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Los perros de San Felipe

Víctor Rejón


Después de mil preguntas sin respuestas que giraron en su mente durante toda la noche tomó una decisión: sólo eso le quedaba por hacer, no pudo encontrar otra salida. Antes que sonara el despertador se levantó de la cama. Le bastaron unos minutos para que, con atuendo de deportista, saliera  de su casa. Romualdo pudo distinguir a lo lejos el cerro de San Felipe: hacia él se dirigió.

En la calzada que lleva al pueblo, casi en las faldas del cerro, se escucharon los ladridos de una jauría: cuatro perros tenían acorralado a un adolescente que, parapetado tras su bicicleta, trataba de defenderse de las dentelladas; cuando intentaba correr los hocicos abiertos le marcaban el alto, entonces lanzó su vista en busca de apoyo en la calle casi desierta: sólo encontró a un anciano.

Romualdo, al ver lo que ocurría no lo pensó más, se apoderó de dos piedras y avanzó amenazador contra los perros; un par de ellos vio las intenciones del señor y se le fue encima; una piedra dio en el blanco: la cabeza del animal. El ruido del golpe y el aullido se escucharon simultáneos; la otra piedra danzaba amenazante en la mano del anciano; el segundo perro se detuvo como tocado por un rayo y sólo mostraba los colmillos brillantes y húmedos; los restantes animales seguían amagando al ciclista pero al ver lo que les pasaba a sus congéneres fueron en su ayuda. El señor aprovechó para gritar: “¡Huye, móntate rápido!” Indeciso, el muchacho permaneció  inmóvil unos segundos, no quería dejarlo solo. “¡Corre, corre, a mí no me pasará nada!” Luego alcanzó a oír “¡gracias!”, y vio la espalda perderse en la lejanía. Al notar que la amenaza se había alejado de su territorio, los canes movieron los rabos y se alejaron convencidos de haber ganado la batalla.

Desde el jardín, muy de mañana, Raúl, hijo de Romualdo, levantaba la mano para despedirse de su padre. La mirada del adolescente era un chispazo de alegría: la misma cara de su madre, a quien el señor adoraba y a la que siempre la agradecía el haberle dado un primogénito que perpetuara su apellido Rosal de Gante. El cabello ensortijado era lo único que había sacado de él.

Alisó su pelo, ya escaso, y siguió la marcha. A la altura de la calle Las Siete Palabras, vio venir del cerro a un perro a todo galope. Un pequeño grupo de niños caminaba rápido calle abajo rumbo a la escuela. El animal, cruza de mastín y doberman: hocico abierto, nariz permeable al máximo, mirada fija en su presa: casi volaba. El niño sintió que algo caía sobre él, sólo tuvo tiempo de poner las manos entre los adoquines y su cuerpo, enseguida, sin tiempo para reponerse, fue levantado junto con la mochila que llevaba en la espalda, arrastrándolo por la calle. El aire caliente  que salía de las fauces le quemaba la nuca; era tal el susto que el  infante no podía emitir sonidos, sólo movía las manos; sus zapatos iban dejando líneas paralelas en el polvo del pavimento. El anciano pensó que era un juego entre el niño y el animal, un número circense, y seguramente se escucharía pronto la voz del amo gritándole al can: “¡Detente, alto!” Pero eso no ocurrió, entonces cruzó la calle tan rápido como pudo lanzando gritos para espantar al perro, éste, inmune a los alaridos rasposos del señor, aceleró la carrera. El llanto del infante no amilanó al can. Vencido, Romualdo  se apoyó en un tronco de árbol para recobrar el aliento y que su corazón se apaciguara un poco. El perro, al notar que ya no lo perseguía,  soltó al niño y se metió por el callejón Las Tres Marías. Ya recuperado el respiro, el anciano ayudó al estudiante a levantarse, comprobó que no tenía heridas importantes y lo acompañó hasta su escuela, luego retomó su marcha. Tenía que cumplir, ser fuerte y encararse a los hechos.

Braulio fue el más grande al nacer, tenía los ojos redondos y negros, los movía como diciendo: “Ya estoy aquí, mírenme bien, vengo a conquistar al mundo.”Y así ha sido siempre: trabajador e inteligente, ordenado y estudioso; nunca se da por vencido en cualquier proyecto que inicia.

Antes de llegar a la bocacalle  Pecados Capitales escuchó música, cantos y rezos. Se apresuró para arribar a la esquina: el espectáculo lo dejó mudo y sólo alcanzó a arrodillarse sobre la banqueta: por la calle lateral, la que desciende de una colina: un río de estandartes dorados, verdes, rojos y amarillos bailaban en forma desordenada al ritmo de las astas que apuntaban sus picos al cielo. Las imágenes de santos, vírgenes y ángeles competían en lujo y belleza. Los tacones de los que las traían golpeaban las losas  del camino como si interpretaran un zapateado aberrante; y los flecos dorados y demás adornos de las banderas se movían incesantes con un ritmo inusual, casi pagano.

El anciano, arrodillado ante el resplandor del espectáculo, casi en  trance, golpeó su pecho en un intento de pedir perdón.

Los perros, formando grupos de choque, pugnaban por atacar, pero se detenían ante el inmenso número de enemigos armados de lanzas y picas.  Optaron por echar reversa sin dejar de emitir amenazas en forma de ladridos y abriendo desmesuradamente las fauces; entonces decidieron meter la cola entre las piernas y aprestarse a ver el paso de la procesión, desde lejos.

¿Por qué a mí?, se dijo, hecho una estatua colocada en la calle a la vista de los transeúntes que a esa hora se dirigían a la escuela o al trabajo.

―Amor –le dijo Romualdo a su esposa-, ¿cómo te sientes?

―Bien, ¿ya viste al nuevo bebé?, se parece a ti.

―Si, es rubio como yo.

―Así es, me gustaría que se llamara José

―Estoy completamente de acuerdo.

La voz de una señora que pasaba rumbo al mercado lo regresó del ayer: “¿Le pasa algo, señor?” “No, no es nada, gracias.” Se sentó en la banqueta dispuesto a esperar que la circulación se normalizara en sus piernas y se desentumecieran.

Luego vinieron los gemelos, querendones como ellos solos, con caras de sol en la mañana y el cabello negro, como Virtudes, su esposa. Tanto amor y orgullo por su familia, y después  tuvo que pasar lo inesperado, a él, que había transcurrido toda su vida entre la tienda y su casa, y de ésta a aquélla.

Continuó la subida, tenía que llegar a la cima.

―Me tienen que operar –dijo el hombre en tono desolado.

―¿De qué?

―De la próstata.

La mujer guardó silencio, todo podía pasar en una operación de esa magnitud. Ella nunca se había imaginado vivir sin él, sin su esposo, que aunque mucho mayor que ella, era el hombre fuerte, pilar y sostén de su hogar.

―¿Y cuándo será la operación?

―Dentro de una semana; por mi edad, me tienen que hacer estudios y análisis antes de la operación. Lo que me alienta y me da tranquilidad es que nuestros hijos están grandes, ya son unos hombres.

El aire enrarecido de la altura y el esfuerzo empezaron a acarrear consecuencias: un ligero dolor en el pecho le obligó a dar pasos más lentos y más cortos.

―Doctor, ¿cómo salió mi esposo de la operación?

―Muy bien, a pesar de sus años, todavía está fuerte. Véalo usted, aún está dormido pero estará bien.

―Me alegro, Doctor, porque nuestros muchachos están muy preocupados.

―¿Cuántos hijos tuvieron?

―Tuvimos varios, en total cinco, hasta unos gemelitos. Claro, ya todos están grandes. ¿Por qué me lo pregunta, Doctor? –se atrevió a decir la señora, al notar un ligero cambio en la actitud del profesionista.

El galeno tuvo un momento de indecisión, volteó a ver al paciente, éste dormía tranquilo; en voz baja contestó:

―Lo que pasa es que encontramos, durante la operación, los testículos casi atrofiados debido a una enfermedad congénita.

―¿Qué quiere decir eso, Doctor?

―Quiere decir que sus testículos no se desarrollaron bien y le produjeron esterilidad y como medida preventiva se los extirpamos igual que la próstata. Le digo esto para que cuando el señor pregunte, se le pueda explicar el motivo por el que le extrajimos también los testículos.

―¿Entonces él era estéril desde su nacimiento?

―Sí, señora, él siempre ha sido estéril, así nació, aunque, desde el punto de vista sexual, sus testículos elaboraban suficientes hormonas como para poder ser potente.

La mujer enmudeció, luego, ya repuesta dijo:

―Por favor, no le mencione a nadie lo de su esterilidad, si él llegara a enterarse se moriría.

―Pierda cuidado, señora, nunca diré nada.

En su cama nadie notó  las  lágrimas que hicieron erupción en los ojos de Romualdo.

El dolor del pecho aumentaba con el ascenso; se detuvo sin salir del sendero, entonces un grupo de perros, pavos y gallos de pelea salieron de la granja cercana y corrieron hacia él: el can enseñaba los colmillos con el afán de amedrentar al intruso; el pavo, esponjado, giraba alrededor del señor amenazando con el pico; el gallo daba saltos blandiendo los espolones. El anciano no se movió, ya no tenía fuerzas para nada, sólo esperó erguido el ataque. Al ver la quietud del señor, los animales se creyeron vencedores y regresaron a sus guaridas.

El señor siguió por la vereda, ya estaba cerca de la cima, se detuvo a buscar en los bolsillos hasta que, al fin, dio con las pastillas y con rapidez se introdujo una en la boca; esperó varios minutos, poco a poco fue sintiéndose mejor, luego siguió su camino. Minutos después llegó a la cumbre, separó un poco sus piernas para mejorar su punto de apoyo y le gritó al cristo gigante clavado en la cruz que tenía enfrente: “¡A ti vengo a verte, a echarte en cara tu injusticia, tu maldad; por qué desquitarte conmigo todo el daño por las ofensas que te hacen los demás; por qué me hiciste inservible. Yo que desde niño te veneré y sólo alabanzas tenía para ti, y ahora, mírame, supuesto dios omnipotente, sólo eres un falso ídolo, porque no creo que existas, si así fuera, serías un dios malévolo e injusto que se solaza viendo el sufrimiento de los demás. Te reto a que bajes y me expliques  el por qué de este castigo a mí, al que era tu más fiel servidor. Ya ves, hasta hace unos momentos te guardé respeto en la procesión. Ahora sí compruebo el fraude, tu inexistencia, tu falsedad: no eres nadie, igual que yo!” El anciano enmudeció: se sentía mejor, era como si se hubiera quitado siglos de engaño de la espalda. Ya libre del lastre de recuerdos, culpas y creencias, bajó alegre, deseoso de abrazar a su esposa y a sus hijos.

 

                                                  

 

Víctor Rejón (Xcalak, Quintana Roo. 1941). Reside en Mérida, Yucatán. Miembro fundador del Taller Literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Autor de Itinerario al cielo, cuentos (Cantera Verde, 1993); Sólo para varones, novela (Cantera Verde, 1997); Síndrome de Drácula, cuentos (H. Ayuntamiento de Mérida, 2007). Coautor de los libros de cuentos Oficio de cantera (H. Ayuntamiento de Oaxaca, 1999); De amores marginales (Universidad Veracruzana, 1996); Reverberacoes (Arnaldo Giraldo, Sao Paulo , Brasil, 2001); El naufragio del sol (Garzón, Buenos Aires, Argentina, 2001); Criaturas de la noche 3 (Instituto Coahuilense de Cultura, Saltillo, Coahuila,1999); ABC Báez (Colectivo Artístico de Morelia, A.C.,Morelia, Michoacán, 2000); Lluvia de estrellas, Cuentos infantiles, (Garzón, 2003); Letranautas  (Oaxaca, 2003). 25 años del Premio Nacional de Literatura EFRAIN HUERTA, (Tampico, 1982-2006). Recibió el Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 1991, Tampico, Tamaulipas; Premio de Cuento, Granma, Cuba, 2002; Premio Nacional de Cuento DIF, 1990, Culiacán Sinaloa; Premio Nacional de Cuento de la Asociación de Escritores Oaxaqueños A.C., en México, D.F. 1993

 

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