues, como decían los estudiantes galos del mayo 68, “seamos realistas, la utopía como programa mínimo”.

“La utopía como programa mínimo” implica tener una concepción de cómo debería ser la civilización y de lo que se hablará en otros artículos del “Seminario de los Frailes”, pero a nivel universitario deberíamos llamarla Declaración de los Derechos Humanos en la Universidad. ¿Cuáles? Al menos como mínimo los siguientes:

1.                     La universidad ha de ser pública y gratuita, pues es la única garantía real de que ningún factor económico condicionará o impedirá el acceso de todos a ella.

2.                     La universidad ha de ser la práctica de la libertad, lo cual implica lo siguiente:

(I) Libertad de crítica a todos los niveles sin que contra ella prevalezcan “argumentos de autoridad o jerarquía”. Es el principio de Libre Examen proclamado incluso por un Martín Lutero en tiempos de la Reforma[20].

(II) Acceso libre de todos a toda la información sobre estructura y funciones de la universidad. Es un principio que ha defendido desde su fundación la UNESCO como condición de emancipación cultual y democracia, pues este organismo NO acepta el que “la academia es inversamente proporcional a la democracia”[21].

(III) Rechazar, a todos los niveles académicos, las concepciones de que “la cultura es neutra socialmente” y de que las diferentes regiones culturales son “autárquicas”, sin relación entre sí: desde la ciencia más abstracta hasta el arte hay dependencia mutua y todo en conjunto guarda explícita relación con lo social. Conocer, pues, la realidad social es prioritario, debe de ser un derecho académico integrar todas las regiones culturales; otro derecho humano a nivel académico.

(IV) Desde su fundación, la UNESCO ha declarado que la cultura es un bien social y no una mercancía. Implica esto que los procesos docentes y de investigación no deben ser sujetos de compra-venta ni de “mercadotecnia”. Es derecho del personal académico, sin sufrir coacciones administrativas o desvalorizaciones académicas de su labor, poder oponerse a lo anterior.

(V) Los procesos de enseñanza-aprendizaje deben de ser activos en el sentido de que el estudiantado debe participar en los cursos con sus críticas y sus ideas. Hay que evitar que el magisterio transmita sus conocimientos de manera conductista, considerando al estudiante un sujeto pasivo de aprendizaje porque, primero, de esa manera no se enseña a pensar; segundo, de esa manera el profesor se vuelve un modelo social jerárquico a imitar con lo que, implícitamente, se inculca la mentalidad clasista existente en la sociedad externa, se la reproduce: “hay los de arriba, los del medio y los de abajo, cada quien en su rincón y sin chistar”.

3.                            Si la cultura es un todo integrado, lo son también sus diferentes niveles de complejidad. Esto es particularmente importante en el caso de la UNAM, pues implica que ha de mantenerse la conexión estrecha entre su bachillerato y su enseñanza superior, tan importante es un curso inicial de bachillerato como uno terminal de licenciatura, por lo que no deben existir valoraciones sociales jerárquicas diferenciadas entre ellos. Culturalmente no es admisible, socialmente menos.

4.                            La universidad debe propiciar la creatividad de todos sus miembros, tanto del profesor como del investigador como del estudiante, todos tienen el derecho de aportar sus propias ideas. Decía Giordano Bruno –un mártir del libre albedrío abrasado por la Inquisición de su época por el delito de pensar- que las diferencias en el volumen de conocimientos no son un justificante para no pensar.

 

He aquí, pues, una primera aproximación a la utópica declaración de los derechos humanos universitarios. A ellos hay que tender, por ellos hay que luchar...

 

La Virtud Mística

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[1] Historia de la filosofía, el pensamiento prefilosófico y oriental. Vol. 1, Siglo XXI, España, 1971. Ver lo dedicado a Confucio, pp. 243-248.

[2] La india literaria (Mahabarata, Bagavad Gita, Los Vedas, Leyes de Manu). Recopilación de Teresa E. Rhode, Editorial Porrúa, Col. “Sepan Cuantos...”, Núm. 207, México, 1992.

[3] Santa Biblia, El Antiguo Testamento, diversas ediciones.

[4] Idem que (3), pero en particular el Libro Segundo de Moisés, Éxodo, capítulos 1-40.

[5] Platón. La República. Editorial Espasa-Calpe, Argentina, Col. Austral, Núm. 220, Buenos Aires.

[6] Federico Nietzsche. El origen de la tragedia. Editorial Espasa-Calpe, Argentina, Col. Austral, Núm. 356, Buenos Aires.

[7] Paul Vignaux. El pensamiento en la Edad Media. FCE, Breviario Núm. 94, México, 1971.

[8] San Agustín. La Ciudad de Dios. Editorial Porrúa, Col. “Sepan Cuantos...”, Núm. 59, México.

[9] J. R. Hale. La Europa del Renacimiento, 1480-1520. Editorial Siglo XXI, Col. “Historia de Europa”, España, 1986.

[10] Moro, Campanella, Bacon, Utopías del Renacimiento. FCE, Col. “Popular”, Núm. 121, México, 1987.

[11] Daniel Defoe. Robinson Crusoe. Editorial Bruguera, S. A., Barcelona, 1970. Aquí lo interesante es el estudio preliminar de Teresa Suero Roca.

[12] Eugéne Blum et Gabriel Compayre. La Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen. P. Alcan Edataur, París, 1909.

[13] Carlos Dickens. Oliver Twist. Editorial Porrúa, Col. “Sepan Cuantos...”, Núm. 362, México.

[14] Honorato de Balzac, prácticamente todas las obras que contiene La Comedia Humana, describen la injusta sociedad burguesa del siglo XIX. Hay innumerables ediciones.

[15] Emilio Zolá, su obra más representativa de crítica a la sociedad burguesa del siglo XIX bajo una visión socialista está en francés, Les Quatres Evangiles, pero aun su novela Nana da una idea de su crítica y existe traducción española en Editorial Porrúa, Col. “Sepan Cuantos...”, Núm. 412, México.

[16] Víctor Hugo. Los miserables. Editorial Porrúa, Col. “Sepan Cuantos...”, Núm. 77, México.

[17] Contribución colectiva de 17 autores, Sociedad de razón o sociedad violenta. Editorial “Tiempo Nuevo, S. A.”, Caracas, Venezuela, 1970.

[18] Giovanni Papini. El diablo, el capítulo 56, El apologista, Editorial “Época, S. A.”, México, 1984.

[19] Universidad Crítica (documentos y programas de la contra-universidad de los estudiantes berlineses), Editorial “Extemporáneos”, México, 1970 (se le suele conocer como “el libro rojo”). [N. del Transcriptor: este libro corresponde al Cuaderno No. 3 de GEPAH (25 de mayo de 2001)].

[20] Lucien Febvre. Martín Lutero: un destino. FCE, Breviario Núm. 113, en la reimpresión de 1983 la página 156, México.

[21] UNESCO, Comunicación e información en nuestro tiempo, el informe de la comisión Sean McBride, FCE, México, 1978.

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