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Memorias que mamá no cree

Angel Morales


Soy el único que aún te escucha, aunque no tengas voz ni pulso. Sigues contándome historias que mamá no cree, historias de tu perico Pancho, quien después de estar quince años contigo puso un huevo.

En algunas ocasiones, como ahora, termino en tu cuarto buscándote y buscándome. Me reciben camisas dobladas, la silla vacía y el silencio agita una memoria oscura con tu silueta.

Anda, vive tu muerte y deja mi soledad.

Por una puta vez en mi vida déjame solo.

Pasé tanto tiempo contigo, sin darme cuenta que me enseñabas a morir.

Cada vez eran más los días en el hospital. Yo no hacía otra cosa más que esperar. Era un ángel empujando una silla de ruedas y esa maldita silla fue tu cruz y yo la llevaba. Todos los días en el mismo sitio, mirando cómo poco a poco te desmoronabas.

Así, cargando con tus desechos y cuidando que no te ahogaras con tus vómitos. Y al día siguiente buscar quién donará sangre, sin encontrar; luego, no hallar vena dónde administrarte la sangre.

Vete, sin decir nada. No ocurras al blanco absurdo del hospital y agradece no tener que respirar la peste de amoníaco en los pasillos. Esconde tu rencor y el mío contra la indiferencia de los médicos.

Empiezo a olvidar la esperanza con la que me cobijaba en el gélido piso mientras te aferrabas a la vida.

Recuerdo que ya estás muerto; recuerdo cómo salimos del hospital arrastrados por la maldita incertidumbre, huíamos del destino que para entonces estaba agusanado.

Sólo podíamos esperar a la muerte y no más. En medio del espanto pedías morir pronto y tu muerte no fue sino lenta y horrible. Fui testigo de cómo agonizabas en la cama. El séptimo día una luz se desprendió de tu cuerpo acabando con tu agonía: así abriste las puertas de la casa a esas siluetas vagas. Por última ocasión, sin posibilidad de palabras, en un estallido mis lágrimas, salieron a despedirte.

El hombre que una vez me pareció el más grande, había entrado en un estrecho ataúd. Hubo llanto después de las canciones; hubo despedidas.

No veo por qué exigirte una justificación. Sin embargo, a veces quisiera hacerlo. A veces también me dan ganas de decirte algo que no es cierto: decir “te odio y odio tu vida que arrastró un pedazo de la mía, odio que me hayas heredado esta maldita tristeza y nos hayas abandonado.”

No debiste abandonar a tu ángel quien cuidó de ti durante meses, o a mi madre que no dormía por conectarte toda esa maraña de tubos y demás pendejadas. O mis hermanos que de igual manera abandonaban su vida por cuidar la tuya.

Entiende, no puedes estar aquí. Recuerda los gestos postreros sobre tu ataúd, los lamentos, la quietud de las flores, todo eso que hicieron las personas en un intento fallido por decirte adiós.

Anda, déjanos. No te detengas por nosotros que no hacemos otra cosa sino frustrar tu recorrido. Llévate los intentos inútiles que hicimos por salvarte, abandona la tumba donde el tiempo no existe. Olvida el caos que provocaste. Ya todos te hemos perdonado: mis abuelos, mis hermanos, mi madre y yo.



Angel Morales nació en la ciudad de Oaxaca en 1986. Ha publicado en las revistas Cantera Verde, Ciclo Literario y Palabrarte. Fue becario del FOESCA. Suspendió la carrera de psicología para escribir un libro de relatos y estudia Leyes en la Universidad Benito Juárez de Oaxaca. Es integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Tiene un libro en preparación, El último que muera apague la tele, del cual este texto forma parte.

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