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Residuos
Olaf Ramírez Robles



En este día cuando las dolencias no me dejan en paz inicio mi relato. Desde el último ingreso al hospital he decidido preocuparme por los padecimientos, aunque confío más en el té de hierbabuena de mi inmediata exmujer que en las costosas inyecciones y pastillas (una vez que Ana me pida la deje de molestar lo haré a cambio de la receta eficaz). Mas no importan los padecimientos físicos o quién me tranquilizó con té de hierbabuena, interesa la historia de Raquel; porque he dicho que se llama Raquel. No tengo inconveniente en relatar la historia tal como sucedió, y los hechos deben contarse realmente para los enterados. También he dicho que me abandonó por tres mil pesos al mes. Conociendo mi versión, me ha desmentido; sin embargo ha concedido permiso de ocupar su nombre sólo para saber qué más digo. Su curiosidad la va a perder pues ésta es una versión completa de los hechos. Me empeño en ello por un desconsolado despecho.

Pues bien, si Raquel no me hubiera dejado hoy estaríamos casados y seríamos completamente infelices. No obstante, hubiera preferido casarme con ella a tener que sobrellevar la mala reputación que se hizo. Uno o dos años me serían suficientes, por lo que tendría que haber puesto lo mejor ya que no hubiera querido perder a la mejor amante. Raquel, la de los regalos delicados, la que me robó un anillo, la que hizo pedazos una masculinidad menor de edad; quien se llevó la ingenuidad que enamoraba. Ayer vino a casa. Después de su crimen artero, canalla, regresa a casa como asesino a la escena del crimen que es mi habitación. Bebió café hasta tarde; cuando oscurecía había acabado con el resto. Llegó, dijo, de una cita frustrada con mi amigo. Lo quiso seducir, y en cada beso y caricia acordarse de la depresión que le he causado. En cada orgasmo de cualquiera de los dos acordarme de la depresión que me causas, dijo. No entendí. Tal vez quiso decir que la traté mal en el último año en que hemos sobrellevado una relación sin más sentido que el sexo de mala gana. Recordó cuando anduvo seiscientos kilómetros para estar conmigo sólo dos noches y terminé dormido junto a ella para despertar diecisiete horas después y verla triste, sintiéndome el peor de los amantes por no haber colmado su deseo. No sabía Raquel de insomnios y ahora tal vez comprende que su estancia en nuestra habitación servía para tranquilizar al demonio del alcohol. La comprendo a ella, soy el único que la entiende.

Acabaste con el café, la reprimí. Arrojó un billete al suelo, luego otro. Tampoco yo tenía algo que hacer en un entristecido, amargo, domingo. Fui hasta ella para agradecerle los billetes grandes, que cogí de paso.

No quiso salir de casa, mas la forcé a caminar a la tienda por una bolsa de café. ¿A qué vienes?, la interrogué. Te intereso sólo para intimidarme con estar con otro del que dirás es mejor que yo en la cama, en su trabajo, y regala flores antes de orientarse hacia una habitación desocupada. No se turbó.

Hasta ayer no le perdoné cada día de injuria. La he obligado a seguirme lo más lejos posible, a tirar su dinero en mi basurero; la habitué a tomar café para quitarle el sueño. Sobre todo la hice en los últimos meses una mujer insatisfecha. Años después de abandonarme volvía a esta habitación a pasar ratos cuando no tenía que hacer en casa, visitas que se incrementaron una vez que concluyó la escuela.

Diré que lo único que todavía llama la atención de ella es el recato con el que cubre su pecho. Ocupa broches para no dejar descubierto un solo centímetro. No tiene más que el recato de un par de senos que en pocos años serán flácidos. Sin embargo, cuando subía en mí, sujetaba mis manos para colocarlas en cada seno. Es una mujer reprimida que se acostará con todo aquel que la desee, aseguró. Tiene suficientes años para desesperarse mientras no encuentra una relación formal, sabe que la luz de su cuerpo se consume y languidecerá pronto. Por las tardes, cuando bebe café conmigo, observo sus ojos –tristes por la vigilia, por el abandono en que la tienen los que no se fijan más en ella– que me piden, dolientes, afecto, más café y tiempo porque no puede regresar a casa derrotada a tan temprana hora. Le pido que repose mientras preparo café. Es lo único que hago para distraer la idea del fastidio y del abandono en que también me tienen las que se alejaron y se fueron lejos porque no tuve valor para pedirles regresar –sabía que no harían caso.

Debo aclarar antes de proseguir. Reservo cada uno de los datos de otras mujeres. La regla de la sensatez no me permite explicar más que lo necesario al respecto de Raquel, por lo que no pueden acusarme de indiscreto, aunque hable de ella sin ocultar el resquemor. Hablo de ella porque no tengo que hacer, y porque no hay algo que ocultar.

Mientras escribo mi madre se compadece, se apiada del hijo abandonado por la última novia. Le pido café y me ordena dormir un poco. Sin azúcar, le digo. El libro que es mi almohada en esta cama donde también dormí con ella –no con Raquel sino con ésa última mujer– ha servido para esconder lágrimas que no me trago cuando todos duermen. Necesito llorarle cuando nadie me vea para aliviarme pronto. Mi madre dice vamos al médico y niega que estoy cuando llaman por teléfono pues teme me lleven a emborrachar o a buscar prostitutas ahora que tengo dinero porque no hay una novia con quién gastarlo. Es trágica suerte de abandonado, pero es el precio de los malos tratos que he dado. Abandoné a mi prima, a Susana, que se casó por despecho con alguno que no conozco. Mientras ella –la última que me abandonó– tal vez beba café, coqueteando con poderosos. Pero eso es ahora que cumplo veintiséis años, lo que importa es cuando contaba con menos de veinte; relato la historia de Raquel. Tuve una foto con su cabello castaño, alguien la retrató frente a una iglesia admirando el vestido blanco de la novia, un año antes de que yo la conociera; y otra donde mostraba, por descuido, parte del sostén bajo una blusa de rayas negras y blancas. Luego ambas fotos desaparecieron el último mes que fue mi novia, junto con un anillo que alguien me regaló. También se robó el par de zapatos que me obsequió, los que en un encuentro en cierta fiesta a la que llegué por accidente noté en su hermano cuando escondía apremiantemente los pies bajo la mesa. Discutimos de la edad tan dispar entre ambos, de un trabajo que aún no consigo y de un departamento que es de sus sueños. Fue en busca de un citadino, urbano, que en momentos decisivos no saliera con eyaculaciones precoses o se quedara dormido, porque a ella, a su bendita edad, la moderación sexual que tuvo en los años veinteañeros le hacía saber que era el momento oportuno ya que, en poco, el tiempo le marcaría cuarenta años en la piel y en sus ojos que, digo, son tristes. Me dejó afligido, llorando a mi mejor amante perdida por un banal interés y cantando tres días sin verte mujer…, luego, hace un año que yo tuve una ilusión; y sigo cantando: ay, un año más sin ti… Hace pocos días reinicié a cantar tres días sin verte mujer, tres días llorando tu amor… cuando mi última mujer, la fuereña que vino del oeste para vivir conmigo, la que me obligó a hacerme de gatos que se reprodujeron al por mayor y que me cuesta una suma enorme mantener porque sólo comen whiskas, me abandonó al no considerar la absurda idea de vivir cazando conejos, sembrar el propio café y tomarlo sin azúcar para ahorrarnos algo. Claro, me abandonó sobre todo porque se hartó una vez que dejó de amarme. La aflicción de ello es que cuando canto bebo, lloro y provoco lástima a la gente que me quiere. Y ella tan campante en su oficina nueva.

Ayer también la madera del techo dejó caer residuos. Vino Raquel, dijo: Estoy cansada de encuentros y despedidas; sólo una vez más y ya. Notó que el techo de la casa se desmoronaba, ocupó mi sillón nuevo y se dedicó a ver cómo la polilla destruía la madera del techo. Es prodigioso saber que mientras Raquel hacía mella en mí, sin darme cuenta una polilla destrozaba su cuerpo para volverla de treinta y cuatro años. Contempló la escena con el gusto de verme sin amparo, con el gusto de que estaré en la calle algunos días mientras se hace algo contra esa larva destructora de mi refugio. La rivalidad entre ella y yo consta de un menosprecio por la vida del otro; la deslealtad suya tan ruin de abandonarme, frente a mi apatía por un cuerpo que me hizo inmensamente feliz. Sin embargo no quiero que se vaya, deseo que se entere que mi habitación bien la pudo cobijar, y que el café que le preparo lo haría mientras atiende al gato Mixo. Por eso en ocasiones aún le entrego cartas para que sepa que la quiero, para que se entere que la extraño en días como éste, aunque también la extraño en días de fiesta; pero no a ella, sino a la novia que no tuvo tiempo para la infidelidad porque dormía conmigo, a quien cumplo la promesa de quererla siempre. De pronto siento que continúa al lado de mi mesa de trabajo, que no me abandonó, que yace adormilada a mitad de mi mullida cama mientras yo pierdo el tiempo leyendo. Lo cierto es que pasamos días enteros sin salir de la habitación, bebiendo café todo el tiempo para no desperdiciar horas de sueño que aprovechamos para querernos, hasta caer rendidos.

De lo que cuento, sólo me queda una colitis severa que me está matando, y conservo también un collar de barro negro que ella dejó para mi tormento, para recordarme cada noche que aquélla ya no estará conmigo porque me abandonó por tres mil pesos al mes.

Olaf Ramírez Robles nació en la Sierra Norte de Oaxaca en 1979. Narrador y dramaturgo. Es egresado de la Escuela de Escritores de SOGEM, ciudad de México, integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxacae y fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes. Sus relatos se han publicado en revistas nacionales y en diversas antologías.

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