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Como si no estuviera aquí

Jean-Baptiste Gauthier


Una noche apacible, sólo cuatro departamentos están iluminados. Como de costumbre, el viejo tullido del segundo mira fijamente el televisor, impasible, pálido, carente de expresión, y me pregunto siempre si está totalmente normal o fuera de un mundo del que huye.

La pareja del tercer piso parece discutir: es su hora cotidiana. La mujer, abrumada, desgastada, llora mientras él grita, expresándose por medio de ademanes bruscos; despotricando, supongo. ¿De qué sirve vivir juntos, esforzarse en tratar de construir un futuro común, para pasar el tiempo destruyéndose poco a poco, sollozo a sollozo?

Sus vecinos, la familia demasiado perfecta, vela hasta tarde este dieciséis de septiembre. Quizás por el cumpleaños de uno de los cuatro varones. Miran los regalos sobre la mesita del salón y Marco, el travieso, trata de abrir uno, a escondidas de la mirada de su padre que está reconfortando al más joven mientras la mamá, como buena ama de casa, prepara la cena, en hora y media, única cosa que le gusta o que se le permite hacer.

Vacilo en guardar mis gemelos en su cajón pero algo me lo impide, esta misma excitación que obliga, no en contra de mis deseos sino de mi voluntad, a echar una mirada hasta el quinto piso, departamento 506, si no me equivoco.

Luz tamizada, rojiza, candelas vivas, visillos rosas, el espejo inmenso pegado a la pared de la entrada. Siempre nuevas flores: hoy orquídeas; cojines rococó usados por los vaivenes, que si pudieran hablar me contarían sus aventuras apagando mi curiosidad. Pero, ¿dónde está ella?, seguramente por el humo afrodisíaco que se difunde y oscurece su ventanal.

Por fin llega, fresca igual que siempre: bata de satín púrpura, paso ligero, sensual, como su manera rara de fumar ese largo cigarrillo, a la usanza de las damas americanas que veíamos en las películas de los sesenta, mujeres de gangsters famosos o de businessmen multimillonarios. Su largo cabello, ondulado, rubio, casi cobrizo, pintado, la hace intrigante para su edad madura.

Me causa escalofrío. Maquillada perfectamente, todo le sale bien. Entre la mariposa débil y la loba amenazante es, ante todo, suave, perturbadora, felina, salvaje: una tigresa que sueño, me obsesiona, y soy su presa.

Una sombra aparece, de repente. No está sola, sería extraño. Nunca está sola.

Este hombre es nuevo, jamás lo había visto, desafiado. Es gordo, pero elegante, de cincuenta años, presumo al verle de frente. Se acerca a ella. Ya se ha quitado los pantalones. La abraza con ardor, pero ella lo empuja. Tiene las riendas, siempre decidiendo lo que ella desea. Se quita la bata de satín rojo. ¡Qué espectáculo! Todo me gusta en su cuerpo y su faja negra me hace temblar. Mi fantasma se ofrece, de frente, avanzando hacia la ventana.

Mira hacia mí, dejo caer los gemelos. Ella cierra los visillos: no puede verme en esta oscuridad. Yo no podré más, tampoco. Siempre el mismo guión.


Voy a tratar de conciliar el sueño. Tengo clase mañana. Los ojos cerrados, sólo veo a mi tigresa. La imagino. Debo dormir. Ya lo sé, no lo conseguiré una vez más.

No puedo continuar así. Quiero encontrarla pero, para qué decirlo. Quizás sea mejor no decir nada. Quizás no hacer nada sea mejor. No lo creo. Pero, a pesar de mi excitación, estoy intimidado, como un niño de diez años: a mis dieciséis. Tengo frío, me mareo: no controlo mi cuerpo.


Fue un día parecido a todos los demás. Nadie me habló hoy en la preparatoria. Los que intentaron, los que todavía no me conocen, constataron que no valía la pena: soy una causa perdida. No me interesa.

Un interés por algo o alguien, no se despilfarra para mí, sino debe ser único. Esto provoca una sensación de euforia, de obsesión, de extraordinario, de droga que no es propia a una categoría de individuo sino muchedumbre. Tengo la suerte y el privilegio de conocer este fenómeno, cada día en mi mente, cada noche en mi observatorio.


Otra vez mamá no está a la hora de mi regreso, lo que significa que no la veré. Hasta mañana, tal vez.

En busca de un marido desaparecido, sale mucho, adoptando siempre un nuevo bar, donde se desespera por no encontrarlo.


De vez en cuando siento esta soledad creada alrededor de mí, con el resentimiento de ser mudo; platicando sólo conmigo, con el yo, que día tras día no está solicitándome. Mi faro lo percibo frente a mí, pero también forma parte de mi marchitamiento, por su fuego que quema despacio y cuidadoso mi telaraña situada en lugar de corazón.

Las emociones me asfixian, me absorben. La araña pierde los estribos y ya se cuece en el calor del infierno. Todo es oscuro, rápido, irracional. Las luces de mi faro huyen, cegándome mientras entro en el incendio, aniquilado.

Me despierto con la sensación de estar pegado al suelo por un dolor del que soy el rehén. Mi cabeza está pesadísima. Consigo empujarme hasta la mesa. El reloj, seis de la mañana, el espejo, edema al nivel de la ceja, corte feo en los labios que siguen sangrando, la ropa manchada de este mismo líquido revelador.

La única cosa que entiendo, es que no puedo hacer nada sino dejarme llevar por mi cuerpo flotante, irreal, que ya está en la planta baja del Monte Gólgota urbano; penúltima etapa de mi camino de la cruz que ya conozco por haberlo transitado un número infinito de veces, pero siempre evitando la crucifixión aliviadora por un miedo y una cobardía de las más vergonzosas frente a la puerta.

Me odio tanto.

Subo las escaleras, olvidando esta negación de fuerzas físicas, como un zombi, embrujado por una pasión visceral. Mi cruz, demasiada impresionante, me hace desplomarme de nuevo. Mi masa ósea, chocando la puerta prohibida: la 506.

Trato de abrir los ojos pero lo impide la luz roja que invade el fondo de mis gemelos en hemorragia. Un olor picante que hechiza y despierta la piel y los sentidos me penetra y embalsama mi materia gris, amnésica, desde no recuerdo cuánto tiempo. Experimento un bienestar, una especie de apaciguamiento tanto insensato como celeste. Algo entre suave y abrasador se acurruca en mis piernas. Un soplo caliente acaricia mis párpados que se dejan seducir.

La veo: mi tigresa, unida a mi cuerpo sin armas. La excitación se apodera de mi carne, a la vez aterida y ausente. Sólo soy un deseo, un cuerpo totalmente enajenado. Chorreo de sudor, cadáver frigorificado. Separación del cuerpo y del alma. Placer inconcebible. La oigo respirar, gemir y gozar. Los músculos se contraen. Ni una palabra. Si me mira a los ojos la mato o muero.

Goce divino, trascendencia.

Estoy vacío, fuera de control. Desmayo asesino para despertarse en el paraíso.

Se perciben las sirenas, pero a millones de kilómetros, como un eco devastador. La gente que me rodea habla demasiado fuerte. Me tocan, otros lloran. Observo la sangre fluir en las escaleras hacia la puerta de la planta baja. Parece ser la mía. Mi cuerpo ya no quiere oír, ni reaccionar ni moverse. Grita su hambre, su abandono, su asalto emocional.

Pienso de repente en mamá. Ya hace trece días que no la he visto.

Nació el 28 de noviembre de 1983 en Abbeville, Francia, Picardia. Fue integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca en el año 2005. Es maestro de Español, en Francia, en secundarias y preparatorias. Prepara una tesis, dejada de lado por ahora, sobre cuentistas oaxaqueños. Ésta es su primera publicación.

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