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El sombrero del tatarabuelo

Enrique Velásquez Escobar



Y entonces procedió a sacudirse la camisa blanca con mangas que para esos momentos ya tenía arremangada, bueno, ya no tan blanca. Cuando la miró se asustó un poco, dudó qué tendría que comprar y cómo debía lavarla para quitar la mancha de sangre sin percudir la prenda, pensó que al regresar le hablaría a alguien para pedirle un consejo de cómo debía hacerlo.

Luego se sacudió el pantalón a la altura de las rodillas, fue en ese instante cuando supo que le dolía la espalda casi hasta gritar y morir, trató de recordar por qué. Dedujo que quizá habría sido por su caída y con algún mueble de la habitación se debió haber golpeado. Tal vez la mesa de madera que lo acompaña desde la llegada al tan anhelado cuarto de soltero, o quizá la única silla que pudo comprar de segunda mano hace unos meses, o la esquina de la cama que es terriblemente dura, pesada, y que ni él mismo tenía idea desde cuándo no le lavaba las cobijas -en definitiva eran de un terrible gusto pero para esas épocas no podía darse aquellos lujos de escoger- y obviamente desprendían un olor tan acre casi como el de sus calcetines.

Después de unos momentos observó sus zapatos, eran los únicos intactos al hecho, tenían la misma cara y el mismo cuerpo, es decir, contaban todavía con la gruesa capa de polvo, con las desgarradas agujetas que sólo servían para causar un extraño efecto -todavía no logro precisar si era de risa o lástima- y la casi inexistente suela, dándole una hipersensibilidad en la planta de los pies, ya que si por accidente pisaba mierda, seguramente podría adivinar el tipo de comida ingerida por la persona o el animal. Al dar el primer paso sintió que la suela de uno ellos -los cuales eran los únicos que tenía- estaba manchada, inconscientemente sentía una extraña adherencia al piso y esto causaba un molesto sonido, leve, pero hacía que le reclamara el más mínimo cabello del cuerpo; esto hizo estremecerlo a tal grado de quitarse violentamente el zapato izquierdo embarrado y botarlo contra una de las cuatro paredes. Éstas estaban totalmente cubiertas de miles de telarañas, señas claras de escurrimientos de agua de la última temporada de lluvias, provocando un nítido color ocre y a la vez servía muy bien de fondo a las pequeñas gotas de sangre que habían quedado impregnadas como en una pintura de Pollock. En una de las paredes había un hoyo muy grande, posiblemente el acceso más sencillo para cualquier bicho o reptil, quizá hasta un pequeño perro o un gato de gran tamaño. Pero él estaba tranquilo, ya que la ausencia de algún rastro de comida le tenía asegurado bienestar contra cualquier invasión de perniciosa especie.

Peor tino no pudo tener. El zapato que arrojó dio en el pequeño espejo con forma irregular colgado justo enfrente de la cama. El sonido causado se mezcló con su grito de maldición porque pensó en las desencadenadas desventuras que ello le acarrearía. Ese brusco movimiento provocó el roce natural de su cuerpo con las ropas, así como una gran molestia física en los lugares en que había fricción. Pues la mancha estaba seca, había adquirido una forma tosca y dura, e iba más allá de la camisa. Se insultó por no tener más ropa que la puesta; sin contar la chaqueta vieja y media limpia colgada en el costado izquierdo de la silla.

A pesar de esto decidió salir de una vez por todas del cuarto; con la camisa blanca arremangada, con un viejo pantalón color café, sólo el zapato derecho y el calcetín color verde del lado izquierdo con un pequeño agujero en el dedo medio por donde podía observarse su uña, tan sucia casi como sus orejas; también contaba con una gran rasgadura en el empeine, ésta le favorecía ya que hacía que combinara el tono de su piel con el color del pantalón.

Ya cuando salía recordó el entrañable sombrero heredado por su tatarabuelo. Del origen del sombrero no se sabe nada con exactitud, algunos dicen que ha sido heredado quién sabe desde cuántas generaciones, otros que el tatarabuelo lo encontró en una extraña expedición a una isla que aún ahora no aparece en los mapas, y otros menos elocuentes que lo ganó en una apuesta de caballos. Lo cierto es que siempre lo conserva exageradamente limpio, le gusta lucir brillante su color gris, no maltratar el ala angosta ni la copa de forma cónica recortada, así como la cinta negra muy delgada que tiene alrededor y la pequeña plumilla sintética del lado derecho la cual le da un toque de elegancia.

Como tenía alrededor de unos veinte años que no salía sin él y aquella vez no sería la excepción, regresó. Estaba colgado sobre el costado derecho de la silla, al intentar tomarlo vio la gran mancha que había dejado en el piso. Al tratar de ponérselo sintió en su cabello una extraña fijación, estaba totalmente tieso hasta el punto de lastimarle la cabeza. Colocó el sombrero donde lo había tomado y se dirigió al baño, éste se encontraba a un costado de la cama justo enfrente de la puerta principal del cuarto. No hizo más que caminar cinco pasos para estar dentro, no contaba con espejo y casi nunca con agua. Con incertidumbre por la frecuente ausencia del líquido abrió la llave, después de salir una cucaracha como dándole la bienvenida salió un pequeño chorrito, amarillo y con tierra. Se lavó cuidadosamente toda la cabeza, el rostro y el cuello, que estaba todavía muy lastimado con un moretón y con claros vestigios de haber sido presa de una fuerte presión de una cuerda. Se podían contar aún las marcas de los hilos de la cuerda.

Después de un rato de minuciosa labor de secado corporal con el retazo de tela salió del baño, sin puerta, se dirigió a la salida del cuarto y al dar el tercer paso tropezó con un objeto, al bajar la vista observó al causante de la mancha de sangre. Era un pequeño rNació en la ciudad de Oaxaca, en 1984. Es ingeniero civil egresado del Instituto Tecnológico de Oaxaca. Ha pertenecido a los talleres literarios de la Biblioteca Andrés Henestrosa, de la Casa de la Cultura de Oaxaca y es integrante del de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Ésta es su primera publicación.evólver que había robado hace mucho tiempo del cuarto de su padre. Con parsimonia absoluta lo tomó, lo guardó bajo la cama y por fin salió. Al cerrar la puerta recordó otra vez que casi olvidaba lo heredado por su tatarabuelo que cuidaba tanto. Regresó, se puso la chaqueta, tomó el sombrero y se lo colocó meticulosamente; vio uno de los muchos pedazos de espejo tirados en el piso y recogió el más grande, al tenerlo enfrente retocó algunos detalles en la cabeza y dijo: con esto ya nadie podrá verme la perforación del disparo en la sien derecha, éste es el tercero que me doy. Quizá sí tenía razón mi tatarabuelo y ya cansado de la vida me lo regaló, creo que le hice un favor y lo ayudé a bien morir, tal vez es verdad que el dueño de este sombrero es inmortal.

Nació en la ciudad de Oaxaca, en 1984. Es ingeniero civil egresado del Instituto Tecnológico de Oaxaca. Ha pertenecido a los talleres literarios de la Biblioteca Andrés Henestrosa, de la Casa de la Cultura de Oaxaca y es integrante del de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Ésta es su primera publicación.


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