En
este día cuando las dolencias no me dejan en paz inicio mi
relato. Desde el último ingreso al hospital he decidido
preocuparme por los padecimientos, aunque confío más en
el té de hierbabuena de mi inmediata exmujer que en las
costosas inyecciones y pastillas (una vez que Ana me pida la deje de
molestar lo haré a cambio de la receta eficaz). Mas no
importan los padecimientos físicos o quién me
tranquilizó con té de hierbabuena, interesa la historia
de Raquel; porque he dicho que se llama Raquel. No tengo
inconveniente en relatar la historia tal como sucedió, y los
hechos deben contarse realmente para los enterados. También he
dicho que me abandonó por tres mil pesos al mes. Conociendo mi
versión, me ha desmentido; sin embargo ha concedido permiso de
ocupar su nombre sólo para saber qué más digo.
Su curiosidad la va a perder pues ésta es una versión
completa de los hechos. Me empeño en ello por un desconsolado
despecho.
Pues
bien, si Raquel no me hubiera dejado hoy estaríamos casados y
seríamos completamente infelices. No obstante, hubiera
preferido casarme con ella a tener que sobrellevar la mala reputación
que se hizo. Uno o dos años me serían suficientes, por
lo que tendría que haber puesto lo mejor ya que no hubiera
querido perder a la mejor amante. Raquel, la de los regalos
delicados, la que me robó un anillo, la que hizo pedazos una
masculinidad menor de edad; quien se llevó la ingenuidad que
enamoraba. Ayer vino a casa. Después de su crimen artero,
canalla, regresa a casa como asesino a la escena del crimen que es mi
habitación. Bebió café hasta tarde; cuando
oscurecía había acabado con el resto. Llegó,
dijo, de una cita frustrada con mi amigo. Lo quiso seducir, y en cada
beso y caricia acordarse de la depresión que le he causado. En
cada orgasmo de cualquiera de los dos acordarme de la depresión
que me causas, dijo. No entendí. Tal vez quiso decir que la
traté mal en el último año en que hemos
sobrellevado una relación sin más sentido que el sexo
de mala gana. Recordó cuando anduvo seiscientos kilómetros
para estar conmigo sólo dos noches y terminé dormido
junto a ella para despertar diecisiete horas después y verla
triste, sintiéndome el peor de los amantes por no haber
colmado su deseo. No sabía Raquel de insomnios y ahora tal vez
comprende que su estancia en nuestra habitación servía
para tranquilizar al demonio del alcohol. La comprendo a ella, soy el
único que la entiende.
Acabaste
con el café, la reprimí. Arrojó un billete al
suelo, luego otro. Tampoco yo tenía algo que hacer en un
entristecido, amargo, domingo. Fui hasta ella para agradecerle los
billetes grandes, que cogí de paso.
No
quiso salir de casa, mas la forcé a caminar a la tienda por
una bolsa de café. ¿A qué vienes?, la
interrogué. Te intereso sólo para intimidarme con estar
con otro del que dirás es mejor que yo en la cama, en su
trabajo, y regala flores antes de orientarse hacia una habitación
desocupada. No se turbó.
Hasta
ayer no le perdoné cada día de injuria. La he obligado
a seguirme lo más lejos posible, a tirar su dinero en mi
basurero; la habitué a tomar café para quitarle el
sueño. Sobre todo la hice en los últimos meses una
mujer insatisfecha. Años después de abandonarme volvía
a esta habitación a pasar ratos cuando no tenía que
hacer en casa, visitas que se incrementaron una vez que concluyó
la escuela.
Diré
que lo único que todavía llama la atención de
ella es el recato con el que cubre su pecho. Ocupa broches para no
dejar descubierto un solo centímetro. No tiene más que
el recato de un par de senos que en pocos años serán
flácidos. Sin embargo, cuando subía en mí,
sujetaba mis manos para colocarlas en cada seno. Es una mujer
reprimida que se acostará con todo aquel que la desee,
aseguró. Tiene suficientes años para desesperarse
mientras no encuentra una relación formal, sabe que la luz de
su cuerpo se consume y languidecerá pronto. Por las tardes,
cuando bebe café conmigo, observo sus ojos –tristes por la
vigilia, por el abandono en que la tienen los que no se fijan más
en ella– que me piden, dolientes, afecto, más café y
tiempo porque no puede regresar a casa derrotada a tan temprana hora.
Le pido que repose mientras preparo café. Es lo único
que hago para distraer la idea del fastidio y del abandono en que
también me tienen las que se alejaron y se fueron lejos porque
no tuve valor para pedirles regresar –sabía que no harían
caso.
Debo
aclarar antes de proseguir. Reservo cada uno de los datos de otras
mujeres. La regla de la sensatez no me permite explicar más
que lo necesario al respecto de Raquel, por lo que no pueden acusarme
de indiscreto, aunque hable de ella sin ocultar el resquemor. Hablo
de ella porque no tengo que hacer, y porque no hay algo que ocultar.
Mientras
escribo mi madre se compadece, se apiada del hijo abandonado por la
última novia. Le pido café y me ordena dormir un poco.
Sin azúcar, le digo. El libro que es mi almohada en esta cama
donde también dormí con ella –no con Raquel sino con
ésa última mujer– ha servido para esconder lágrimas
que no me trago cuando todos duermen. Necesito llorarle cuando nadie
me vea para aliviarme pronto. Mi madre dice vamos al médico y
niega que estoy cuando llaman por teléfono pues teme me lleven
a emborrachar o a buscar prostitutas ahora que tengo dinero porque no
hay una novia con quién gastarlo. Es trágica suerte de
abandonado, pero es el precio de los malos tratos que he dado.
Abandoné a mi prima, a Susana, que se casó por despecho
con alguno que no conozco. Mientras ella –la última que me
abandonó– tal vez beba café, coqueteando con
poderosos. Pero eso es ahora que cumplo veintiséis años,
lo que importa es cuando contaba con menos de veinte; relato la
historia de Raquel. Tuve una foto con su cabello castaño,
alguien la retrató frente a una iglesia admirando el vestido
blanco de la novia, un año antes de que yo la conociera; y
otra donde mostraba, por descuido, parte del sostén bajo una
blusa de rayas negras y blancas. Luego ambas fotos desaparecieron el
último mes que fue mi novia, junto con un anillo que alguien
me regaló. También se robó el par de zapatos que
me obsequió, los que en un encuentro en cierta fiesta a la que
llegué por accidente noté en su hermano cuando escondía
apremiantemente los pies bajo la mesa. Discutimos de la edad tan
dispar entre ambos, de un trabajo que aún no consigo y de un
departamento que es de sus sueños. Fue en busca de un
citadino, urbano, que en momentos decisivos no saliera con
eyaculaciones precoses o se quedara dormido, porque a ella, a su
bendita edad, la moderación sexual que tuvo en los años
veinteañeros le hacía saber que era el momento oportuno
ya que, en poco, el tiempo le marcaría cuarenta años en
la piel y en sus ojos que, digo, son tristes. Me dejó
afligido, llorando a mi mejor amante perdida por un banal interés
y cantando tres
días sin verte mujer…,
luego, hace
un año que yo tuve una ilusión;
y sigo cantando: ay,
un año más sin ti… Hace
pocos días reinicié a cantar tres
días sin verte mujer, tres días llorando tu amor…
cuando
mi última mujer, la fuereña que vino del oeste para
vivir conmigo, la que me obligó a hacerme de gatos que se
reprodujeron al por mayor y que me cuesta una suma enorme mantener
porque sólo comen whiskas,
me abandonó al no considerar la absurda idea de vivir cazando
conejos, sembrar el propio café y tomarlo sin azúcar
para ahorrarnos algo. Claro, me abandonó sobre todo porque se
hartó una vez que dejó de amarme. La aflicción
de ello es que cuando canto bebo, lloro y provoco lástima a la
gente que me quiere. Y ella tan campante en su oficina nueva.
Ayer
también la madera del techo dejó caer residuos. Vino
Raquel, dijo:
Estoy
cansada de encuentros y despedidas; sólo una vez más y
ya. Notó que el techo de la casa se desmoronaba, ocupó
mi sillón nuevo y se dedicó a ver cómo la
polilla destruía la madera del techo. Es prodigioso saber que
mientras Raquel hacía mella en mí, sin darme cuenta una
polilla destrozaba su cuerpo para volverla de treinta y cuatro años.
Contempló la escena con el gusto de verme sin amparo, con el
gusto de que estaré en la calle algunos días mientras
se hace algo contra esa larva destructora de mi refugio. La rivalidad
entre ella y yo consta de un menosprecio por la vida del otro; la
deslealtad suya tan ruin de abandonarme, frente a mi apatía
por un cuerpo que me hizo inmensamente feliz. Sin embargo no quiero
que se vaya, deseo que se entere que mi habitación bien la
pudo cobijar, y que el café que le preparo lo haría
mientras atiende al gato Mixo. Por eso en ocasiones aún le
entrego cartas para que sepa
que
la quiero, para que se entere que la extraño en días
como éste, aunque también la extraño en días
de fiesta; pero no a ella, sino a la novia que no tuvo tiempo para la
infidelidad porque dormía conmigo, a quien cumplo la promesa
de quererla siempre. De pronto siento que continúa al lado de
mi mesa de trabajo, que no me abandonó, que yace adormilada a
mitad de mi mullida cama mientras yo pierdo el tiempo leyendo. Lo
cierto es que pasamos días enteros sin salir de la habitación,
bebiendo café todo el tiempo para no desperdiciar horas de
sueño que aprovechamos para querernos, hasta caer rendidos.
De
lo que cuento, sólo me queda una colitis severa que me está
matando, y conservo también un collar de barro negro que ella
dejó para mi tormento, para recordarme cada noche que aquélla
ya no estará conmigo porque me abandonó por tres mil
pesos al mes.
Olaf
Ramírez Robles nació en la Sierra Norte de Oaxaca en
1979. Narrador y dramaturgo. Es egresado de la Escuela de Escritores
de SOGEM, ciudad de México, integrante del taller literario de
la Biblioteca Pública Central de Oaxacae
y fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes. Sus
relatos se han publicado en revistas nacionales y en diversas
antologías.