Entierro
de Pepe Revueltas y acto de contrición
Gerardo
de la Torre
Entierro
Era
el mes de abril de 1976. Pepe Revueltas había muerto pesando
poco más de cuarenta kilos y era velado en la Agencia
Gayosso
de Félix Cuevas. A Pepe se le había ocurrido
morirse el
mismo día que asesinaron a Sarita
Ornelas −lideresa de vendedores de billetes de
lotería y
candidata a diputada por el PRI−, a quien velaban en la misma
funeraria.
Pardeando
la
tarde, el candidato presidencial José López
Portillo
acudió a ofrecer sus condolencias a la familia de Sarita y
ya
estando en Gayosso le informaron que en otra sala se hallaba el
cuerpo de Pepe. Una larga comitiva acompañó al
candidato en el trayecto hacia la capilla del escritor.
López
Portillo al frente, serio, solemne. Y mucho más serio y
solemne se vio, desconcertado, estupefacto, al caer en cuenta de que
en la capilla no estaban ni Pepe Revueltas ni el ataúd.
—Se
lo llevaron los muchachos para hacerle un homenaje en Ciudad
Universitaria −informó un empleado.
¡Pues
ah qué
pinches muchachos!
Candidato
y comitiva dieron media vuelta y abandonaron la agencia funeraria
silenciosos, con aire digno.
El
entierro del escritor se había acordado para la tarde del
día
siguiente. Al filo de las dos los empleados metieron la caja a la
carroza. En cuanto cerraron las puertas del vehículo, un
grupo
de estudiantes se dirigió a Emma, la esposa de Pepe.
—Queremos
llevarlo en hombros. El panteón no está lejos.
Podemos.
Emma,
mirándolos
con cierta desconfianza, lo pensó un buen rato y al fin dio
su
consentimiento. Seis de los muchachos comenzaron a tirar del
féretro,
y cuando todo el peso estuvo en sus manos, se les vino abajo.
Inclinados, ayudándose con muslos y rodillas, lograron
apenas
evitar la caída.
Ya
veíamos
los espectadores el ataúd golpeando el piso,
abriéndose
y dejando salir el cuerpo afiladito que rodaba y rodaba por el
concreto del estacionamiento. Quedó el asunto en una
visión
imaginativa, porque los muchachos lograron soportar la caja y
devolverla a la carroza.
—Muy
mal, muchachos −dijo
Emma−. Mejor que el coche se vaya despacito y con las puertas
abiertas. Y nos vamos caminando detrás,
acompañando a
Pepe.
En
esa circunstancia nadie mandaba más que Emma, de modo que la
carroza, seguida por el cortejo mudo y doloroso, avanzó
lentamente por Gabriel Mancera, torció en Obrero Mundial,
luego en Monterrey, más tarde en Bajío y al fin
cruzó
la avenida Cuauhtémoc para desembocar en el
Panteón
Francés de La Piedad.
En
el cementerio el ataúd fue montado sobre las correas que
más
tarde lo depositarían con suavidad en el fondo de la
sepultura. La gente, en medio de un magnífico silencio,
rodeó
la fosa. En el borde, el secretario de Educación
Pública,
Víctor Bravo Ahuja, echó mano a ciertas
cuartillas y
comenzó a leer un discurso que evocaba al hijo aquel de
Durango que en los llanos polvosos inició el duro
aprendizaje
de una vida que…
—¡Que
se calle! −clamó
una voz anónima.
En
el primer momento se oyeron sonidos sibilantes
—¡Shhh!
¡Shhh!— que pedían silencio a quien
interrumpió
el discurso. Luego, otras voces se sumaron a la que empezó
la
interrupción.
—¡Sí,
que se calle!… ¡Que se calle!
Cundió
el desconcierto porque sólo quienes se hallaban en los
círculos cercanos a la fosa habían identificado
al
hombre del discurso, de modo que se levantó una
barahúnda
en la que destacaban los que
se calle
y los shhh,
hasta que alguien, desde lo alto del montículo de tierra
destinada a cubrir el ataúd, explicó que el
orador era
quien era y por tanto no podía permitírsele
continuar.
Entonces
el grueso de la multitud se inclinó por el sólido
que
se calle.
Porque cómo era posible que el funcionario de un gobierno
sucesor y cómplice de otros gobiernos que en diversos
momentos
encarcelaron a Pepe (en 1928, 1932, 1934, 1968) viniera a hacer el
elogio de quien antes fue ferozmente condenado.
Rosaura
Revueltas
alzó la voz enérgica, mientras a su lado don
Víctor,
gacha la cabeza, se veía intimidado.
—¡Pepe es
mi hermano y voy a permitirle hablar a quien yo quiera!
—¡Pero
también es nuestro camarada! −replicaron airadas
voces.
Marginado
de la
violenta discusión que siguió, don
Víctor, con
movimientos suaves, a socapa, se guardó las cuartillas, y
hasta el final, con su traje color ceniza cada vez más
ceniciento, permaneció ante la fosa con la cabeza baja.
Martín
Dozal, preso
político del 68 y compañero de celda de Pepe en
Lecumberri, trepó
la cruz de cemento de una tumba
contigua y en equilibrio tenso, precario, comenzó a lanzar
andanadas verbales contra esos que ahora sí, modositos,
veníamos a despedir a José Revueltas, pero
jamás
lo visitamos, desgraciados, cabrones, en Lecumberri.
Tronaba
Martín. Y los demás, como el secretario de
Educación,
inclinamos la testa. Entonces allá en los confines de la
multitud alguien comenzó a entonar La
Internacional.
Martín
descendió de la cruz. Se reanimó aquella masa
que, por
su inconciencia o su inconstancia había sufrido la
reprimenda.
Más y más voces se unieron a la de quien
había
iniciado el canto revolucionario. Pero era aquello una maldita
mezcolanza. ¿Había que decir arriba pobres de la
tierra
o arriba los pobres del mundo?
—¿Pero
qué clase de Internacional cantas tú, desdichado?
Si no
me equivoco ésa es la troska.
—¡Y yo qué
culpa tengo de que seas un maldito comunista!
—Pinche
versión, ¿de dónde la sacaste?
—Primero vamos
viendo de qué corriente somos.
El
poeta Efraín Huerta, que hacía poco
había salido
de una terrible operación, andaba por allí como
perdido. El cuentista Juan de la Cabada, meneando la algodonosa
cabeza, trepó al montículo de tierra y pedruscos
amarillos que cubrirían el féretro.
Dos
músicos, violín y cello, desenvainaron los
instrumentos, colocaron las partituras en sus atriles y, ajenos al
bullicio, se sentaron a afinar. Y la multitud continuaba cantando La
Internacional,
cada quien como se la sabía. Eso sí, a todo
pecho,
despidiendo con la tosca melodía y las apasionadas palabras
a
Pepe Revueltas el escritor, el combatiente, el camarada.
Los
músicos, imperturbables, seguían afinando y al
fin
comenzaron a tocar un oratorio fúnebre apenas audible.
Porque
si bien el secretario de Educación permanecía en
silencio, mucha gente exigía a gritos que se fuera y no
faltaban las respuestas altisonantes, iracundas.
La
encolerizada Rosaura no se apartaba del secretario de
Educación.
Don Víctor, inmóvil, no tenía ojos
sino para
contemplar el fondo de esa fosa en la que pronto reposaría,
¿para siempre?, el sujeto de su inacabado discurso.
Qué
algarabía. Qué gritos.
—¡Esto
es un verdadero desmadre! −exclamó Juan de la
Cabada. Y
desde la altura de su integridad, alzó los brazos y dijo:
—¡Un
aplauso para Pepe Revueltas!
Comenzó
el mismo Juan a aplaudir y se desató el aplauso colectivo y
se
apagaron las voces de los camorristas. Luego, entre la masa sobrevino
un denso silencio. Y entonces pudieron escucharse nítidas
las
notas del oratorio fúnebre.
Rosaura
hizo una
seña a los enterradores y el féretro
inició su
descenso. Pronto las paletadas de tierra comenzaron a cubrirlo.
Fuera
del panteón se habían congregado Manuel Aguilar
Mora y
otros militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores. En
eso salió en su auto Manuel Marcué
Pardiñas,
veterano combatiente, hombre de izquierdas que por entonces
acompañaba en sus giras al candidato presidencial
priísta.
—¡No
tienes vergüenza, Marcué!
−le gritaron.
—¡Eres un
cínico!
Carlos
Félix,
viejo camarada de Pepe, se hallaba asido al enrejado del
panteón,
aferrándose a los barrotes para que tanto alcohol no lo
derrumbara. Meneando la cabeza, dijo como para Marcué,
quizá
para sí mismo:
—No
les hagas caso, ingeniero, te tienen envidia.
Sobre
la avenida Cuauhtémoc, el auto de Marcué ya
cruzaba la
elevación del Viaducto.
Acto
de
contrición
En
1977 el Partido
Comunista Mexicano comenzó a celebrar cada año,
primero
en el Auditorio Nacional y luego en el Palacio de los Deportes,
festivales políticos y culturales que llevaban el nombre del
periódico partidista: Oposición.
Dos
veces fui
invitado a participar en aquellos festivales. Una vez para discutir
aspectos de la literatura mexicana; la otra, para moderar una mesa
redonda anunciada como Homenaje
del PCM a José Revueltas.
Revueltas
había
ingresado en 1932 al Partido Comunista, del cual fue expulsado en
1943. Reingresó en 1956 y salió de nuevo en 1959.
Fundó
en 1960 la Liga Leninista Espartaco, de la que fue expulsado en 1963.
No sólo sufrió violencia en su
relación
militante con los comunistas, sino que sus libros, principalmente Los
días terrenales
(1949) y Los
errores
(1964), en los que emprendía la crítica de
dogmatismos
y actitudes sectarias, fueron objeto de dolorosos ataques por parte
de los camaradas.
El
día del
homenaje, la sala habilitada en el Auditorio Nacional estaba a
reventar y entre la multitud se hallaban los miembros prominentes del
comité central del PCM. A la hora señalada me
dispuse a
comenzar el acto.
—Este no es un
homenaje del Partido Comunista a Pepe Revueltas
−dije− sino un
acto de contrición.
Y
se armó
la batahola. Aplausos, silbidos, gritos, un desorden infernal. Al
cabo pudo tomar la palabra Arnoldo Martínez Verdugo,
secretario general del partido. Dijo que mis palabras eran injustas,
pues aunque en efecto Revueltas sufrió ataques y
expulsiones,
el partido se hallaba en proceso de cambio, era un organismo cada vez
más democrático y no tenía sentido
resucitar
discordias que sólo contribuían a enrarecer la
nueva
atmósfera en que se daba la transformación. Cosas
así.
Tomó
entonces la palabra Martín Dozal. Martín hizo el
elogio
del escritor y puntualizó que, si se trataba de un homenaje
sincero y si en verdad soplaban en el partido aires nuevos, era
necesario reconocer los atropellos partidistas contra el autor de El
luto humano. Y entonces
resultaba justa la frase aquella de acto de contrición.
Cosas
así.
Retomó
la
palabra Arnoldo y tras él tomaron la palabra varios
asistentes
al acto, comunistas y no comunistas, que indistintamente se
ponían
del lado de Arnoldo o de Dozal. Argumentos, denuestos y exabruptos
iban y venían y en las butacas la polémica se
prolongó
a lo largo de una hora.
Al
fin se
restableció la calma y los participantes en la mesa
comenzaron
a exponer sus juicios y consideraciones. Pero ya a nadie le
interesaban y moderador y ponentes nos fuimos quedando solos.
Como
Pepe
Revueltas en su tumba del Panteón Francés.
Gerardo
de la Torre nació en la ciudad de Oaxaca, en 1938. Ha
publicado los libros de cuentos El
otro diluvio
(1968), El
vengador (1973),
Viejos
lobos de Marx
(1981), Relatos
de la vida obrera (1988),
La
lluvia en Corinto (1993),
Tobalá
y otros mezcales oaxaqueños (1998)
y De
amor la llama (2001);
es autor de las novelas Ensayo
general (1970),
La
línea dura (1971),
Muertes
de Aurora (1980),
Hijos
del Águila (1989),
Los
muchachos locos de aquel verano (1994)
y Morderán
el polvo (1999).
En 1988 obtuvo el Premio de Novela PEMEX 50 Años de la
Expropiación, por Hijos
del Águila y
en 1992, el Premio Nacional de Novela José Rubén
Romero, por Los
muchachos locos de aquel verano.
Ha practicado el periodismo y la traducción, y elaborado
abundantes guiones para historieta, cine y televisión.
Participó en el taller literario de Juan José
Arreola;
fue becario del Centro Mexicano de Escritores 1967-68; desde 1994 es
miembro del Sistema Nacional de Creadores; actualmente es maestro en
la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de
México (SOGEM).
|