Logo 01

Logo 02

Inicio*Revistas*Contacto
 
 página anterior
 página siguiente


El Dolores

Gonzalo Núñez Vásquez


Unos costeños, apiñados en la escalera de acceso a la casa municipal, charlaban alegremente. Llegaron a ese sitio para guarecerse del chubasco que envolvía la tarde. Todos estaban empapados, pero ninguno más que yo.

––Buenas tardes –saludé al aproximarme a ellos.

Debajo de las alas de un sombrero de palma, distinguí el rostro de José Cruz.

––Acércate, compadre –me dijo–, estamos haciendo sopa de recuerdos con agua de huracanes, ciclones y temporales mientras para de llover. Si es que para, porque parece que la cosa va para largo –agregó.

En efecto, el aguacero había empezado alrededor de las tres y media; eran poco más de las seis y no daba señales de amainar.

––¿Con agua del Dolores, del Paulina o del Ritch? Cada uno tuvo lo suyo, pero del Dolores muy pocos hablan; después de treinta y tantos años, su recuerdo ya se esfumó –le dije.

––Hay heridas que duran toda la vida –dijo Hermilo Ríos–. Las del Paulina y del Ritch aún sangran; las del Dolores se abren y nos causan escalofríos cuando la lluvia se cierra, en tardes como ésta. Cada vez reaparece el temor de que se convierta en un diluvio, como el de aquel junio del 73.

Al encenderse las lámparas del patio municipal, me di cuenta de que la noche se había anticipado. La iluminación trazó la silueta de las palmeras detrás de una cortina de alambres de agua. A nosotros nos tiñó el rostro con una luz amarillo-azulosa, y untó, en la pared blancuzca del fondo, la sombra de quienes estaban de pie, adelgazándola, estirándola, en un inútil intento por traspasarla del techo.

––Es así como se hacen los chismes, alargando la nota de boca en boca, exagerándola cada vez más –le dije–. ¿Sabes lo que es un diluvio? –le pregunté, irónico.

––¿Y tú has vivido dieciséis días de lluvia incesante al pie de un lomerío como el nuestro y a escaso medio metro sobre el nivel del mar? –me cuestionó, a manera de respuesta.

Debí de contestarle que no, pero me quedé callado.

Cuando niño –pude haberle dicho– viví en el rancho hasta una semana de lluvia continua, a una altura de casi dos mil metros. “Se cerró el temporal”, nos decía mi abuelo Simón con una serenidad asombrosa, y ordenaba que dejáramos sueltos los toros y las demás bestias para que se refugiaran donde Dios les diera a entender. Volutas de nubes jugueteaban entre el follaje de los ocotes, mientras las lluvias, ora torrenciales, ora ligeras, se sucedían sin parar. Por las noches el frío se tornaba inmisericorde. Mi hermano, el mozo y yo permanecíamos en el interior de la choza, sin más ocupación que la de acercarle leña al fogón y escuchar los relatos del abuelo. Afuera, el susurro interminable del agua que, tras escurrir sobre el techo de sotol, hacía agujeritos en el suelo, alrededor de la cabaña.

Pero en la costa, casi al nivel del mar, las cosas deben de ser diferentes”, pensé. Y como si José Cruz hubiera escuchado mis pensamientos, explicó:

––El Paulina y el Ritch desgajaron o arrancaron los árboles, desprendieron el techo de las casas, hicieron trizas de todo en unas cuantas horas –dijo–. El Dolores, en cambio, no tenía prisa; llegó en silencio, sin truenos ni vientos que espantaran a nadie. El cielo se nubló como en una tarde cualquiera. Todos nos alegramos. Después del calorón del mediodía, la lluvia es recibida con beneplácito. Pero sobrevino el exceso y los excesos son siempre malos. Después de una semana, la lluvia seguía igual, sin tregua, y si a ratos se atenuaba era sólo para volver con más fuerza. Los solares se anegaron y los arroyos comenzaron a desbordarse.

Algo me hizo mirar hacia la calle. A la luz de las lámparas, era un río de plata líquida metiéndose en las entrañas de la noche. La camisa, empapada, se me había pegado al cuerpo igual que una segunda piel. Una extraña preocupación empezó a roerme por dentro. Sentí frío, un frío inquietante que no pude ni puedo describir.

––Lo del Dolores nos lo predijeron las aves –explicó Rafael Barroso–. Un día antes, los zopilotes se fueron de la zona, en parvadas. Los veíamos pasar sobre nosotros y no se nos ocurrió otra cosa que preguntarnos de dónde habían salido tantos y a dónde iban. También se fueron los loros, las cotorras, los pericos. Pero ni el vuelo negro de los zopilotes ni el escándalo verde de los gárrulos nos dijeron nada. Sólo Doña Paula insistía en que eso era un mal presagio, pero nadie le hizo caso.

Las horas pasaban y la lluvia seguía igual.

Parece que la cosa va para largo”, me había dicho mi compadre José. Y mientras escuchaba lo que contaban del Dolores, tuve ganas de decirles que quería yo un café o un aguardiente, algo que me convenciera de que no estaba yo soñando, pero opté por continuar callado. Pedir lo que sabes que nadie puede darte es una estupidez.

––Doña Paula no aclaró lo del mal augurio –dijo José Cruz–. Tal vez ni ella lo sabía y, en tal caso, ¿qué significado podían tener sus palabras? Frente a los peligros, lo peor de todo es el miedo. Los costeños, cuando podemos defendernos, nos reímos incluso de la muerte. Sin embargo, después de una semana de aguaceros que aprietan y aflojan pero no paran, y el agua revolotea con fuerza desmedida por todos lados, arrancando los cercados y llevándose en el lomo de su corriente las trojes y todo lo que encuentra a su paso, la impotencia acobarda al más pintado. Muchos de Charco Redondo treparon a los palos de mango o de zapote o de tamarindo a su mujer y a sus críos para salvarles el pellejo, pero ¿cuánto tiempo podrían vivir allí? ¿Qué diferencia hay entre morir ahogado o de hambre o de frío o de calambres? La esperanza también se ahoga en tales situaciones.

Hubo una pequeña pausa y yo la aproveché para descender unos peldaños de la escalera, para mirar el cielo. No había cielo. La negrura de la noche iba más allá de lo imaginable. La lluvia me bañó nuevamente y regresé a mi sitio. El frío –mi frío– no era sino el temor de que el Dolores hubiera retornado.

––A mí no me doblegó el miedo –dijo Cosme Palacios–, me ocupé en observar el movimiento de mis vacas. Algunas lograron atravesar el arroyo y enfilaron loma arriba; otras sólo daban unos pasos en la corriente del arroyo y regresaban, todas compungidas y con la cola medio levantada a seguir dándole vueltas y vueltas al corral, buscando otra salida. Tres de las más atrevidas se atollaron en el lodo. Y fueron éstas las que más pena me causaron. Al principio, forcejearon para destrabarse, sin saber que con ello se hundían cada vez más. El agua, que primero sólo les bañaba las ubres, terminó por subírseles a la panza y luego llegarles a la mitad de las costillas. Dos de ellas mugieron mucho, desesperadas, pidiendo auxilio; sacaban la lengua larga y negra, envuelta en nubes de vaho blanco y espeso. La tercera no hizo ruido, se conformó con mostrarme desde lejos el gran estremecimiento que tuvo en los ijares. Para el fin de semana las tres estaban muertas. A las primeras las tapó por completo el agua. De la última, quedaron a la vista las costillas y el lomo; terminó varada, con la cabeza clavada en la corriente.

––¿Y qué del sol? –pregunté.

––Nada. Nada de sol ni de luna ni de estrellas, ni siquiera de luciérnagas –me explicó alguien a quien no conozco–. De noche, sólo el rumor oscuro de los arroyos; de día, un cielo de ceniza gris, quieto, brindándonos una claridad sin brillo. A toda hora, la lluvia, el frío y la desesperanza ensombreciéndonos el alma.

Para mí, aquella noche era una de las del Dolores. Después de seis horas, el chaparrón no aumentaba ni disminuía. No había relámpagos ni truenos ni vientos que al menos movieran la silueta turbia de las palmeras.

––Yo me entretuve mirando a los burros –dijo mi compadre José–. Pobres animales, cuando se cierra el temporal, forman grupos apretados, recuestan las orejas hacia atrás, agachan un poco la cabeza, entrecierran los párpados y casi no se mueven. Cuando el Dolores, me tocó ver un grupo sobre una pequeña elevación, frente a mi jacal. Al principio no les hice mucho caso; me limité a verlos pegaditos unos a otros, golpeando de vez en cuando el piso aguanoso con sus patas traseras. El agua escurría sobre ellos, estirando y oscureciéndoles el enmarañado pelaje. Nada sorprendente, podría decirse. Pero, pasadita una semana, a todos les apareció una franja calva a lo largo del lomo. El pelo se les había caído formándoles una brecha desde la base de la crin hasta el tronco de la cola. Y, por dos o tres días más, siguió desprendiéndoseles el del resto del cuerpo, hasta que quedaron totalmente lampiños, forrados por una gamuza huerita, casi transparente. Daban risa. Pero también causaban lástima, y más cuando empezaron a caer muertos, sin hacer nada por salvarse. De repente, como si alguien les hubieran trozado las manos de un solo machetazo, se fueron yendo de bruces uno a uno. En espacios casi regulares de tiempo, se oía el golpe opaco de los cuerpos al desplomarse sobre el lodo. Al final, sólo quedó un montón desordenado de animales totalmente pelones, unos con la cabeza hacia allá, otros hacia acá, algunos con el pescuezo torcido, otros con las piernas levantadas, señalando con sus pezuñas las nubes causantes de su desgracia. Días después de haberse ido el Dolores, aparecieron otros montones de jumentos muertos, chirundos1, esponjados y fétidos, en varios rincones del monte.

Era casi la media noche. Un extraño prurito me inundó la piel y por segunda vez tuve ganas de tomar un café o algo que me hiciera volver en mí. La camisa seguía mojada, adherida a mi espalda. En el entorno, el silencio era más profundo: ni un ladrido de perro ni un chirrido de grillo, nada.

––Bueno –dijo José Cruz–, la lluvia ya amainó y se fue la preocupación. El chipichipi es el último y largo suspiro de los temporales. Aquí se rompió una taza y cada quien para su casa.

Todos nos pusimos en movimiento.

––Hasta mañana –dijo alguien del grupo.

––Hasta mañana –contestamos a coro.

Fui el último en bajar las escaleras. La calle era un río de agua oscura. La atravesé con mucho cuidado, con miedo de pisar en un hueco lodoso y de atollarme como las vacas de Cosme. El prurito era más punzante. Instintivamente, me palpé los antebrazos, la barba, la cabeza, y al final, sonreí, feliz, al comprobar que mis cabellos, aunque mojados, estaban aún recios y en su respectivo sitio.



Nació en San Pablo Huitzo, Oaxaca, en 1936. Narrador. Estudió 4 años de Humanidades y 2 de Filosofía en el Seminario Pontificio de Oaxaca, y 7 semestres de Periodismo en la Escuela “Carlos Septién García” del Distrito Federal. Es catedrático de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y ex profesor de latín del Seminario Pontificio de Oaxaca. Como narrador, ha publicado textos literarios en las revistas Cantera Verde, Tierra Adentro, Gaceta Universitaria y Plan de los Pájaros, así como en la antología Oficio de Cantera (1991) y en el libro Mano de obra - Relatos breves- , éste último conformado con los quince mejores trabajos participantes en el Concurso 2005, convocado a nivel nacional por el Instituto de Comunicación y Cultura Oaxaca, S.C.

11. desnudos, encuerados, pelones.

   regresar al inicio del texto

Elaboración y diseño: Soluciones Telaraña     2005

Hosted by www.Geocities.ws

1