Después de mil preguntas sin
respuestas que giraron en su mente durante toda la noche tomó una decisión: sólo
eso le quedaba por hacer, no pudo encontrar otra salida. Antes que sonara el
despertador se levantó de la cama. Le bastaron unos minutos para que, con
atuendo de deportista, saliera de su casa. Romualdo pudo distinguir a lo lejos
el cerro de San Felipe: hacia él se dirigió.
En la calzada que lleva al
pueblo, casi en las faldas del cerro, se escucharon los ladridos de una jauría:
cuatro perros tenían acorralado a un adolescente que, parapetado tras su
bicicleta, trataba de defenderse de las dentelladas; cuando intentaba correr los
hocicos abiertos le marcaban el alto, entonces lanzó su vista en busca de apoyo
en la calle casi desierta: sólo encontró a un anciano.
Romualdo, al ver lo que
ocurría no lo pensó más, se apoderó de dos piedras y avanzó amenazador contra
los perros; un par de ellos vio las intenciones del señor y se le fue encima;
una piedra dio en el blanco: la cabeza del animal. El ruido del golpe y el
aullido se escucharon simultáneos; la otra piedra danzaba amenazante en la mano
del anciano; el segundo perro se detuvo como tocado por un rayo y sólo mostraba
los colmillos brillantes y húmedos; los restantes animales seguían amagando al
ciclista pero al ver lo que les pasaba a sus congéneres fueron en su ayuda. El
señor aprovechó para gritar: “¡Huye, móntate rápido!” Indeciso, el muchacho
permaneció inmóvil unos segundos, no quería dejarlo solo. “¡Corre, corre, a mí
no me pasará nada!” Luego alcanzó a oír “¡gracias!”, y vio la espalda perderse
en la lejanía. Al notar que la amenaza se había alejado de su territorio, los
canes movieron los rabos y se alejaron convencidos de haber ganado la batalla.
Desde el jardín, muy de
mañana, Raúl, hijo de Romualdo, levantaba la mano para despedirse de su padre.
La mirada del adolescente era un chispazo de alegría: la misma cara de su madre,
a quien el señor adoraba y a la que siempre la agradecía el haberle dado un
primogénito que perpetuara su apellido Rosal de Gante. El cabello ensortijado
era lo único que había sacado de él.
Alisó su pelo, ya escaso, y
siguió la marcha. A la altura de la calle Las Siete Palabras, vio venir del
cerro a un perro a todo galope. Un pequeño grupo de niños caminaba rápido calle
abajo rumbo a la escuela. El animal, cruza de mastín y doberman: hocico abierto,
nariz permeable al máximo, mirada fija en su presa: casi volaba. El niño sintió
que algo caía sobre él, sólo tuvo tiempo de poner las manos entre los adoquines
y su cuerpo, enseguida, sin tiempo para reponerse, fue levantado junto con la
mochila que llevaba en la espalda, arrastrándolo por la calle. El aire caliente
que salía de las fauces le quemaba la nuca; era tal el susto que el infante no
podía emitir sonidos, sólo movía las manos; sus zapatos iban dejando líneas
paralelas en el polvo del pavimento. El anciano pensó que era un juego entre el
niño y el animal, un número circense, y seguramente se escucharía pronto la voz
del amo gritándole al can: “¡Detente, alto!” Pero eso no ocurrió, entonces cruzó
la calle tan rápido como pudo lanzando gritos para espantar al perro, éste,
inmune a los alaridos rasposos del señor, aceleró la carrera. El llanto del
infante no amilanó al can. Vencido, Romualdo se apoyó en un tronco de árbol
para recobrar el aliento y que su corazón se apaciguara un poco. El perro, al
notar que ya no lo perseguía, soltó al niño y se metió por el callejón Las Tres
Marías. Ya recuperado el respiro, el anciano ayudó al estudiante a levantarse,
comprobó que no tenía heridas importantes y lo acompañó hasta su escuela, luego
retomó su marcha. Tenía que cumplir, ser fuerte y encararse a los hechos.
Braulio fue el más grande al
nacer, tenía los ojos redondos y negros, los movía como diciendo: “Ya estoy
aquí, mírenme bien, vengo a conquistar al mundo.”Y así ha sido siempre:
trabajador e inteligente, ordenado y estudioso; nunca se da por vencido en
cualquier proyecto que inicia.
Antes de llegar a la
bocacalle Pecados Capitales escuchó música, cantos y rezos. Se apresuró para
arribar a la esquina: el espectáculo lo dejó mudo y sólo alcanzó a arrodillarse
sobre la banqueta: por la calle lateral, la que desciende de una colina: un río
de estandartes dorados, verdes, rojos y amarillos bailaban en forma desordenada
al ritmo de las astas que apuntaban sus picos al cielo. Las imágenes de santos,
vírgenes y ángeles competían en lujo y belleza. Los tacones de los que las
traían golpeaban las losas del camino como si interpretaran un zapateado
aberrante; y los flecos dorados y demás adornos de las banderas se movían
incesantes con un ritmo inusual, casi pagano.
El anciano, arrodillado ante
el resplandor del espectáculo, casi en trance, golpeó su pecho en un intento de
pedir perdón.
Los perros, formando grupos
de choque, pugnaban por atacar, pero se detenían ante el inmenso número de
enemigos armados de lanzas y picas. Optaron por echar reversa sin dejar de
emitir amenazas en forma de ladridos y abriendo desmesuradamente las fauces;
entonces decidieron meter la cola entre las piernas y aprestarse a ver el paso
de la procesión, desde lejos.
¿Por qué a mí?, se dijo,
hecho una estatua colocada en la calle a la vista de los transeúntes que a esa
hora se dirigían a la escuela o al trabajo.
―Amor –le dijo Romualdo a su
esposa-, ¿cómo te sientes?
―Bien, ¿ya viste al nuevo
bebé?, se parece a ti.
―Si, es rubio como yo.
―Así es, me gustaría que se
llamara José
―Estoy completamente de
acuerdo.
La voz de una señora que
pasaba rumbo al mercado lo regresó del ayer: “¿Le pasa algo, señor?” “No, no es
nada, gracias.” Se sentó en la banqueta dispuesto a esperar que la circulación
se normalizara en sus piernas y se desentumecieran.
Luego vinieron los gemelos,
querendones como ellos solos, con caras de sol en la mañana y el cabello negro,
como Virtudes, su esposa. Tanto amor y orgullo por su familia, y después tuvo
que pasar lo inesperado, a él, que había transcurrido toda su vida entre la
tienda y su casa, y de ésta a aquélla.
Continuó la subida, tenía
que llegar a la cima.
―Me tienen que operar –dijo
el hombre en tono desolado.
―¿De qué?
―De la próstata.
La mujer guardó silencio,
todo podía pasar en una operación de esa magnitud. Ella nunca se había imaginado
vivir sin él, sin su esposo, que aunque mucho mayor que ella, era el hombre
fuerte, pilar y sostén de su hogar.
―¿Y cuándo será la
operación?
―Dentro de una semana; por
mi edad, me tienen que hacer estudios y análisis antes de la operación. Lo que
me alienta y me da tranquilidad es que nuestros hijos están grandes, ya son unos
hombres.
El aire enrarecido de la
altura y el esfuerzo empezaron a acarrear consecuencias: un ligero dolor en el
pecho le obligó a dar pasos más lentos y más cortos.
―Doctor, ¿cómo salió mi
esposo de la operación?
―Muy bien, a pesar de sus
años, todavía está fuerte. Véalo usted, aún está dormido pero estará bien.
―Me alegro, Doctor, porque
nuestros muchachos están muy preocupados.
―¿Cuántos hijos tuvieron?
―Tuvimos varios, en total
cinco, hasta unos gemelitos. Claro, ya todos están grandes. ¿Por qué me lo
pregunta, Doctor? –se atrevió a decir la señora, al notar un ligero cambio en la
actitud del profesionista.
El galeno tuvo un momento de
indecisión, volteó a ver al paciente, éste dormía tranquilo; en voz baja
contestó:
―Lo que pasa es que
encontramos, durante la operación, los testículos casi atrofiados debido a una
enfermedad congénita.
―¿Qué quiere decir eso,
Doctor?
―Quiere decir que sus
testículos no se desarrollaron bien y le produjeron esterilidad y como medida
preventiva se los extirpamos igual que la próstata. Le digo esto para que cuando
el señor pregunte, se le pueda explicar el motivo por el que le extrajimos
también los testículos.
―¿Entonces él era estéril
desde su nacimiento?
―Sí, señora, él siempre ha
sido estéril, así nació, aunque, desde el punto de vista sexual, sus testículos
elaboraban suficientes hormonas como para poder ser potente.
La mujer enmudeció, luego,
ya repuesta dijo:
―Por favor, no le mencione a
nadie lo de su esterilidad, si él llegara a enterarse se moriría.
―Pierda cuidado, señora,
nunca diré nada.
En su cama nadie notó las
lágrimas que hicieron erupción en los ojos de Romualdo.
El dolor del pecho aumentaba
con el ascenso; se detuvo sin salir del sendero, entonces un grupo de perros,
pavos y gallos de pelea salieron de la granja cercana y corrieron hacia él: el
can enseñaba los colmillos con el afán de amedrentar al intruso; el pavo,
esponjado, giraba alrededor del señor amenazando con el pico; el gallo daba
saltos blandiendo los espolones. El anciano no se movió, ya no tenía fuerzas
para nada, sólo esperó erguido el ataque. Al ver la quietud del señor, los
animales se creyeron vencedores y regresaron a sus guaridas.
El señor siguió por la
vereda, ya estaba cerca de la cima, se detuvo a buscar en los bolsillos hasta
que, al fin, dio con las pastillas y con rapidez se introdujo una en la boca;
esperó varios minutos, poco a poco fue sintiéndose mejor, luego siguió su
camino. Minutos después llegó a la cumbre, separó un poco sus piernas para
mejorar su punto de apoyo y le gritó al cristo gigante clavado en la cruz que
tenía enfrente: “¡A ti vengo a verte, a echarte en cara tu injusticia, tu
maldad; por qué desquitarte conmigo todo el daño por las ofensas que te hacen
los demás; por qué me hiciste inservible. Yo que desde niño te veneré y sólo
alabanzas tenía para ti, y ahora, mírame, supuesto dios omnipotente, sólo eres
un falso ídolo, porque no creo que existas, si así fuera, serías un dios
malévolo e injusto que se solaza viendo el sufrimiento de los demás. Te reto a
que bajes y me expliques el por qué de este castigo a mí, al que era tu más
fiel servidor. Ya ves, hasta hace unos momentos te guardé respeto en la
procesión. Ahora sí compruebo el fraude, tu inexistencia, tu falsedad: no eres
nadie, igual que yo!” El anciano enmudeció: se sentía mejor, era como si se
hubiera quitado siglos de engaño de la espalda. Ya libre del lastre de
recuerdos, culpas y creencias, bajó alegre, deseoso de abrazar a su esposa y a
sus hijos.
Víctor Rejón (Xcalak, Quintana Roo. 1941). Reside en Mérida, Yucatán. Miembro
fundador del Taller Literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Autor
de Itinerario al cielo, cuentos (Cantera Verde, 1993); Sólo para varones, novela
(Cantera Verde, 1997); Síndrome de Drácula, cuentos (H. Ayuntamiento de Mérida,
2007). Coautor de los libros de cuentos Oficio de cantera (H. Ayuntamiento de
Oaxaca, 1999); De amores marginales (Universidad Veracruzana, 1996);
Reverberacoes (Arnaldo Giraldo, Sao Paulo , Brasil, 2001); El naufragio del sol
(Garzón, Buenos Aires, Argentina, 2001); Criaturas de la noche 3 (Instituto
Coahuilense de Cultura, Saltillo, Coahuila,1999); ABC Báez (Colectivo Artístico
de Morelia, A.C.,Morelia, Michoacán, 2000); Lluvia de estrellas, Cuentos
infantiles, (Garzón, 2003); Letranautas (Oaxaca, 2003). 25 años del Premio
Nacional de Literatura EFRAIN HUERTA, (Tampico, 1982-2006). Recibió el Premio
Nacional de Cuento Efraín Huerta 1991, Tampico, Tamaulipas; Premio de Cuento,
Granma, Cuba, 2002; Premio Nacional de Cuento DIF, 1990, Culiacán Sinaloa;
Premio Nacional de Cuento de la Asociación de Escritores Oaxaqueños A.C., en
México, D.F. 1993