Soy
el único que aún te escucha, aunque no tengas voz ni
pulso. Sigues contándome historias que mamá no cree,
historias de tu perico Pancho, quien después de estar quince
años contigo puso un huevo.
En
algunas ocasiones, como ahora, termino en tu cuarto buscándote
y buscándome. Me reciben camisas dobladas, la silla vacía
y el silencio agita una memoria oscura con tu silueta.
Anda,
vive tu muerte y deja mi soledad.
Por
una puta vez en mi vida déjame solo.
Pasé
tanto tiempo contigo, sin darme cuenta que me enseñabas a
morir.
Cada
vez eran más los días en el hospital. Yo no hacía
otra cosa más que esperar. Era un ángel empujando una
silla de ruedas y esa maldita silla fue tu cruz y yo la llevaba.
Todos los días en el mismo sitio, mirando cómo poco a
poco te desmoronabas.
Así,
cargando con tus desechos y cuidando que no te ahogaras con tus
vómitos. Y al día siguiente buscar quién donará
sangre, sin encontrar; luego, no hallar vena dónde
administrarte la sangre.
Vete,
sin decir nada. No ocurras al blanco absurdo del hospital y agradece
no tener que respirar la peste de amoníaco en los pasillos.
Esconde tu rencor y el mío contra la indiferencia de los
médicos.
Empiezo
a olvidar la esperanza con la que me cobijaba en el gélido
piso mientras te aferrabas a la vida.
Recuerdo
que ya estás muerto; recuerdo cómo salimos del hospital
arrastrados por la maldita incertidumbre, huíamos del destino
que para entonces estaba agusanado.
Sólo
podíamos esperar a la muerte y no más. En medio del
espanto pedías morir pronto y tu muerte no fue sino lenta y
horrible. Fui testigo de cómo agonizabas en la cama. El
séptimo día una luz se desprendió de tu cuerpo
acabando con tu agonía: así abriste las puertas de la
casa a esas siluetas vagas. Por última ocasión, sin
posibilidad de palabras, en un estallido mis lágrimas,
salieron a despedirte.
El
hombre que una vez me pareció el más grande, había
entrado en un estrecho ataúd. Hubo llanto después de
las canciones; hubo despedidas.
No
veo por qué exigirte una justificación. Sin embargo, a
veces quisiera hacerlo. A veces también me dan ganas de
decirte algo que no es cierto: decir “te odio y odio tu vida que
arrastró un pedazo de la mía, odio que me hayas
heredado esta maldita tristeza y nos hayas abandonado.”
No
debiste abandonar a tu ángel quien cuidó de ti durante
meses, o a mi madre que no dormía por conectarte toda esa
maraña de tubos y demás pendejadas. O mis hermanos que
de igual manera abandonaban su vida por cuidar la tuya.
Entiende,
no puedes estar aquí. Recuerda los gestos postreros sobre tu
ataúd, los lamentos, la quietud de las flores, todo eso que
hicieron las personas en un intento fallido por decirte adiós.
Anda,
déjanos. No te detengas por nosotros que no hacemos otra cosa
sino frustrar tu recorrido. Llévate los intentos inútiles
que hicimos por salvarte, abandona la tumba donde el tiempo no
existe. Olvida el caos que provocaste. Ya todos te hemos perdonado:
mis abuelos, mis hermanos, mi madre y yo.