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Bonsái
Milagros Guzmán

 
Bernardo se detiene a mirarme, le quita dos hojas marchitas al bonsái, nos besamos en los labios mientras revisa los folletos que traje de la agencia de viajes.

A punto de contarle mis planes, se pone a discutir con algún colega diciendo:

Voy para allá.

Es imposible hablar, sin la interrupción del celular.

Por fin nos vamos de vacaciones, quince días en Cuba con sus amigos. Cuestión de esperar el fin de semana, las maletas están hechas, también las reservaciones y el regalo de los novios. No recuerdo felicidad semejante desde la luna de miel.

Bernardo llega por la noche, hablando de la empresa:

No quiero ser pesimista, pero el proyecto no va a funcionar; platiqué con Mario, le expliqué: la campaña de publicidad necesita agilizar el ritmo de las contrataciones. Él se dice ocupadísimo, no puede encargarse del asunto, seguro voy a ir el próximo fin de semana a terminar los pendientes, no está confirmado, depende de la llamada de hoy en la tarde. Lo siento cariño, tal vez no pueda asistir a la boda, si quieres puedes ir tú, yo compro tu boleto y te vas con mis amigos el viernes a Cuba.

Odio esos comentarios. La relación con sus amigos es estrictamente cordial, son de esos tipos nefastos con dos libros leídos e ínfulas de intelectuales, creyéndose a la altura de Reinaldo Arenas. Bajo esas condiciones yo tampoco voy.

En silencio lo escucho, acerco el plato de sopa, muevo el celular para acomodar los cubiertos.

¿A dónde llevas el celular?, estoy esperando llamada.

Aviento el plato en la mesa, camino a la habitación.

Ciertamente desapareciendo el celular las cosas no mejorarán entre nosotros, de cualquier forma, sólo puedo maldecirlo.

Luego de cinco minutos se acerca al dormitorio, deja el celular junto a la lámpara, se recuesta conmigo en la cama, susurrando:

¿Quieres hablar?

¿Por qué?

¿Por qué qué?

—Dime qué hago para merecer ese trato, al parecer cualquier cosa te resulta más importante que yo.

Exageras, por supuesto no es verdad…

¡No quiero hablar!, ¡no quiero hablar!

Interrumpo su discurso cerrando los ojos, gritando con las manos tapándome los oídos.

No tiene caso explicarte si no vas a entender, eres insoportable, por eso prefiero estar lejos de ti.

Pues yo te amo.

Azota la puerta. Sale a fumar, para tranquilizarse y no gritar más de lo debido.

Ahí esta el celular al lado mío, pienso en hablarle a mamá para pedirle alojo temporal en su casa, pero odio el aparato, no puedo tenerlo cerca ni para esas cuestiones, estoy a punto de arrojarlo por la ventana, pero no, esa solución sería sencilla para ambos. Entonces, miro el closet, el hueco del florero, las hendiduras de los sillones, la taza del baño, no tiene sentido, ni siquiera imaginarlo.

Enciendo el televisor, pongo el video de Yoga. Mujeres haciendo rutinas de relajación detrás de hileras de bambúes. Voy por el tapete para colocarlo junto al bonsái que decora la ventana del departamento, quizá para sentirme a tono con la instructora.

Excelente.

Pienso cuando el celular empieza a vibrar, a veces lo olvido, Bernardo odia el sonido de los teléfonos.

Observo el bonsái. Recuerdo a Bernardo regarlo con cariño todas las mañanas, entonces lo decido: escarbo un agujero y lo entierro.

El regresa. Continúo meditando.

¿No ha llamado Mario?, cuando llame voy a cancelar la comisión, eso quieres ¿no?, pero te advierto: es la única ocasión, no pienso volver a complacerte. Estoy harto de tus caprichos de niña insoportable.

Lo escucho contorsionándome en el piso, sin hablar. A lo largo de nuestra relación hemos comprendido la vital importancia de las acciones silentes.

¿Dónde esta el maldito celular? Ana, estoy seguro, tú lo tienes.

¿Ladrona? Imposible. Han sido tres años de matrimonio por bienes mancomunados, en todo caso la mitad del patrimonio me pertenece, pero no quiero alegar.

Sentada lo observo levantar el colchón, caminar al baño, abrir el closet, pasar junto a su arbolito para buscar en el hueco del florero.

Responde, ¿dónde esta el celular?

Enojada, yo también grito disimulando la sonrisa:

No sé dónde está, búscalo y si no lo encuentras es tu problema. Yo no espero ninguna llamada.

Sigo meditando. Termino luego de cuarenta minutos, él está muy ansioso, yo muerta de sed. Tomo agua y le comparto a esa plantita temblorosa con la plena sensación de agrado.




Milagros Guzmán (Irapuato, 1983), estudió Psicología. Vive en Guadalajara, donde asiste a los talleres literarios del Fondo de Cultura Económica. Ésta es su primera publicación.  

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