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Poemas

 

No regresaré a la playa

hasta que la ola deje de aguijar mi pulso

así seré honesto y franco

que al decir yegua

o elegía

no piense en su cuerpo amado

 

 

 

Latía bajo la luz de la violeta, incierto, temeroso. Lo tomamos para sí y en el frío de la mañana nos obsequió aquella flor que ondeó sobre la crin de sus incendios.

Quien lo vio con nosotros sintió esa envidia de los hallazgos injustos.

No era momento de escribir.

Tal vez sólo atisbamos alguno de sus trazos; eso creímos. Creerlo es suficiente, dijiste. Y vivimos soñando que nos pertenecía.

Quise aquietarlo, mas era ajeno y su estatura se desvaneció en la niebla.

 

La brida aguarda ahí donde su pie tocó la nieve.

 

 

 

 

Los vecinos se quejaban de su antropofagia; sin embargo, el dueño dejaba que corriera sin lazo entre los campos de trébol.

La soga afea sus voluntades, sostenía el hombre, lejos de su alcance.

Si le obsequiaba grama de su mano, si cortaba flores para ver sus ojos, el macho le mostraba los dientes amarillos, agitaba los belfos y tiraba coces a la cara. No era un buen amigo.

Alguna vez pedí que dieran vueltas. Soplaba un viento suave y las nubes escampaban.

No sé si quiera, respondió mientras bajaba el rostro.

Después de percibir el celo de una yegua delirante, el animal saltó la cerca y desapareció del pueblo. El hombre indagó bajo los puentes, hasta ofreció premios ilusorios para hallarlo.

Olvida ese unicornio, él no te ama, le decían. Nunca hizo caso y también abandonó la patria.

Desde entonces se dicen mentiras y ensalmos sobre el caso. Pero sólo un remedio podía venir de aquel apéndice: El unicornio utilizaba el cuerno para hender la doncellez de sus lectores.

 

 

 

 

Yacía niño sobre la tierra. Tenía el cabello negro, engominado.

Vio el túnel en sus ojos de cinco años abismarse en su reflejo. Alrededor crecía el cielo del mediterráneo asolado por gorgonas.

Día tras día se asomó al pozo de su padre; ahí confrontó la certeza de saberse en vida y el golpe sanguíneo bajo el pecho. No recuerda bien. La niñez corría sin freno, parecida al sueño.

Dolió ser aquél que se miraba. Quiso negarlo pues aterraba su sombra hacia ninguna parte y luchó hasta hincar las patas en la arena.

Después habría de verse en las pupilas de Darío III mientras huía dejando armas y manto.

 

Nunca creí que fuera yo quien se observaba en el cristal de la ventana; ese pequeño sobre el patio desierto de su edad. No había tiempo para el desconsuelo, debía buscar mejores bestias.

 

Pienso en el potro incorruptible de Alejandro mientras pastaba ante sus ojos; en bucéfalo, medroso bajo el sol de Macedonia, y veo que la silueta fue espejo de su isla.

 

Buceaba en mis primeras aguas, incapaz de ser mi imagen sola. Yo era negro; esa mirada del caballo niño que se asusta de su propia sombra. 

 

 

 

 

 

Quería encontrarle diapasón al viento. Atroz, volatinero, escapado del sopor y la vigilia, halló saudades propias con tal de acompañarme.

Cierta vez encalló entre la floresta del jardín cuando intentaba ser pájaro de su propio sigilo. No reprendí su empeño; más bien, dejé que fuera cómplice de mi infortunio.

Era impetuoso para enarbolar discursos, aletargar domingos y aparecer en álbumes de fotos.

Sus corvetas provenían de ejercicios fallidos en el vuelo.

No fue el primero, otros dejaron el solar acribillado y la fobia a los amaneceres.

Algún vecino lo miró en el patio, quiso tocarlo: se sugieren nombres, pronuncié como señal de fuga, ya que también le disgustaban los extraños.

El vino disolvía sus dudas, pero lo herían geranios y el trabajo. No toleré sus condiciones. Por eso, en un desplante, lo corrí. Y al fin abandonó su vocación de vidrio por amos menos dionisiacos.

 

 

 

 

Su imagen corre blanca, pesarosa, a través del campo llano de mi infancia. Avanza dentro de ese sueño mudo donde predomina la ausencia de ilusiones.

No lleva freno ni montura que lo aquiete; va al galope. La cabeza decidida hace notar su escapatoria, pero ¿a dónde?

El corcel avanza solo, sin dejar pisadas que denuncien su presencia, sin sonido de cascos ni relincho que alimenten su ego.

El páramo se extiende en un único plano interminable, albo, y creo distinguir el débil pentagrama de cables cercando al paisaje.

El vallado separa al niño de entonces, mas no aparece ahí; simplemente mira. Y se aterra porque el potro escapa.

 

Siempre supe que el dolor no era propio de los viejos. Saberlo es, de por sí, prueba de sufrimiento. Debía estar muy solo y contenido para soñar equinos lácteos.

No sé más. Tengo la efigie del corcel, el campo llano, el pentagrama de cables y al niño afligido mientras huye su bestia. Su bestia cuando tenía siete años. Podría ser. Todos tenemos mascotas, animales, hermanos de doméstica alzada.

 

El roce del lomo con la cerca al fin rompe los cables. El potro salta la valla y se aleja dejando el sueño en blanco.

Lo entiendo. Aquel niño de siete años soñaba un potro desbocado, y sufría por él, porque sufría.

 

 

 

Israel García Reyes 

 

Nació en México, Distrito Federal, en 1977. Poeta y narrador, ha publicado en las revistas literarias Plan de los pájaros, Luna Zeta, Cantera Verde y Tierra Adentro. Participó en la plaqueta colectiva La luz y el colibrí, editada por el Instituto Oaxaqueño de las Culturas, 2001; y en las antologías: Tres ventanas a la literatura oaxaqueña, editorial Almadía, 2005, y Cartografía de la literatura oaxaqueña actual, Almadía, 2006. Fue becario por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Oaxaca (FOESCA), emisión 2003. Es miembro del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca.


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