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En su eterno silencio
Mario Heredia
A
Gabriela y Lourdes
Entre tantas la
encontré. Ahí... era como debía ser: sepia, opaca
y muy vieja. Las dos mujeres queriendo dejar de ser niñas,
sentadas en dos sillas austriacas, vestidas con negras faldas y blusas
negras, cuellos de encaje y botitas de agujetas. Sus cabellos cortos y
lacios. Tenían los ojos muy abiertos y las bocas muy cerradas.
Tías abuelas, niñas tías
abuelas que miraban a todo el que quisiera verlas, que parecían
mirar con espanto la luz, después de haber pasado más de
ochenta años en esa caja de cartón, entre cientos de
rostros, entre cientos de cuerpos, algunos conocidos, otros no, entre
paisajes y casas, entre fiestas y ciudades muy lejanas que ellas nunca
imaginaron.
Observé con detenimiento la
fotografía. Tomé una lupa y observé los pliegues
de sus vestidos, la vena en el cuello, la delgada pulsera, la medalla
de una virgen desconocida, los tobillos tan delgados y que eran lo
único que se miraba de sus piernas. Estaban tomadas de la mano,
eran hermanas y no se parecían en nada. Estaban a la espera de
algo que no se podía decir si sería bueno o malo. Eran
pura miel y pedían a gritos, en su eterno silencio, que llegaran
los hombres.
Con la lupa pude observar que atrás
había una hilera de macetas con unas flores abandonadas del
mundo hacía muchas décadas, también había
una pared clara, había una puerta y una ventana, muy alta, con
una reja barroca que la protegía. Tras los vidrios se
podían ver unas cortinas, un mueble que no pude distinguir bien
qué era y un rostro, sí un rostro. Traté de
acercarme más para verlo. Me dolían los ojos de hacer
bizco y el corazón también me dolía por no
sé qué. Debía ser un rostro conocido.
Podría ser mi abuelo, o mi bisabuelo, algún tío
lejano...
Me acerqué más y más hasta que
topé con la puerta que brillaba y olía a madera
recién barnizada. La toqué, estaba caliente y
parecía respirar como si fuera la espalda de un gigante. Mi mano
corrió segura sobre esa piel rugosa, sobre las vértebras
y las costillas hasta llegar a la cerradura. Giré la perilla que
era una bola de cristal con flores coloridas que crecían y
morían en el mismo instante dentro de su minúsculo mundo.
La perilla era pesada y fría. Empujé y la puerta
cedió. La luz partió en dos el piso de mármol
blanco. Dejé abierto para guiarme por la poca luz que entraba. A
la derecha había otra puerta, la abrí. Una
habitación iluminada por una tenue resolana que entraba por el
ventanal me dejó observar los muebles estilo Luis XV, los mismos
de siempre, de toda la vida, rojos, con medallones que encerraban rosas
bordadas. Las paredes también eran rojas, de tela brillante.
Pero no solo brillaban las paredes, también los muebles
cubiertos con chapa de oro, los espejos donde se reflejaba el muchacho
alto y delgado, que cargaba a cuestas toda la hermosura de la juventud
de los hombres hermosos, también brillaban los retratos de seis
mujeres lánguidas y soñadoras y brillaban los jarrones y
un botón de bronce perdido en una esquina y un filoso abrecartas
con mango de concha nácar. Bajo mis pies las alfombras persas
impedían que mi presencia se escuchara.
Me acerqué a las cortinas y me asomé
por la ventana. Ahí estaban las dos, Emilia y Rosario, sentadas
dándome la espalda. Sus sillas descansaban en el pasto y el
aroma que despedían comenzó a meterse en mi nariz y a
girar alrededor de mi ombligo, como unos dedos, como unas serpientes,
como las uñas largas de las actrices de las películas
prohibidas. Al alzar la vista pude ver una cometa que se dejaba llevar
por un viento muy azul y suspiré. Ellas me esperaban, nerviosas
esperaban que estuviésemos solos. Atrás de las dos el
fotógrafo agachado sobre la cámara y cubierto con la
capucha negra, sosteniendo la lámpara con la mano derecha en
alto y el botón con el izquierdo, esperaba el momento preciso
para apretar el dedo.
Y en ese instante, en ese preciso instante en que
esperaba yo a que las dos dejaran de posar para el retrato y corrieran
a mi encuentro y me despeinaran y me llevaran a esconder nuestros
deseos atrás de los arbustos, olvidando por un momento lo que me
esperaba, olvidando sus sonrisas, sus cabellos, sus incipientes senos
que eran duros y a la vez suaves, olvidando sus quejidos al dejar que
mi dedo caminara por la entrepierna, se me clavó un dolor tan
profundo que me hizo recargarme en la cortina. Era un sabor tan amargo
y tan dulce, era un revoltijo en el estómago y unas ganas tan
fuertes de orinar, era cambiar el piso por el techo y la pared por el
espejo, era un vacío en el lado izquierdo que sabía ya
nunca se llenaría con nada, que lo único que
acerté a hacer fue a cerrar los ojos. Todo duró menos de
segundo, porque cuando los abrí, el fotógrafo aún
no había tomado la fotografía. Entonces me puse a pensar
en cosas tan absurdas como en los años que podría durar
una imagen, me puse a pensar, con esa inocencia de los adolescentes, si
una fotografía duraría más que las personas que
habían posado para ella. Y seguí pensando en
tonterías, pensé en cosas tan absurdas como en
cuántas gentes mirarían años después ese
retrato que estaba a punto de tomarse. Y mi mano temblaba porque
sabía que el dolor volvería en cualquier momento, porque
sabía que era un completo intruso en aquella casa. Porque
sabía que la única puerta que no puedes violar es la de
los tiempos.
Entonces explotó la luz y con ella explotaron
los labios de las dos niñas, sus pezones y un finísimo
vello que empezaba a surgirles bajo el ombligo. También volaron
días enteros de esfuerzo, cenas y camas, pétalos de
violetas encerradas en los libros y uno que otro abrazo, ínfimos
granitos de piel y un hilo interminable color púrpura.
Dejé la ventana y tropecé con uno de los muebles.
Caí de bruces y al levantarme me miré en el espejo. Era
yo, el mismo de siempre. ¿Quién podría ser si no?
Pero, ¿por qué allí?
Tras la segunda puerta las esperé, apretando
el mango del pisapapeles. No fue fácil entender que nunca
llegarían, pero a la larga es extraño que algo que se
desea con tanta intensidad no se logre. Sus cuerpos no deben haber
hecho ruido al caer. Tampoco el pisapapeles. Ni siquiera la puerta al
cerrarse.
La fotografía tembló en mis manos. Las
dos, sentadas y tomadas de la mano, con sus vestidos negros y esa
desesperación contenida de correr hacia aquel muchacho que nunca
apareció en el retrato, pero que las estaría esperando
siempre.
Nació
en Orizaba, Veracruz en 1961. Reside en Guadalajara desde hace 20
años. Estudió en la Escuela de Escritores SOGEM
Guadalajara, donde imparte el taller de narrativa desde hace seis
años.Ha obtenido el premio nacional de cuento: Edmundo
Valadés, 1993 y el Premio Nacional de Cuento Agustín
Yánez 2006. Premio Internacional de Novela “Sergio
Galindo” 2002. Ha publicado los libros Los trece círculos
del caracol (Secretaría de Cultura de Jalisco), A dos tintas
(Luciérnaga editores) y Un bosque muerto (Mantis editores). Y
sus novelas Memoria de mis huesos (Luciérnaga editores), Estas
celdas que soy (Mantis editores) y el libro Las sagradas noches (Mantis
editores) que consta de dos novelas cortas. A la diestra del padre
(Instituto Veracruzano de Cultura y CONACULTA) próximo a
publicarse. El poemario Los espíritus de la música fue
publicado en la colección El ala del tigre, UNAM. Su novela
Aquí no se ocupan hombres sin morir la escribió con el
apoyo del Programa de estímulos a la creación y
desarrollo artísticos (creadores con trayectoria) del Gobierno
del Estado de Jalisco. Memoria de mis huesos fue reeditada bajo
el sello de Ediciones Monte Carmelo en Tabasco 2005. Su novela
Río Blanco, obtuvo hace unos días la beca del CECA para
su publicación.
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