“Átale,
demoníaco Caín, o me delata.”
Palíndromo de Julio Cortázar
Cada vez que Bernardo se atreve a darme una sonrisa no puedo
dejar de compararlo con un niño que está mudando dentadura. De aquellos dientes
de cirujano que tenía sólo le quedan unos trozos amarillentos que se siguen
reduciendo por tanta cocaína. Con timidez me pregunta si ya conozco su nuevo
apodo, y ante mi silencio susurra que ahora le dicen “El nuevo Papa”, por
aquello de que es Bien-adicto. Al menos tiene humor para reírse de sí
mismo en este cuartucho sin ventanas ni agua corriente, donde su fornido
rodwailler parece absorber toda la energía y salud que se desprende de su dueño.
Advierto que en el collar de puntas aceradas donde antes pendía una placa de
vacunación, ahora reluce una esvástica dorada. Bernardo se enorgullece por mi
fijación y riendo asegura que al perro ya le dicen el “Dieciséis”, el cual me
enternece con su ansiedad por echárseme encima, así que le quito la cadena y
como siempre nos demostramos afecto, él a lengüetazos que esquivo, yo con el
estrujamiento de sus orejas y golpes huecos en los costados.
—“Carroña” -le digo-, no es mejor tu nombre pero con éste te
bautizaron.
—Dígale “Dieciséis”, mi buen “Máster”. Ya lo estoy
acostumbrando.
Sin dejar de mostrarme su sonrisa cortada, Bernardo se desliza
automático y saca debajo de su catre la bolsa con aspirinas que machaca para
combinarlas con la coca que revende. Me asegura que las pastillas de farmacias
similares han dejado una buena ganancia, aunque a mi parecer no lo
refleja en ninguna mejoría, de no ser por esa báscula electrónica que calcula en
centígramos. Me incomoda su cinismo, pero prefiero mantenerme al margen. Desde
que me corrió la última ocasión que le ofrecí ayuda, no he vuelto a tocar el
tema de su adicción. La verdad es que no puedo dejar de sentirme en parte
culpable porque yo le invité sus primeros tragos, sus primeras líneas. Bernardo
habla del alcohol como un vicio que ya superó, pues hace más de tres años que lo
dejó porque según él desperdiciaba dinero que ahora destina al uso exclusivo de
la coca. Yo la probé, la supe controlar, pero él... él ahí se estancó, en el
maldito polvo. Quizá por ese remordimiento vengo a verlo cada tres, cuatro
semanas, a soportar sus preguntas que siempre son las mismas, a traerle comida
enlatada y algún libro que recita, porque dice, lo mantiene tranquilo aspirar
otro tipo de líneas.
Apenas termina su dosis me dice que es tiempo de ir al centro de
la ciudad. Se guarda en el bolsillo de la chamarra las grapas que acaba de
preparar y yo olvido que no debo abrir la puerta sin que el perro esté
encadenado, porque apenas tiro del pestillo me empuja y sale incontenible hacia
el patio de la vecindad. Bernardo corre inútilmente tras “Dieciséis” que se
perfila hacia los niños que están saltando la cuerda, y yo oculto mi sonrisa
porque sospecho que las intenciones del perro no han cambiado en los últimos
meses: el rodwailler se abalanza contra el niño que más tardó en huir, lo tumba
con el solo impacto y así en el suelo sobre el pequeño hace explícita su
urgencia de apareamiento. Dos mujeres insultan a Bernardo que lucha por
desprender al fervoroso can, y en el ajetreo ambos reciben palos de escoba y
nutridos jicarazos. Por fin librada la recíproca humillación, los dos regresan
al cuarto empapados: los ojos casi humanos de “Dieciséis” parecen expresar
vergüenza, pero los del furioso dueño anuncian el calificativo que seguro se
quedará en su pensamiento.
—Si será... mi “Máster”, ¿qué tal si fuera agua
bendita?
—Te voy a excomulgar junto con este cabrón. Apúrate.
Mientras Bernardo se cambia la única muda de ropa que tiene, su
mirada vuelve a adquirir esa luz sospechosa de tanta candidez. Me asombra la
facilidad que tiene para brincar de un estado anímico a otro, a su engañosa
felicidad permanente. En realidad parece estar contento, y es precisamente ese
hecho el que más me irrita. Es como aquella mirada que tenía cuando desperté
noqueado de nuestra primera borrachera juntos: mi hermana Andrea entró a mi
recámara llorando y justo detrás de ella Bernardo. Grité qué pasaba, Andrea me
abrazó sin soltar su muñeca y Bernardo se quedó en silencio con sus ojos
inocentemente malignos, retadores, antes de irse como si nada hubiese ocurrido.
Pasó un largo tiempo para que volviéramos a vernos, pero cuando lo hicimos no
tocamos el incidente y jamás volví a invitarlo a casa.
Bernardo está listo y apenas salimos el perro comienza a aullar
dentro del cuarto. Indiferente del ruido asegura las dos chapas, enfilamos hacia
el auto y un hombre desde el balcón, con un Cristo tatuado en todo el pecho, se
asoma agitando una pistola en la mano.
—Pinche “Papa”, o callas a tu puto perro o lo callo
ahorita mismo.
Bernardo se traga una respuesta y sólo le contesta con un saludo
militar en la frente. Me insinúa que no puede arriesgar al “Dieciséis”, así que
por cariño al perro desbarato el periódico que aún no he leído y cubro el
asiento trasero lo mejor posible, aunque apenas doblamos la esquina veo en el
retrovisor lo entretenido que resulta destrozar las hojas haciendo rabietas. En
lugar de calmarlo y casi igual de infantil al animal, Bernardo suelta una
carcajada y lo exaspera agitándole en el hocico las tiras de papel. Resignado
por la tapicería llena de pelos malolientes suspiro y prendo un cigarro, pero a
media bocanada Bernardo me dice que le provoca náuseas. Apenas lo miro de reojo
se apresura a ofrecerme una disculpa y juguetea nervioso con su nariz. Como el
silencio provocado siempre me ha parecido un silencio más grave, comento por
comentar algo que es tiempo de cruzar al “Dieciséis”, y muy convencido contesta
que no ha encontrado “a una dama digna de su linaje”. Pienso en lo estúpido que
se oye al hablar de dignidad, de llamarle dama a una perra y de colocarle el
título de linaje, pero con una mueca forzada me adecuo a su estupidez y pienso
que en lugar de libros voy a llevarle un diccionario.
—Oiga “Máster”, ¿no será que las cosas se parecen a
sus dueños?
Bernardo me lanza la pregunta como si ya la tuviera preparada,
como si no entendiera lo repugnante que me resulta la comparación, lo repugnante
que me resulta el solo hecho de que hable. Para evitar más palabras suyas pongo
un disco, porque siempre se embelesa con la música y no me importa que tararee
grotescamente. La maldita pregunta se me repite en la cabeza y sin quererlo
revivo aquella madrugada que llamó por teléfono afuera de mi casa, donde estaba
en cuclillas, tan pálido oprimiéndose el pecho. Me dijo que había inhalado
cocaína toda la noche, apestaba a licor y tenía un miedo espantoso sin saber de
qué. A rastras lo llevé al hospital civil, pero con súplicas me hizo desistir
justo en la entrada. Fuimos entonces a una clínica privada, porque él insistía
en que lo iban a apresar, y yo en un momento también pensé que me culparían por
su estado. Bernardo no recordaba los hechos, pero entre lagunas decía que sus
padres lo habían corrido de casa. Cuando se pudo recuperar de su arritmia
cardiaca, Bernardo me confesó rabioso que había violado a su hermana menor y que
pensaba matarse. Eso lo sigue pensando desde hace más de diez años, y yo quiero
estar con él en el momento que suceda. Tengo que estar allí. Pero ahora me
asalta el deseo de gritarle que se baje, que no soporto su cobardía ni su
maldita dentadura de niño, que debería castrar a ese pobre animal, que se vaya a
la mierda, que se dé un tiro, puta madre. Pero otra vez me detengo, no consigo
hacerlo, no puedo dejar de sentir lástima por él, o por mí, o por el triste
perro, ya no sé quién merece más desprecio; retengo un suspiro. Me dejo invadir
por la silenciosa mirada de “Dieciséis” en el retrovisor, por esos ojos tan
humanos que muchos perros desearían tener.
—Acá nos bajamos, “Máster”.
Bernardo me ha dejado la cuota del mes en el asiento. Me detengo
un instante a observar sus caras fieles enmarcadas por la ventana, como si los
dos quisieran confesarse al mismo tiempo conmigo. Bernardo se adelanta a mi
costumbre y es ahora él quien me echa una bendición burlona. En ese momento una
luz de automóvil ilumina la esvástica de “Dieciséis”, y yo instintivamente le
ofrezco un glorioso saludo nazista antes de pisar a fondo.
Arturo Sigüenza. Oaxaca, 1977.
Estudia Lengua y
Literatura Hispánicas en la UNAM. Ha cursado talleres de creatividad literaria
por parte del INBA y seminarios para escritores en ciernes en la Casa
Universitaria del Libro. Fue seleccionado en dos publicaciones colectivas de
cuento y poesía, editadas por la UNAM. Actualmente forma parte del taller de
narrativa “Rafael Ramírez Heredia”. Es coautor del libro de cuentos “Porque es
pecado no te lo doy” (UNAM- Diana, 2005).